—¿Que no se ha encontrado nada? —preguntó airadamente.
Se levantó de su asiento con tal violencia, que el inspector se echó atrás, alarmado.
—Escuche —dijo T. X., cogiendo un cortapapeles de marfil y golpeando fieramente con él en el papel secante—. ¡Es usted una calamidad!
—Soy un policía —corrigió el otro con estudiada paciencia.
—¡Un policía! —exclamó T. X., exasperado—. Es usted peor que una calamidad: es usted un desastre. Mucho me temo que nunca podré hacer de usted un buen detective —y movió la cabeza tristemente, mientras Mansus sonreía, pues había ingresado ya en la Policía cuando T. X. era todavía un niño que iba a la escuela.
Mister
Mansus guardó silencio. Además, lo que hubiera objetado o cualquier otro insulto que hubiera recibido, nunca se habría llegado a saber, porque en aquel momento entró en el despacho el jefe superior en persona.
En aquella época el jefe superior era un hombre gris, de aspecto fatigado, con nariz aguileña y ojos profundos que brillaban bajo cejas hirsutas, y era el terror de todos sus subordinados, excepto de T. X., que no respetaba nada en el mundo y muy poca cosa fuera de él. Hizo un breve saludo a Mansus y se encaró con T. X.
—¿Qué ha descubierto usted de nuestro amigo Kara?
—Muy poco —contestó T. X.—. He encargado del trabajo a Mansus.
—¿Y no ha encontrado nada? —gruñó el jefe superior.
—Ha encontrado todo lo que era posible encontrar —contestó T. X.—. En esta sección no podemos hacer milagros,
sir
Jorge, ni reunir todos los hilos de un caso en cinco minutos.
Sir
Jorge Haley volvió a gruñir.
—Mansus ha hecho todo lo posible —continuó el otro—, pero es algo absurdo decir que un hombre ha hecho todo lo posible cuando no se sabe a punto fijo qué es lo que quiere usted.
Sir
Jorge se dejó caer en una butaca y estiró sus largas y flacas piernas.
—Lo que yo quiero —dijo cruzando las manos y mirando al techo— es descubrir algo relacionado con un tal Remington Kara, un griego muy rico que ha comprado una casa en la plaza Cadogan, que no ocupa un puesto determinado en la sociedad de Londres, y que, por tanto, no tiene motivos para venir aquí; que declara abiertamente que detesta nuestro clima, que tiene una magnífica posesión en algún lugar salvaje de los Balcanes, que es un excelente jinete, una magnífica escopeta y un aviador bastante pasable.
T. X. hizo un signo a Mansus, y el inspector se despidió con una mirada de gratitud.
—Y ahora que Mansus nos ha dejado solos —dijo T. X. sentándose en el borde de la mesa y eligiendo con gran cuidado un cigarrillo de la pitillera que sacó del bolsillo—, dígame usted alguno de los motivos del repentino interés que le ha inspirado uno de los poderosos de este mundo.
Sir
Jorge sonrió irónicamente.
—Tengo el interés de mi departamento. Esto es, quiero saber mucho sobre las personas anormales. Sabemos de él una cosa suficiente para despertar sospechas. Al parecer, teme por su vida, y quiere saber si puede instalar un teléfono particular entre su casa y la inspección de guardia. Le hemos dicho que siempre puede ponerse en comunicación con la comisaría de Policía más próxima, pero esto no le satisface. Ha hecho malas amistades con gentes de su propio país, que tarde o temprano, según cree, le rebanarán la nuez.
—Todo eso lo sé —contestó T. X. con paciencia—. Si quiere usted revelarme algo más de su archivo,
sir
Jorge, me dispongo a emocionarme.
—No hay en ello nada emocionante —gruñó el viejo levantándose—; pero recuerdo el caso de los tiros macedonios en el sur de Londres, y no quiero que se repita esta clase de sucesos. Si la gente quiere correr la pólvora, que lo haga fuera del casco de la población.
—Déjelos, déjelos —objetó T. X.—. Personalmente, a mi no me importa el sitio donde quieran lucir sus habilidades. Pero si a eso se reduce la información de usted, yo puedo aumentársela. Kara ha hecho importantes reformas en la casa que ha comprado en la plaza Cadogan; la habitación en que vive puede decirse que es, prácticamente, una caja de caudales.
—¿Una caja de caudales? —preguntó
sir
Jorge alzando las cejas.
—Sí, eso mismo. Sus paredes están a prueba de asalto, el techo y el suelo son de cemento armado. Hay una puerta que, además de su cerradura ordinaria, tiene una especie de cerrojo de acero que él deja caer cuando se acuesta por la noche y que abre personalmente por la mañana. La ventana es inaccesible, no hay puertas de comunicación y en general, la habitación está dispuesta para sostener un asedio.
El jefe superior parecía estar profundamente interesado.
—¿Qué más? —preguntó.
—Déjeme pensar —contestó T. X., mirando al techo—. Sí, la habitación está amueblada modestamente, hay una gran chimenea, una cama algo recargada de adornos y una caja de acero incrustada en la pared.
—¿Y cómo sabe usted todo eso?
—Porque he estado en la habitación —contestó T. X. con sencillez—. Gracias a un truco inocente, me gané la confianza del ama de llaves de Kara, que, entre paréntesis, va a ser despedida mañana y tiene que buscar otro empleo.
—¿Hay algún..., alguna...?
—¿Algún lío, pregunta usted? Nada absolutamente. La casa y el hombre son completamente normales, a excepción, claro está, de estas excentricidades. Kara ha anunciado su intención de pasar tres meses del año en Inglaterra, y los nueve restantes en el extranjero. Es inmensamente rico, no se le conocen parientes y tiene un ansia irresistible de poder.
—Entonces acabará en la horca —comentó el jefe levantándose.
—Lo dudo —objetó el comisario—. La gente que tiene tanto dinero, rara vez acaba en la horca. Sólo se ahorca a los pobres.
—Entonces le veo a usted en peligro, T. X. —dijo el jefe sonriendo—, pues, según mis informes, debe usted de estar al borde de la ruina.
—No haga usted caso de cuentos chinos... ¡Ah! Y a propósito de cuentos... Hoy he visto a Juan Lexman. ¿Le conoce usted?
—Sí. Tengo idea de que también anda apurado de dinero. Le cazaron en esa estafa de las acciones de minas de oro en Rumania, y me parece que aún está bajo los efectos...
El timbre de un teléfono sonó ásperamente en un rincón del despacho y T. X. se acercó al aparato y descolgó el receptor. Durante un momento, escuchó atentamente.
—Llaman de la Dirección —dijo hablando por encima del hombro al jefe superior, que se disponía a salir del despacho—. No se vaya usted; puede ser interesante.
Hubo una pausa; luego le interpeló una voz ronca:
—¿Es usted T. X.?
—Yo soy —contestó el segundo comisario.
—Le habla Juan Lexman.
—No le había conocido por la voz. ¿Qué le pasa, Juan? ¿Anda usted todavía a vueltas con su argumento?
—Venga en seguida a mi casa —dijo con una ansiedad que el comisario pudo reconocer aun a través del teléfono—. He disparado contra un hombre... ¡Le he matado!
—¡Oh! —exclamó T. X.—. ¡Qué estúpido ha sido usted!
En las primeras horas de la mañana, una trágica y pequeña partida estaba reunida en el gabinete de Beston Priory. Juan Lexman, lívido y con la mirada extraviada, estaba sentado en el sofá, con su mujer al lado. La autoridad inmediata, representada por el agente de la aldea, estaba de guardia en el pasillo exterior, mientras T. X., sentado a la mesa, escribía con lápiz en un bloc de cuartillas.
El novelista había referido los acontecimientos de la víspera. Había contado su entrevista con el prestamista antes de la llegada de la carta.
—¿La tiene usted? —interrumpió T. X. Juan Lexman hizo un signo afirmativo.
—Me alegro —dijo el otro lanzando un suspiro de alivio—. Esto le va a librar de muchas cosas desagradables, mi pobre amigo. Dígame lo que ocurrió después.
—Llegué al pueblo y lo crucé. No había nadie.
»Seguía lloviendo, y no encontré a un ser viviente en toda la noche. Llegué al lugar de la cita cinco minutos antes de la hora señalada. Era la esquina de la carretera de Eastbourne, por el lado de la estación, y allí encontré a Vassalaro, que estaba esperando. Me sentí algo avergonzado de encontrarle en semejantes circunstancias, pero le agradecí mucho que no hubiera venido a casa a promover un escándalo. Lo más ridículo de todo era aquella pistola infernal, que llevaba en el bolsillo de la americana y me daba un golpe en el costado a cada paso, como esforzándose por hacerme comprender mi locura.
—¿Dónde encontró usted a Vassalaro? —preguntó T. X.
—Estaba al otro lado de la carretera de Eastbourne, y la cruzó para venir a mi encuentro. Al principio, estuvo muy tratable, aunque un poco agitado; pero después empezó a conducirse de un modo extraordinario, como si fingiera una cólera que no sentía. Le prometí pagarle una parte importante de la deuda, pero se puso cada vez más furioso, y luego, repentinamente, antes que yo me diera cuenta de lo que estaba haciendo, me apuntó con un revólver a la cabeza, mientras pronunciaba las más extrañas amenazas. Entonces me acordé del consejo de Kara.
—¿Kara? —interrumpió T. X.
—Un hombre que conozco, y que fue el que me presentó a Vassalaro. Es inmensamente rico.
—¡Ya! Siga usted.
—Recordé su advertencia, y quise ver si producía algún efecto en aquel hombrecillo. Saqué la pistola del bolsillo, le apunté e inconscientemente, apreté el gatillo... Con inmenso horror por mi parte sonaron cuatro disparos antes que pudiera recobrar la calma suficiente para soltar la culata. Vassalaro cayó sin decir palabra, y yo me arrodillé a su lado. Vi que estaba gravemente herido y por supuesto, en aquel momento comprendí que nada podría salvarle. Había apuntado a la región del corazón...
Lexman se estremeció, ocultó su cara entre sus manos, y su mujer, rodeándole el hombro con un brazo protector, le murmuró algo al oído. Pronto se repuso, y continuó:
—No estaba muerto del todo; le oí decir algo, pero no distinguí sus palabras. Corrí a la aldea, busqué al agente, se lo conté todo y retiraron el cadáver.
T. X. se levantó y abrió la puerta.
—Entre usted, agente —dijo, y cuando el hombre hizo su aparición le habló—: Supongo que levantaría usted el cadáver con el mayor cuidado y recogería todo lo que hubiera en su inmediata vecindad.
—Sí, señor; recogí su sombrero y su bastón, si es a esto a lo que usted se refiere.
—¿Y el revólver? —preguntó T. X.
—No había ningún revólver, señor. No estaba más que la pistola de
mister
Lexman.
El agente se registró los bolsillos y sacó el arma, que T. X. tomó y examinó.
—Yo cuidaré del detenido; usted vuelva al pueblo, busque toda la ayuda que necesite y haga un reconocimiento muy cuidadoso del lugar donde murió el hombre y tráigame el revólver, si lo encuentra. Probablemente lo encontrará en alguna zanja al lado de la carretera. Hay una libra esterlina para el hombre que lo encuentre.
El agente saludó y salió.
—Este caso me parece sobrenatural, fantástico —comentó T. X. volviendo a la mesa—. ¿No aprecia usted los detalles inusitados, Lexman? No es inusitado para usted deber dinero, como tampoco lo es que el usurero exija la devolución; pero en este caso la exige antes del vencimiento y además, la exige con amenazas. No es corriente que los prestamistas persigan a sus clientes con un revólver en la mano. Otro rasgo peculiar es que, si quería sacarle el dinero con amenazas de escándalo, ¿por qué eligió como punto de cita una carretera oscura y poco frecuentada, en vez de venir a la casa de usted, donde la presión moral había por fuerza de ser mayor? Y también, ¿por qué le escribió a usted una carta amenazadora, que indudablemente le colocaba a él bajo la ley, y en cambio, podía ser para usted una eximente en caso de que las cosas pasaran a mayores?
Se golpeó los dientes con la punta del lápiz, y de pronto dijo:
—Me gustaría ver esa carta.
Juan Lexman se levantó del sofá, se acercó a la caja, la abrió, y estaba tirando del cajón de acero en el que había guardado el valioso documento, cuando T. X. notó su expresión de sorpresa.
—¿Qué ocurre? —preguntó apresuradamente el detective.
—Este cajón está extraordinariamente caliente —contestó Juan, mirando alrededor como para medir la distancia entre la caja y la chimenea.
T. X. tocó la parte delantera del cajón. Efectivamente, estaba muy caliente.
—Ábralo —dijo T. X., y Lexman introdujo la llave y tiró.
Al hacerlo, todo el contenido del cajón ardió en llama repentina. Esta llama se extinguió inmediatamente, dejando sólo una pequeña espiral de humo, que salió de la caja y se extendió por la habitación.
—No toque a nada —dijo apresuradamente el detective.
Sacó cuidadosamente el cajón y lo colocó bajo la luz. En el fondo no había más que unas cenizas blancas arrugadas.
—Ya veo —dijo lentamente el comisario.
Veía algo más que aquel puñado de cenizas; veía el peligro mortal en que se encontraba su amigo. Aquello era una prueba en favor de Lexman destruida irremediablemente.
—La carta fue escrita en un papel sometido previamente a un tratamiento químico, en virtud del cual se desintegró en el momento en que se la expuso al aire. Probablemente, si usted hubiera tardado cinco minutos más en guardar la carta en el cajón, la habría usted visto arder ante sus ojos. De todos modos, ya estaba consumiéndose antes que usted abriera el cajón. ¿Dónde se encuentra ese sobre?
—Kara lo quemó —contestó Lexman en voz baja—. Recuerdo que lo cogió de la mesa y lo echó al fuego.
T. X. hizo un gesto.
—Bueno; queda la otra mitad de la prueba —dijo.
Y media hora después el agente del pueblo volvía y declaraba que, a pesar de un registro minucioso, no había podido descubrir el arma del muerto.
Por la mañana, Juan Lexman ingresó en la cárcel de Lewes, acusado de homicidio voluntario.
Un telegrama hizo venir de Londres a Mansus, y T. X. le recibió en el gabinete de Beston Tracey.
—Le he mandado llamar, Mansus, porque tengo la ilusión de que es usted más listo que la mayoría de mi personal, lo cual no es decir mucho.
—Le estoy muy agradecido, señor, por haberme dejado bien ante el jefe superior.
T. X. le interrumpió con un gesto.
—El deber de todo jefe —le dijo en tono de oráculo— es ocultar la incompetencia de sus subordinados. Sólo empleando métodos por el estilo puede observarse la decencia de la vida pública. Ahora, escuche usted con atención.