Le gustaba contemplar esa imagen como si fuese un símbolo apaciguador, el signo de un espacio alejado y aislado, protegido de las asechanzas peligrosas, relacionado con la función del médico que la trataba, pero tras contemplarla varias veces había empezado a pensar en la isla real, en el lugar exacto de la geografía que la imagen reproducía, a imaginarla como un lugar verdaderamente apartado del dolor y de la angustia, un lugar de olvido y de consuelo, y buscó información sobre ella, cuál era su historia, la relevancia de su bahía como puerto seguro a lo largo de los siglos.
El tiempo pasaba, de la nena no había noticias, como si se hubiese disuelto en esa realidad de las cosas que no podemos comprender porque carecen de origen seguro y con ello de forma y de sentido, y la isla siguió incitándola, una promesa de serenidad, hasta que supo que allí había un destino profesional para ella, que podía ser también un destino vital.
Así, en el trance de buscar el modo de mejorar aquella vida suya cotidiana tan poco satisfactoria, encontró la noticia de la plaza vacante en la isla y pidió que la trasladasen a ella. Al Buen Marido le informó cuando ya estaba todo decidido y él la miró con desconcierto que no podía ocultar también cierto alivio. Te vendrá bien cortar con todo esto, comprendo que quieras estar sola, te iré a ver cuando me lo digas.
Ahora estaba la isla alrededor suyo, ella se encontraría en algún punto de la imagen del diminuto archipiélago si alguien lo fotografiase desde el cielo, formaría parte de una fotografía como aquella colgada en la pared de la sala de la consulta del médico, pero la negrura de la noche sustituía el bulto del paraje por una oscuridad sospechosa, que parecería materia sólida si el haz de su linterna no fuese señalando, en sucesivos vislumbres, el borde del sendero, los matorrales, los troncos de los árboles, los espacios vacíos.
El grupo electrógeno descansaba, de noche la energía eléctrica provenía de los acumuladores, la bombilla de la encrucijada del camino después del bosque estaba apagada, y no era posible encontrar con la vista el brusco desnivel que se abría ante la ensenada, que el camino iba bordeando en su descenso hasta el caserío del muelle, donde sí lucían las bombillas, marcando una soledad inusual, que fue palpable, estridente, cuando la doctora llegó a la pequeña calle.
Un cúmulo de sombras y confusas claridades en el portalón del almacén que iniciaba la calle volvió a sugerirle la figura de un aviador, el fantasma del alemán. Se acercó a la figura pero no se disgregaba, debía de ser un soldado, ella dijo buenas noches y la figura no contestó, no siguió acercándose, aunque sospechaba que, si lo hacía, acabaría por desvanecerse en una repentina evidencia de claroscuros y contrastes de madera y cal.
Todavía era una hora en la que el Lugar Sin Nombre solía estar abierto, pues siempre había en los yates fondeados tripulantes dispuestos a disfrutar en esos momentos de la percepción de la tierra firme, si es que no permanecía todavía alguno de los miembros de la comunidad isleña, o el propio Rafalet Viejo, trasnochador fijo. Sin embargo, hoy la puerta estaba cerrada, ninguna figura humana turbaba la inmovilidad del lugar, y a la doctora aquella quietud le recordó las ruinas que el Hombre de los Tesoros escudriñaba, unos restos muy antiguos y abandonados que ella estaba siendo la primera en descubrir.
Se sentó en uno de los asientos de plástico en el pequeño porche, y la callecita, un espacio mínimo entre media docena de construcciones, sin calzada ni aceras, consiguió sin embargo despertar en ella el recuerdo de la ciudad, y con él el latido de aquella angustia de la culpa y del dolor que hoy, tras el reconocimiento del cadáver de la muchacha desconocida, parecía más alejada que nunca.
Después de un rato de impregnarse del silencio y la quietud del lugar, echó a andar de nuevo, bajó hasta el muelle, la oscuridad hacía también invisible la parte del mar, en el borde del malecón concluía abruptamente el resplandor escaso de las luces. Una mancha en el suelo, que debía de ser de aceite de motor, le hizo recordar el sueño reciente en que su madre, sentada en el mismo lugar, acunaba ratones en el regazo. El noray era en efecto enorme, desproporcionado al tamaño de todo lo demás, en él amarraban los barcos un poco grandes, en el muelle vacío parecía una figura ornamental, una espalda gigantesca inclinada sobre el mar, el muelle silencioso presentaba un aspecto algo diferente del habitual, como si las luces y las superficies perteneciesen a una escena de teatro, el perfil del pequeño espigón acuchillado en su mitad por esa negrura mate que era como una superficie pintada, un telón tras el que no había distancias ni perspectivas.
Siguió andando hasta el final del muelle, donde el viento le trajo un sonido repentino de risas y de música. Llegaba desde una gran motonave fondeada entre los veleros, en medio de la bahía, que la iluminación de su cubierta hacía bien perceptible en la sólida negrura. Se sentó en el borde y estuvo escuchando esos ruidos con interés, como si se hubiese encontrado por primera vez con el bullicio humano. La motonave estaba a unos cien metros y pudo comprender que había gente, por las voces de adultos y niños, tirándose al mar desde la popa.
Muchos años antes, un verano, cuando la nena era pequeña, habían alquilado con unos amigos un velero y habían recorrido algunas islas de aquella misma parte durante una semana, y recordaba una noche muy calurosa, el mar quieto como aceite, estuvieron fondeados al arrimo de enormes peñascos y todos se bañaban, y los niños gritaban excitados mientras se arrojaban a las aguas oscuras.
La noche recordada se mezclaba con aquella misma noche que estaba viviendo y sólo lo distinto de las embarcaciones le daba la certeza de que no estaba asistiendo, por una anomalía de las leyes del tiempo, a la misma noche de aquel verano, cuando la nena aún no había empezado a separarse de ella, cuando todavía le confesaba pequeños secretos y le pedía que le leyese aquellos cuentos que hablaban de princesas dormidas, de princesas incapaces de reír, de crueles madrastras.
Muchos años antes, cuando la nena era todavía una niña, y nadaba en las aguas transparentes como una sirenita, y recibía los cuidados de su madre como un cobijo gustoso, muchos años antes, cuando ella y su marido, en el pequeño camarote de proa, buscaban cada noche sus cuerpos, que sabían a salitre, y se besaban con fervor y, a pesar del cansancio por los esfuerzos del día, se acariciaban llenos de deseo.
La luz endeble del muelle dejaba ver en la ladera la figura del torreón del castillo. Se incorporó y se alejó del muelle para acercarse a la falda del monte y buscar el sendero que, desde aquella parte, ascendía hacia la vieja edificación y seguía luego, ladera arriba, hasta desembocar en un punto, por encima del bosquecillo, que enlazaba con el camino del laboratorio.
La progresiva visión del muelle solitario, desde lo alto, incrementaba el aspecto de escenario que el lugar le había ofrecido antes. En aquel punto, para informar a los visitantes, los distintos matorrales que bordeaban el camino estaban identificados por cartelitos colocados sobre pequeños postes de madera, que a la luz ya muy atenuada de los focos del muelle se mostraban como una borrosa estacada defensiva al servicio del difuso torreón.
Pppp iiiiiiiii sssss ttttttt ooooo lllllll aaaaaa, murmuró, procurando mantener el sonido o la vibración de cada letra para construir uno de aquellos poemas unívocos del Poeta Suicida, imaginando a un hombre flaco, por qué flaco, muy pálido, con el pelo largo, siguiendo esta misma senda con una vieja pistola en la mano, sintiendo el mango como una mano amiga, preparado para entrar en el espacio del torreón y volarse la tapa de los sesos, o se dispararía en la boca, acaso iba pensando en las posibles opciones mientras caminaba.
Cuando estaba muy cerca de la construcción oyó los gritos, voces de hombre y de mujer en furiosa mezcolanza. Aquella gente que gritaba estaba en el espacio acotado por los restos de la antigua muralla defensiva. Tras unos instantes de perplejidad, la doctora identificó una de las voces como la del teniente, y se acercó. También ellos llevaban linternas, y la aparición del resplandor de la suya no hizo que modificasen su actitud.
El Escamillo, la Rubia Cantinera y el Apuesto Oficial, entre los muros pétreos, a la luz oscilante de las linternas, reproducían el trío de alguna ópera, el barítono, el tenor, la soprano, alternando o mezclando sus cantables. Pero la escena no tenía nada de ficticio, era evidente que allí había un enfrentamiento grave, los dos hombres se insultaban, la mujer parecía sufrir un ataque de nervios.
La doctora intentó aplacar a los hombres, pero no le hicieron ningún caso, sólo estaban pendientes el uno del otro, se miraban con rabia, se daban puñetazos ciegos, la camisa del teniente estaba en desorden y la del Escamillo rota, el Escamillo logró golpearle al otro con fuerza en el rostro y de las narices del teniente salió un chorro de sangre, la mujer le gritaba a la doctora que se fuese de allí, que no se metiese donde nadie la llamaba, pero ella intentaba interponerse entre los cuerpos de los dos, las linternas habían rodado por el suelo y la doctora sentía los miembros tensos e incontrolables y su mano derecha tocó la mano del teniente, que había empuñado la pistola.
Gritaba la pistola no, la pistola no, y separando su cuerpo empleó ambas manos en intentar sujetar la mano armada del teniente, forcejeó todo lo que podía, de repente sonó un disparo, los cuerpos se separaron y se hizo el silencio.
La doctora recogió su linterna del suelo, la luz barrió la tierra, pero no había ningún cuerpo desplomado, el disparo no había alcanzado a nadie. El Escamillo no dijo nada, se frotaba las manos en un gesto confuso, el teniente miró a la doctora, enfundaba la pistola, se limpiaba con la mano la sangre que ya manchaba su camisa. La doctora le agarró de un brazo y le dijo vámonos, vámonos de aquí, le arrastraba fuera del reducto amurallado, hacia el sendero. Mientras se alejaban, las voces del Escamillo y de la Rubia Cantinera volvieron a increparse.
Ni la doctora ni el teniente llevaban pañuelo, y él seguía tapándose las narices con la mano mientras subían por la pendiente del monte camino del laboratorio. El disparo no había alterado la paz oscurísima de la noche, y el teniente y la doctora guardaban silencio. Cuando llegaban al bosquecillo, la hemorragia del teniente había cesado y empezó a hablar con voz gangosa, intentando quitar importancia al suceso, va usted a pensar que soy un tipo peligroso, doctora.
Usted lo dice, repuso ella. Aquel hombre lleno de furia que había echado mano a su pistola durante el forcejeo se emparejaba con el del relato que él mismo había hecho de su asesinato, y empezaba a ofrecer una condición violenta y agresiva que antes nunca le hubiera atribuido, no puedo entender su comportamiento, aquí no estamos en guerra y ese hombre y su compañera son pareja desde que yo llegué a esta isla, por lo menos.
Tiene que perdonarme, le aseguro que estoy muy avergonzado, la he metido a usted en una historia impresentable, todo es responsabilidad mía.
La doctora no dijo nada más, en lo alto de la ladera se recortaba suavemente la figura oblonga del laboratorio contra el trecho de luz marcado por la bombilla, en la pared del lado opuesto, que nimbaba con suavidad el volumen del edificio.
Quiero pensar que es por llevar años encerrado en esta isla, soy un Robinsón sin nada que hacer, las rutinas de un destacamento insignificante, me desespera el aburrimiento, sentir pasar el tiempo con esta lentitud, algo así me sucedió cuando maté a aquel hombre, claro que allí estábamos crispados por la brutalidad de la guerra, y además le aseguro que soy de natural pacífico, se lo juro, no me gustan las broncas, esa mujer lleva un par de temporadas poniéndome ojos tiernos, insinuándose, si no estuviera en el culo del mundo no hubiera entrado al trapo, se lo prometo. Creo que, aunque soy responsable de todo, es el estar aquí exiliado, fuera de la civilización, lo que despierta mis peores tendencias.
Así que la culpa es de la chica, dijo la doctora, y el Apuesto Oficial tardó unos instantes en responder, no digo eso, la chica llegó en compañía de unos juerguistas alemanes y cuando conoció la isla y al Manolo decidió quedarse aquí, decía que admiraba al artista, también ella es una aventurera, a su estilo, pero la isla, al fin y al cabo, la acabó aprisionando, dejando que se soltasen sus malos instintos.
La doctora no habló más, no quiso desengañarle, no quiso decirle que estaba equivocado, que los malos instintos no eran los que la isla podría inspirar, sólo en la parte humana podía haber esa furia, esa rabia, ese deseo de aniquilación, esa deslealtad.
Le voy a curar la nariz, por lo menos. Y haga el favor de dejar el arma en su casa, aquí sólo puede servir para que acabe haciendo daño a alguien, esta noche no ha matado a nadie de puro milagro.
En la adolescencia, durante unas vacaciones, la doctora había conocido a un muchacho que nadaba muy bien y que, una noche, la había acompañado, al regresar de una fiesta, al lugar donde ella residía, la casa que la familia había alquilado cerca de un pueblo costero. El padre estaba entonces lleno de salud, nadie podía pensar que unos meses más tarde moriría fulminado por un infarto, la madre daba su predilección a la Hermana Preferida, como ella pensaba que lo había hecho desde que nació, pero a ella todavía no la trataba mal, además se sabía muy querida por su padre, no se encontraba a disgusto entre ellos, sentía que formaba parte de una familia como la mayoría, un tejido de simpatías y rechazos, afectos y resentimientos, gestos generosos y cicateros, en el que, a pesar de todo, prevalecía una trama certera de refugio, de ayuda.
Cómo se llamaba, intenta recordar, pero ya no puede, el muchacho se ha alejado demasiado entre los recovecos de la memoria, podía llamarse Anselmo, Arturo, ella lo conocía como el Guapo Nadador, aquella vez volvían a casa también por el camino de un bosque, las luces del pueblo brillaban entre los ramajes y en la carretera, paralela al camino durante un tramo, se sucedía en vertiginosos resplandores la luz de los coches, con ese reflejo discontinuo de los fuegos artificiales, como si la fiesta continuase a sus espaldas. Cuando se separaron del tramo paralelo a la carretera, el muchacho la había cogido de una mano.
En las jornadas previas, su relación tuvo sólo el escenario de la playa, los dos integrados en el grupo de gente joven, pequeñas travesías a nado entre las rocas, charlas colectivas tumbados en la arena, pocas ocasiones de hablar a solas, pero aquella tarde habían bailado, se habían hecho confidencias, mientras el uno hablaba el otro se prendía de sus palabras, a ella le gustaba el cine, la música, leía novelas, poesía, él era aficionado al jazz y le gustaba también el cine, los relatos de fantasía científica. Aquel paseo nocturno anudaba su cercanía, daba sentido a su presencia, únicos humanos en aquel espacio, la carretera quedó definitivamente atrás y sólo la luz de la luna permitía vislumbrar el camino, y los dos solos caminando a través del bosque eran la única pareja del mundo.