El Mago (14 page)

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Authors: Michael Scott

Tags: #fantasía

BOOK: El Mago
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—Dijo que jamás contabas toda la verdad.

—Así es —acordó Flamel—. Si cuentas toda la verdad a las personas, les arrebatas la oportunidad de aprender.

—También me contó que robaste el Libro de Abraham del Louvre.

Nicolas dio una docena de pasos antes de hacer un gesto con la cabeza dándole la razón a Josh.

—Bueno, supongo que eso también es verdad —confesó—, aunque no ocurrió del modo en que Dee te lo pintó. En el siglo XVII, durante un breve período, el libro cayó en manos del cardenal Richelieu.

Josh negó con la cabeza.

—¿Quién es?

—¿No has leído Los tres mosqueteros! —preguntó Flamel asombrado.

—No, ni tampoco he visto la película. Flamel sacudió la cabeza.

—Creo que tengo un ejemplar en la tienda... —empezó, pero enseguida se detuvo. La última vez que la vio, el jueves anterior, estaba completamente en ruinas—. Richelieu aparece en los libros y también en las películas. Fue una persona real, conocida bajo el nombre de l'Eminence Rouge, la Eminencia Roja, por sus togas rojas —explicó—. Fue el consejero del rey Luis XIII, pero en realidad dirigía todo el país. En 1632, Dee intentó tendernos una trampa a Perenelle y a mí en una parte de la antigua ciudad. Sus agentes inhumanos nos habían rodeado; bajo nuestros pies nos vigilaban ladrones de tumbas; sobre nuestras cabezas, cuervos monstruosos. Mientras intentábamos escabullimos por las sinuosas calles parisinas, la Mujer Blanca nos pisaba los talones.

Nicolas se encogió de hombros, mostrando así su incomodidad al recordar estos acontecimientos. No pudo evitar desviar la mirada hacia todos los puntos cardinales, como si estuviera esperando que en cualquier momento aparecieran criaturas mitológicas.

—Entonces empecé a pensar que lo más sensato sería destruir el Códex en vez de entregárselo en bandeja a Dee. En ese instante, Perenelle sugirió una última opción: esconder el libro a simple vista. ¡ Fue una idea sencilla y brillante!

—¿Qué hicisteis? —preguntó Josh lleno de curiosidad. Flamel dejó entrever una tímida sonrisa. —Solicité una audiencia con el cardenal Richelieu y me presenté ante él con el libro.

—¿Se lo entregaste? ¿Sabía qué libro era?

—Por supuesto. El Libro de Abraham es famoso, Josh, o mejor dicho, tristemente célebre. La próxima vez que te conectes a Internet, búscalo.

—¿El cardenal sabía quién eras? —preguntó Josh. Al escuchar hablar a Flamel, le resultaba fácil, demasiado fácil, creer todo lo que afirmaba. Y entonces se acordó de lo creíble que le pareció Dee en Ojai.

Al rememorar los acontecimientos, Flamel sonrió.

—El cardenal Richelieu creía que yo era uno de los descendientes de Nicolas Flamel. Así que le entregué el Libro de Abraham y éste lo colocó en su biblioteca —comentó entre risas mientras sacudía la cabeza—. El lugar más seguro de Francia.

Josh frunció el ceño.

—Perenelle creó un hechizo sobre el libro. Es un tipo de encantamiento que, al parecer, resulta asombrosamente sencillo, pero que yo jamás he logrado dominar. De forma que cuando el cardenal echó un vistazo al libro, vio lo que esperaba ver: páginas decoradas con escrituras en griego y arameo.

—¿Dee os capturó?

—A punto estuvo. Descendimos por el Sena en una barcaza. Dee estaba sobre el Pont Neuf, acompañado de doce mosqueteros apuntándonos con sus rifles. No nos alcanzó ni un balín. A pesar de su reputación, los mosqueteros tenían una puntería terrible —añadió—. Dos semanas después, Perenelle y yo regresamos a París, irrumpimos en la biblioteca del cardenal y le robamos el libro. Así que podríamos decir que Dee tenía razón —concluyó—. Soy un ladrón.

Josh siguió caminando en silencio; no sabía a quién creer.

Quería creer a Flamel; después de trabajar en la librería codo a codo con aquel hombre, había empezado a apreciarle y respetarle. Quería confiar en él... pero no era capaz de perdonarle que hubiera puesto a Sophie en peligro.

Flamel miró hacia uno y otro lado de la calle; después, colocando la mano sobre el hombro de Josh, le guio entre el tráfico paralizado que se había formado en la Rué de Dunkerque.

—Por si nos están siguiendo —dijo en voz baja mientras se inmiscuían entre los vehículos de conductores madrugadores.

Cuando hubieron cruzado la calle, Josh apartó la mano de Flamel.

—Lo que Dee me explicó tenía mucho sentido —continuó.

—De eso estoy seguro —convino Nicolas con una carcajada—. El doctor John Dee ha ejercido varios oficios en su larga y variopinta vida; mago y matemático, alquimista y espía. Pero déjame decirte, Josh, que a menudo es un pícaro y, siempre, un mentiroso. Es un experto en el arte de las mentiras y las medias verdades. Practicó y perfeccionó esta destreza durante la época más peligrosa de la historia, la época isabelina. Sabe que el mejor engaño envuelve una verdad de fondo.

Entonces se detuvo, vislumbrando a la multitud que pasaba en tropel junto a ellos.

—¿Qué más te contó?

Josh vaciló durante unos instantes antes de responder. Le tentaba la idea de no revelarle toda su conversación con Dee, pero enseguida se dio cuenta de que ya había dicho demasiado.

—Dee comentó que sólo utilizabas los encantamientos del Códex para tu propio beneficio.

Nicolas afirmó con un gesto de cabeza.

—En eso tiene razón. Utilizo el hechizo de la inmortalidad para mantenernos a Perenelle y a mí con vida, eso es verdad. Y utilizo la fórmula de la piedra filosofal para convertir metal en oro y carbón en diamantes. Permíteme que te diga que no podría ganarme la vida sólo con la venta de libros. Pero no nos aprovechamos de eso, Josh, no somos codiciosos.

Josh intentó adelantarse a Flamel, dándose media vuelta para ponerse frente a frente con él.

—No se trata de dinero —dijo bruscamente Josh—. Podrías estar haciendo muchas otras cosas con ese libro. Dee dijo que podría utilizarse para convertir este mundo en un paraíso, para curar todas las enfermedades e incluso para invertir el proceso de contaminación del medio ambiente.

Josh no lograba comprender cómo alguien no quisiera hacer ese tipo de cosas.

Flamel se detuvo ante Josh. Su mirada estaba casi a la misma altura que la del chico.

—Sí, el libro contiene hechizos que podrían hacer todo ese tipo de hazañas, y muchas más —admitió con tono serio—. Pero también he vislumbrado encantamientos que podrían reducir este mundo a cenizas, que podrían hacer estallar los desiertos. Pero Josh, aunque pudiera descifrar esos hechizos, de lo cual no soy capaz, el uso de esa sabiduría no me pertenece a mí —explicó. La mirada pálida del Alquimista taladraba de forma penetrante en la de Josh. Sin duda, sabía que Nicolas Flamel le estaba diciendo la verdad—. Perenelle y yo somos simples Guardianes del

libro. Sólo estamos manteniéndolo a salvo hasta que lleguen los propietarios legítimos. Ellos sabrán cómo utilizarlo.

—Pero ¿quiénes son los propietarios legítimos? ¿Dónde están?

Nicolas Flamel colocó ambas manos sobre los hombros de Josh y le miró fijamente a sus ojos azules.

—Bueno, tenía la esperanza —dijo en un tono de voz casi imperceptible—, que fuerais tú y Sophie. De hecho estoy arriesgándolo todo, mi vida, la de mi esposa, la supervivencia de la raza humana, por vosotros.

Allí, en la Rué de Dunkerque, Josh contemplaba la mirada del Alquimista y veía la verdad en ella. De repente Josh sintió que el gentío que les rodeaba se desvanecía quedándose así a solas con Flamel. Tragó saliva y preguntó:

—¿Realmente lo crees?

—Con todo mi corazón —respondió Flamel—. Todo lo que he hecho ha sido para protegeros y para prepararos para lo que depara el futuro. Y debes creerme, Josh. No te queda otra opción. Sé que estás enfadado por lo que ha sucedido con Sophie, pero jamás permitiría que le ocurriera algo malo.

—Podría haber muerto o caído en coma —murmuró Josh.

Flamel sacudió la cabeza.

—Si se tratara de una persona cualquiera, entonces sí, podría haber pasado. Pero sabía que ella no era normal y corriente. Ni tú tampoco —añadió.

—¿Por nuestras auras? —preguntó Josh, intentando conseguir toda la información que le fuera posible.

—Porque sois los mellizos de los que habla la leyenda.

—¿Y si estás equivocado? ¿Has pensado sobre eso? ¿Qué ocurrirá si no estás en lo cierto?

—Entonces regresarán los Oscuros Inmemoriales.

—¿Y eso sería tan terrible? —se preguntó Josh en voz alta.

Nicolas hizo el ademán de responder, pero enseguida cerró la boca, guardándose para sí aquello que estaba a punto de pronunciar. En ese preciso instante, Josh fue testigo de cómo el rostro del Alquimista reflejaba ira y rabia. Finalmente, Nicolas estiró los labios formando una sonrisa. Con amabilidad, giró a Josh de forma que ahora le estaba dando la espalda.

—¿Qué ves? —preguntó el Alquimista.

Josh negó con la cabeza y encogió los hombros.

—Nada... sólo un puñado de gente que va a trabajar. Y la policía buscándonos —agregó.

Nicolas agarró a Josh por el hombro e insistió en que siguiera caminando.

—No deberías considerarlos como un puñado de gente —amonestó Flamel—. Así es como Dee y los de su calaña consideran a la raza humana. Yo veo individuos, con preocupaciones e inquietudes, con familia y seres queridos, con amigos y colegas. Yo veo personas.

Josh sacudió la cabeza.

—No te entiendo.

—Dee y los Inmemoriales para los que trabaja miran a estas personas y sólo ven esclavos.

De repente, ambos permanecieron en silencio. Instantes después, el Alquimista añadió:

—O comida.

13

ecostada sobre su espalda, Perenelle Flamel contra templaba fijamente el mugriento techo de piedra mientras se preguntaba cuántos prisioneros encarcelados en Alcatraz habrían hecho exactamente lo mismo. ¿Cuántos otros habrían dibujado las líneas y las grietas en la mampostería, habrían visto el rastro oscuro de las mareas oceánicas y habrían apreciado imágenes o siluetas en las humedades? Supuso que la mayoría de ellos.

¿Y cuántos habrían escuchado voces?, se preguntaba. Estaba segura de que muchos de los prisioneros creían escuchar ruidos en la oscuridad, susurros de palabras y frases. Pero a menos que poseyeran el mismo don especial de Perenelle, lo que escuchaban no existía más allá de su imaginación.

Perenelle escuchaba las voces de los fantasmas que habitaban Alcatraz.

Prestando suma atención, podía distinguir centenares de voces, puede que incluso miles. Hombres, mujeres y niños lamentándose y gritando, susurrando y llorando, pronunciando los nombres de los seres queridos o repitiendo el suyo propio una y otra vez, proclamando su inocencia, maldiciendo a los carceleros. Frunció el ceño; no era lo que buscaba.

Permitiendo que las voces perdieran algo de intensidad, Perenelle empezó a recorrer cada voz hasta escoger una que destacaba sobre las demás: una voz segura y fuerte que sobresalía sobre el murmuro de tartamudeos temblorosos. Perenelle decidió concentrar su atención en esa voz en particular, intentando distinguir palabras para identificar la lengua.

—Ésta es mi isla.

Se trataba de un hombre que hablaba un español arcaico y excesivamente formal. Concentrándose en el techo, Perenelle dejó de prestar atención a las demás voces.

—¿Quién eres?

En aquella celda húmeda, mugrienta y fría, el murmullo de sus palabras producía un humo blanquecino. Al mismo tiempo, la miríada de fantasmas enmudeció.

Se produjo una larga pausa silenciosa, como si el fantasma se hubiera asombrado al percatarse de que alguien se estaba dirigiendo a él. Más tarde, con un aire orgulloso, respondió:

—Fui el primer europeo en navegar hasta esta bahía, el primero en avistar esta isla.

En ese instante, sobre el techo de piedra, empezó a formarse una silueta. Entre las grietas y las telarañas, el musgo y las humedades oscuras empezaron a dibujar el contorno de un rostro.

—Yo denominé a este lugar la Isla de los Alcatraces.

—La Isla de los Alcatraces —repitió Perenelle en un susurro apenas perceptible.

El rostro cobró forma durante unos instantes sobre la bóveda del calabozo. Se trataba de un tipo apuesto, con rostro alargado y estrecho y de mirada oscura. Tenía los ojos empañados en lágrimas.

—¿Quién eres? —preguntó una vez más Perenelle —Soy Juan Manuel de Ayala, el descubridor de Alcatraz.

Al otro lado de la celda, Perenelle escuchó cómo unas garras vigilaban el pasillo, cubierto por un hedor a serpiente y carne podrida. Permaneció en silencio hasta que los pasos se desvanecieron en la lejanía y volvió a contemplar el techo.

Ahora, podía apreciar el rostro de aquel hombre con más detalles. Las grietas de la piedra parecían esculpir las arrugas de la frente y los ojos. Fue entonces cuando Perenelle se dio cuenta de que se trataba de un marinero, cuyas arrugas se habían formado al entornar los ojos hacia horizontes lejanos.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó en voz alta—. ¿Falleciste en este lugar?

—No, aquí no —respondió con una sonrisa—. Volví porque me enamoré de este lugar desde el primer momento en que lo vi. Aquello sucedió durante el año 1775, cuando estaba a bordo de la embarcación San Carlos. Aún recuerdo el mes, agosto, y el día, el cinco.

Perenelle asintió con la cabeza. No era la primera vez que se encontraba con un fantasma como Ayala. Los hombres y mujeres que habían estado tan influenciados, o afectados, por un lugar volvían a él una y otra vez a través de sueños hasta que, finalmente, cuando fallecían, su alma regresaba a dicho lugar para convertirse en un fantasma Guardián.

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