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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (66 page)

BOOK: El mal
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—¿Quieres que nos quedemos, hijo? No tienes más que decirlo...

Pascal rechazó aquella sugerencia.

—No, gracias. Idos tranquilos, he quedado dentro de un rato con los demás, no voy a estar aquí solo. Iremos al hospital —mintió—. A ver cómo evoluciona Dominique.

Que dramático quedaba emplear la misma terminología de los médicos. Casi sonaba como la voz hueca utilizada por los presentadores de informativos en la televisión, tal vez un recurso concebido con ánimo de ganar distancia con respecto a las tragedias de las que hablaban.

—Ojalá tenga suerte —deseó Fernando Rivas—. En estas cosas nunca se sabe, y el hecho de ser joven siempre es un punto a favor.

—Ojalá —comentaba la madre, impresionada—, porque se lo merece. Primero esa enfermedad que le impide andar, y ahora...

Pascal sentía su interior burbujear de sentimientos encontrados. Por un lado necesitaba que se fueran, que lo dejaran allí en completo silencio; pero, al mismo tiempo, ansiaba su compañía, su contacto. Su voz familiar.

Se levantó y los abrazó. Sobraban más comentarios.

—Nos quedamos con nuestro chico —decidió la mujer, en un repentino arranque maternal—. Podemos quedar con los Monteuil cualquier otro domingo.

Pascal se negó categóricamente.

—No hace falta, de verdad. Gracias, pero me voy a ir enseguida...

—Te acompañaremos al hospital —insistió una vez Fernando Rivas.

—No, de verdad, no hace falta.

Los miró unos instantes.

—Os quiero mucho, ya lo sabéis.

La madre suspiró, emocionada, antes de contestar:

—Nosotros a ti también, cariño.

Fernando asentía de nuevo, apretándole un hombro.

Los padres de Pascal achacaron aquel arrebato sentimental de su hijo, de natural mucho menos efusivo, al terrible accidente que acababa de sufrir su mejor amigo. Pero se equivocaban. Pascal se estaba preparando ya para su propia aventura. Quizá él y Dominique se disponían a compartir aquella noche, por primera vez, el viaje más remoto: ambos enfilaban hacia el mundo de la muerte.

Pero Pascal era el único que contaba con billete de vuelta.

* * *

Marguerite, antes de abandonar la escena del crimen, quiso echar una última ojeada por el interior del edificio donde había sido asesinado aquel chico, Bertrand Lagarde. Tan joven... Una lástima. En otras circunstancias, la detective se habría limitado a culpar a las malas compañías de un final así de sórdido: solo, de noche, degollado en el interior de un edificio vacío, cerrado. Muerto en medio de la oscuridad, entre andamios, tablones y vigas. Se hacía difícil concebir unas condiciones más desoladoras para los últimos instantes de una persona, dolorosos pormenores que sería complicado ocultar a los padres.

Sobre todo si se lograba detener al autor y había juicio.

«El azar ha jugado con este joven», pensó ella con cierta amargura, teniendo en cuenta todas las personas que en las últimas horas del día anterior habían pasado por el edificio: la mujer desconocida, el asesino suicida, ella misma, que ahora pisaba aquellas tablas provisionales. O eso, o su asesino era el tipo más afortunado del mundo.

«Las malas compañías», se repitió Marguerite, escrutando cada rincón de aquella casa. No. Descartó muy pronto esa hipótesis. Los detalles tan escabrosos de su muerte, coincidentes con los del asesinato del vagabundo en el parque Des Buttes Chaumont, impedían sacar conclusiones tan precipitadas.

Algo oscuro se ocultaba en aquellas muertes violentas. Algo que no tenía nada que ver con el conflictivo estilo de vida del muchacho.

Marguerite paseó por la planta donde el crimen se había llevado a cabo, cavilando. Junto a la escalera, unas manchas oscuras marcadas con tiza señalaban el lugar exacto de la agresión. El cadáver había sido retirado. En realidad, todo allí empezaba a resultarle familiar a la detective, en el peor de los sentidos. El hecho de haber estado en ese lugar horas antes de que el joven Lagarde cometiera el error de su vida al decidir pernoctar entre aquellas paredes le escocía, como si el hecho de no haber podido anticiparse fuera algo digno de recriminación.

Se encogió de hombros, resignada. A la policía se le podían exigir muchas cosas, pero no que adivinara lo que iba a ocurrir. Afilando su propio sarcasmo, se atrevió a llegar más lejos:

«Quizá Marcel sí contaba con los recursos necesarios para una labor preventiva tan sumamente útil».

No obstante, y tal como había previsto antes de llamarlo para comunicarle las turbias novedades, el enigmático doctor no había podido acercarse hasta allí.

Marguerite decidió que ya era hora de retornar a su labor de espionaje «amistoso». Antes de cruzar los umbrales de la construcción, se giró y dedicó una última mirada a aquel interior sombrío, planteándose un único interrogante.

¿Qué había hecho el asesino con la sangre de su víctima? El cuerpo había sido vaciado de ella, y las manchas en el suelo eran insuficientes para justificar una pérdida semejante. Las mismas particularidades que había presentado el caso del vagabundo. ¿Qué hacía el asesino con la sangre de sus víctimas?

* * *

André Verger farfullaba de indignación, de pie a la entrada de una propiedad localizada a las afueras de París, mientras comprobaba la traicionera rapidez con la que iba transcurriendo el tiempo. Los múltiples preparativos para el sacrificio del Viajero habían exigido más dedicación de lo que suponía —no en vano se trataba de una de las más complejas y arriesgadas liturgias que podían llevarse a cabo en el mundo de los vivos—, y ahora todavía tenía que encargarse del vehículo con el que su chófer había atropellado a Dominique Herault. Había que eliminar todas las huellas de su implicación. Aún recordaba con inquietud la imprevista visita de aquella enorme mujer, la detective Betancourt. No, la policía no era tan incompetente como él suponía. Tenía que ser muy meticuloso.

En principio, gracias a la idoneidad del lugar y al momento de poco tránsito en el que se había producido el presunto accidente —y a su propia rapidez, apenas unos segundos destinados a segar quince años de vida—, era muy improbable que hubiese algún testigo capaz de identificar la matrícula de su Mercedes Benz. Y más valía que continuase siendo así, pues, en caso contrario, el hechicero disponía de muchos recursos para acallar comportamientos cívicos de colaboración ciudadana.

Nadie lograría malograr sus planes. Nadie.

Ahora lo prioritario era dejar el coche en un taller ilegal donde pudieran reparar la carrocería abollada y pintarlo por completo. No debía quedar ni una muesca, ni un resto, ni una raya.

Volvió a posar la mirada en la esfera de su reloj, tenso. En realidad no tenía ni idea de cuándo tenía previsto el Viajero atravesar la Puerta Oscura. Tal vez ni siquiera fuese ese mismo día. Pero aquella incertidumbre crispaba sus nervios.

Si se le adelantaba...

CAPITULO 49

A pesar del cúmulo de complicaciones, todos habían acudido ya a la cita, y llevaban un buen rato intercambiando testimonios, acomodados en el vestíbulo del palacio. La crítica situación de Dominique monopolizaba cada palabra, incluso había eclipsado la revelación del vínculo de Verger con Marc.

No obstante, el grupo al completo se daba cuenta de que no podía dejarse avasallar por los acontecimientos, por muy intensos que estos se estuviesen desarrollando ante ellos. La misión de Pascal se anteponía a cualquier otra prioridad, por duro que resultase manifestarlo así.

«Las cosas claras antes de iniciar el próximo viaje de Pascal», había afirmado Daphne, muy seria.

Si Dominique se encontraba en esos momentos luchando por su vida, ellos tenían la responsabilidad de hacer que su lucha mereciese la pena.

—¿De qué le servirá a Dominique despertar de su coma, si lo que va a encontrar a su vuelta es una ciudad dominada por un ente maligno? —planteó el forense—. Ahora más que nunca hemos de ser tan fuertes como lo está siendo vuestro amigo. Se trata, en definitiva, de defender nuestra realidad.

Todos estaban de acuerdo con las palabras del forense. Por eso no habían faltado a la cita... salvo Jules.

—Ya sabéis cómo se encuentra —justificó Michelle, con una visible preocupación que los demás, en menor medida, empezaban a compartir—. Va a peor cada día. Apenas sale de casa, acudir al hospital a ver a Dominique ha sido para él todo un sacrificio...

Daphne asintió. Había tantos frentes abiertos...

—En cuanto hayamos resuelto la amenaza de Marc, nos ocuparemos de él —se comprometió.

—Por supuesto —apoyó el forense—. Si hace falta, acudiremos a los mejores médicos de Francia. Pero se recuperará, como estáis haciendo los demás.

Todos quisieron confiar en sus palabras. El empeoramiento del chico se había ido produciendo de forma tan gradual durante los últimos meses que solo ahora que empezaba a faltar a sus compromisos, el resto de los conocedores del secreto de la Puerta Oscura adquirían conciencia de la auténtica gravedad de su estado. Y es que poco a poco se habían ido acostumbrando a su semblante taciturno, a sus maneras cansinas. En aquel instante recuperaban, sin embargo, la convicción de que Jules no había sido siempre así.

—La información es poder —prosiguió Marcel Laville, suspirando—. Por eso debéis estar al corriente de todo.

El forense se disponía a contarles ahora lo del hallazgo de los cadáveres desangrados, pero antes decidió afrontar las consecuencias prácticas del presunto accidente sufrido por Dominique.

—Gracias a vuestro amigo conocemos la ubicación de la tumba de Marc Vicent —exhibía en sus manos el plano que le había entregado Pascal—, algo que puede resultar de mucha utilidad para el Viajero. Ha sido un valiente. Esta mañana, Dominique ha acudido al cementerio de Montmartre a localizar el punto exacto donde se encuentra la sepultura, y por lo visto lo ha conseguido antes de que... —se interrumpió, calibrando el efecto que sus palabras podían producir entre los presentes—. Tal vez esa iniciativa es lo que le ha llevado al hospital.

A nadie se le escapó el verdadero sentido de aquella conjetura. El atropello podía no haber sido un accidente.

—¿Verger? —murmuró Michelle, apretando los labios de pura indignación.

—No podemos afirmarlo —reconoció Daphne—. Pero es una alternativa que hay que barajar. A lo mejor es una simple casualidad, pero...

Pascal, con la mirada hundida, agarraba el contorno de su silla sin hacer comentarios, pero el tono blanquecino de sus nudillos delataba la rabia con la que se contenía. La mera posibilidad de aquel planteamiento bastaba para enfurecerle.

—Lamento tener que centrarme en las cuestiones prácticas de lo sucedido —se disculpó el Guardián, poco después—, aunque suene duro. Pero la situación no nos deja otra opción. No hay margen para estar acompañando a vuestro amigo en el hospital, y debemos valorar las consecuencias de su ausencia entre nosotros, y cómo esta afecta al viaje de Pascal.

—Pero ya tenemos el plano, ¿no? —observó Mathieu.

—Esta mañana, Dominique se puso en contacto conmigo —explicó Marcel—. Y aunque por desgracia no me concretó lo que se disponía a hacer, sí me adelantó que había conseguido más información útil navegando por internet...

—Que se ha quedado en su ordenador —concluyó el chico—. Vaya.

—A lo mejor descubrió algo que le hizo pensar en otro posible lugar donde Marc pudiese ocultarse en el nivel de los hogareños —dedujo Edouard—, aparte de su propia tumba.

—Eso tiene solución —Michelle hacía aquella sorprendente declaración mientras alcanzaba la mochila con la que había acudido al palacio—. Aquí tenéis su portátil.

En efecto, tras abrir la bolsa, extrajo de su interior el ordenador Sony Vaio de Dominique, dejando a todos pasmados con su inesperada capacidad de anticipación. Si el chico había estado navegando desde su casa, sin duda en aquel equipo hallarían el rastro de sus búsquedas más recientes.

—Pero... —Pascal reaccionaba ahora, alzando la vista—. Cómo se te ha ocurrido...

—Yo también me puse a pensar en esta reunión sin Dominique —le cortó con suavidad—. Y ya lo conocéis: su equipo informático es como una parte más de su cuerpo. De su cerebro.

Su voz se quebró al llegar a aquel punto y a sus ojos asomaron unas lágrimas que no pudo contener. Todos aguardaron en silencio a que se repusiera.

—¿Y cómo lo has podido conseguir? —Mathieu tampoco salía de su asombro, y así lo manifestó cuando vio que su amiga recobraba la entereza—. Hace horas que no habrá nadie en su casa.

Michelle alzó una de sus manos. Entre los dedos colgaba un aro con varias llaves enganchadas que tintinearon al entrechocar. Las llaves del domicilio de Dominique.

—Pascal no iba a ser el único en llevarse un «recuerdo» de las pertenencias de Dominique hasta que despierte —explicó en alusión al plano del cementerio—. Y, desde luego, su esfuerzo no va a ser inútil. Ni hablar.

Su tono había vuelto a situarse en un nivel de firmeza sin grietas. Sonaba consistente, tenaz. La compacta melodía de la determinación.

Todos la contemplaron admirados, especialmente Pascal, que asistía anonadado al resurgir de aquella chica fuerte, a su brillo en medio de la crisis. Ante las dificultades, ella se crecía, y su belleza se multiplicaba a los ojos del Viajero. Su belleza y su magnetismo.

Michelle había pensado que, ya que ella no podía acompañar a Pascal en aquel nuevo reto —y hubiera dado lo que fuese por poder hacerlo—, necesitaba serle útil de alguna manera. Semejante inquietud mantenía su mente extraordinariamente despierta.

—Pásamelo —Mathieu tendió los brazos hacia el ordenador—. Si no borró nada del historial o guardó algún archivo, podemos averiguar qué descubrió esta mañana.

Michelle obedeció y le ofreció el portátil. Mathieu se apresuró a encenderlo. Con el sonido de fondo de los zumbidos amortiguados que emitía aquel equipo, los demás reanudaron la conversación sobre otras cuestiones importantes de cara al viaje de Pascal.

—La prudencia es clave —insistía Daphne—. Recuerda, Pascal, que no te vas a mover en tu medio. No cometas temeridades, sé muy cauto. De cada uno de tus pasos depende nuestro destino.

El Viajero prefirió no pensar en ello; atenuar la trascendencia de su misión le ayudaba a reducir sus propios titubeos.

—No se trata de ser un héroe —añadía el forense, palmeándole la espalda—, sino de volver con vida y habiendo cumplido la misión.

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