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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (47 page)

BOOK: El mal
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—Pero conmigo no te has mostrado tan prudente.

Ralph sonrió.

—No sé quién eres, pero sí sé lo que no eres. No perteneces a los nuestros, así que de momento no he infringido esa norma.

—Eso es verdad.

Ralph, cuyo disfrute al poder conversar con alguien se dejaba notar, reanudó sus aclaraciones:

—Los únicos que no son traídos aquí son los que se suicidaron tras cometer algún crimen, que son enviados directamente a la Tierra de la Oscuridad, y los que no eran conscientes de sus actos cuando se mataron; ya sabes, gente que estaba enferma. Pero los demás...

A Pascal le impactaron aquellas palabras. Aceptar que un suicidio podía ser ejecutado con plena consciencia era una afirmación con demasiadas repercusiones.

—Así que tú sabías bien lo que hacías —Pascal no había podido evitar sus palabras, aunque se dio cuenta de que podía resultar un comentario poco oportuno.

Ralph escuchó aquella puntualización con gesto ausente.

—Creo que nadie sabe en realidad lo que está a punto de hacer cuando decide suicidarse —reconoció—. Aunque quizá sea solo una excusa que construimos para justificarnos; uno acaba volviéndose muy indulgente consigo mismo.

Los dos se quedaron unos segundos en silencio.

—No sé qué decirte, la verdad.

Aquel tema le venía grande a Pascal. Se sintió incómodo.

Hay temas de los que uno prefiere no saber, no indagar
.

—Siempre hay una salida —sentenció Ralph, con cierta melancolía—. Es una lección que he aprendido tarde; ojalá nunca te ocurra lo mismo.

Pascal jamás se había planteado el suicidio, y confió en que no llegara a encontrarse en una coyuntura semejante. Era evidente que aquel chico se veía ahora asaltado por crudos recuerdos, así que el Viajero se abstuvo de preguntarle qué le había llevado a tomar una decisión tan trágica siendo tan joven.

—Lo... lo tendré en cuenta, gracias.

Ralph no dejaba de mirarlo. Estaba claro que, una vez satisfecha la curiosidad de Pascal, ardía en deseos de comenzar a formular preguntas. Pero no pudo hacerlo; la conversación hubo de interrumpirse en aquel preciso instante. Un gruñido acababa de llegar hasta ellos... transmitiendo un apetito de bestia.

Alguien más llegaba. Algo más, que se arrastraba con ansia por la grieta rocosa que ya había recorrido Pascal, cortándoles la retirada más fácil.

Pretender escapar por la llanura habría sido inútil.

Ralph había abierto mucho los ojos, y miraba con pánico las rocas de las que acababa de descender. No tendría tiempo de llegar hasta las cuevas antes de que el monstruo surgiera de entre los peñascos. Estaba perdido; aquel inesperado encuentro le había hecho cometer un despiste fatal.

Pascal, mientras tanto, no se molestaba en buscar cauces de huida. Suspirando con fuerza, se limitó a sentir en las venas el avance cálido de la energía procedente de la daga. Se mantenía en pie, muy erguido, con las piernas separadas. Posición de combate, la daga brillando entre sus dedos.

Nuevos aullidos animales se unieron al primero.

CAPITULO 37

Marguerite dio una vuelta por las proximidades del edificio, confundiéndose entre otros paseantes. De vez en cuando contemplaba un escaparate, se entretenía con su móvil o fingía una llamada desde un teléfono público, todo ello con el fin de detenerse y estudiar los alrededores sin llamar la atención.

Al tratarse de una calle de anchura normal, con bastante tráfico en la calzada y las tiendas ya cerradas, se podía controlar el panorama de un solo vistazo. Como solía hacer cuando tenía que predecir los movimientos de algún criminal, procuró ponerse en la mente de un potencial espía que estuviese acechando a Pascal.

¿Qué haría ella si tuviese que controlar los movimientos de aquel chico sin ponerse en evidencia?
.

Quedarse en la acera había que descartarlo; llamaba demasiado la atención. ¿Entonces? El mejor recurso solía ser buscar un buen emplazamiento en el interior de edificios próximos, conseguir un acceso a alguna ventana desde la que se pudiese mantener controlada el área de interés. Eso sí resultaba eficaz y discreto al mismo tiempo.

Si, tal y como defendía Marcel, había alguien interesado en atrapar a Pascal Rivas, sin duda aquella estrategia entraría dentro de sus cálculos. Por eso, aprovechando uno de los paseos por la acera de enfrente del portal de los Rivas, comenzó a observar las construcciones cuyas fachadas daban al tramo que le interesaba. Pronto descubrió, envuelto en andamiajes, un edificio en rehabilitación que ofrecería desde sus ventanas sin cristales una perspectiva interesante, el preciso ángulo visual que buscaba. Un gran cartel advertía de que estaba prohibido el paso a toda persona ajena a la obra. Interesante. Además, la farola más próxima quedaba a cierta distancia, con lo que su acceso —bloqueado por una valla que contaba tan solo con un candado— quedaba en sombras. Aquello era perfecto para alguien con intenciones criminales.

Marguerite no se dejó llevar por su prometedor hallazgo y continuó su avance sin detenerse. ¿Y si alguien más vigilaba aquella vía? Prefirió merodear un poco más mientras esperaba a que el tránsito en la acera disminuyese lo suficiente como para poder acercarse a forzar el candado y entrar en el edificio. En el peor de los casos, si no hallaba en el interior nada destacable, saldría con rapidez; pero con la conciencia tranquila de no haber despreciado las suspicacias de su amigo Marcel.

Cuando las circunstancias lo permitieron, Marguerite llegó hasta la valla de alambre que circundaba el bloque en obras. Sin embargo, toda la tranquilidad con la que estaba llevando a cabo su labor de inspección se truncó en el mismo instante en que sus ojos se posaron en el candado que acababa de tantear: en realidad no estaba cerrado, solo lo habían colocado para que diera esa impresión.

Aquello lo cambiaba todo, las sospechas de Marcel adquirían ahora un peso considerable. El rostro de la detective se afiló y su cuerpo se puso en guardia. Apenas se entretuvo en apartar la verja, pasar al otro lado —algo que en su caso requería de cierta capacidad de maniobra— y volver a colocarla tal como estaba. Allí la recibió un nuevo cartel destinado a los peones, que recordaba la necesidad de llevar casco. Sonrió. Tras echar un último vistazo a la calle, entró en el edificio.

Una vez dentro, sacó su arma, quitó el seguro y, aguardando a que su vista se acostumbrara a la penumbra, comenzó a moverse entre herramientas, muros de ladrillo a medio levantar y arriesgados huecos. Al menos pudo emplear la escalera que comunicaba los diferentes pisos, ya fraguada, para ascender hacia la zona más interesante, la que coincidía en altura con la planta en la que, en la acera de enfrente, vivía la familia de Pascal Rivas. El cuarto piso.

Marguerite agradeció haber repasado los datos referentes a aquel chico, pues uno nunca sabía cuándo le iba a resultar útil cada detalle de la información.

La detective calculaba cada paso: un mal tropiezo podía comprometer el éxito de sus movimientos, e incluso ponerla en peligro. Si Marcel estaba en lo cierto —lo que parecía cada vez más probable—, la gente que buscaba a Pascal no se andaba con chiquitas, e irían armados. Sin embargo, incluso asumiendo aquella posibilidad, ella necesitaba algún indicio más para avisar a otros agentes, así que persistió en su temeraria estrategia.

Manteniendo la serenidad, Marguerite fue barriendo con la mirada cada una de las plantas sin emitir el mínimo ruido. Buscaba bultos en la oscuridad delatados por el resplandor de las farolas de la calle, perfiles recortados contra las ventanas a medio enmarcar. Aunque disponía de una linterna, sabía que emplearla solo serviría para delatar su posición.

Llegó a la cuarta altura del edificio. Aquí todavía extremó más las precauciones. Avanzó por el descansillo sin pavimentar de la escalera y, tras aguardar unos segundos, se asomó.

Bingo.

Junto a la ventana, el perfil de una chica joven permanecía inmóvil, atento a la casa de enfrente. Tenía buen tipo, y la visión parcial del rostro que la detective podía distinguir no ofrecía un semblante peligroso sino, muy al contrario, un aspecto bastante inocente.

Una ya no se podía fiar de nadie.

Marguerite se disponía a entrar en escena cuando, procedente de las escaleras que acababa de abandonar, un leve chasquido anunció nuevas visitas.

«Vaya, pues sí que está concurrido este edificio», pensó la detective, ocultándose en el tramo de peldaños que conducía al siguiente piso justo antes de que una sombra masculina alcanzase el rellano en el que ella había estado hacía unos segundos.

* * *

De entre los peñascos surgió la primera de las criaturas: una especie de carroñero de gran tamaño que se arrastraba con sorprendente agilidad por el terreno. Dejaba a su paso un rastro fétido de fluidos. A Pascal le recordó los movimientos voraces de algunos lagartos. A pesar de su aspecto feroz, él no se apartó, sostuvo la mirada hambrienta y aguardó su llegada.

—¡Son alimañas del subsuelo! —comunicó Ralph, preparándose para salir huyendo—. ¡Vámonos o nos devorarán!

Estaba claro que la daga le parecía poca cosa para enfrentarse a un monstruo así, una opinión que cambió en cuanto Pascal inició la defensa lanzando una estocada destinada a frenar el empuje de la criatura. Esta se detuvo en seco al sentir sobre la piel de su pecho la quemadura y lanzó un chillido escalofriante. De la herida abierta comenzó a manar una sustancia viscosa que se derramó hasta la tierra.

El dolor multiplicó la furia de aquel ser, que se lanzó rabioso contra el Viajero. Pascal retrocedió esquivando una lluvia de zarpazos que solo lograban rasgar el aire, mientras aguardaba el momento adecuado para contraatacar.

El Viajero, que ya escuchaba los ruidos de otras bestias que llegaban, se apresuró a acabar con la primera en cuanto tuvo oportunidad. Sabía que incluso herida constituía un serio peligro, así que dejó que el filo brillante de su arma describiese su baile acostumbrado y acertase con los puntos más vulnerables de aquel depredador, que pronto quedó tirado sobre unas piedras, desmembrado como un muñeco roto.

Ralph asistía a aquel despliegue de perfección en la esgrima con la admiración pintada en el rostro. Se preguntaba cada vez con más intriga quién era ese vivo que había aparecido en aquel mundo y era capaz de enfrentarse a las criaturas de la noche.

Dos alimañas más aparecieron por unas grietas cercanas. Entre gruñidos rabiosos llegaron hasta los chicos, estirando los brazos para alcanzarlos con sus dedos de uñas afiladas. Su propia intuición animal los llevaba hacia Ralph, al que percibían como el más débil de los dos.

La presa más fácil
.

Uno de los monstruos saltó por sorpresa y casi logró tumbar a Pascal, lo que habría resultado muy peligroso. Y es que, a la altura del suelo, aquellos seres, que habían evolucionado para adaptarse a la vida entre grietas, eran letales. No obstante, el Viajero vio en el último momento la maniobra y se apartó justo a tiempo de esquivar la mole infecta que se precipitaba sobre él. En cuanto la bestia aterrizó, Pascal la recibió con un despliegue de estocadas que la dejó inmóvil, sobre un charco de sus propias entrañas. Las salpicaduras llegaban hasta el chico, que se limpiaba la cara con la mano libre sin dejar de blandir su arma, temeroso de que esa criatura pudiera reaccionar.

—¡Ayúdame, socorro!

Aquel grito le obligó a volverse, recordando que durante unos segundos había perdido de vista a la tercera alimaña. En efecto, esta no había perdido el tiempo y había apresado a Ralph. Se lo llevaba, veloz, en dirección a las grietas, hacia alguna remota madriguera donde poder comérselo en compañía de otras criaturas. El rostro conmocionado de su víctima reflejaba un espanto indescriptible, mientras sentía las uñas curvas y ennegrecidas clavarse en su cuerpo. El Viajero no lo pensó: echó a correr tras ellos sin perder un instante. Si la bestia lograba alcanzar su destino, el joven suicida estaría condenado. Y esta vez para siempre.

Pascal —a punto de resbalar por los restos viscosos que dejaban a su paso aquellos seres— logró, en el último momento, obligar a la alimaña a que se volviera, a que le hiciera frente antes de desaparecer dentro del risco. El hecho de tener una extremidad ocupada con su presa había provocado que el avance del monstruo fuera menos rápido, algo que ahora, además, disminuía su capacidad defensiva. Aun así, la criatura, resistiéndose con terquedad a soltar a Ralph, comenzó a lanzar dentelladas a su atacante.

—¡Suéltalo! —increpó Pascal al monstruo, respondiendo con la daga a los inútiles intentos de la alimaña, que continuaba ganando terreno hacia las cuevas mientras dirigía su brazo libre contra el Viajero.

Pronto, el filo de la daga de Pascal alcanzó la carne descompuesta, y la bestia soltó al fin a Ralph emitiendo un rugido inhumano. El suicida se fue apartando a rastras del depredador, con el semblante lívido.

La bestia, rabiosa, se revolvió ahora contra Pascal, y eso fue su perdición. Al chico no le resultó difícil esquivar los golpes desordenados de la alimaña al tiempo que su mano armada dibujaba en el aire diestros movimientos con el filo de la daga que, sin margen de error, se iba clavando en el cuerpo hinchado de su atacante. No tardó mucho aquel ser en quedar tendido sobre el camino, al pie del estrecho barranco donde había pensado introducirse. Pascal, erguido, se limitó entonces a limpiar su arma.

Ralph lo contemplaba atónito desde el rincón donde permanecía tumbado. Una vez hubo recuperado algo de aplomo, se atrevió a preguntar:

—Pero... pero ¿quién eres?

Pascal se volvió hacia él.

—Soy... el Viajero —comunicó—. Y me dirijo al París de los hogareños. ¿Me acompañas?

* * *

Marguerite estudió con detenimiento los movimientos del recién llegado. Este también se había detenido al detectar la presencia de la joven junto a la ventana. Su brusca reacción confirmó a la detective que aquel hombre —que ocultaba el rostro con un pasamontañas oscuro, a juego con el resto de su ropa y los guantes— tampoco esperaba toparse con nadie allí. Así que lo más probable era que fuese él quien hubiera dejado el candado abierto desde primeras horas de la tarde —acudía muy preparado—, y la chica se había aprovechado de ello para colarse en el edificio.

Marguerite sintió el tacto tranquilizador de su arma. Frente al aspecto ingenuo de la desconocida, aquel tipo parecía peligroso; su forma de moverse y su vestuario indicaban un grado de profesionalidad completamente ajeno a la chica. Y es que incluso la forma en que ella se mantenía observando el edificio donde vivía Pascal, demasiado visible desde el exterior, delataba su escasa preparación.

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