El mercenario (25 page)

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Authors: Jerry Pournelle

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El mercenario
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—¡Pero la gente del Valle del Río Columbia no son fiables! No tendrá usted buenos reclutas…

Fueron interrumpidos por una llamada a la puerta. El sargento mayor Calvin hizo entrar a Roger Hastings y Martine Ardway. El miliciano tenía un moretón sobre su ojo izquierdo y llevaba vendada la mejilla.

Falkenberg se puso en pie para las presentaciones, y tendió su mano, que Roger Hastings ignoró. Ardway se quedó rígido un momento, luego ofreció la suya:

—No voy a decir que me complace conocerle, coronel Falkenberg, pero le felicito por una operación bien ejecutada.

—Gracias, coronel. Caballeros, háganme el favor de sentarse. ¿Conocían al capitán Svoboda, mi Preboste? —Falkenberg indicó un enjuto oficial en traje de combate, que había venido con ellos—. El capitán Svoboda se quedará al mando, en esta ciudad, cuando el Cuarenta y Dos se vaya.

Los ojos de Ardway se entrecerraron por el interés. Falkenberg sonrió.

—Pronto nos verá partir, coronel. Bien, las normas de ocupación son simples. Señores, como mercenarios estamos sujetos a las Leyes de Guerra del CoDominio. La propiedad pública es decomisada en nombre de los Estados Libres. Las propiedades privadas están a salvo, y cualquiera de ellas que sea decomisada será pagada en todo su valor. Cualquier propiedad utilizada para ayudar a la resistencia, ya sea directamente o como un lugar en el que conspirar, será inmediatamente confiscada.

Ardway y Hastings se alzaron de hombros, aquello ya lo habían oído antes. En otro tiempo, el CD había tratado de suprimir los mercenarios. Cuando esto había fallado, la Flota se había puesto a hacer cumplir, rígidamente, las Leyes de Guerra del Gran Senado. Pero ahora, la Flota estaba debilitada por los recortes del presupuesto y los nuevos brotes de odio entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. New Washington estaba aislado y podrían pasar años antes de que apareciesen Infantes de Marina del CD para hacer cumplir unas normas que ya no parecían importarle al Gran Senado.

—Tengo un problema, caballeros —dijo Falkenberg—. Esta ciudad es leal, y yo tengo que llevarme mi Regimiento. Aún no hay aquí soldados Patriotas. Voy a dejar la suficiente fuerza como para completar la conquista de la Península, pero el capitán Svoboda tendrá pocos soldados en lo que propiamente es Puerto Alian. Dado que no puedo ocupar la ciudad, puedo, legítimamente, destruirla, para impedir que sea utilizada como base en contra de mis fuerzas.

—¡No puede hacer eso! —protestó Hastings, saltando en pie y rompiendo un cenicero de cristal—. ¡Estaba seguro que toda esta charla sobre proteger la propiedad privada era pura charlatanería!

—Se volvió hacia Bannister—

¡Ya te dije la última vez que lo único que ibais a conseguir era prenderle fuego a todo el planeta, Howard! ¡Y ahora importáis soldados para que lo hagan por vosotros! ¿Qué… por Dios, qué podéis sacar de esta guerra?

—Libertad —Bannister dijo orgullosamente—. Y, de todos modos, Puerto Allan es un nido de traidores.

—Basta —dijo con voz baja Falkenberg.

—¡Traidores! —repitió Bannister—. ¡Tendréis lo que os merecéis…!

—¡TENCION! —la orden del sargento mayor Calvin les sobresaltó—. El coronel les dijo que se estuvieran callados.

—Gracias —dijo con voz tranquila Falkenberg. El silencio era ahora más sonoro de lo que lo habían sido los gritos—. He dicho que podría quemar la ciudad, no que pretenda hacerlo. No obstante, ya que no voy a hacerlo, necesitaré rehenes.

Entregó a Roger Hastings un listado de ordenador:

—Las tropas están acuarteladas en las casas de estas personas. Puedo ver que usted y el coronel Ardway están al principio de la lista. Todos estarán detenidos, y cualquiera que se escape será sustituido por miembros de su familia. Sus propiedades y, en suma, sus vidas, dependen de su cooperación con el capitán Svoboda, hasta que podamos enviar aquí una guarnición regular. ¿Entendido?

El coronel Ardway asintió con rostro grave.

—Sí, señor. Estoy de acuerdo.

—Gracias —le dijo Falkenberg—. ¿Y usted, señor alcalde?

—Lo entiendo.

—¿Y? —le urgió Falkenberg.

—¿Y qué? ¿Quiere que, encima, me guste? ¿Qué clase de sádico es usted?

—No me importa si le gusta, señor alcalde. Lo que estoy esperando es que me dé usted su acuerdo.

—No le comprende, coronel —dijo Martine Ardway—. Roger, lo que te está preguntando es si estás de acuerdo en servir como rehén por la ciudad. Eso se les preguntará también a los otros, y si no consigue a los suficientes que den su acuerdo, quemará la ciudad hasta los cimientos.

—¡Oh! —Roger notó la fría cuchillada del terror. ¡Vaya una elección tan infernal!

—La cuestión es —intervino Falkenberg—, ¿aceptará usted las responsabilidades del cargo que ostenta y le impedirá a su maldita gente el causarnos problemas?

Roger tragó saliva con fuerza.
Yo quería ser alcalde para poder borrar los odios secuela de la Rebelión
.

—Sí, estoy de acuerdo.

—Excelente. Capitán Svoboda.

—Señor.

—Llévese al alcalde y al coronel a su oficina y hable con los otros. Notifíqueme cuando tenga los suficientes rehenes como para asegurar la seguridad.

—Sí, señor. ¿Caballeros? —Era difícil saber el significado de su expresión mientras los acompañaba a la puerta. Tenía alzado el visor de su casco, pero el anguloso rostro del capitán permanecía entre las sombras. Mientras salían de la habitación zumbó el intercomunicador.

—El satélite está por encima —le informó el mayor Savage—. Todo está correcto, John Christian. Y hemos puesto a seguro a los pasajeros de este tren.

La puerta del despacho se cerró. Roger Hastings se movió como un robot a través de la bullente Sala de Consejos de la Alcaldía, apenas si dándose cuenta del murmullo de las actividades en derredor. ¡La maldita guerra, los muy estúpidos, los jodidos estúpidos…! ¿Es que nunca podían dejar tranquila a la gente?

XVI

Una docena de hombres en ropa de combate camuflada llevaban a una delgada y hermosa chica, a través de las prietas arenas, hasta la orilla del agua. Estaban contentos de dejar atrás las arenas más sueltas, de más allá de donde llegaban las aguas, casi a un kilómetro de las olas agitadas. El caminar por allí había sido un infierno, con movedizas dunas de arena suelta infestadas de pequeños carnívoros, perforadores de túneles, demasiado estúpidos como para saber que no hay que atacar a un hombre con botas.

El pelotón subió, sin decir palabra, al bote que les esperaba, mientras su jefe trataba de ayudar a la chica. Ella no necesitaba ayuda alguna: Glenda Ruth vestía un mono de nailon color arena y cinto con su equipo colgando, y conocía este planeta y sus peligros mejor que los soldados. Glenda Ruth Horton se había estado cuidando de sí misma durante veinticuatro de sus veintiséis años.

Blancas playas arenosas, punteadas por animales marinos dejados al descubierto por la marea baja, se extendían a ambos lados hasta donde alcanzaba la vista. Sólo el bote y su tripulación demostraban que el planeta contenía vida humana. Cuando el contramaestre puso en marcha el propulsor a chorro de agua de la embarcación, el ruido del mismo lanzó a nubes de pequeños pájaros marinos a una frenética actividad.

El buque correo rápido
Maribell
se hallaba fondeado a doce kilómetros de la costa, más allá del horizonte. Cuando el bote llegó hasta él, las grúas de cubierta se inclinaron para agarrarlo y subirlo hasta su percha. El capitán Ian Frazer escoltó a Glenda Ruth hasta la Sala de Cartas.

El mando de combate de Falkenberg la esperaba allí; impacientes, algunos dando traguitos de whisky, otros estudiando las cartas cuya información hacía tiempo que habían absorbido. Muchos de ellos mostraban señales de haberse mareado en la travesía marítima: el viaje de ochenta horas de duración desde Puerto Allan había sido duro, y no les había ayudado nada el que el buque hubiera seguido adelante, a treinta y tres kilómetros a la hora, metiéndose de proa entre las grandes olas que había por las islas.

Ian saludó, luego tomó un vaso de un camarero y se lo ofreció a Glenda Ruth.

—Coronel Falkenberg, la señorita Horton. Glenda Ruth es la líder de los Patriotas en el Valle del Río Columbia. Glenda Ruth, ya conoce usted al ministro señor Bannister.

Ella asintió con rostro gélido, como si no le cayese bien el ministro rebelde, pero le tendió la mano a Falkenberg y se la estrechó de un modo totalmente masculino. Tenía otros gestos masculinos, pero a pesar de llevar su cabello castaño recogido bajo una gorra de visera, nadie la iba a confundir con un hombre. Tenía una cara en forma de corazón y grandes ojos verdes, y su bronceada piel habría causado la envidia de las grandes damas del CoDominio.

—Es un placer, señorita Horton —le dijo educadamente Falkenberg—. ¿Les han visto?

Ian Frazer pareció molesto por eso:

—No, señor. Nos encontramos con el grupo rebelde y nos pareció lo bastante seguro, así que el centurión Michaels y yo tomamos alguna ropa prestada de los rancheros y dejamos que Glenda Ruth nos llevase a la ciudad a dar una ojeada por nuestra cuenta.

Ian fue hasta la mesa de cartas.

—El fuerte está aquí, en las alturas. —Frazer apuntó en la carta de costas—. Es el típico sistema de muros y trincheras. Dependen principalmente de la artillería de Friedland para controlar la ciudad y la desembocadura del río.

—¿Qué es lo que tienen ahí dentro, Ian? —preguntó el mayor Savage.

—Lo peor es la artillería —le contestó el jefe del Grupo de Exploración—: Dos baterías de 105 y una de 155, todos ellos autopropulsados. Por lo que pudimos ver, se trata de un batallón independiente estándar de Friedland.

—Entonces serán unos seiscientos Friedlandeses —dijo pensativamente el capitán Rottermill—. Y nos han dicho que hay un regimiento de mercenarios terrestres. ¿Algo más?

Ian miró a Glenda Ruth.

—La semana pasada trasladaron aquí un escuadrón de la Caballería Confederada, tropas regulares —dijo—. Con coches blindados ligeros. Creemos que han de seguir ruta, porque aquí no tienen nada que hacer; pero nadie sabe a dónde van.

—Eso es extraño —dijo Rottermill—. Aquí no tienen un suministro de combustible adecuado… ¿a dónde podrán ir?

Glenda Ruth le miró pensativamente. No le caían bien los mercenarios: la libertad era algo que debía ser ganado, y no comprado y pagado. Pero necesitaban a aquellos hombres, y al menos ése había hecho sus deberes.

—Probablemente al Valle Serpiente. Allí tienen pozos de petróleo y refinerías —indicó las tierras llanas en donde se unían el Río Serpiente y el Columbia, en el Transbordador de Doak, a seiscientos kilómetros al Norte—. Eso es territorio Patriota y allí se podría utilizar la caballería para reforzar la gran fortaleza que tienen en Doak.

—En cualquier caso, es una jodida mala suerte, coronel —dijo Rottermill—. Casi tres mil hombres en esa puñetera fortaleza y nosotros no tenemos muchos más. ¿Qué tal es su seguridad, Ian?

Frazer se alzó de hombros.

—No muy buena. Los matones de la Tierra patrullan la ciudad, haciendo de Policía Militar, controlando la documentación. No tuvimos problemas para evitarlos.

—Los terrícolas también hacen casi todas las guardias —añadió Glenda Ruth—. Tienen todo un regimiento de fusileros de ellos.

—No capturaremos ese lugar por asalto, John Christian —dijo pensativo el mayor Savage—. No, sin perder la mitad del Regimiento.

—Y, exactamente, ¿para qué sirven sus soldados? —preguntó Glenda Ruth—. ¿Combaten alguna vez?

—A veces. —Falkenberg estudió el dibujo que estaba haciendo el jefe de sus exploradores—. ¿Tienen apostados centinelas, capitán?

—Sí, señor. Parejas en las torres y otros paseando. Hay antenas de radar cada cien metros, y supongo que también tendrán fuera tendidos de cables de capacitancia corporal.

—Ya se lo dije —comentó autocomplacido el ministro Bannister. Había triunfo en su voz, en contraste con la hosca preocupación de Falkenberg y sus oficiales—. Tendrán ustedes que formar todo un ejército para tomar ese lugar. La meseta de Ford es su única posibilidad, coronel, Astoria es demasiado fuerte para ustedes.

—¡No! —la voz fuerte y de registro grave de Glenda Ruth exigía atención—. Nos hemos arriesgado a todo para reunir a los Patriotas del Valle del Río Columbia. Si ahora no toman ustedes Astoria, regresarán a sus ranchos. Howard Bannister, yo me oponía a empezar otra revolución: no creo que podamos soportar otra guerra larga como la última; pero he organizado a los amigos de mi padre y, en dos días, estaré al mando de una fuerza de combate. Si nos dispersamos ahora, jamás volveré a conseguir que quieran luchar.

—¿Dónde está su ejército… y qué tamaño tiene? —preguntó Falkenberg.

—El área de asamblea está a doscientos kilómetros al norte de aquí. Tengo ya a seiscientos fusileros y hay otros cinco mil en camino. ¡Una fuerza de este tamaño no puede ocultarse! —Contempló a Falkenberg sin entusiasmo. Para vencer necesitaban un fuerte núcleo organizado, pero ella estaba poniendo las vidas de sus amigos en manos de un hombre al que no conocía—. Coronel, mis rancheros no pueden enfrentarse con los Regulares de la Confederación, o con las fuerzas blindadas de Friedland sin apoyo, pero si toma usted Astoria tendremos una base que podremos defender.

—Sí. —Falkenberg estudió los mapas mientras pensaba en la chica: ella tenía una concepción más realista de lo que pueden hacer las fuerzas irregulares de la que tenía Bannister… pero, ¿cuán fiable era ella?—. Señor Bannister, no podemos tomar Astoria sin artillería, ni aunque nos ayudasen sus rancheros de la Meseta de Ford. Pero necesito los cañones de Astoria y, en cualquier caso, la ciudad es la clave de toda la campaña. Si la tuviéramos en nuestras manos habría una posibilidad de ganar rápidamente.

—¡Pero no podemos conquistarla! —insistió Bannister.

—Y, sin embargo, tenemos que hacerlo —le recordó Falkenberg—. Y contamos con la sorpresa. Nadie de la Confederación sabe que estamos en este planeta, ni lo sabrá hasta dentro de… —miró a su ordenador portátil—… de veintisiete horas, cuando el Destacamento de Armas derribe su fisgón. Señorita Horton, ¿han causado últimamente problemas en Astoria?

—No, desde hace meses —le contestó ella. ¿Era este mercenario, este Falkenberg, diferente?—. Sólo he venido tan hasta el Sur para encontrarme con ustedes.

El dibujo del fuerte del capitán Frazer yacía sobre la mesa como una sentencia de muerte. Falkenberg lo contempló en silencio, mientras el explorador iba dibujando posiciones de ametralladoras a lo largo de los muros.

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