Entonces, ¿de quién eran las cenizas que se encontraron en la armadura?
Desde luego, no eran de Nell; el médico que llevó a cabo la investigación dijo que eran los restos de un hombre de la edad y la altura aproximadas de Magnus.
Para poner en escena una sesión de espiritismo que resulte convincente, todos los médiums necesitan un cómplice. Magnus había dicho que Bolton iba a hacer funcionar el generador eléctrico, pero la máquina era un mero elemento decorativo. Y Magnus era seguramente demasiado astuto para confiar en Bolton.
No: el cómplice había sido alguien muy distinto, un hombre al que nadie había visto, que entró sin ser notado en la casa por la noche y se escondió en algún lugar del laberinto de habitaciones que hay en el piso superior, donde nadie tenía permitida la entrada. Pagado generosamente, quizá, y sin saber siquiera lo que había en juego… ese hombre estaba destinado a no salir vivo de la mansión.
Había algo que John Montague había mencionado… sí, el relámpago que la gente de Chalford pensó que había visto en Monks Wood el domingo por la noche… Magnus había quemado el cuerpo en la armadura, y después descargó el «rayo», tal y como Vernon Raphael había hecho durante el experimento.
O puede que yo estuviera equivocada respecto al cómplice y, simplemente, Magnus hubiera traído las cenizas a la mansión… Era médico, después de todo. Pero, en ese caso —en cualquier caso—, él ya había planeado su desaparición.
Volví a hojear el diario de Nell, y revisé todas las referencias sobre aquellos días y semanas que él pasaba fuera de casa… ¡Magnus había estado viviendo una doble vida durante todo el tiempo!
Y Nell debía de saber que si la capturaban (y la intentaría capturar tan pronto como se difundieran las noticias del horroroso descubrimiento de John Montague), Magnus seguramente se encontraría entre los espectadores que vendrían a verla ahorcar por haberle asesinado a él.
Mi pensamiento había ido enlazando una conclusión tras otra con tal rapidez que no me había dado cuenta de los extremos a los que había llegado. Como Nell había insistido en que no había nada de Magnus en Clara, yo había podido utilizar esa idea a mi conveniencia, y había imaginado a Nell como a mi verdadera madre en un mundo imaginario, donde las razones comunes no se aplican. Entonces me vi atrapada en el repentino y vertiginoso terror de que yo podía ser Clara Wraxford. A pesar de las dos velas y el resplandor del fuego, las sombras que se alargaban tras los muebles (dos polvorientos sillones, un escaño de madera, algunas sillas más y los armarios) eran extraordinariamente oscuras. Levanté el quinqué intentando iluminar la habitación en derredor, y sólo conseguí formar más sombras en el papel descamado de las paredes, y sobre el techo agrietado y combado, el cual parecía abultarse aún más cuando la luz lo iluminaba. ¿Cuánto tiempo me duraría el aceite?
De mala gana me levanté y apagué las dos velas. Sólo tenía que resistir las horas que quedaban hasta el amanecer, me dije, y al día siguiente por la tarde ya estaría a salvo en St John's Wood.
¿Y después qué? ¿Se suponía que Magnus aún estaba vivo? ¿No tenía el deber de informar a la policía? Pero no me harían caso, no más que Vernon Raphael, que lo tergiversaría todo hasta que todas las pruebas apuntaran a Nell. El único medio cierto para probar la inocencia de Nell —al menos el único medio que yo podía entrever— era encontrar a Magnus Wraxford. Probablemente había sacado la preciosa gargantilla del país para vender los diamantes… y, naturalmente, ésa era la razón por la que los había comprado previamente. Como otros muchos detalles en su plan, los diamantes también habían servido a un doble propósito: ayudarle a desaparecer y perfilar las mandíbulas del cepo que había tendido para Nell, mucho antes de que Bolton la hubiera visto con John Montague.
Y ésa era la razón, se me ocurrió, por la que Nell describió aquel encuentro de un modo tan superficial. Sabiendo que Magnus leería el diario, no quería crearle problemas a John Montague, si podía evitarlo. Pero para cualquier otra persona, aquella indiferencia en el relato podía entenderse —y quizá el propio Magnus lo había entendido así— como la prueba de la ocultación de una relación culpable.
Magnus había tendido su red con tanta astucia que cada mínima prueba se presentaba como una máscara de Jano
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. Al menos Edwin me escucharía y guardaría silencio sobre el diario de Nell si yo se lo pedía, pero incluso él, me temía, no me creería sin alguna prueba tangible que demostrara que Magnus no había muerto en la armadura.
Había otra posibilidad. Seguirle la pista a Magnus era para mí evidentemente una tarea imposible, pero si conseguía atraerlo para que me siguiera la pista a mí… Si, por ejemplo, le hacía saber que poseía pruebas de su culpabilidad, descubiertas aquí, en la mansión… especialmente si el rumor afirmaba también que yo era Clara Wraxford. Pero esto era una locura, e insistir en ello sólo conseguiría hacerme mal. Bajé la intensidad del quinqué tanto como pude y allí estuve tendida y despierta durante varias horas, con el temor corriendo por mis venas, hasta que me dormí, rendida por el cansancio, y me desperté medio helada en la luz gris del amanecer.
A las once de la mañana tenían que venir dos carruajes —por lo que pude saber, los cocheros se habían negado a quedarse en la mansión durante la noche— para devolvernos a Woodbridge. Hice mis abluciones rudimentarias en agua helada y me quedé en la habitación tanto como me fue posible, aunque, una vez que hube guardado mis cosas, no tenía realmente nada que hacer allí, salvo dar vueltas y tiritar. Había hecho todo lo posible por tener una apariencia presentable, sin embargo me sentía sucia y desaliñada, y el deslustrado espejo que había sobre la repisa de la chimenea no hizo nada por animarme.
El hambre y el frío me expulsaron al final a la penumbra del rellano y a los alrededores de la biblioteca, donde el resto de la gente estaba desayunando té y tostadas, preparadas en la chimenea de la biblioteca. Sintiéndome profundamente cohibida, le aseguré a todo el mundo que me encontraba recuperada totalmente de mi desmayo, y que había dormido perfectamente bien, y me permitieron sentarme junto a la chimenea, y allí presenté mis respetos a Edwin y a Vernon Raphael, entre los cuales sentí que existía una cierta hostilidad, al menos por parte de Edwin.
—Me pregunto, señorita Langton —dijo Vernon Raphael, después de que yo hubiera agradecido su amabilidad—, qué pensó usted de mi exposición de la noche pasada… Me quedé con la impresión de no le había parecido completamente convincente.
—Me pareció… me pareció que todo lo que dijo acerca de Cornelius Wraxford era muy convincente —contesté, con la esperanza de que no me preguntara nada más.
—¿Pero…? —añadió.
Edwin le lanzó una mirada de ira, y entonces me percaté de que el resto de los caballeros estaba esperando mi contestación.
«Si no puedo ser fiel a Nell en este momento», pensé, «nunca seré lo suficientemente valiente para defenderla».
—Creo que Nell Wraxford era inocente —dije—. Y pienso que todas los datos que parecen incriminarla fueron urdidos por Magnus Wraxford… incluidas las cenizas que se encontraron en la armadura. No creo que esté muerto. —Un murmullo de sorpresa recorrió la sala—. Estoy segura de que usted despreciará mis opiniones como si fueran las imaginaciones absurdas de una mujer desocupada…
—Quizá. Podría considerarlas en esos términos —dijo Vernon Raphael— si usted no me hubiera permitido ver ciertos pasajes de la narración de John Montague. ¿Es que tiene usted otras pruebas?
—No puedo decírselo —contesté, deseando que mi voz no sonara excesivamente temblorosa—. Me he comprometido… a guardar el secreto.
—Pero… señorita Langton: si usted posee alguna prueba que demuestre lo que nos está diciendo, ¿no es su deber hacerlo público?
—No es suficiente para convencer a un tribunal, ni a ningún hombre convencido previamente de la culpabilidad de Eleanor Wraxford —dije, con la sensación de deslizarme hacia el borde de un precipicio.
—Pero esa prueba… le ha convencido a usted, señorita Langton —insistió—. ¿No puede usted decirnos por qué?
—No puedo responder a más preguntas, señor Raphael. Sólo puedo decir que mi mayor deseo es ver que se demuestra que Eleanor Wraxford es inocente.
Se produjo entonces un momento de embarazoso silencio, y luego, como si actuaran de acuerdo con una señal que nadie dio, todos los caballeros se levantaron y comenzaron a recoger sus cosas.
Me retiré una vez más a mi habitación, con la intención de quedarme allí hasta que llegaran los carruajes, pero el confinamiento me resultó insoportable. Después de estar yendo de acá para allá durante unos minutos angustiosos, decidí echar una última mirada a la habitación en la que había estado Nell. Cuando llegué al rellano, vi entre las sombras, al otro lado del hueco de la escalera, la puerta del estudio, abierta, y una figura alta que salía de allí: era el doctor Davenant. Miró hacia la biblioteca, como si quisiera asegurarse de que nadie lo estaba siguiendo, cruzó confiadamente el rellano y desapareció en el pasillo que conducía a los dormitorios. Para cuando alcancé la entrada del corredor, el sonido de sus pisadas ya no se oía.
Me detuve a escuchar en cada esquina del pasillo, avanzando tan calladamente como podía, hasta que avisté la habitación de Nell. Una luz pálida se derramaba por la puerta, ondulando en el polvoriento suelo del pasillo y, mientras yo la observaba, una sombra cruzó el suelo iluminado. Un terror supersticioso se apoderó de mí; me volví para huir, pero mi pie resbaló en algún fragmento de enlucido que se había desprendido de la pared, y un tablón de la tarima crujió ruidosamente. La sombra se oscureció y pareció elevarse sobre la pared de enfrente… El doctor Davenant apareció ante mí.
—Oh, señorita Langton… Perdóneme si la he asustado… y discúlpeme por tomarme la libertad de investigar en su casa. Ésta era, supongo, la habitación que ocupó Eleanor Wraxford…
No llevaba las lentes de cristales tintados, y sus ojos brillaron débilmente en la luz que había en el umbral de la habitación.
—Sí, señor. Ésa era.
Hizo un gesto señalando la puerta, como si estuviera invitándome a examinar algo en el interior, y dio un paso atrás para permitirme entrar en la habitación. La cortesía me impelió a obedecer, contra mi instinto, y un momento después me encontraba de pie junto a la mesa de Nell, con el doctor Davenant entre la puerta y yo.
—¿Quería mostrarme algo, señor? —pregunté, incapaz de ocultar el temblor de mi voz.
Su rostro prácticamente se ocultaba tras el bigote y la barba, pero me pareció que había un destello de diversión en sus ojos, los cuales eran tan oscuros que el iris parecía tan negro como las pupilas. Me pregunté si aquel rasgo era consecuencia de las heridas que había sufrido.
—Las observaciones que ha hecho hace unos momentos en la biblioteca me resultan de lo más estimulantes… —dijo, ignorando mi pregunta por completo. Su voz sonaba profunda y más sonora de lo que yo recordaba—. Creo que dijo que usted tenía pruebas de que Magnus, y no Eleanor Wraxford, es el verdadero culpable, pero que se había comprometido a guardar el secreto… No he podido evitar pensar en quién puede ser esa persona a la que usted le prometió guardar el secreto.
—No puedo decírselo, señor.
—Desde luego, señorita Langton. Sólo que se me ocurrió pensar que si usted se las hubiera arreglado para encontrar a Eleanor Wraxford, el secreto estaría evidentemente justificado, puesto que ella aún debe hacer frente a una acusación que le acarrearía la pena de muerte…
El tono de sus palabras era muy cortés, e incluso indiferente, pero había un tono de burla en ellas. Enmarcado en el umbral de la puerta, parecía elevarse sobre mí.
—Está usted muy equivocado, señor.
Temía pedirle que me dejara pasar, por si decidía impedírmelo.
—Ya veo… —dijo, y su mirada se apartó de mí para fijarse en la cuna que permanecía en aquella sombría alcoba—. Y… ¿qué cree usted que fue de la niña?
Mi corazón dio una sacudida y, por un momento, apenas pude articular palabra.
—Yo no… señor, no debería usted apremiarme así… Ahora, le ruego, por favor…
—Señorita Langton, escúcheme. Su deseo de probar la inocencia de Eleanor Wraxford es absolutamente loable, pero… ¿y si está usted equivocada? Una mujer capaz de matar a su hija es capaz de cualquier cosa.
—Pero es que ella no…
—Parece usted muy segura de eso. Y yo le digo, señorita Langton, que por ocultar información está corriendo usted un serio peligro. Si está usted en lo cierto y Magnus Wraxford está aún entre nosotros, tendrá mucho interés en cerrarle la boca a usted. Y lo mismo ocurre si Eleanor Wraxford cometió esos crímenes. Pregúntese, señorita Langton, cómo el asesino de Whitechapel ha conseguido evitar que lo detengan cuando todos los hombres de Londres andan tras él… ¿no será simplemente porque el asesino es… en realidad… una mujer?
—Supongo que no me estará diciendo, señor, que Eleanor Wraxford… —dije, retrocediendo ante él.
—No, no estoy diciendo eso, señorita Langton; sólo digo que una mujer, una vez que ha matado, puede ser tan violenta como cualquier hombre… y más proclive a engañar a todos los que la rodean. Por eso es por lo que le pido que confíe en alguien experto en la evaluación de pruebas en casos criminales… en mí, por ejemplo. Todo lo que me diga, por supuesto, quedará en la más estricta confidencialidad; en realidad, me encantaría comunicarle a Scotland Yard su planteamiento… Desde luego, su nombre no tiene por qué aparecer en absoluto. En interés de la justicia, señorita Langton, y por su propia seguridad, le ruego que confíe en mí.
Su voz se había suavizado y su oscura mirada, mientras hablaba, se había clavado en mis ojos. Por un instante, confiar en él me pareció la única cosa racional que podía hacer. Aunque estaba embozada en mi capa de viaje, comencé a tiritar de nuevo… y él aún permanecía de pie entre la puerta y yo.
—Gracias, señor, pero debe excusarme ahora… Consideraré lo que me ha dicho.
—Desde luego, señorita Langton.
Inclinó la cabeza, dio un paso atrás en el pasillo, y me dejó pasar.
Aterrorizada por aquel encuentro, fui en busca de Edwin, a quien encontré en la galería, triste y desconsolado en el extremo más alejado de la sala, contemplando la entrada del «escondrijo del cura».
—¿Por qué no confiaste en mí? —me preguntó cuando llegué a su lado—. ¿Pensaste que yo tampoco te creería?