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Authors: Jerry Pournelle

Tags: #Ciencia Ficción

El mercenario (7 page)

BOOK: El mercenario
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Al menos, le ha pedido que se case con él. Podía, simplemente, haberse ido a vivir con ella. ¿O acaso era algo que ya habían hecho? Grant se alzó y tendió la mano:

—Hola, Allan.

El apretón de Torrey era firme, pero sus ojos evitaron los de Grant.

—Así que quieres casarte con mi hija.— Grant miró fijamente la mano izquierda de ella—. Y parece que ella está de acuerdo con esa idea, ¿no?

—Sí, señor. Esto, señor… ella quería esperar y antes pedirle a usted su permiso, pero yo insistí. La culpa es mía.

Esta vez, Torrey alzó la vista hacia él, casi con desafío.

—Sí.—Grant se sentó de nuevo—. Bueno, Sharon, ya que has venido esta noche, me gustaría que hablases con Hapwood acerca de Príncipe Bismark. No creo que el animal esté siendo alimentado de una forma adecuada.

—¿Quieres decir ahora mismo? —preguntó ella. Apretó su boca en una mueca—. ¡De veras, papi, esto es portarse como en la Época Victoriana! ¡Mira que mandarme fuera de la habitación, mientras tú hablas con mi novio!

—Sí que lo es, ¿no? —Grant no dijo nada más, y finalmente ella se dio la vuelta para marcharse.

Pero antes:

—¡No dejes que te asuste, Allan! ¡Es casi tan peligroso como… como esa cabeza de alce que hay en la sala de los trofeos! —Y se escapó, antes de que él pudiera replicar.

IV

Estaban sentados, incómodos. Grant había dejado su escritorio, para colocarse junto al fuego con Torrey. Bebidas, ofrecimiento de un cigarro, las cortesías habituales… cumplió con todas; pero finalmente Hapwood hubo traído sus tragos y la puerta estuvo cerrada.

—De acuerdo, Allan —empezó John Grant—. Vamos a ser buenos chicos y cumplir con las formalidades: ¿Cómo piensas mantenerla?

Esta vez, Torrey le miró directamente. Sus ojos bailaron con lo que Grant estuvo seguro que era un humor oculto.

—Espero ser nombrado para un buen puesto, en el Departamento del Interior, soy un buen ingeniero.

—¿En Interior? —Grant pensó por un segundo. La respuesta le había sorprendido… no había pensado que el chico fuera otro de los buscadores de cargos—. Supongo que eso puede arreglarse.

Torrey sonrió. Era una sonrisa contagiosa, y a Grant le gustó.

—Bueno, señor. Ya ha sido arreglado. No le estaba pidiendo un trabajo.

—¿Oh, sí? —Grant se alzó de hombros—. No me había enterado.

—Vicesecretario Adjunto de Recursos Naturales. Tengo un Master en Ecología.

—Es interesante, pero me parece que yo hubiera tenido que enterarme de su próximo nombramiento.

—No es oficial aún, señor. No lo será hasta que el señor Bertram no sea elegido presidente. Por el momento, estoy en su equipo electoral.

La sonrisa seguía en el rostro, y era amistosa, no hostil. El chico creía que la política era un juego. Quería ganar, pero siempre tomándoselo como un juego.

Y ha visto las encuestas reales, pensó Grant.

—¿Sí? ¿Y qué es lo que haces exactamente para Bertram?

Allan se alzó de hombros.

—Escribir discursos, llevar el correo, manejar la fotocopiadora… Usted ya ha estado en los cuarteles electorales. Yo soy el chico que hace todos los trabajos que los otros no quieren hacer.

Grant se echó a reír.

—Yo también empecé como chico para todo, pero pronto contraté a alguien para que hiciera los trabajos más duros, con el dinero que antes era mi contribución al partido. Ya no volvieron a tratar de tomarme el pelo más. Supongo que tú también podrías hacer lo mismo.

—No, señor. Mi padre es un Pagador de Impuestos, pero en estos días el pagar los impuestos es cosa dura y…

—Sí. —Bueno, al menos no era de una familia de Ciudadanos. Mañana, Ackridge le daría a Grant todos los detalles, pero por ahora lo importante era llegar a conocer al chico.

Era difícil. Allan era franco y estaba relajado, y a Grant le complació ver que rehusaba un tercer trago, pero había poco de lo que hablar. Torrey no tenía ni idea de la realidad de la política. Era uno de los jóvenes cruzados de Bertram, y estaba dedicado a salvar los Estados Unidos de gente como John Grant, aunque era demasiado educado como para decirlo.

Y yo en algún tiempo, de joven, fui así, pensó Grant. Quería salvar al mundo, pero entonces todo era tan diferente. Cuando yo era joven nadie quería ver el fin del CoDominio. Estábamos muy contentos de que se hubiera acabado la Segunda Guerra Fría. ¿Qué ha pasado con la gran sensación de tranquilidad que tuvimos cuando pudimos dejar de preocuparnos por las guerras atómicas? En eso era en lo único en que pensábamos cuando yo era joven, en que íbamos a ser la última generación. Y, ahora, dan por sentado que van a tener paz por siempre. ¿Acaso la paz es una cosa que valga tan poco?

—Hay mucho que hacer —estaba diciendo Torrey—. ¡El Proyecto Baja, la polución térmica del Mar de Cortés! Están aniquilando todo un sistema ecológico, sólo para crear estancias para los Pagadores de Impuestos. Sé que esto no depende de su departamento, señor; y probablemente ni sepa lo que están haciendo… ¡Pero Lipscomb lleva en el cargo demasiado tiempo! Corrupciones, intereses especiales… ¡Es hora de que volvamos a tener un auténtico sistema de dos partidos, en lugar de que todo vaya pasando de una a otra alas del Partido Unido! Es hora de un cambio, y el señor Bertram es el hombre adecuado. Sé que lo es.

La sonrisa de Grant era forzada, pero logró mantenerla.

—No esperarás que esté de acuerdo contigo —le dijo.

—No, señor.

Grant suspiró.

—Pero quizá tengas razón en eso. Tengo que reconocer que a mí no me importaría retirarme. Podría vivir muy bien en esta casa, en lugar de sólo visitarla los fines de semana.

No valía la pena, se dijo Grant. Nunca convencería al chico, y Sharon le quería. Torrey abandonaría a Bertram cuando estallasen los escándalos.

Y, de todos modos, ¿qué explicaciones hubiera podido darle? El Proyecto Baja había sido desarrollado para ayudar a un grupo de presión de Pagadores de Impuestos en los seis estados de lo que, en otro tiempo, había sido la República de México. El Gobierno los necesitaba, y a ellos no les importaban un pimiento ni las ballenas ni los peces. De cortas miras, sí. Y Grant había tratado de argumentar con ellos, para que cambiasen el Proyecto; pero no habían aceptado, y la política es el arte de lo posible.

Al fin, dolorosamente, la entrevista concluyó. Sharon entró sonriendo como un cordero, porque estaba prometida a uno de los hombres de Bertram, pero sin comprender la situación mejor que Allan Torrey. Sólo era un juego. Bertram ganaría y Grant se retiraría, y nadie sufriría por ello.

¿Cómo podía decirles que las cosas ya no funcionaban así? El Partido Unido no era el partido más limpio del mundo, pero al menos no tenía fanáticos… y, por todo el mundo, volvían a aparecer las causas. Los «Amigos del Pueblo» estaban de nuevo en marcha, y todo aquello ya había pasado antes, había sido contado, una y otra vez, en aquellos libros, asépticamente limpios, que había tras él.

¡AYUDANTES DE BERTRAM DETENIDOS POR LA CENTRAL DE INFORMACIÓN AMERICANA! ¡LA CÍA ENCUENTRA UN ZULO CON ARMAS, EN EL CUARTEL GENERAL DE BERTRAM! ¡SE RUMOREA QUE HAY BOMBAS NUCLEARES!

Chicago, 15 de mayo (UPI).— Agentes de la CÍA han detenido a cinco de los principales ayudantes del senador Harvey Bertram, en lo que portavoces del Gobierno califican como uno de los más repugnantes complots jamás descubiertos…

Grant leyó la transcripción en la pantalla de su escritorio, sin sentir satisfacción alguna. Todo había ido según lo planeado, y ya no quedaba nada por hacer, pero odiaba aquello.

Al menos había sido hecho con limpieza: las pruebas estaban allí. La gente de Bertram podría tener su juicio, rechazar los jurados, protestar contra los jueces. El Gobierno no haría uso de sus derechos, de acuerdo con la enmienda treinta y uno, y dejaría que el caso fuera juzgado según las viejas normas. No importaba.

Luego, leyó lo que había debajo en letra pequeña: «Fueron detenidos Grigory Kalamintor, de diecinueve años de edad, secretario de Prensa de Bertram; Timothy Giordano, de veintidós, secretario; Allan Torrey, de veintidós, ayudante ejecutivo…» La página se le tornó borrosa, y Grant dejó caer su cabeza entre las manos.

—¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho?

No se había movido aún, cuando zumbó la llamada de la señorita Ackridge.

—Su hija por la cuatro, señor. Parece muy alterada.

—Sí. —Grant apretó salvajemente el botón. El rostro de Sharon se fue enfocando ante su vista. Tenía el maquillaje estropeado por las largas huellas de las lágrimas. Parecía mucho mayor, casi igual que su madre durante una de sus largas…

—¡Papi! ¡Han detenido a Allan! ¡Y sé que no es verdad, él no hubiera querido nunca tener algo que ver con armas nucleares! ¡Mucha de la gente del señor Bertram decía que nunca habrían unas elecciones honestas en este país; decían que John Grant se ocuparía de ello! ¡Yo les dije que estaban equivocados, pero no lo estaban! ¿No es así, papi? ¡Has hecho esto para parar las elecciones! ¿No es cierto?

No había nada que decir, porque ella tenía razón. Pero, ¿quién podía estar escuchando?

—No sé de qué me estás hablando. Sólo acabo de ver las noticias de la Tri-V que hablaban de la detención de Allan, nada más. Ven a casa, gatita, y hablaremos de ello.

—¡Oh, no! ¡No vas a conseguir tenerme en un sitio donde el doctor Pollard me pueda dar una buena inyección de sus medicinas mágicas, para hacerme olvidar todo sobre Allan! ¡No! Estoy con unos amigos, y no voy a volver a casa, papi. Y, cuando vaya a los periodistas, supongo que me escucharán. Aún no sé lo que les voy a contar, pero estoy segura que la gente del señor Bertram pensará en algo. ¿Qué te parece esto, señor Dios?

—Cualquier cosa que le digas a la prensa será una mentira, Sharon. Tú no sabes nada.—Uno de sus ayudantes había entrado y luego salido de la oficina.

—¿Mentira? ¿Y dónde he aprendido yo a mentir? —La pantalla quedó en blanco.

¿Es todo tan frágil?, se preguntó. Toda la confianza y el amor… ¿pueden desvanecerse tan rápidamente, son tan perecederos?

—¿Señor? —era Hartman, su ayudante.

—¿Sí?

—Llamaba desde Champaign, Illinois. Un local de Bertram que se creen que no conocemos. Y el teléfono era uno de esos, garantizados como que no pueden ser trazados.

—No se fían de nadie, ¿eh? —comentó Grant—. Haga que algunos hombres buenos vigilen esa casa, pero déjenla en paz.

Se puso en pie y notó una oleada de náuseas tan fuerte, que tuvo que agarrarse al borde del escritorio:

—¡CUÍDESE JODIDAMENTE BIEN DE ASEGURARSE DE QUE LA DEJAN EN PAZ! ¿COMPRENDIDO?

Hartman se puso tan pálido como Grant. El jefe no le había alzado la voz a uno de sus hombres, en cinco años.

—Sí, señor. Entiendo.

—Entonces, lárguese de ahí —Grant habló meticulosamente, con tono muy bajo; y la fría y mecánica voz era aún más aterradora que el grito.

Se sentó, una vez estuvo solo y miró al teléfono. ¿De qué le servía ahora su poder?

¿Qué podía hacer? No era cosa conocida el que Sharon estuviese prometida al chico. Les había convencido de que no formalizasen su compromiso hasta que se hubieran hecho las amonestaciones en la Catedral Nacional y pudieran dar una gran fiesta de sociedad. En ese momento le había parecido lo correcto a hacer por ellos, pero…

Pero, ¿qué? No podía hacer que soltasen al chico. No a ese chico. Éste no aceptaría quedarse callado como precio a su libertad. Se llevaría a Sharon a un periódico a los cinco minutos de que lo hubiesen soltado, y los titulares resultantes harían caer a Lipscomb, al Partido Unido, al CoDominio… y a la paz. Los periodistas escucharían a la hija del jefe de la policía secreta del país.

Grant marcó un código en el comunicador, luego otro. El Gran Almirante Lermontov apareció en la pantalla.

—¿Sí, señor Grant?

—¿Está usted solo?

—Sí.

La conversación le resultaba dolorosa, y el largo retraso mientras las señales llegaban a la Luna y regresaban no la hacía más fácil.

—¿Cuándo sale fuera del Sistema la próxima nave de guerra del CD? No quiero que sea una nave colonial y, sobre todo, que no se trate de un navío-prisión. Una nave de guerra.

Otra larga pausa, aún más larga que el retraso de las señales.

—Supongo que puedo montar alguna cosa —dijo el almirante—. ¿Qué es lo que necesita?

—Quiero… —Grant dudó, pero no había tiempo que perder. Nada de tiempo—. Quiero lugar para dos importantes prisioneros políticos. Una pareja de novios. La tripulación no debe conocer su identidad, y cualquiera que la averigüe debe permanecer fuera del Sistema durante al menos cinco años. Y quiero que los dejen en un mundo colonial decente, un buen lugar. Quizá Esparta. Nadie regresa nunca de Esparta. ¿Puede arreglarlo?

Grant podía ver los cambios en el rostro de Lermontov, a medida que las palabras le llegaban. El almirante frunció el entrecejo.

—Puede hacerse si es lo bastante importante. No será fácil.

—Es lo bastante importante. Mi hermano Martin le explicará luego todo lo que necesite saber. Los prisioneros serán entregados esta tarde, Sergei. Por favor, tenga la nave preparada. Y… será mejor que no se trate del Saratoga. Mi hijo está en ésa y… él conoce a uno de los prisioneros.— Grant tragó saliva—. Debería haber un capellán a bordo. Los chicos querrán casarse.

Lermontov frunció el ceño de nuevo, como preguntándose si John Grant se habría vuelto loco. Y, sin embargo, él necesitaba a los Grant, a los dos. Y, desde luego, John Grant no le pediría un favor así, si no fuese vital.

—Se hará —afirmó Lermontov.

—Gracias. También le agradecería que se asegurase de que tengan una buena propiedad en Esparta. No deben saber quién lo ha arreglado. Simplemente, haga que se ocupen de ello, y luego me envía la factura a mi atención.

Era todo tan simple. Ordenaría a sus agentes que detuvieran a Sharon y la entregasen a la Información del CD. No quería verla antes de eso. El fiscal general enviaría a Torrey al mismo lugar y anunciaría que se había fugado.

No era tan limpio como hacer que los condenasen a todos en un tribunal público, pero serviría… e incluso sería de ayuda el que uno de ellos fuera un fugitivo de la justicia. Eso, en sí mismo, sería un reconocimiento de culpabilidad.

Algo dentro de él aullaba, una y otra vez, que se trataba de su hijita, de la única persona en el mundo que no tenía miedo de él, pero Grant se negaba a escuchar. Se recostó en el sillón y, casi en calma, dictó sus órdenes.

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