El mercenario (22 page)

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Authors: Jerry Pournelle

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El mercenario
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El visitante era un historiador aficionado y contemplaba el desfile con seco humor. La guerra había cambiado y los hombres ya no marchaban en rígidas líneas para lanzar descargas cerradas a la orden de mando… pero los coroneles eran de nuevo pagados de acuerdo con las fuerzas que pudieran llevar a la batalla.

—¡Informen! —la orden del ayudante llegó fácilmente a través del abierto campo de instrucción hasta los cuadrados, rígidamente inmóviles, de azul y oro.

—Primer Batallón, Compañía B en patrulla. ¡Todo el Batallón presente y contado, señor!

—¡Segundo Batallón presente y contado, señor!

—¡Tercer Batallón, presente y contado, señor!

—¡Cuarto Batallón, cuatro hombres ausentes sin permiso, señor!

—Qué embarazoso —dijo el visitante entre dientes. El coronel trató de pasar aquello con una sonrisa, pero no resultó muy convincente.

—¡Artillería, presente y contada, señor!

—¡Pelotón de Exploración, todos presentes, señor!

—¡Zapadores, todos presentes, señor!

—Batallón de Armas, Pelotón de Aviación en patrulla. ¡Todo el Batallón presente o justificado, señor!

—¡Compañía de Mando presente o de guardia, señor! El ayudante fue devolviendo cada saludo, luego giró rígidamente sobre sus talones para saludar al coronel:

—El Regimiento tiene cuatro hombres ausentes sin permiso, señor.

El coronel Falkenberg le devolvió el saludo.

—Ocupe su puesto.

El capitán Fast giró y marchó hasta su lugar.

—¡Desfilen en revista!

—¡Música!

La banda comenzó a tocar una marcha militar, que debía de haber sido antigua ya en el siglo veinte, mientras el Regimiento formaba en columnas para marchar alrededor del campo. Cuando cada compañía llegaba al podio de honor, los hombres giraban las cabezas al unísono, las banderas y los gallardetes bajaban en saludo, y los oficiales y centuriones presentaban los sables con floreos.

El Visitante asintió para sí mismo. Aquello ya no era demasiado apropiado. En el siglo dieciocho, las demostraciones de la habilidad de las tropas para marchar en hileras y del manejo de la espada por parte de oficiales y suboficiales eran importantes con respecto a su capacidad en batalla. Ya no. Pero, sin embargo, seguía siendo una ceremonia impresionante.

—¡Atención a las órdenes! —El sargento mayor las leyó de su bloc de notas: promociones, listas de trabajos, las actividades diarias del Regimiento, mientras el visitante sudaba.

—Muy impresionante, coronel —dijo—. Nuestros Washingtonianos no podrían parecer tan eficientes ni en el mejor de sus días.

John Christian Falkenberg asintió fríamente.

—¿Implica usted con eso el que quizá no sean tan buenos en el campo de batalla, señor Ministro? ¿Le gustaría otro tipo de demostración?

Howard Bannister se alzó de hombros:

—¿Qué probaría eso, coronel? Usted necesita un empleo antes de que su Regimiento se vaya al Infierno. No puedo imaginarme que el cazar fugados en el planeta penal del CoDominio tenga demasiado atractivo para unos buenos soldados.

—No lo tiene. Pero cuando llegamos aquí las cosas no eran tan simples.

—Eso también lo sé. El Cuarenta y Dos era una de las mejores unidades de la Infantería de Marina del CD… nunca he entendido el porqué lo desbandaron a él, en lugar de a muchos otros. De lo que estoy hablando es de su actual situación, con sus tropas atrapadas aquí sin transporte… Desde luego, no creo que piensen convertir a Tanith en su base permanente, ¿no?

El sargento mayor Calvin acabó con las órdenes del día y esperó pacientemente instrucciones. El coronel Falkenberg estudió a sus hombres, brillantemente uniformados y firmes bajo el ardiente sol del mediodía de Tanith. Una débil sonrisa quizá cruzase su semblante en ese momento. Había pocos de los cuatro mil cuyos nombres e historiales no conociese.

El teniente Farquhar era un miembro de un partido político que había tenido que admitir a instrucción, cuando habían contratado al Cuarenta y Dos para labores de policía en el planeta Hadley. Se había convertido en un buen oficial y decidido seguir al Regimiento cuando éste había partido de su mundo, tras la acción. El soldado Alcázar era un gigante tristón, con una sed inagotable, el hombre más lento de la Compañía K, pero podía levantar cinco veces su propia masa y ocultarse en cualquier terreno. Docenas, miles de hombres, cada uno con sus propias fortalezas y debilidades, dando como suma total un regimiento de soldados mercenarios sin posibilidades de volver a casa, y con un futuro muy poco placentero si no salían de Tanith.

—Sargento mayor.

—¡Señor!

—Se quedará conmigo y cronometrará a los hombres. Trompeta, toque generala, marcha y dispuestos a embarcar.

—¡Señor! —El trompeta era un veterano canoso, con galones de cabo. Alzó el reluciente instrumento, con sus bordones azules y oro, y las notas marciales fluyeron por el campo de instrucción. Antes de que se hubieran apagado, las ordenadas líneas se habían disuelto en masas de hombres que corrían.

Había menos confusión de la que hubiera esperado Howard Bannister. Le pareció que había pasado un tiempo increíblemente corto cuando los primeros hombres volvieron a colocarse en sus puestos. Llegaban de sus barracones en pequeños grupos, algunos de cada compañía, luego más en una oleada, y finalmente puñados de retrasados. Ahora, en lugar de los brillantes colores se veía el apagado gris amarillento del cuero sintético hinchado por las armaduras personales de Nemourlón. El brillante pulimentado había desaparecido de todas las armas. Los gorros de gala habían sido sustituidos por grandes cascos de guerra, las brillantes botas por cómodas botas de combate. Mientras el Regimiento formaba, Bannister se volvió hacia el coronel:

—¿Para qué las trompetas? Me parecen muy fuera de este tiempo.

Falkenberg se alzó de hombros.

—¿Preferiría órdenes gritadas? Debe usted recordar, señor secretario, que los mercenarios tanto vivimos en guarnición como en combate. Y las trompetas les recuerdan que son soldados.

—Supongo que sí.

—Tiempo, sargento mayor —pidió el ayudante.

—Once minutos y dieciocho segundos, señor.

—¿Está usted tratando de decirme que los hombres ya están dispuestos para embarcar? —preguntó Bannister. Su expresión indicaba una educada incredulidad.

—Costaría algo más preparar el equipo del Batallón de Armas y de la Artillería, pero la Infantería podría subir a una nave ahora mismo.

—Me cuesta mucho creerlo… naturalmente, los hombres saben que sólo se trata de un ensayo.

—¿Y cómo iban a saberlo?

Bannister se echó a reír. Era un hombre robusto, vestido con cara ropa de hombre de negocios, manchada al frente por ceniza de puro. Alguna de esta ceniza caía libre cuando reía.

—Bueno, usted y el sargento mayor aún están con el uniforme de gala.

—Mire tras de usted.

Bannister se giró. Los guardias de Falkenberg y el trompeta aún estaban en sus puestos, con sus uniformes azules y dorados contrastando vivamente con los serios sinticueros de los demás que habían formado tras ellos.

—La Compañía de Mando tiene nuestro equipo —le explicó Falkenberg—. Sargento mayor.

—¡Señor!

—El señor Bannister y yo inspeccionaremos las tropas.

—¡Señor! —Mientras Falkenberg y su visitante abandonaban el podio de honor, Calvin se puso al paso tras de ellos, seguido por la escuadra de servicio.

—Elija a un par al azar —le aconsejó Falkenberg—. Hace calor aquí fuera. Por lo menos cuarenta grados.

Bannister estaba pensando en lo mismo.

—Sí. No tiene sentido el ser demasiado duros con los hombres. Tiene que ser insoportable con esa armadura.

—Yo no estaba pensando en los hombres —le dijo Falkenberg.

El secretario de la Guerra eligió para revisarla la Compañía L del Tercer Batallón. Todos los hombres le parecían iguales, exceptuando su tamaño. Buscó algo que sobresaliese… una correa no asegurada, algo que le indicase una diferencia individual… pero no halló nada. Bannister se acercó a un veterano cubierto de cicatrices, que parecía tener unos cuarenta años de edad. Claro que con la terapia de regeneración podía tener veinte años más.

—Éste.

—¡Un paso al frente, Wiszorik! —le ordenó Calvin—. Prepara tu equipo para inspección.

—¡Señor! —Quizá el soldado Wiszorik hubiese sonreído débilmente, pero, si lo hizo, Bannister no se enteró. Se descolgó con facilidad la gran mochila de la espalda y la colocó de pie en tierra. La escuadra de servicio le ayudó a poner en el suelo su trozo de tela de tienda de nailon y Wiszorik vació su mochila, colocando ordenadamente cada artículo de la misma.

Rifle: un New Aberdeen de siete MM, semiautomático, con cargador de diez disparos y bombo de cincuenta, ambos llenos de munición y tan cuidadosamente limpios como el rifle. Una bandolera de cartuchos. Cinco granadas. Cinto de nailon con bayoneta, cantimplora, cuchara y pocillo de acero inoxidable que servían como toda vajilla de un soldado. Capote y poncho, ropa interior de redecilla, capas de vestimenta.

—Podrá darse cuenta de que está equipado para cualquier clima —comentó Falkenberg—. Para un medio ambiente no terráqueo, esperaría que le entregasen equipo especial, pero puede vivir en cualquier mundo habitable con lo que lleva encima.

—Sí. —Bannister lo miraba interesado. La mochila no le había parecido pesada, pero Wiszorik no dejaba de sacar equipo de su interior. Botiquín de primeros auxilios, medicamentos de protección contra la guerra química y equipo para la misma, raciones de campo concentradas, polvos de sopas y bebidas, un pequeño hornillo de campo a gasolina…

—¿Qué es esto? —preguntó Bannister—. ¿La llevan todos los hombres?

—Una para cada manípulo, señor —le contestó Wiszorik.

—Es su parte del equipo comunitario de cinco hombres —explicó Falkenberg—. Un monitor, tres soldados y un recluta componen la unidad básica en esta fuerza, y tratamos de hacer que los manípulos sean autosuficientes.

Más equipo fue saliendo de la mochila. Buena parte del mismo era en aleaciones ligeras o plástico, pero aun así, Bannister se preguntó cuál sería el peso total. Pala, estacas de la tienda, cordelería en nailon, un soplete de corte en miniatura, más equipo de grupo para las reparaciones de urgencia tanto de la maquinaria como de la armadura personal de tejido de Nemourlón, visor nocturno para el rifle, un pequeño tubo de plástico de medio metro de largo y ocho centímetros de diámetro…

—¿Y eso? —preguntó Bannister.

—Es un cohete antiaeronaves —le contestó Falkenberg—. No es efectivo contra los reactores rápidos, pero puede derribar a un helicóptero el noventa y cinco por ciento de las veces. Tiene algo de efectividad también contra los tanques. No nos gusta que los hombres sean demasiado dependientes de las unidades de armas pesadas.

—Ya veo. Sus hombres parecen estar bien equipados, coronel —comentó Bannister—. Esto les debe hacer llevar mucho peso…

—Veintiún kilogramos en un campo de gravedad estándar —le contestó Falkenberg—. Más aquí, mucho menos en Washington. Cada hombre lleva las raciones de una semana, munición para un corto encuentro, y el suficiente equipo para vivir en el campo.

—¿Y qué hay en esa bolsa pequeña que lleva colgada al cinto? —preguntó interesado Bannister.

Falkenberg se alzó de hombros.

—Sus posesiones personales. Probablemente todo lo que tiene. Si quiere examinar eso, tendrá que pedirle permiso al soldado Wiszorik.

—No se preocupe. Muchas gracias, soldado Wiszorik. —Howard Bannister se sacó un gran pañuelo de brillantes colorines de un bolsillo y se secó con él la frente—. De acuerdo, coronel, es usted muy convincente. O, mejor dicho… sus hombres lo son. Vamos a su despacho y hablemos de dinero.

Mientras se iban, el sargento mayor Calvin y el soldado Wiszorik intercambiaron guiños cómplices, mientras el monitor Hartzinger lanzaba un suspiro de alivio. ¡Imagínate que el capitoste visitante hubiera elegido en vez al Recluta Latterby…! ¡Joder, si el chico aquel no podía ni encontrarse el culo con las dos manos!

XIV

La oficina de Falkenberg era un lugar caluroso. La habitación era grande, y un ventilador de techo trataba inútilmente de mover un poco el aire. Todo estaba empapado por el húmedo aire de la jungla de Tanith. A Howard Bannister le pareció ver crecer hongos en el estrecho espacio que había entre un archivador y la pared.

En contraste con la habitación misma, el mobiliario era elaborado. Había sido tallado a mano y era el producto de centenares de horas de trabajo de unos soldados que poca cosa más tenían que darle a su comandante en jefe, como no fuera su tiempo. Habían hecho participar al sargento mayor Calvin en su conspiración, para que convenciese a Falkenberg de salir en una visita de inspección, mientras ellos retiraban su mobiliario funcional y lo reemplazaban por otro, igualmente ligero y útil, pero tallado a mano con escenas de batallas.

El escritorio era grande y estaba totalmente vacío. A un lado una mesa, al alcance de la mano, estaba cubierta de papeles. Al otro lado un cubo estelar de dos metros de lado mostraba las estrellas conocidas con planetas habitados. El equipo de comunicaciones estaba montado en un tablero de finas patas, que también sostenía una botella de whisky. Falkenberg le ofreció un trago a su visitante.

—¿Podría ser algo con hielo?

—Ciertamente. —Falkenberg se volvió hacia el tablero y alzó la voz, hablando con un tono totalmente distinto—: Ordenanza, dos gin tonics con mucho hielo, por favor. ¿Le satisface eso, señor ministro?

—Sí, gracias. —Bannister no estaba acostumbrado a que los aparatos electrónicos fueran tan habituales—. Mire, no necesitamos andarnos con rodeos. Yo necesito soldados y usted tiene que irse de este planeta. Es así de sencillo.

—No tan sencillo —le contestó Falkenberg—. Aún tiene que mencionar el dinero.

Howard se alzó de hombros.

—No tengo mucho. Desgraciadamente, Washington tiene muy pocas exportaciones. Y Franklin nos las ha cortado todas con su bloqueo. Su transporte y salarios nos costarán casi todo lo que tenemos. Pero supongo que esto ya lo sabe… me han dicho que tiene usted acceso a fuentes de la Información de la Flota.

Falkenberg hizo un gesto ambiguo:

—Tengo mis métodos. Naturalmente, están ustedes dispuestos a depositar el importe de nuestro viaje de regreso en Dayan.

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