El libro de las fragancias perdidas (20 page)

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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
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También a Jac le parecía un olor que prometía muchas historias, pero ella lo basaba en sus esencias. Los ingredientes eran tan antiguos como la Biblia: bergamota, limón, miel, ylang ylang, vetiver, civeto y almizcle; acordes florales y animales de gran densidad, que al unirse creaban un aroma peculiar que siempre quedaría vinculado a Griffin. A la época en que estaban juntos. A la maravilla. A enamorarse. Al cese de la soledad. Y más tarde, a la rabia y la pena.

Mucho después de la ruptura, siguió atenta a las mesas de los mercadillos, y a las subastas en eBay. Compraba incluso frascos medio vacíos. Tenía ocho botellas escondidas en los rincones del ropero de su dormitorio. Incluso sin que se abra el envase, incluso a oscuras, la colonia se evapora, como los momentos de la vida: el tiempo desdibuja los detalles.

Ninguna cultura había sido tan experta en crear perfumes duraderos como la del antiguo Egipto. Decían que sus fragancias mejoraban con el tiempo.

Un momento.

¿Egipto?

La mujer de la alucinación también pensaba en Egipto.

Jac pugnó por recordar la razón.

Era donde habían matado al hombre a quien quería.

El dolor de la desconocida se hizo eco del de Jac y se mezcló con él en su cabeza, con la diferencia de que al hombre que Jac amaba no le habían matado. La había abandonado. Aunque ¿no era también una especie de muerte?

Entonces Jac tenía esa inocencia sobre las relaciones de pareja que solo se puede tener la primera vez, antes de entender que el envés del amor es tan espinoso que el menor contacto con él deja la piel hecha jirones, sangrando, y provoca un tipo de dolor que llega tan hondo que no se ve nada más allá de él.

Jac acababa de sacarse el posgrado en California. Griffin se había doctorado en Yale y había conseguido un puesto muy buscado en una prestigiosa excavación egipcia. El equipo de arqueólogos, patrocinado por el museo Smithsonian, usaba sensores magnéticos para localizar y cartografiar yacimientos faraónicos de primer orden en las zonas del Portus Magnus de Alejandría, Canopus y Heraklion. Antes de la llegada de Griffin, llevaban más de un año sin incorporar a ningún miembro nuevo.

Jac y él tenían pensado pasar una semana en Nueva York, hasta el día del vuelo.

Era una tarde calurosa de verano. El atardecer proyectaba largas sombras en el lago. Se habían adentrado tanto en Central Park, que en vez de coches solo se oían los insectos y los pájaros. Mientras bebían vino blanco frío en el embarcadero, las barcas se deslizaban por el agua al perezoso ritmo de los remos, que apenas molestaba a los cisnes y los patos reales. Justo a la derecha del embarcadero, para mayor bucolismo, había una mata de flores silvestres en torno a la que revoloteaban decenas de mariposas.

A Jac, cuya tesis versaba sobre el simbolismo de las mariposas en la mitología, le sorprendió ver tantas familias y subfamilias en pleno Manhattan. Señaló una
Celastrina ladon
gris plateado, casi del color del nácar, y una
Battus philenor
de un azul iridiscente.

Griffin no contestó. Se acabó la copa de un solo trago, apartó la vista de Jac y le dijo en voz baja (tan baja que ella tuvo que inclinarse para oírle) que no esperaba que aguardase su regreso de Egipto.

—¿Aguardar a qué? —preguntó ella, sin entenderle.

—A mí. A nosotros dos.

La mariposa azulada estaba tan cerca, que se podían contar los siete círculos naranjas de sus alas posteriores. Jac había leído que nunca se tocaban, sino que estaban colocadas de una manera que las mantenía siempre separadas.

—¿Por qué no?

Las palabras le supieron a cartón. Más que decirlas, tuvo la sensación de escupirlas.

—Esperas demasiado, de mí y para mí. Nunca estaré a la altura de lo que ves en mí.

Jac oyó las palabras y las entendió una a una, en abstracto, pero no consiguió juntarlas en un todo que tuviera sentido.

Griffin debió de percibir su confusión.

—Tienes tantas expectativas sobre mí que haces que me sienta pequeño. Sé que siempre te decepcionaré, y no es como quiero vivir.

Parecía derrotado.

—¿Lo dices por tu tesis?

Hacía meses que Jac esperaba leerla, pero él le daba largas; le decía que no se la quería enseñar hasta tenerla acabada. Jac lo había aceptado. Sabía que el tema le daba problemas, que encontraba trabas en la investigación, y que el plazo de entrega era inamovible. Al cesar las quejas de Griffin, había supuesto que lo tenía todo resuelto.

Por la mañana, sin embargo, mientras él dormía, y ella ordenaba la habitación del hotel, había visto sobresalir la tesis de su mochila.

La había abierto por la primera página.

«Yo, Griffin North, declaro que “Influencia griega en la representación de la mariposa en el arte egipcio ptolemaico: buscando en Horus a Cupido, y viceversa” es obra mía, y…»

Al lado de Jac, una mariposa libaba una flor de lantana rosa y amarilla. Vio llegar otra mariposa, negra esta vez, con franjas medias rojas y puntos blancos. Ya no se acordaba de su nombre. De pronto, se le antojó vital recordarlo.

«Yo, Griffin North, declaro que “Influencia griega en la representación de la mariposa en el arte egipcio ptolemaico: buscando en Horus a Cupido, y viceversa” es obra mía, y que todas las fuentes que he usado o citado se indican y reconocen mediante referencias completas.»

Pero no, no era así. Griffin había tomado párrafos enteros (y en algunos casos, páginas completas) de lo que había escrito Jac, sin citar la tesis de ella ni una sola vez.

Jac intentó convencerse de que no había motivos para el enfado. La obra de Griffin no era idéntica a la de ella. Ella no había escrito sobre influencias griegas en el Egipto del Bajo Imperio. Griffin, sin embargo, había usado todas las investigaciones de Jac sobre el simbolismo de la mariposa en la mitología griega para vincular el insecto a Eros y Cupido. Había usado el análisis de Jac en defensa de su teoría de que las pinturas de mariposas en las tumbas del período final eran fruto de la herencia griega de los Ptolomeos.

Si Griffin le hubiera pedido su artículo, habría estado encantada de dárselo. Sin el doctorado, él no podría conseguir un puesto en aquel campo, que era lo que le apasionaba: no las aulas universitarias, sino el desierto, con arena en las uñas. El posgrado era duro para todos, pero en su caso había sido brutal. Como el profesor al que ayudaba era consciente de que Griffin necesitaba el puesto, y de que no había ninguna otra vacante, se aprovechaba de él y le sobrecargaba de trabajo.

Jac se leyó toda la tesis sentada en el suelo, omitiendo algunas partes y prestando mucha atención a otras. No era el hecho en sí, sino no habérselo dicho.

Al despertarse, Griffin tuvo que enfrentarse a sus reproches.

Prácticamente no hubo explicaciones. Griffin solo la acusó de mirar sus cosas sin permiso.

—Como se entere alguien, te quitarán la licenciatura y te acusarán de plagio —le dijo ella.

—La única manera de que se enteren es que se lo digas tú. ¿Piensas hacerlo?

Griffin gritaba. De pronto Jac tenía delante a un desconocido.

—No sé ni cómo me lo puedes preguntar.

Griffin se metió en el lavabo hecho una furia, se duchó, se vistió y se fue sin decirle una palabra más, dejándola con sentimiento de culpa, y azorada ante aquella tentativa de manipulación. Griffin nunca le había hecho nada similar.

A las cuatro llamó por teléfono y la citó en el embarcadero.

Jac esperaba que estuviera arrepentido y le pidiera perdón. Ella estaba segura de perdonarle. Ahora bien… ¿dejarla para no asumir sus actos?

A la mañana siguiente, se levantó y se dirigió al aeropuerto. Fue a casa de su abuela, en el sur de Francia, el único refugio que se le ocurría. Durante la primera semana, esperaba a diario una llamada o un e-mail de Griffin, y cada noche, al meterse en la cama, lloraba, destrozada. Solo lograba conciliar el sueño diciéndose que al día siguiente tendría noticias de él, seguro.

Todas las mañanas se despertaba furiosa consigo misma por estar tan necesitada, por seguir queriendo a un hombre tan débil que ni siquiera estaba dispuesto a luchar por ella. Bajaba de la cama muy resuelta. Si Griffin llamaba por teléfono, no hablaría con él; y si enviaba un e-mail, lo borraría.

Después, a esperar.

A finales de agosto, las reservas emocionales de Jac estaban agotadas. Volvió a Nueva York con medio corazón.

Desde aquel verano, cada vez que necesitaba recordarse que había cometido el grave error de abrirse a alguien y confiar en él, tenía un ritual.

Sacaba de su armario uno de los frascos de la colonia de Griffin, apagaba la luz, bajaba las persianas y se sentaba al borde de la cama. Aguantando la respiración, se mojaba las puntas de los dedos con una pizca del precioso líquido, se lo aplicaba a la clavícula, a los lados del cuello y por toda la extensión de los dos brazos, y finalmente se llevaba las manos a la cara y respiraba, dejando impactar de lleno en ella aquel olor.

La intensidad del almizcle la abrazaba y envolvía, convenciéndola de estar todavía con Griffin, y de haber vuelto a hallar el alma con la que tenía los lazos más veraces.

Después abría los ojos y contemplaba el dormitorio, con sus bonitas cortinas de damasco, sus grabados de rosas antiguas y las decenas de frascos relucientes de perfumes L’Etoile sobre el tocador. En el espejo, más que verse a sí misma, veía el vacío que la rodeaba, allá donde, por un instante nada más, se había imaginado que estaba Griffin.

Y a continuación, dado que toda aquella práctica era un castigo, se permitía seguir recordando, a fin de no olvidar nunca más lo insensato que era creer en los sueños. La primera vez que habían estado juntos en casa de su abuela, en el dormitorio de Jac. Anochecía, y tras hacer el amor, él le había contado la historia de las dos mitades y el todo de Platón.

—Somos nosotros, esas dos mitades —le había dicho.

Jac había traducido la expresión al francés:


Âmes soeurs.

—Eras demasiado vulnerable cuando le conociste —le había dicho su abuela, intentando consolarla—; demasiado impresionable, y solitaria. Demasiado joven. Se te metió demasiado dentro. Tendrás que hacer un esfuerzo para superarlo, pero lo superarás. ¿Me oyes? Con el tiempo lo superarás.

Y Jac hizo el esfuerzo. Convirtió a Griffin en una lección aprendida, y le usó como mapa de un territorio que evitar.

Sin embargo, por muy feliz que le hicieran desde entonces sus otras relaciones, seguía obsesionada por su profunda conexión con Griffin.

Ahora él estaba en París. ¿Por qué? En la agenda de Robbie, al lado de su nombre, había un número de teléfono. Vaciló. ¿Llamarle después de diez años? ¿Volver a oír su voz? ¿Cómo podía darle alguna importancia a todo eso? Ya hacía mucho, mucho tiempo que la conexión entre los dos se había desvanecido, evaporado. Robbie estaba en paradero desconocido. En lo único que pensaba Jac ahora era en eso, no en el pasado.

Marcó el número.

—¿Diga?

Enmudeció al oírle. Presa de una vertiginosa oleada de emociones, luchó por regresar a la superficie, decir algo y encontrar su voz por encima del fragor de aquel mar imaginario y turbulento. Llevaban tantos años sin hablar… De pronto recordó la visión de su espalda cuando se iba por última vez.

—Griffin —dijo—, soy Jac.

Le satisfizo oír que aspiraba bruscamente. Algo era.

22

Valle del Loira

12.55 h

El viento había amainado y se había convertido en brisa, y los ciclistas (dos parejas de Londres que a menudo viajaban juntas) disfrutaban de un descanso y algo de comer a la orilla del río. Los últimos tres días de exploración por los cuarenta kilómetros de estuario, salpicados de islas y bordeados de marismas, habían confirmado las promesas de la agencia de viajes: un santuario de la ornitología y un sitio perfecto para pescar. Además, cuando tenían ganas de bajarse de las bicicletas siempre había cosas de sobra que ver y hacer en las antiguas poblaciones de la zona. Sylvie, que era licenciada en historia francesa, les entretenía a todos con anécdotas, aderezadas siempre con detalles subidos de tono o truculentos. Su marido, Bob, decía en broma que Sylvie era un depósito ambulante del lado oscuro de la historia.

—Aquí, durante la Revolución francesa —iba diciendo ahora—, los jacobinos obtuvieron una victoria muy importante en 1793, pero por lo que era más famosa la zona era por los cientos de miles de matrimonios republicanos que se produjeron en ella.

—¿Por qué será que no me lo imagino tan fácil como que se casaran un Bush y una Cheney? —dijo Olivia.

Todos rieron. Sylvie continuó.

—El término hacía referencia a un método de ejecución jacobino. Los revolucionarios, antirreligiosos, desnudaban a un hombre y una mujer (normalmente un cura y una monja), les ponían de espaldas, atados por las muñecas, se los llevaban por el río en barca y bautizaban la unión arrojándoles al agua, donde acababan por ahogarse.

Miraron la corriente que formaba remolinos al correr hacia el norte, en dirección al mar.

—No lo llamaron el reinado del Terror porque sí —concluyó Sylvie.

Avanzó y metió los dedos en el agua, como si se los lavase tras contar la historia. El sol se reflejó en una piedra que tenía… Miró más atentamente. ¿Lo que sobresalía por debajo era una tarjeta de crédito? Lo cogió. No era una piedra, sino un billetero empapado.

—¿Qué has encontrado? —preguntó Bob al llegar a su lado.

—Alguien debe de estar muy disgustado —dijo Sylvie, mostrándoselo.

—Será cuestión de dejárselo a la policía cuando volvamos al pueblo.

—No es lo único que les podremos enseñar —dijo John, a unos metros—. Mirad esto.

Levantó un mocasín negro.

—El zapato y la cartera no tienen por qué estar relacionados —dijo su mujer, Olivia—. A ti siempre te parece todo sospechoso.

Bob examinó la cartera.

—¿El zapato lleva alguna etiqueta?

—Sí, J. M. Weston.

—Pues entonces, para mí que son de la misma persona.

—Hombre, zapatos Weston se los puede comprar cualquiera. Estamos en Francia —dijo Olivia.

Sylvie salió en defensa de su marido.

—Zapatos caros y cartera cara —señaló—. Las dos cosas a la orilla del Loira, a un metro y pico de distancia.

—¿Hay algún nombre en la cartera? —preguntó John—. Parece que dentro del zapato hay unas iniciales, debajo de la lengüeta. ¿Cuánto dinero hay que tener para que te graben las iniciales en los zapatos?

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