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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (71 page)

BOOK: El mal
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—Cuando supe que, para mantenerme así, debía alimentarme de sangre caliente, me negué. Me sentí estafada. Solo había una manera de conseguirla en cantidad suficiente, y yo no estaba dispuesta a pasar por eso. Pero a las pocas horas empecé a pudrirme y... sabía lo que me esperaba luego. No tuve elección. Quería causar el menor daño posible... busqué a alguien que estuviera solo, que no tuviera familia... por eso elegí al vagabundo...

A Mathieu se le estaba revolviendo el estómago. Le parecía inconcebible que una chica de apariencia tan delicada, tan armoniosa, pudiera haberse visto implicada en aquellas monstruosas barbaridades. Su mente no era capaz de asimilar el grado de desesperación que puede sentir alguien cuyo amor se enfrenta a la inasequible barrera de la muerte.

Lo racional no tenía cabida entre los sentimientos, se asfixiaba bajo su absorbente densidad.

Beatrice prosiguió.

—Mi segunda víctima fue consecuencia de la mala suerte. Inmersa en este mundo, yo había ido dando largas a mi necesidad de sangre caliente, no quería pensar en ello. Pero se acababa el día, mi cuerpo se iba estropeando y yo necesitaba una nueva... dosis.

A Jules le vino a la mente la palabra «ración». Su propia ausencia de escrúpulos al oír aquello —fruto de la proximidad de la medianoche— le escandalizó.

—Al principio, el cuerpo pide mucho, pero sabía que después apenas tendría que conseguir sangre para mantenerme. Yo buscaba a otro vagabundo, por eso me iba metiendo en sitios abandonados o vacíos... entonces lo vi a él... no quería hacerlo, pero...

—Ahórrate los detalles —Michelle no logró suavizar la severidad de su tono. No estaba dispuesta a olvidar todo lo que representaba esa chica que ahora ofrecía un aspecto tan vulnerable.

En aquel momento fue Jules quien intervino.

—¿Y lo mío? ¿Y la sangre con la que desperté? ¿Y la medalla de Bertrand?

Beatrice se llevó las manos a la cara. La vergüenza ante lo que había estado haciendo se iba revelando más patente, más torturante.

—Yo sabía que mis crímenes se acabarían descubriendo, era una simple cuestión de tiempo. Mi condición de muerta me permite aquí determinadas capacidades y percepciones; por eso me costó poco vigilaros, aproximarme a Pascal, acceder esta noche a la azotea. Supe desde el principio que Jules estaba contaminado. Por eso se me ocurrió que...

—¿Qué? —interpeló Michelle con dureza—. Dilo.

El espíritu errante se sumió en un abatimiento todavía más profundo, pero sus palabras continuaron, quebradizas.

—Debía buscar a alguien a quien pudiera cargar con los asesinatos si la policía se acercaba demasiado. Un chivo expiatorio.

Beatrice logró reunir la valentía suficiente como para alzar el rostro y mirar a Jules.

—Lo... lo siento —se disculpó—, no sabía lo que hacía. No era yo. No era yo.

Los ojos extraviados de la chica se perdieron enfocando hacia la noche que se abría ante ellos, de repente gélida, hostil. Jules se había negado a devolverle la mirada, inmerso en el implacable odio que empezaba a generarse dentro de él. Solo alcanzaba a pensar en el inhumano padecimiento que ella le había infligido al involucrarle en sus perversos planes.

—Yo suponía que la fase de transformación por la que atravesaba Jules, al haber sufrido una mordedura muy superficial, aún no le exigía nutrirse de sangre. Pero sus vacíos de letargo me ofrecían la posibilidad de engañarle, de conseguir que creyese que él era el verdadero responsable de esas muertes. Los síntomas del proceso vampírico me ayudarían. Por eso me metí en su habitación la primera noche y le obligué a beber sangre.

Durante esas horas de vigilia maléfica, Jules es tan maleable como un bebé. La segunda noche le dejé en la mesilla la medalla de Bertrand; era el detalle perfecto para anular cualquier duda que él todavía pudiera conservar.

—Pero entonces —estalló Jules, sin lograr contenerse—, si tan útil te soy, ¿por qué me estabas convenciendo para que me suicidara?

Beatrice no quiso responder al principio. Conforme su confesión avanzaba, el bochorno ante lo bajo que había sido capaz de caer se hacía más insoportable. Al verse obligada a admitir todos aquellos hechos —algo que no había tenido el coraje de decirse a sí misma hasta ese momento—, en el fondo se enfrentaba a su propio juicio, mucho más cruel que el de ellos.

El espíritu errante acababa de despertar a su desolación.

—Me habías visto con Pascal —terminó reconociendo, en voz muy baja—. Eso podía arruinarlo todo.

—Dios... —Jules no daba crédito—. Esta noche has venido para... silenciarme.

El espíritu errante quería explicarle que, una vez que te precipitas por el abismo de tu perdición, la única forma de avanzar es degradándote todavía más. Pero no tuvo fuerzas.

Michelle había dejado de atender. Aquella última información había constituido para ella una auténtica puñalada. Así que Pascal y ella se habían estado viendo...

CAPITULO 52

Cuando Marcel y Daphne alcanzaron el vestíbulo, se encontraron con que Verger ya había accedido a aquella zona del palacio destrozando la última puerta que comunicaba con el exterior. Ahora el hechicero aguardaba junto a ella, utilizando a la detective Betancourt como escudo humano. Verger percibía allí dentro presencias que lo vigilaban desde las sombras y, prudente, había preferido esperar a que el Guardián acudiese a la llamada.

Laville comprobó que el hechicero se había deshecho de sus ropas convencionales, bajo las que había ocultado una túnica negra con símbolos satánicos bordados en seda roja. Ese gesto hizo entender al Guardián que el médium pretendía un enfrentamiento directo. Era comprensible: llegados a aquel punto, no tenía sentido que nadie escondiese su identidad. Las cartas estaban sobre la mesa, y de lo que se trataba en aquel momento era de vencer.

De sobrevivir.

Y el tiempo apremiaba.

El forense observó con preocupación el semblante medio hipnotizado de su amiga. Aquel previsible encuentro había comenzado de un modo más complejo que el que cabía concebir. ¿Cómo habría conseguido el hechicero atrapar a la detective?

—No estamos todos —observó Verger al percatarse de la llegada del Guardián y de la vidente, en un tono irónico—. Sin el Viajero no puede empezar la fiesta.

El hechicero no se movía de su sitio; mientras los otros dos se aproximaban por los flancos, sus pupilas penetrantes no los perdían de vista.

—Pascal no ha venido todavía —mintió Daphne—. Tu impaciencia te traiciona, André.

El hechicero esbozó una sonrisa retorcida.

—Vamos, Daphne. Tendrás que esforzarte más si pretendes que me crea una mentira tuya.

El Guardián y la vidente se detuvieron a unos metros del médium.

Entre ellos se imponía la precaria calma que precede al estallido de la tormenta, una serenidad postiza que permitía incluso escuchar el zumbido del silencio. En realidad, los dos aliados de la Puerta estaban midiendo la fuerza de su oponente.

París quedaba lejos. La ciudad que se abría tras los muros del edificio había pasado a convertirse en una zona inalcanzable, separada de ellos por el abismo que Verger había generado al alterar la paz del lugar con sus propósitos maléficos.

Ya nadie podría salir de allí hasta que el desafío hubiese concluido.

—¿Dónde está el Viajero? —repitió Verger, erguido, afilando cada palabra con su voz venenosa.

En aquel instante, una sombra surgió de un lateral e intentó alcanzar al hechicero. Este intuyó de reojo la maniobra y, con un solo gesto, envió aquel cuerpo a varios metros de distancia, estrellándolo contra un pilar de piedra. El servidor del Guardián quedó tendido en el suelo, inmóvil.

«No hay que subestimar el poder mental de André», pensó Daphne.

El Guardián reaccionó de inmediato, describiendo en el aire con sus brazos un gesto de contención. No quería más bajas entre sus hombres.

—Dónde está el Viajero —repitió Verger, cada vez más agresivo.

—Primero deja libre a la detective Betancourt —exigió Marcel, sosteniendo la mirada aviesa del hechicero—. Esta no es su batalla.

Verger persistió en su gesto hostil, calculando el próximo movimiento. Al final debió de decidir que, una vez logrado el acceso al palacio, su rehén solo suponía un incordio, y de un empujón la tiró al suelo. Marguerite cayó pesadamente, sin recuperar ni siquiera entonces la consciencia.

—¡Bah, quédatela! —añadió el hechicero con desprecio—. Pero dame a Pascal Rivas.

Marcel, por toda respuesta, exhibió su magnífica espada japonesa, alzándola en actitud desafiante.

Verger volvía a sonreír, sin perder de vista tampoco a la Vieja Daphne, que no despegaba sus ojos de él, atenta para una intervención inmediata.

—Aún puedes salvar la Puerta —advirtió el médium al Guardián, en un susurro—. Ya te dije que solo me interesa el Viajero. Si no os inmiscuís, si dejáis que lo lleve conmigo, conservaréis el umbral sagrado. De lo contrario... —sus ojos adquirieron ahora un brillo implacable— destrozaré la Puerta Oscura, y a vosotros con ella. Elegid vuestro destino.

Aunque aquella oferta hubiera sido real, ni la vidente ni Marcel habrían sido capaces de sacrificar a Pascal. Pero es que además ambos eran conscientes de que Verger jamás cumpliría su palabra. Con Marc moviéndose en el mundo de los vivos sin ceñirse a los límites del tiempo, la Puerta Oscura solo representaría la amenaza de que, cada cien años, un nuevo Viajero pudiera surgir para arrebatarle su injusta existencia.

No. Lo primero que haría el ente demoníaco cuando lograse acceder al mundo de los vivos de forma corpórea, sería destruir la Puerta Oscura y exterminar a todos los vinculados a ella.

—La suerte está echada —sentenció Marcel, lanzándose contra Verger mientras blandía su espada—. ¡No conocerás el advenimiento del Mal en esta tierra, hechicero!

Verger reaccionó rápido. Mientras se apartaba con agilidad de la trayectoria del Guardián, extrajo de su túnica una especie de cetro, una larga vara de madera oscura que terminaba en una calavera tallada.

—¡Que no te toque con ella! —advirtió Daphne, reconociendo en aquel instrumento un arma venenosa.

Para entonces, Verger ya había frenado con su vara dos golpes de Marcel, exhibiendo una sorprendente fuerza, mientras que de su arma saltaban chispas al contacto con el filo de plata.

Verger apretó los labios sin separar la mirada de su adversario, y la vidente adivinó que iba a utilizar contra él su potencia mental.

—¡No lo harás! —gritó al tiempo que alzaba los brazos y se adelantaba hacia ellos, obligándole a desviar la mirada—. ¡Atrás!

Ella sí había logrado crear un flujo único de pensamiento, un torrente de energía mental que proyectó hacia Verger hasta conseguir empujarlo con fuerza contra una pared.

El hechicero perdió el equilibro. El impacto le hizo crujir los huesos, pero, aunque tambaleante, se mantuvo en pie. Consiguió esquivar el siguiente asalto del Guardián, que había dirigido la hoja de la espada a la altura de su estómago, y retrocedió para quedar fuera del alcance de la mortífera katana. A continuación, giró la cabeza hacia Daphne, clavándole unas pupilas que destilaban odio.

La vidente supo que la estaba atacando; sin embargo, no tuvo tiempo de prepararse y recibió de lleno la andanada que le dirigía el hechicero. El aire se estrechó alrededor de ella, la vidente notó la asfixiante sensación de que la atmósfera que la rodeaba se plastificaba, la envolvía por completo impidiendo que el aire entrara en sus pulmones. Cayó de rodillas, boqueando e incapaz siquiera de llevarse las manos al cuello, inmovilizadas junto a su cuerpo por aquel ambiente repentinamente solidificado.

* * *

De improviso, Beatrice alzó la cabeza de un respingo, como si se pusiera en guardia ante algo o hubiese captado en el aire de la noche un rastro subyugante, magnético.

—La Puerta Oscura está en peligro —anunció poniéndose de pie, con la inquietud de un sabueso que intuye la caza.

A ella le había entrado el pánico al caer en la cuenta de que, si el sagrado umbral era destruido, el Viajero podía quedarse para siempre en el Más Allá, en caso de que ya hubiese partido hacia la otra dimensión. Se negó a concebir que el destino pudiera reservarles una burla semejante.

—Pascal iba a iniciar su Viaje cuando nos hemos ido —señaló Mathieu, preocupado.

Jules se encogió de hombros, sin poder opinar. Todavía procuraba procesar todo lo que el espíritu errante había dicho, en medio del entumecimiento que iba adueñándose de su cuerpo, preparándolo para su letargo nocturno. Al menos, el verse libre de las muertes había supuesto para él un enorme alivio, así como constatar el hecho de que sus horas de amnesia no ocultaban movimientos arriesgados. Si bien continuaba sometido a la pesadilla de su progresivo vampirismo, al menos aquellas novedades le otorgaban un respiro.

Para bien o para mal, las turbulentas apariciones de esa noche le ofrecían un margen añadido de vida.

—Verger ha llegado hasta allí —dedujo Michelle entonces ante la ansiedad que continuaba mostrando Beatrice, que hundía la cara entre las manos—. Tiene que ser eso. ¿Por qué todo ocurre al mismo tiempo? Pascal nos necesita...

Mathieu asintió ante la hipótesis de su amiga, mientras le volvía a la memoria la frustrada actuación de los cazarrecompensas que habían acechado a Pascal.

—Tiene sentido, Michelle. Si lo que quiere ese hechicero es conseguir al Viajero antes de que pueda enfrentarse a Marc, ha tenido que acudir en persona hasta el palacio. No le dejará irse.

Cómo habría logrado localizar el emplazamiento de la Puerta Oscura sí era una incógnita, pero en aquellos instantes eso no importó a nadie.

—¿Verger? —se atrevió a preguntar entonces Beatrice—. ¿Quién es Verger?

—Un médium que sirve a ese ente —explicó Jules—. Que prepara su llegada, ¿no?

Los otros asintieron.

—Es poderoso —murmuró Michelle—. Y un asesino sin escrúpulos.

La imagen de Dominique atropellado se dibujó en las mentes de todos, incorporando un ingrediente de rabia en aquella trepidante velada de sorpresas y amenazas.

Curiosamente, esa información que iban vertiendo entre unos y otros había logrado devolver al rostro del espíritu errante un resquicio de serenidad. Sus ojos grandes volvían a mirar con determinación, dignos.

—Debéis dejarme marchar —advirtió erguida—. Creo que puedo reparar parte del daño que he causado. Es el momento de pagar.

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