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Authors: Jerry Pournelle

Tags: #Ciencia Ficción

El mercenario (3 page)

BOOK: El mercenario
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—No lo sé —repitió John.

—¡Ah! Pues nadie lo sabe, porque no hay respuesta a eso. Los hombres no pueden morir por una alianza. Y, sin embargo combatimos. Y morimos.

—A las órdenes del Senado —dijo con voz queda el guardiamarina Rolnikov.

Pero no nos gusta el Senado —añadió Hartmann—. ¿Le gusta a usted el Gran Senado, señor Rolnikov? ¿Y a usted, señor Bates? Sabemos lo que es el Gran Senado: políticos corrompidos, que se engañan los unos a los otros, y que nos usan a nosotros para lograr riquezas para ellos, poder para sus facciones. Si pueden. Aunque ya no nos usan tanto como en otro tiempo lo hicieron. ¡Beban, caballeros, beban!

El whisky había hecho su efecto, y a John le zumbaba la cabeza. Notó cómo le brotaba sudor en las sienes y en los sobacos. Y cómo su estómago se le rebelaba, pero alzó el vaso y bebió de nuevo, al unísono con Rolnikov y Bates, y aquello tuvo más significado del que había tenido nunca la comunión en la Iglesia. Trató de preguntarse el porqué, pero sólo había en él emoción, no pensamiento. Su lugar estaba aquí, con aquel hombre, con aquellos hombres, y él era un hombre con ellos.

Como si hubiera leído los pensamientos de John, el teniente Hartmann extendió sus brazos, poniéndolos por encima de los hombros de los tres muchachos, dos a su izquierda, sólo John a su derecha; y bajó la voz, hablándoles a todos:

—No. Estamos aquí porque la Flota es nuestra única patria, y nuestros hermanos del Servicio son nuestra única familia. Y, si alguna vez la Flota exigiese nuestras vidas, se las daríamos como hombres, porque no tenemos otro sitio al que ir.

I

Veintisiete años más tarde…

La Tierra flotaba eternamente hermosa sobre las áridas montañas lunares. La luz del día caía sobre California y la mayor parte del Pacífico, y el brillante océano era un fondo, increíblemente azul, para el vórtice de brillantes nubes que giraban en una tremenda tormenta tropical. Más allá de los despeñaderos lunares, la casa del Hombre era una frágil pelota entre el negro terciopelo, tachonado de estrellas, que era el espacio; una bola que un hombre podía alcanzar con sus manos, para aplastarla entre ellas.

El gran almirante Sergei Lermontov contempló la brillante imagen de la pantalla visora y pensó lo fácil que sería que la Tierra muriese. Mantenía su imagen en la pantalla para recordar eso, cada vez que posaba la vista en ella.

—Eso es todo lo que te podemos conseguir, Sergei.— Su visitante estaba sentado, con las manos cuidadosamente cruzadas sobre su regazo. Una fotografía lo habría mostradoen una posición relajada, sentado confortablemente en el gran sillón de las visitas, tapizado con pieles de animales que crecían en planetas sitos a cien años luz de la Tierra. Visto de cerca, el hombre real no estaba ni mucho menos relajado. Mantenía ese aspecto por su larga experiencia como político—. Desearía que fuese más —el gran senador Martin Grant agitó lentamente la cabeza—. Pero, al menos, es algo.

—Perderemos naves y tendremos que desbandar regimientos. No puedo mantener operativa la Flota con ese presupuesto —la voz de Lermontov era átona y precisa. Ajustó sus gafas sin aro a una posición más confortable sobre su delgada nariz. Sus gestos, como su voz, eran precisos y correctos, y en los cuartos de banderas de la Armada se decía que el Gran Almirante los ensayaba frente a un espejo.

—Tendrás que hacerlo lo mejor que puedas. Ni siquiera es seguro que el Partido Unido sobreviva a las siguientes elecciones. Dios sabe que no tendrá ninguna posibilidad si le damos más dinero a la Flota.

—Pero hay suficiente dinero para los Ejércitos Nacionales. —Lermontov miró significativamente la imagen de la Tierra en la pantalla visora—. Ejércitos que pueden destruir la Tierra, Martin. ¿Cómo podemos mantener la paz, si no nos dejáis tener naves y hombres?

—No podréis mantener la paz si no hay CoDominio.

Lermontov frunció el entrecejo.

—Entonces, ¿hay verdaderas posibilidades de que el Partido Unido pierda?

La cabeza de Martin Grant asintió con un movimiento casi imperceptible:

—Sí.

—Y los Estados Unidos se retirarán del CD. —Lermontov pensó en lo que aquello significaría, para la Tierra y para los casi cien mundos en los que el Hombre vivía—. No muchas de las colonias sobrevivirán sin nosotros. Es demasiado pronto. Si no hubiésemos reprimido la ciencia y la investigación, las cosas serían distintas, pero hay tan pocos mundos independientes… Martin, estamos extendidos de modo demasiado tenue por los mundos coloniales. El CoDominio tiene que ayudarlos. Creamos sus problemas con nuestros gobiernos coloniales. No les dimos ninguna posibilidad de vivir sin nosotros. Ahora no podemos abandonarlos de repente.

Grant seguía sentado, inmóvil, sin decir nada.

—Sí, ya sé que estoy predicando a un converso, pero es la Armada la que le dio al Gran Senado su poder sobre las colonias. No puedo dejar de sentirme responsable.

La cabeza del senador Grant volvió a moverse imperceptiblemente, ya fuese por un temblor o asintiendo.

—Yo pensaba que había mucho que tú podías hacer, Sergei. La Flota te obedece a ti, no al Senado. Sé que mi sobrino ha dejado esto muy claro. Los guerreros respetan a otro guerrero; pero por nosotros, los políticos, sólo sienten desprecio.

—¿Estás implicando traición?

—No. Desde luego no estoy sugiriendo que la Flota trate de dirigir el espectáculo. El gobierno militar nunca nos ha ido muy bien, ¿verdad? —el senador Grant giró ligeramente su cabeza para indicar el globo que había tras él. Veinte naciones en la Tierra eran gobernadas por sus ejércitos, y ninguna de ellas demasiado bien.

Por otra parte, pensó, los políticos tampoco lo están haciendo mucho mejor. Nadie lo hace bien.

—No parecemos tener ningún objetivo, Sergei. Nos limitamos a aferramos a lo que tenemos, esperando que las cosas mejoren. ¿Y por qué iban a hacerlo?

—Yo casi he dejado de esperar que las condiciones mejoren —le contestó Lermontov—. Ahora, sólo rezo porque no empeoren.

Sus labios se agitaron en una amarga sonrisa.

—Claro que esas plegarias muy pocas veces reciben respuesta.

—Hablé ayer con mi hermano —continuó Grant—. Amenaza de nuevo con retirarse. Y creo que esta vez va en serio.

—¡Pero no lo puede hacer! —Lermontov se estremeció—. Tu hermano es uno de los pocos miembros del gobierno de los EE.UU. que comprende lo desesperada que es nuestra necesidad de ganar tiempo.

—Ya se lo dije.

—¿Y?

Grant agitó la cabeza:

—Es esta carrera de locos hacia parte alguna, Sergei. John no le ve el final. Está muy bien el jugar de defensa; pero, ¿para defender el qué?

—¿No es un objetivo válido la supervivencia de la civilización?

—Si es a eso a lo que vamos, sí. Pero, ¿qué seguridad tienes de que siquiera conseguiremos eso?

La sonrisa del gran almirante era gélida.

—Ninguna, naturalmente; pero podemos estar seguros de que nada sobrevivirá, si no ganamos más tiempo. Unos años de paz, Martin. Muchas cosas pueden pasar en unos pocos años. Y, si no otra cosa… bueno, habremos tenido unos años más.

La pared de detrás de Lermontov estaba cubierta por banderas y placas. Centradas entre todas ellas estaba el escudo del CoDominio: águila estadounidense, hoz y martillo soviéticos; estrellas blancas y estrellas rojas. Y debajo estaba el lema oficial de la Armada: LA PAZ ES NUESTRA PROFESIÓN.

Elegimos ese lema para ellos, pensó Grant. El Senado hizo que la Armada lo adoptase. Y, exceptuando a Lermontov, ¿cuántos oficiales de la Armada se lo creerán? ¿Qué habrían elegido, si se lo hubiéramos dejado a ellos?

Los guerreros siempre existen, y si uno no les da algo válido por lo que luchar… Pero no podemos vivir sin ellos, pues siempre llega un momento en que se necesitan los guerreros. Guerreros como Sergei Lermontov.

Pero, ¿se necesitan políticos como yo?

—Hablaré de nuevo con John. La verdad es que nunca he estado muy seguro de lo serio que es en eso de retirarse. Uno acaba por acostumbrarse al poder, y es difícil dejarlo. Sólo se necesita un poco de persuasión, algún argumento para justificarle el seguir manteniéndolo. El poder es la más adictiva de todas las drogas.

—Pero no puedes hacer nada respecto a nuestro presupuesto…

—No. La verdad es que aún tenemos más problemas. Necesitamos los votos de Bronson, y nos pone condiciones.

Los ojos de Lermontov se entrecerraron y su voz estaba llena de disgusto:

—Al menos, sabemos cómo tratar con gente como Bronson. —Y era extraño, pensó Lermontov, que seres tan despreciables como Bronson representasen problemas tan pequeños. Se les podía sobornar. Esperaban ser comprados.

Eran los hombres de honor, los que eran verdaderos problemas. Hombres como Harmon en los Estados Unidos y Kaslov en la Unión Soviética, hombres con causas por las que estaban dispuestos a morir… Ellos eran los que habían llevado a la Humanidad a donde estaba.

Pero preferiría ser amigo de gente como Kaslov y Harmon y los que están con ellos, que con Bronson y su gente, que nos apoyan.

—No te gustará nada una de las cosas que ha pedido —dijo Grant—. ¿No es el Coronel Falkenberg uno de tus favoritos?

—Es uno de nuestros mejores elementos. Lo utilizo cuando una situación parece desesperada. Sus hombres lo seguirían a cualquier parte, y él no malgasta vidas para lograr sus objetivos.

—Aparentemente le ha pisado demasiadas veces los callos a Bronson. Quiere que lo eches.

—No —la voz de Lermontov era firme.

Martin Grant agitó la cabeza. De pronto se sentía muy cansado, a pesar de la escasa gravedad de la Luna.

—No hay elección, Sergei. No se trata sólo de inquina personal, aunque eso también tiene que ver, y mucho.

Bronson le está haciendo la pelota a Harmon, y Harmon cree que Falkenberg es peligroso.

—Claro que es peligroso. Es un guerrero. Pero sólo es peligroso para los enemigos del CoDominio.

—Justamente.— Grant suspiró de nuevo—. Sergei, lo sé. Te estamos robando tus mejores herramientas y esperando que sigas haciendo tu trabajo sin ellas.

—Es más que eso, Martin. ¿Cómo se controla a los guerreros?

—¿Qué quieres decir?

—Te he preguntado que cómo se controla a los guerreros.— Lermontov se ajustó las gafas con las puntas de los dedos de ambas manos—. Naturalmente, ganándote su respeto. Pero, ¿qué sucede si se pierde ese respeto? No habrá modo de controlarlos; y tú me estás hablando de una de las mejores mentes militares de la actualidad. Martin, ésa es una decisión que acabarás por lamentar.

—No se puede evitar, Sergei. ¿Te crees que me gusta decirte que te cargues a un buen hombre, por hacerle un favor a una serpiente como ese Bronson? Pero eso no importa. El Partido Patriótico está dispuesto a hacer del asunto todo un espectáculo y, de cualquier modo, Falkenberg no sobreviviría a ese tipo de presión política; lo sabes. Ningún oficial podría sobrevivir a eso. No importa lo que hagamos, su carrera está acabada.

—En el pasado, siempre lo has apoyado.

—¡Maldita sea, Sergei, para empezar, yo le metí en la Academia! Pero ya no puedo apoyarlo, ni tú tampoco. O lo echas, o perdemos el apoyo de Bronson en la votación del presupuesto.

—Pero, ¿por qué? —exigió Lermontov—. Dime la verdadera razón.

Grant se alzó de hombros.

—¿La de Bronson o la de Harmon? Bronson ha odiado al Coronel Falkenberg desde aquel asunto de Kennicott. La familia Bronson perdió allí un montón de dinero, y no ayudó nada el que Bronson encima tuviera que votar en favor de darle aquellas medallas al coronel. Pero dudo que haya más que eso. El caso de Harmon es diferente. Él realmente cree que Falkenberg podría llevar a sus tropas en contra de la Tierra. Y, una vez le haya pedido a Bronson, como favor, la cabellera de Falkenberg…

—Ya veo. Pero las razones de Harmon son ridículas. Al menos por el momento lo son…

—Si es tan peligroso, mátalo —dijo Grant. Vio la expresión del rostro de Lermontov—. En realidad, no quiero decir eso, Sergei; pero algo tendrás que hacer.

—Lo haré.

—Harmon piensa que puedes llegar a ordenarle a Falkenberg que vaya contra la Tierra.

Lermontov alzó la mirada, sorprendido.

—Sí, a esto hemos llegado. Ni siquiera Bronson está aún dispuesto a pedir tu cabellera. Aún. Pero ésa es otra razón por la que tus favoritos especiales tienen, por el momento, que pasar lo más disimulados que puedan.

—Hablas de nuestros mejores hombres.

La mirada de Grant estaba llena de dolor y tristeza.

—Seguro. Cualquiera que sea efectivo les da verdadero pánico a los Patriotas. Quieren eliminar por completo al CD, y si no pueden conseguirlo, al menos tratan de debilitarlo. Irán royendo los bordes, eliminando a nuestros mejores oficiales, y no hay mucho que nosotros podamos hacer. Quizá dentro de unos años las cosas sean mejores.

—Y quizá sean peores —comentó Lermontov.

—Aja. Siempre hay esa posibilidad.

Sergei Lermontov se quedó mirando a la pantalla, hasta bastante después de que el gran senador Grant se hubiera ido de la oficina. La oscuridad reptaba lentamente a través del Pacífico, dejando Hawai en sombras, y Lermontov seguía aún sentado inmóvil, con sus dedos tamborileando incesantemente en el pulimentado tablero de madera de su escritorio.

Sabía que esto tenía que llegar, pensó. No lo esperaba tan pronto, a pesar de todo, no tan pronto. Aún hay mucho que hacer antes de que podamos aflojar.

Y, sin embargo, no pasará mucho antes de que no tengamos elección. Quizá deberíamos actuar ahora.

Lermontov recordó su juventud en Moscú, cuando los generales controlaban el Presidium, y se estremeció. No, pensó. Las virtudes militares no sirven para gobernar a los civiles. Pero los políticos no lo están haciendo mejor.

Si no hubiéramos suprimido la investigación científica. Pero eso fue hecho en nombre de la paz. Para impedir el desarrollo de nuevas armas. Mantener el control de la tecnología en manos del Gobierno, para impedir que la tecnología nos dictase a todos la política. Había parecido tan razonable… y, además, esa política ya era antigua, mucho. Había muy pocos científicos entrenados, porque nadie quería vivir bajo las restricciones de la Oficina de Tecnología.

Lo que está hecho, está hecho, pensó; y miró por derredor de la oficina. Las estanterías contenían recuerdos de docenas de mundos: conchas exóticas se encontraban junto a reptiles disecados y estaban encuadradas por rocas brillantes, que obtendrían precios fabulosos si tuviera intención de venderlas.

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