El misterio de Sittaford (16 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Sittaford
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—¡Sí que lo hubiera sido! —exclamó Emily lanzando un suspiro.

—En lugar de eso —dijo Charles— se escapa con tres días de retraso. ¡Es desesperadamente poco artístico!

Y meneó la cabeza con tristeza.

Capítulo XVI
 
-
Mr. Rycroft

A la mañana siguiente, Emily se despertó temprano. Como era una mujer sensata, pensó que tenía pocas probabilidades de que el joven Enderby pudiera ayudarla hasta bien entrada la mañana. Por lo tanto, sintiéndose inquieta e incapaz de continuar echada en la cama, se levantó para dar un paseo por el camino en dirección opuesta a la que había seguido la tarde anterior.

Pasó por delante de las puertas de la mansión de Sittaford, que quedaba a su derecha, y poco después vio que el camino daba una brusca revuelta hacia el mismo lado y trepaba por la colina hasta llegar a aquel extenso páramo que acababa en un campo abierto de hierba, cuyo final se perdía en la lontananza. La mañana era agradabilísima, fría y seca, y el panorama resultaba encantador. La joven ascendió hasta lo más alto de Sittaford, una peñasco de rocas grises de forma fantástica. Desde aquella altura extendió su mirada hacia abajo, sobre una gran extensión del páramo sin cultivar, sin una sola casa o alguna carretera en todo lo que la vista podía alcanzar. Por el lado opuesto del peñasco, se divisaban grandes masas grises formadas por rocas y pedruscos de granito. Después de contemplar aquella majestuosa escena durante un par de minutos, la muchacha se volvió hacia el norte para buscar el camino por el que había llegado. Allá abajo quedaba Sittaford, arracimada en la ladera de la montaña, la masa grisácea de la gran mansión rodeada de los demás chalés, que parecían pequeños puntos. Más al fondo del valle, se distinguía Exhampton.

«No cabe duda —pensó Emily confundida por tanta belleza— de que las cosas se aprecian mucho cuando estás tan alto como ahora. Es igual que si una levantase el tejado de una casa de muñecas para fisgar su interior.»

Ella hubiese deseado, con todo su corazón, haber conocido al difunto capitán, aunque hubiera sido una sola vez. ¡Era tan difícil hacerse una idea de una persona que nunca se ha visto! Hay que fiarse del juicio de los demás, y Emily era de las que pensaban que ninguna otra persona era capaz de apreciar las cosas mejor que ella. Las impresiones ajenas no le servían para nada. Quizá fuesen iguales a las suyas, pero le era imposible tomarlas por buenas. No podía, de ningún modo, utilizar el punto de vista de otras personas.

Meditando con disgusto estos contratiempos, Emily suspiró impaciente y cambió de postura.

Tan ensimismada había estado en sus propios pensamientos, que hasta llegó a olvidar lo que la rodeaba. Por consiguiente, le causó una verdadera sorpresa darse cuenta de que un caballero anciano permanecía de pie a pocos pasos de ella, saludándola cortésmente mientras respiraba de un modo fatigoso.

—Dispénseme —le dijo—, creo que usted es miss Trefusis...

—La misma —contestó Emily.

—Yo me llamo Rycroft. Espero que disculpará que le dirija la palabra, pero en nuestro pequeño pueblecito nos enteramos en seguida del menor detalle y su llegada ayer tarde ha despertado, naturalmente, cierta curiosidad. Puedo asegurarle que todos sentimos una profunda simpatía por usted por la situación en que se encuentra, miss Trefusis. Todos nosotros, como una sola persona, estamos ansiosos de ayudarla en lo que podamos.

—Son ustedes muy amables —replicó Emily.

—Nada de eso, nada de eso... —protestó el pequeño Mr. Rycroft—. ¡Una belleza en apuros! Le ruego que me perdone por mi anticuada manera de exponerlo. Pero, hablando en serio, mí querida jovencita, puede contar conmigo si hay algo en lo que me sea posible ayudarla. Es bonita la vista que se divisa desde aquí, ¿no le parece?

—Maravillosa —confesó Emily—. Este páramo es un sitio precioso.

—La supongo enterada de que un preso se ha escapado esta noche de Princetown.

—Sí, ya lo sé. ¿Han conseguido capturarlo?

—No, creo que todavía no. ¡Ah! De todos modos, ese pobre tipo caerá muy pronto en las manos de sus perseguidores, sin duda alguna. Creo que no falto a la verdad si le aseguro que nadie ha conseguido escapar con éxito de Princetown en los últimos veinte años.

—¿En que dirección está Princetown?

Mr. Rycroft extendió su brazo y apuntó hacia el sur, por encima del páramo.

—Queda en esta dirección, a unas doce millas de aquí a vuelo de pájaro, atravesando esa zona. Por carretera, hay dieciséis millas.

Emily no pudo evitar tener un ligero escalofrío. La idea de aquel hombre desesperado y perseguido la impresionaba profundamente. Mr. Rycroft, que estaba observándola, hizo un breve ademán de asentimiento.

—Sí —le explicó a la joven—, yo también siento compasión por ese desgraciado. Es curioso observar cómo se rebela nuestro instinto humano ante la idea de un hombre a quien se persigue como a una fiera, y eso que sabemos que los que están encerrados en Princetown son todos peligrosos y violentos criminales, es decir, de esa clase de personas que usted y yo haríamos probablemente todo lo posible para meter allí cuanto antes.

Y terminó su perorata con una sonrisa de disculpa.

—Espero que me dispense si la molesto, miss Trefusis, pero a mí me interesa profundamente el estudio del crimen. Es un asunto fascinante. La ornitología y la criminología son mis dos aficiones.

Descansó un momento y luego siguió diciendo:

—Ésta es la razón por la que, si me lo permite, me gustaría mucho asociarme con usted en este caso. Intervenir personalmente en el estudio de un crimen real ha sido, durante mucho tiempo, una de mis ilusiones irrealizadas. ¿Será usted capaz de otorgarme su confianza, señorita, y de aceptar que ponga mi extensa experiencia a su disposición? He leído y he trabajado muy intensamente estos temas.

Emily guardó silencio durante unos instantes. En su interior, se felicitaba por el modo en que los acontecimientos la iban favoreciendo. Ahora se le ofrecía la oportunidad de conocer de primera mano la vida tal como era vivida en Sittaford. «He aquí el «punto de vista» que yo deseaba», se dijo; y repitió mentalmente aquella frase que muy poco tiempo antes había fijado en su cerebro. Ya había logrado descubrir el punto de vista del comandante Burnaby, un hombre que era todo sencillez y rectitud, que percibía los hechos tal como se presentaban, prescindiendo de sutilezas. Ahora le brindaban otro enfoque que, como ella sospechaba, podía muy bien abrirle un campo de visión muy diferente. Aquel minúsculo, arrugado y enjuto caballero había leído y estudiado profundamente, estaba muy versado en los misterios de la naturaleza humana y poseía esa curiosidad devoradora e interesada en la vida que caracteriza al hombre reflexivo y que lo diferencia del hombre de acción.

—Le agradeceré que me ayude —dijo por fin la joven—. ¡Soy tan desgraciada, y estoy tan angustiada!

—Comprendo que lo esté, querida, me hago cargo de su situación. Ahora le explicaré cómo veo yo las cosas: el sobrino mayor de Trevelyan ha sido arrestado o detenido, aunque las pruebas que hay contra él son de una naturaleza muy simple y obvia. Yo, por supuesto, tengo una mentalidad más abierta. Creo que eso debe concedérmelo.

—Desde luego —replicó Emily—. ¿Y por qué cree en su inocencia si no le conoce ni sabe nada acerca de él?

—Muy razonable —contestó Mr. Rycroft—. Realmente, miss Trefusis, le confieso que me parece usted muy digna de estudio. A propósito, ¿su apellido proviene de Cornualles, como el de nuestro malogrado amigo Trevelyan?

—Así es, en efecto —asintió la muchacha—. Mi padre era de Cornualles y mi madre escocesa.

—¡Ah! —exclamó Mr. Rycroft—. Eso es muy interesante. Ahora, volvamos a nuestro pequeño problema. Por un lado, podemos suponer que el joven Jim... se llama Jim, ¿verdad? Supongamos, como decía, que el joven necesitase dinero con urgencia: viene a ver a su tío, le pide cierta cantidad, su tío se la niega y, en un instante de apasionamiento, nuestro protagonista echa mano del grueso burlete relleno de arena que estaba junto a la puerta y le asesta a su tío un certero golpe en la nuca. En realidad, el crimen ha sido impremeditado, es un irracional arrebato de locura encarrilado de un modo deplorable. Todo eso puede ser cierto, aunque, por otra parte, el joven puede haber salido muy enojado de casa de su tío y alguna otra persona puede haber entrado poco después y cometer el crimen. Esto es lo que usted cree. Y por decirlo ligeramente de otra forma, es lo mismo que yo espero. Desde mi punto de vista, es poco interesante que sea su novio el que lo haya realizado. Por lo tanto, yo apuesto por otro caballo: el crimen ha sido cometido por otra persona. Podemos suponerlo así, y entonces vamos a parar a un importantísimo punto: ¿estaba enterado el verdadero asesino de la disputa que acababa de desarrollarse? ¿Dio lugar esta disputa, de hecho, a que el criminal precipitase el asesinato? ¿Se hace cargo de mi razonamiento? Alguien proyectaba eliminar al capitán Trevelyan y aprovechó la oportunidad, convencido de que todas las sospechas recaerían sobre el joven Jim.

Emily lo consideró desde su propio punto de vista.

—En cuyo caso... —razonó la joven lentamente.

Mr. Rycroft le quitó las palabras de la boca.

—... en cuyo caso —dijo de un modo brusco—, el asesino ha de ser una persona que estuviera en íntima relación con el capitán Trevelyan. Ha de ser alguien que viva en Exhampton. Con toda probabilidad, debía estar en la casa donde tuvo lugar el crimen durante o después de la discusión. Y como ahora no estamos ante el tribunal y podemos sugerir nombres con toda libertad, el del criado Evans baila en nuestra imaginación como el de un individuo que reúne todas esas condiciones. Es un hombre que muy posiblemente pudo haber estado en la casa, donde oiría el supuesto altercado y aprovechado la ocasión. El siguiente punto que hemos de descubrir consiste en saber si Evans se beneficia de algún modo con la muerte de su amo.

—Creo que hereda un pequeño legado —dijo Emily.

—Eso puede o no constituir un motivo suficiente. Debemos averiguar si Evans tenía o no una urgente necesidad de dinero. Tampoco debemos olvidar a Mrs. Evans, porque tengo entendido que ese hombre se había casado recientemente. Si hubiese estudiado criminología, miss Trefusis, se daría cuenta de los curiosos efectos de los embarazos sobre algunas muchachas, especialmente en los distritos rurales. Hay por lo menos cuatro mujeres jóvenes en la región de Broadmoor que, aunque son pacíficas por naturaleza, presentan la curiosa chifladura de creer, durante el período de gestación, que la vida humana tiene muy poca importancia o ninguna para ellas. No, no debemos olvidar a Mrs. Evans en nuestras investigaciones.

—¿Y qué piensa, Mr. Rycroft, de esa sesión de espiritismo?

—Pues que es muy extraña, de lo más extraño que puede verse. Le confieso, señorita, que a mi me impresionó de un modo formidable. Como tal vez habrá oído decir, yo creo en esas cosas psíquicas. Hasta cierto punto, creo también en el espiritismo. Ya he escrito una relación completísima del suceso y la he enviado a la Sociedad de Investigaciones Psíquicas, pues se trata de un caso bien documentado y sorprendente. Cinco personas estaban allí presentes, sin contarme yo, ninguna de las cuales podía tener la menor sospecha de que el capitán Trevelyan estaba siendo asesinado en aquellos momentos.

—¿No cree posible...?

Emily se detuvo. No era tan fácil sugerirle a Mr. Rycroft su idea de que alguna de las seis personas podía estar ya enterada del crimen puesto que él mismo era una de ellas. No es que ella sospechase ni por un instante de que hubiese algún motivo para relacionar a Mr. Rycroft en la tragedia, pero se daba cuenta de que la exposición de aquella teoría podía resultar poco oportuna. Por consiguiente, expuso la cuestión que le interesaba con más rodeos.

—A mí también me ha interesado mucho, Mr. Rycroft. Es, como usted dice, un acontecimiento sorprendente. ¿No creerá que alguno de los presentes, exceptuándole a usted, naturalmente, podría tener facultades psíquicas?

—Mi querida jovencita, ya sé a lo que se refiere, pero yo mismo no soy lo que se dice un médium. No tengo ninguna facultad para ello. Sólo soy un observador profundamente interesado en dichos fenómenos.

—¿Y qué me dice de Mr. Gardfield?

—Es un buen chico —contestó Mr. Rycroft—, pero no sobresale en ningún aspecto.

—Podemos descartarlo, ¿no le parece? —consultó Emily.

—Igual que a un pedrusco de estos que nos rodean, estoy seguro de ello —afirmó el interpelado—. Ese joven viene aquí para hacerle la rosca a una vieja tía, de la cual tiene lo que yo llamaría ciertas «expectativas». Miss Percehouse es una dama muy lista y yo creo que ya sabe lo que valen las atenciones de su sobrino, pero tiene un concepto original del humor, creado por ella misma, que le permite continuar dignamente la comedia.

—Me gustaría visitarla —dijo Emily.

—Sí, no hay inconveniente. Ella será la primera en insistir en que la visite. Curiosidad, mi querida miss Trefusis, nada más que curiosidad.

—Hábleme de las Willett —le rogó Emily.

—Encantadoras —dijo Mr. Rycroft—, totalmente encantadoras. Muy coloniales, desde luego. Un poco desequilibradas en su modo de ser. Tal vez demasiado pródigas en su hospitalidad. Siempre compuestas como para una fiesta palaciega. La hija, miss Violet, es una muchacha encantadora.

—Pues este pueblo es divertidísimo para venir a pasar el invierno —comentó Emily.

—Sí, es muy curioso, ¿verdad? Pues, bien mirado, yo lo encuentro lógico. Los que vivimos en este país soñamos con los climas cálidos, en los que el sol brilla sin cesar y las palmeras se mecen suavemente. A las personas que residen en Australia o en Sudáfrica les encanta la idea de pasar una Navidad a la antigua, rodeadas de nieve y hielo.

«Me gustaría saber cuál de ellas le ha contado ese cuento», se dijo la joven.

Emily pensaba que no era necesario enterrarse en un lugar desierto para pasar unas Navidades a la antigua entre nieve y hielo. Claramente se veía que Mr. Rycroft no encontraba nada sospechosa la extraña elección que las Willett hicieran al buscar su residencia invernal. Pero eso, a juicio de ella, era tal vez muy natural en un hombre aficionado a la ornitología y a la criminología. Era evidente que Sittaford resultaba un lugar de residencia ideal para Mr. Rycroft, quien no podía concebir que aquellos alrededores no convinieran a todo el mundo.

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