Los de Dragwena se encontraron con los suyos. En cuanto lo hizo, Larpskendya la envolvió en una mirada aterradora: en sus ojos ella vio un millón de niños de rostros agrios que afilaban sus cuchillos contra una pared de piedra. Chilló y lo señaló.
—¡Mátalo! —ordenó al Manag—. ¡Mata al mago!
Sin vacilar, la enorme sombra se separó de su hombro. Larpskendya se dio la vuelta para salir a su encuentro. Conforme se acercaba, el Manag menguó hasta que se convirtió apenas en un punto de oscuridad que rozaba su pecho sudado. Se encontraron a medio kilómetro por encima del océano y Larpskendya, casi sin necesitar abrir su pico de ave, arrancó al Manag del cielo.
Dragwena se tambaleó de dolor cuando su criatura-hechizo fue devorada.
—¡Os mataré de todos modos! —vociferó lanzándose hacia los sarrenos con el rostro contraído por el miedo y la ira—. Incluso en la derrota, ¡os destruiré!
—¡Formemos un frente! —gritó Trimak, y los sarrenos se apresuraron a colocarse entre los niños y la bruja.
Dragwena se abalanzó contra ellos, sin que la rozara siquiera una sola de sus espadas. Arrancó a Eric de las manos de Raquel y corrió hacia un montículo bajo. Raquel le lanzó encantamientos para herirla, pero Dragwena los combatió y siguió avanzando con Eric por la nieve.
Larpskendya se deslizó sobre el océano. Voló a una tremenda velocidad en dirección hacia la bruja, pero Dragwena apretaba a Eric contra ella: sabía que tenía tiempo para asfixiarlo.
—¡Mira esto! —aulló Dragwena al pájaro plateado—. ¡No puedes salvarlo! ¡
Mataré
a otro niño!
Mientras cerraba el puño sobre el cuello de Eric, este pronunció una palabra.
Dragwena se retorció de dolor. Soltó a Eric y miró hacia atrás. Le salía sangre por la oreja.
—¿Qué es esto? —farfulló—. ¿Un hechizo
roto
? No. Yo… no seré repelida… ¡por un niño! —Dragwena manoteó para recuperarlo, pero Eric se hizo a un lado sin esfuerzo y volvió a la seguridad del abrazo de Raquel.
La bruja no pudo seguirlo. Cayó al suelo retorciéndose y luego, apretando los puños y batallando para recuperar el control, chilló mientras comenzaba a transformarse: su piel de color rojo sangre se llenó de escamas y se convirtió en una serpiente; luego se convirtió en un molusco, en un cuervo, en un lobo, en un monstruo negro que se retorcía: en una criatura horripilante entre cuyos dientes astillados las arañas se apresuraban a escapar. La bruja se fusionó con todas las formas que había asumido alguna vez, cada vez más y más rápido, hasta que las transformaciones eran tan veloces una tras otra que se fundieron en una sola y ya no fue posible reconocer sus gritos.
Sin embargo, Dragwena no estaba acabada. De algún modo, mediante un odio abrumador, logró escapar a la confusión, con las negras garras extendidas.
Raquel aulló y, al oírla, Larpskendya bajó del cielo. Su cabeza barrió el suelo arrancando a la bruja de la tierra.
Todos miraron a Dragwena, un resto que colgaba del enorme pico del mago, y que de algún modo lo mantenía abierto. Allí se quedó sin aliento, temblando por el esfuerzo; le castañeaban los dientes, mientras intentaba reunir todos sus conocimientos en un solo venenoso hechizo mortal. Pero Larpskendya no temía la magia de Dragwena. Poco a poco cerró el pico hasta que los brazos de la bruja se cerraron y sus rodillas quedaron aplastadas contra su pecho inflamado. Al final, Dragwena ya no pudo soportarlo y su columna se quebró. Abrió su mandíbula y profirió un último grito de desesperación.
—¡Hermanas! —chilló—.
¡Vengadme
!
Cuando el pico de Larpskendya se cerró, matando a la bruja, resplandeció en el aire una minúscula luz verde allí donde había estado el cuerpo de Dragwena. Sin que nadie se diera cuenta, la luz voló directamente hacia el cielo, atravesó la atmósfera exterior y se lanzó hacia el espacio. Una vez allí, onduló hacia una estrella distante, hacia un mundo vigilante, lleno de brujas…
Todos en Mawkmound quedaron boquiabiertos mientras Larpskendya permaneció suspendido sobre su cabeza, agitando sus enormes alas en el aire. Eric corrió a través del montículo y saltó para rozarlas. Fue sin embargo a Raquel a quien Larpskendya dirigió la mirada de sus ojos multicolor.
Y, en ese breve instante, el mago le comunicó varias cosas: una disculpa por el sufrimiento que dejó que tuviera lugar, una elección que todos debían hacer y una intensa felicidad, una enorme dicha gozosa por lo que se avecinaba. Al fin, Larpskendya se inclinó junto a Raquel y tocó su rostro. Un sentimiento extraordinario la recorrió de pies a cabeza.
—Un don —dijo—. Un don que no había sido confiado a ningún humano.
Raquel tembló al comprender e intentó encontrar las palabras para agradecerle. Pero, de inmediato, Larpskendya recubrió el don de una tarea y de una advertencia.
Al final, el mago volvió la cabeza, se elevó y se alejó en el occidente.
—Adiós, Larpskendya —dijo Raquel bajando los ojos porque no podía soportar semejante magnificencia tan de cerca.
Reinó el silencio en Mawkmound, mientras todos lo observaban desaparecer poco a poco en la distancia, con la cola moteada de rayos dorados.
Entonces dos inmensas sombras bloquearon toda la luz solar.
—¡Cuidado! —gritó Trimak.
Mientras los niños y los sarrenos miraban partir a Larpskendya, los océanos de Itrea habían seguido avanzando hacia ellos. De pronto, como si fuera el fin del mundo, las poderosas olas llegaban para estrellarse contra Mawkmound. No hubo tiempo para protegerse ni sitio hacia donde correr o en el cual esconderse. Sin embargo, en lugar de estrellarse contra ellos, los océanos se detuvieron justo en el borde del montículo y arrojaron algo con mayor suavidad que la nieve al caer.
Morpet se quedó boquiabierto mientras un guardia neutrano se deslizaba desde las aguas para caer a sus pies. El hombre se levantó con una amplia sonrisa.
—¡Soy… libre! —gritó frotándose la cabeza. Inclinándose en varias direcciones, anunció su nombre a cada uno de los presentes.
—¿Libre? —rieron los sarrenos—. Has llegado un poco tarde para la lucha, ¡eso sin duda! —ayudaron al recién llegado a salir del agua—. ¿De dónde vienes, por cierto?
Pero antes de que pudiera contestar, otro pasajero de las olas fue arrojado sin ceremonia alguna en el montículo.
—¡Muranta! —jadeó Trimak mientras ayudaba a su mujer a levantarse—. ¿Cómo has logrado llegar aquí?
—¿Y cómo voy a saberlo? —replicó irritada—. Estaba en mi casa preocupada
por ti
y de pronto fui levantada por esta… esta enorme ola —dirigió el brazo hacia atrás— y ahora estoy en… ¡Cómo quiera que se llame este sitio congelado! —se sacudió el agua del vestido.
Hubo poco tiempo para detenerse en esto porque un torpe Leifrim emergió de las olas. Una oleada lo depositó cerca de los pies de Fenagel y su hija se inclinó para besarlo.
—¡Esto no es posible! —dijo Morpet—. No es posible. Es…
—¡Es verdad! —gritó Raquel con los ojos llenos de lágrimas de alegría—. ¡Mirad!
Y todo ocurrió de golpe. Toda clase de criaturas, animales y humanos cayeron de las olas con tanta rapidez que nadie pudo captarlo. Llegaron sarrenos, niños y adultos, de toda Itrea, y dando tumbos, a su lado, había neutranos, multitud de ellos con la expresión llena de sorpresa. Llegaron por oleadas desde cualquier sitio en que habían vivido sarrenos o neutranos, y las aguas los depositaban en Mawkmound.
También llegaron manadas completas de lobos con Scorpa a la cabeza, sus flancos de hermoso gris cubiertos de sal. La superficie acuática arrastró también prapsis que revoloteaban y proferían sus tonterías usuales.
Siguieron llegando y no paraban de hacerlo. Cientos de miles surgieron de las olas hasta que Mawkmound se convirtió en un hervidero de criaturas que en el pasado se habían sometido a la voluntad de Dragwena. Ronocoden llegó acompañado de sus orgullosas compañeras águilas, batiendo las alas empapadas y cantando de alegría después de un silencio que había durado siglos. Y llegaron criaturas extraordinarias que nadie conocía, criaturas que habían vivido y crecido bajo las nieves de Itrea, olvidadas en la oscuridad durante innumerables años. Serpenteaban, reptaban y se deslizaban una sobre otra, mostrando los dientes, protegiendo sus ojos sensibles de un sol que nunca antes habían visto.
Al cabo de un rato dejaron de llegar más criaturas, y las aguas se replegaron un poco abriendo espacio para que todos se esparcieran.
¡Y cómo se esparcieron!
Los lobos aullaban y saltaban sobre el nuevo pasto húmedo que se extendía a sus pies desde quién sabe dónde. Los niños jugaban con los lobos y los perseguían en círculos para tocarles el pelo, aunque no lograban alcanzarlos. En cambio, las águilas los dejaron que montaran sobre sus espaldas para llevarlos en vuelos cortos y molestar a los prapsis al pasar.
Los sarrenos y los neutranos, por alguna razón sobre la que no tenían el menor control, comenzaron a bailar y a cantar juntos. Sus voces se unían en clamor al canto de las aves en el aire, hasta que el ruido de gritos, risas, aullidos y silbidos se hizo tan estruendoso que la tierra se estremeció y reflejó esa enorme felicidad.
Morpet caminó al lado de Raquel y de Eric y pronunció con melancolía las palabras:
«Niña morena será
a los enemigos liberará
en armonía cantarán
al amanecer, del dormido mar
surgiré».
Raquel lo miró a los ojos con ternura:
«Para el regocijo infantil contemplar
».
Y tenía razón porque, mientras los sarrenos, las águilas, los lobos y otras criaturas saltaban, brincaban y bailaban, todos se transformaron poco a poco hasta convertirse en niños, cachorros y polluelos. Los prapsis perdieron su rostro de bebé y volvieron a ser crías de cuervo que llamaban a sus madres con sus picos rojos. Morpet se convirtió en un niño de cabello color arena con brillantes ojos azules y Trimak sonrió con sus mejillas regordetas con hoyuelos.
—Bueno —dijo Eric sacudiendo la cabeza y sin mirar a nadie en particular—. ¡Vaya lío!
—¡Exacto! —rió Trimak.
—Pero ¿qué va a ocurrir ahora? —preguntó Morpet—. Todos hemos vuelto a ser niños. ¿Qué vamos a hacer?
Con estas palabras, como si hubiera iniciado un encantamiento, que era lo que estaba ocurriendo sin saberlo, todas las criaturas de Itrea guardaron silencio y miraron a Raquel.
Ella trazó una figura en el aire. Apareció una puerta que conducía de vuelta al sótano de gruesas paredes de piedra.
—¿Cuál será nuestro hogar? —dijo—. ¿Itrea o la Tierra? Larpskendya nos ha dado, a cada uno, la posibilidad de elegir.
¿Elegir? Las criaturas de Itrea se miraron atónitas unas a otras. Habían estado sometidos a la bruja durante tanto tiempo que ahora no sabían cómo reaccionar. ¿Y cómo elegir? Para casi todos los niños, la Tierra no era sino solo un nebuloso recuerdo, y los animales no la habían ni conocido; para ellos, Itrea
era
su casa.
Los cachorros se sentaron sobre sus colas y ladraron confusos. Los polluelos se acurrucaban piando con incertidumbre y las extrañas criaturas de Itrea farfullaron cada una en su propia lengua preguntándose qué hacer. Al fin, todos los animales les pidieron consejo a los niños, pero los antiguos sarrenos y neutranos también estaban desconcertados. Raquel y Eric miraron cómo miles de niños y niñas comenzaron a hacerse preguntas entre sí con impaciencia, en un intento por recordar su vida en la Tierra y a la familia y amigos con quienes alguna vez habían compartido su vida.
Y lenta y dolorosamente,
todos
comenzaron a recordar.
—Ay, Raquel —dijo Eric—. Mira. Están… llorando.
Empezaron unos cuantos sollozos ahogados, pero pronto grupos enteros estaban llorando desconsolados. Se arrastraban por el montículo o caían de rodillas, cada niño hundido en su propia pena, según las imágenes, las palabras y los sentimientos volvían a su mente con inquietud: padres, hermanos y hermanas muertos hacía mucho tiempo, amigos que nunca volverían a ver o a tocar.
Un joven Leifrim, con pelo negro, arrugó la cara.
—Mi madre —dijo—. Recuerdo cuando me abrazaba pero… —miró a todos lados, avergonzado, con la esperanza de que alguien le ayudara—. ¿Cómo se llamaba? No puedo…
Fenagel
abrazó a
su padre. Ella había nacido en Itrea. A lo largo de toda su vida no había conocido sino esas nieves oscuras. Muchos no tenían seres queridos que los consolaran, porque la bruja había permitido este honor solo a unos cuantos sirvientes cercanos. En minutos, todos los niños en Mawkmound estaban absortos en sus llantos o abrazando a los seres amados que encontraban a su paso, invadidos por un abrumador sentido de pérdida.
—No —rogó Eric—. Raquel, detenlos por favor. Usa un encantamiento. No podemos terminar de esta manera. Seguramente Larpskendya no quería que terminara así.
—Espera —dijo ella, también con los ojos cuajados de lágrimas—. Larpskendya me dijo que esto podía ocurrir. No solo sufren por sus familias muertas, Eric. Es por lo que la bruja les hizo, por todos estos siglos de pesadumbre —sonrió en medio de las lágrimas—. Lo que ocurrirá después será asombroso.
La angustia de los niños se prolongó.
Se prolongó por más tiempo del que necesitaron los océanos de Itrea para arrojarlos a todos a Mawkmound. Se prolongó hasta que el último niño tuvo todavía alguna fuerza para llorar. Entonces, el llanto terminó y Mawkmound quedó en silencio, un silencio tan profundo que incluso los polluelos de prapsis parecían darse cuenta de que no debían parlotear. Cerraron sus alas regordetas sobre el pico y esperaron.