Read El misterioso Sr Brown Online
Authors: Agatha Christie
—Jaque mate a los Jóvenes Aventureros —dijo alzando lentamente el revólver.
Pero al hacerlo, se sintió aprisionado por una garra de hierro. El revólver cayó de su mano y la voz de Julius Hersheimmer dijo despacio:
—Lo hemos cogido con las manos en la masa.
La sangre desapareció del rostro del abogado, pero el dominio que tenía de sí mismo era maravilloso y se puso en evidencia al mirar a sus dos opresores. Contempló a Tommy largo rato.
—Usted —dijo entre dientes—. ¡Usted! Debí figurármelo.
Al ver que no ofrecía resistencia, aflojaron la presión y, rápido como el rayo, se llevó la mano izquierda, en la que llevaba un gran anillo, a los labios.
—Ave, Caesar, morituri te salutant! —dijo sin dejar de mirar a Tommy. Luego su rostro cambió y, con un estremecimiento convulsivo, cayó hacia delante como un saco, mientras se esparcía por el aire un extraño olor a almendras amargas.
La cena ofrecida por Julius Hersheimmer en la noche del día 30 a un grupo de amigos habría de recordarse mucho tiempo en los círculos de catering. Se llevó a cabo en un apartamento privado y las órdenes del norteamericano fueron breves y terminantes. Dio carta blanca y, cuando un millonario da carta blanca, suele conseguir lo que quiere.
Se ofrecieron todas las exquisiteces fuera de estación. Los camareros servían un vino añejo y superior, tratando las botellas con suma delicadeza. La decoración floral desafiaba a todas las estaciones, y frutas que maduraban en mayo y otras en noviembre se encontraban reunidas como por milagro. La lista de invitados era reducida, pero selecta: el embajador norteamericano; el señor Carter, que según dijo se había permitido la libertad de traer a un amigo suyo: a sir William Beresford; el arcediano Cowley; el doctor Hall; los dos Jóvenes Aventureros, la señorita Prudence Cowley y Thomas Beresford, y la invitada de honor, la señorita Jane Finn.
Julius no había escatimado esfuerzos para que la aparición de Jane fuera todo un éxito. Una llamada misteriosa hizo que Tuppence acudiera a la puerta del apartamento, que compartía con la joven norteamericana. Era Julius, que llevaba un cheque en la mano.
—Oye, Tuppence —comenzó—, ¿querrás hacerme un favor? Toma esto y procura que Jane compre todo lo necesario para estar bonita esta noche. Vais a venir a cenar conmigo al Savoy, ¿sabes? No repares en gastos. ¿Entendido?
—De acuerdo —replicó Tuppence—. ¡Lo que vamos a divertirnos! Será un placer vestir a Jane. Es la persona más encantadora que he visto en mi vida.
—Eso pienso yo —convino Hersheimmer con un fervor que hizo brillar los ojos de Tuppence.
—A propósito, Julius, todavía no te he dado mi respuesta.
—¿Tu respuesta? —repitió Julius, palideciendo.
—Ya sabes: cuando me pediste que me casara contigo —concluyó Tuppence con los ojos bajos como una heroína de la época victoriana—. Y no quisiera que lo interpretaras como una negativa. Lo he pensado bien.
—¿Sí? —dijo Julius con la frente perlada de sudor.
—¡Grandísimo tonto! ¿Qué diablos te indujo a pedírmelo? ¡Me he dado cuenta de que no te importo un comino!
—No es cierto. Siempre he experimentado por ti, y sigo haciéndolo, los más altos sentimientos de estima, respeto y admiración.
—¡Hum! —replicó Tuppence—. ¡Esa clase de sentimientos son los que desaparecen cuando llega otro más fuerte! ¿No es verdad?
—No sé a qué te refieres —dijo Hersheimmer enrojeciendo por momentos.
—¡Diablos! —exclamó la joven y cerró la puerta riendo. Volvió a abrirla para añadir con dignidad—: ¡Moralmente siempre consideraré que me has dejado plantada!
—¿Quién era? —preguntó Jane cuando Tuppence se reunió con ella.
—Julius.
—¿Qué quería?
—La verdad, creo que quería verte, pero yo no le he dejado. ¡Hasta esta noche, cuando aparezcas como el rey Salomón en todo su esplendor! ¡Vamos! ¡Tenemos que ir, de compras!
Para la mayoría de la gente, el tan cacareado día 29, «día del Trabajo», transcurrió como cualquier otro. Se pronunciaron discursos en Hyde Park y en Trafalgar Square, y varias manifestaciones, cantando «Bandera roja», pasearon por las calles más o menos a la deriva. Los periódicos que habían hablado de una huelga general y la inauguración de un reinado terrorista, se vieron obligados a agachar la cabeza. Los más osados y astutos dijeron que la paz se había conseguido gracias a sus consejos. En la prensa del domingo, apareció una breve nota dando cuenta de la muerte repentina de sir James Edgerton, el famoso abogado. La del lunes puso de relieve la carrera de aquel hombre, pero la verdad exacta de las causas que provocaron su muerte no se hizo pública.
Tommy tuvo razón al prever la situación. Todo era obra de un solo hombre y, faltos de su jefe, la organización se vino abajo. Kramenin tuvo que regresar a Rusia a la carrera, salió de Inglaterra a primera hora del domingo. Los conspiradores abandonaron Astley Priors presos del pánico y, en su precipitación, se dejaron tras ellos varios documentos que los comprometían irremisiblemente. Con aquellas pruebas en sus manos, además de un pequeño diario que encontraron en el bolsillo del difunto y que contenía un resumen de todo el complot, el gobierno convocó una conferencia y los dirigentes laboristas se vieron obligados a reconocer que habían servido de tapadera de las maniobras comunistas. El gobierno hizo algunas concesiones, que fueron aceptadas en el acto. ¡Iba a llegar la paz y no la guerra!
Pero el gabinete sabía lo cerca que había estado del desastre total. En el cerebro de Carter bullía la extraña escena que se había producido la noche anterior en la casa del Soho.
Había entrado en la reducida habitación para encontrar a su gran amigo, el amigo de toda su vida, muerto, descubierto por sus propias palabras. De su bolsillo extrajo el malhadado documento y allí mismo, en presencia de los otros tres, lo redujo a cenizas. ¡Inglaterra estaba salvada!
Ahora, la noche del día 30, en un saloncito privado del Savoy, Julius P. Hersheimmer obsequiaba a sus amigos. Carter fue el primero en llegar. Iba acompañado de un anciano caballero de aspecto iracundo, ante el cual Tommy enrojeció hasta la raíz del pelo.
—¡Aja! —dijo el anciano caballero contemplándole con ojo crítico—. Conque tú eres mi sobrino, ¿eh? No eres gran cosa, pero has realizado un buen trabajo, según parece. Después de todo tu madre no debió de educarte mal. ¿Quieres que digamos lo pasado, pasado? Eres mi heredero, ¿sabes? De ahora en adelante pienso darte una asignación y puedes considerar Chalmers Park como tu hogar.
—Gracias, señor, es usted muy generoso.
—¿Dónde está esa jovencita de quien tanto he oído hablar?
Tommy le presentó a Tuppence.
—¡Aja! —dijo sir William al verla—. Las chicas de ahora no son como en mis tiempos.
—Sí lo son —replicó Tuppence—. Quizá sus ropas sean distintas, pero en su interior, son las mismas.
—Bueno, tal vez tengas razón. Entonces las había muy desenvueltas, ahora también.
—Eso es. Yo lo soy, y mucho.
—Te creo —El anciano rió tirándole de una oreja. La mayoría de las jovencitas sentían temor ante «el viejo oso», como le llamaban, pero a Tuppence le encantaba.
Luego llegó el tímido arcediano, un tanto azorado por hallarse en semejante compañía y satisfecho porque su hija se había distinguido, aunque no pudo evitar mirarla de vez en cuando con aprensión. Pero Tuppence se comportó admirablemente. No cruzó las piernas, supo contener su lengua y rehusó fumar.
El siguiente en llegar fue el doctor Hall, acompañado del embajador norteamericano.
—Podemos sentarnos —dijo Hersheimmer cuando hubo presentado a todos sus invitados—. Tuppence, ¿quieres...?
Le indicaba el sitio de honor, mas Tuppence movió la cabeza.
—¡No, ese es el lugar que corresponde a Jane! ¡Cuando pienso en lo que ha tenido que soportar durante estos años! Esta noche tiene que ser ella la reina de la fiesta.
Julius le dirigió una mirada agradecida y Jane se adelantó tímidamente a ocupar su puesto. Si antes era ya de por sí bonita, ahora estaba maravillosa con sus nuevas galas.
Tuppence había representado admirablemente su papel. El modelo que adquirieron en una famosa casa de modas se llamaba «Lirio atigrado» y era de tonos dorados, verdes y castaños suaves de entre los que se alzaba como una columna blanca el cuello de la joven y con la masa de cabellos bronceados que coronaban su hermosa cabeza. Todos la miraron con admiración mientras se sentaba.
Pronto la reunión estuvo en pleno apogeo y de común acuerdo todos pidieron a Tommy una explicación completa y detallada.
—Eres demasiado reservado —le acusó Julius—. ¡Me dijiste que te ibas a Argentina, aunque me figuro qué razón tendrías para ello! ¡El que tú y Tuppence creyerais que yo era el señor Brown me hace desternillar de risa!
—La idea no fue suya —dijo Carter en tono grave—. Les fue insinuada, y el veneno hizo su efecto al ser administrado con cuidado por un maestro en ese arte. La noticia del periódico neoyorquino le hizo concebir el plan y con él fue tejiendo una red que casi les envuelve fatalmente.
—Nunca me fue simpático —dijo Hersheimmer—. Desde el principio me dio mala espina y siempre sospeché que había sido él quien hizo callar a la señora Vandemeyer tan oportunamente. Pero no fue hasta que supe que la orden de ejecutar a Tommy llegó justo después de nuestra entrevista con él aquel domingo, cuando empecé a sospechar que el pez gordo era él.
—Yo nunca lo sospeché —se lamentó Tuppence—. Siempre me creí mucho más lista que Tommy, pero esta vez me ha tomado la delantera.
—¡Tommy ha sido el cerebro! —exclamó Julius—. Y en vez de quedarse ahí sentado callado como un muerto, dejemos que se le pase el sofoco y que nos lo cuente todo con detalle.
—¡Venga! ¡Venga!
—No hay nada que contar —dijo Tommy, turbado—. Fui un estúpido hasta el momento en que encontré la fotografía de Annette y comprendí que era Jane Finn. Entonces recordé la insistencia con que gritó la palabra «Marguerite», me acordé de los cuadros y... bueno, eso es todo. Entonces, naturalmente, repasé todo lo ocurrido para ver dónde había metido la pata.
—Continúe —le dijo Carter, al ver que Tommy se disponía a volver a su mutismo.
—Lo de la señora Vandemeyer me preocupó cuando Julius me lo expuso. A simple vista parecía que o él o sir James la asesinaron. Pero no sabía cuál de los dos. El encontrar esa fotografía en el cajón, después de la historia de habérsela entregado al inspector Brown que nos contó, me hizo sospechar de Julius. Luego recordé que fue sir James quien había descubierto a la falsa Jane Finn.
»Al final, no supe por cuál decidirme y, por lo tanto, resolví no correr ningún riesgo. Dejé una nota a Julius por si era el señor Brown, diciéndole que me marchaba a Argentina, y dejé la carta de sir James donde aparecía la oferta de empleo sobre el escritorio para que creyera que era cierto. Luego escribí al señor Carter y telefoneé a sir James. Lo mejor era hacerle mi confidente a pesar de todo y solo le oculté que creía saber dónde estaba escondido el documento. La forma en que me ayudó a buscar a Tuppence y Annette casi me desarmó, pero no del todo. Continué considerándoles sospechosos a los dos y, luego, al recibir una supuesta nota de Tuppence, lo supe.
—Pero ¿cómo?
Tommy sacó de su bolsillo la nota en cuestión, que pasó de mano en mano.
—Es su letra, desde luego, pero supe que no era suya por la firma. Ella nunca escribe Twopence, con «w» y una sola «p», pero cualquiera que no hubiera visto su nombre escrito lo hubiese firmado así. Julius lo sabía. En cierta ocasión me mostró una carta suya, pero sir James no. Después todo fue coser y cantar. Envié a Albert a avisar al señor Carter a toda prisa. Yo simulé marcharme, pero regresé. Cuando Julius llegó en su coche, comprendí que no formaba parte del plan del señor Brown y que probablemente complicaría las cosas. Si no cogíamos a sir James in fraganti, sabía que el señor Carter ¡no daría crédito a mis palabras!
—No se lo di —intervino Carter avergonzado.
—Por eso envié a las señoritas a la mansión de sir James. Estaba seguro de que tarde o temprano lo atraparíamos en la casa del Soho. Amenacé a Julius con el revólver porque quería que Tuppence se lo contara a sir James y así él no se ocupara de nosotros. En cuanto las dos se perdieron de vista, le dije a Julius que me llevara volando a Londres y por el camino le conté toda la historia. Llegamos a la casa del Soho con tiempo suficiente y encontramos fuera al señor Carter. Después de disponerlo todo, entramos y nos escondimos detrás de la cortina del rellano. El policía recibió la orden de decir, si se lo preguntaban, que nadie había entrado en la casa. Eso es todo.
Tommy se detuvo bruscamente.
Hubo un silencio.
—A propósito —dijo Hersheimmer de pronto—. Están equivocados con respecto a esa fotografía de Jane. Me la quitaron, pero volví a encontrarla.
—¿Dónde? —exclamó Tuppence.
—En la caja fuerte del dormitorio que ocupaba la señora Vandemeyer.
—Sabía que habías encontrado algo —dijo Tuppence en tono de reproche—. A decir verdad, por eso empecé a sospechar de ti. ¿Por qué no lo dijiste?
—Yo también desconfiaba. Me la habían arrebatado una vez y estaba resuelto a no soltarla hasta que un fotógrafo me hiciera una docena de copias.
—Todos ocultamos una cosa u otra —comentó Tuppence, pensativa—. ¡Supongo que trabajar para el servicio secreto hace que uno se comporte así!
Durante la pausa que siguió, Carter sacó de su bolsillo una agenda muy manoseada.
—Beresford acaba de decir que yo no hubiera creído en la culpabilidad de sir James, a menos que lo cogiéramos in fraganti. Es cierto. No obstante, hasta que no hube leído el contenido de esta agenda, no me fue posible dar crédito a la sorprendente evidencia. La agenda pasará a ser propiedad de Scotland Yard, pero nunca se exhibirá públicamente. El largo tiempo que sir James estuvo asociado con la ley lo hace aconsejable. Pero a ustedes, que conocen la verdad, voy a leerles ciertos pasajes que ponen de relieve la extraordinaria mentalidad de este hombre.
Abrió la agenda y comenzó a volver las páginas.
Es una locura escribir este diario. Lo sé. Es una prueba contra mí. Pero nunca me han asustado los peligros y siento la imperiosa necesidad de desahogarme. Este librito solo lo obtendrán sobre mi cadáver.
Desde muy joven comprendí que poseía cualidades excepcionales. Solo un tonto no sabe apreciar su capacidad. Mi cerebro era muy superior al término medio. Supe que había nacido para el éxito. Lo único que obraba en mi contra era mi aspecto vulgar. Vulgar e insignificante.
De niño asistí a un famoso juicio por asesinato. Me impresionó mucho la elocuencia y habilidad del abogado defensor y por primera vez pensé dedicar mi talento a esta profesión. En otro juicio observé al criminal que se sentaba en el banquillo. Era un tonto, se portó de forma estúpida y ni siquiera un buen abogado defensor fue capaz de salvarlo. Sentí un gran desprecio por él y llegué a la conclusión de que el común de los criminales era de un nivel lamentable. Era la miseria, los fracasos y los altibajos de la vida lo que les arrastró al crimen. Me extrañó que ciertos hombres inteligentes no hubieran comprendido nunca sus extraordinarias posibilidades. Estuve dándole vueltas a la idea. ¡Qué campo tan magnífico! ¡Posibilidades ilimitadas! Mi cerebro se puso en marcha.
Leí obras maestras sobre crímenes y criminales. Todas confirmaron mi opinión. Las causas, sin excepción, fueron la degeneración y la enfermedad, pero nunca esa carrera fue escogida deliberadamente por un hombre previsor. Entonces me puse a pensar. Supongamos que se realizaran mis mayores ambiciones: que fuese admitido en el foro y me elevara hasta la cima de mi profesión, que ingresara en la política, e incluso que llegara a ser primer ministro de Inglaterra. Y entonces ¿qué? ¿Era eso el poder? Con el estorbo de mis colegas y encadenado a un sistema democrático solo sería un líder nominal. ¡No, el poder con que yo soñaba era absoluto! ¡Ser un autócrata! ¡Un dictador!
Ese poder solo podía obtenerse trabajando al margen de la ley, jugando con las debilidades de la naturaleza humana, luego con las debilidades de las naciones: reunir y dirigir una vasta organización y, por fin, subvertir el orden existente y gobernar. La idea se apoderó de mí. No sé lo que pasó por mi imaginación.
Entendí que debía llevar dos vidas. Un hombre como yo llamaría la atención. Debía tener una carrera de éxitos que encubriera mis verdaderas actividades. También debía cultivar mi personalidad. Tomé como modelo a un famoso consejero del reino e imité sus modales, su magnetismo.
De haber escogido la profesión de actor, hubiera sido el mejor actor del mundo. Nada de disfraces ni pinturas ni barbas postizas. ¡Personalidad! ¡Me la calcé como un guante! Cuando quería era un hombre tranquilo, discreto como cualquier otro. Me hacía llamar señor Brown. Hay cientos de hombres que se llaman Brown y tienen mi mismo aspecto. Tuve éxito en mi supuesta dedicación profesional. Había nacido para lograrlo y tenía que triunfar también en la real. Un hombre como yo no puede fracasar.
Había leído la vida de Napoleón. Él y yo tenemos muchas cosas en común.
Me especialicé en la defensa de criminales. Un hombre debe velar por los suyos.
Un par de veces tuve miedo. La primera fue en Italia. Tuvo lugar en una cena a la que asistió el profesor D... un eximio psiquiatra. La conversación versó acerca de la locura. Dijo: «Muchos grandes hombres están locos y nadie lo sabe, ni siquiera ellos mismos». No comprendí por qué me miraba a mí al decirlo. Su mirada era extraña. No me agradó.
La guerra me ha trastornado. Creía que favorecería mis planes. ¡Los alemanes son tan eficientes! Su sistema de espionaje también es excelente. Nuestras calles están llenas de esos muchachos vestidos de caqui. Jóvenes descerebrados. Sin embargo, no sé si... Estaban ganando la guerra y eso me inquietaba.
Mis planes van bien. Ha intervenido una muchacha. No creo que en realidad sepa nada. Pero debemos renunciar a Estonia. No debemos correr riesgos ahora.
Todo va bien. Su pérdida de memoria es una contrariedad. No puede ser fingida. ¡Ninguna muchacha podría engañarme!
El 29. Está muy cerca.