Read El león, la bruja y el ropero Online
Authors: C.S. Lewis
Las niñas lo siguieron con la vista, pero el espectáculo que se presentó ante sus ojos fue tan portentoso que olvidaron al león. Las estatuas cobraban vida por doquier. El patio ya no parecía un museo, sino más bien un zoológico. Las criaturas más increíbles corrían, detrás de Aslan y bailaban a su alrededor, hasta que él casi desapareció en medio de la multitud. En lugar de un blanco de muerte, el patio era ahora una llamarada de colores: el lustroso color castaño de los centauros; el azul índigo de los unicornios; los deslumbrantes plumajes de las aves; el café rojizo de zorros, perros y sátiros; el amarillo de los calcetines y el carmesí de las capuchas de los enanos. Y las niñas-abedul en el color de la plata, las niñas-haya en un fresco y transparente verde, las niñas-alerce en un verde tan brillante que era casi un amarillo...
Y en vez del antiguo silencio de muerte, el lugar entero retumbaba con el sonido de felices rugidos, rebuznos, gañidos, ladridos, chillidos, arrullos, relinchos, pataleos, aclamaciones, hurras, canciones y risas.
—¡Oh! —exclamó Susana en un tono diferente—. ¡Mira! Me pregunto..., quiero decir, ¿no será peligroso?
Lucía miró y vio que Aslan acababa de soplar en el pie del gigante de piedra.
—No teman, todo está bien —dijo Aslan alegremente—. Una vez que las piernas le funcionen, todo el resto de él lo seguirá.
—No era eso exactamente lo que yo quería decir —susurró Susana al oído de Lucía. Pero ya era muy tarde para hacer algo; ni siquiera si Aslan la hubiera escuchado. El rayo ya trepaba por las piernas del Gigante. Ahora movía sus pies. Un momento más tarde, levantó la porra que apoyaba en uno de sus hombros y se restregó los ojos.
—¡Bendito de mí! Debo haber estado durmiendo. Y ahora, ¿dónde se encuentra esa pequeña Bruja horrible que corría por el suelo? Estaba en alguna parte..., justo a mis pies.
Cuando todos le gritaron para explicarle lo que realmente había sucedido, el Gigante puso su mano en el oído y les hizo repetir todo de nuevo hasta que al fin entendió; entonces se agachó y su cabeza quedó a la altura de un alminar. Llevó la mano a su gorro repetidamente ante Aslan, con una sonrisa radiante que llenaba toda su fea y honesta cara (los gigantes de cualquier tipo son ahora tan escasos en Inglaterra y más aún aquellos de buen carácter, que les apuesto diez a uno a que ustedes jamás han visto un gigante con una sonrisa radiante en su rostro. Es un espectáculo que bien vale la pena contemplar).
—¡Ahora! ¡Entremos en la casa! —dijo Aslan—. ¡Dense prisa, todos! ¡Arriba, abajo y en la cámara de mi señora! No dejen ningún rincón sin escudriñar. Nunca se sabe dónde puede haberse ocultado a un pobre prisionero.
Todos corrieron al interior de la casa. Y por varios minutos, en ese negro, horrible y húmedo castillo que olía a cerrado, resonó el ruido del abrir de las puertas y ventanas y de miles de voces que gritaban al mismo tiempo:
—¡No olviden los calabozos!
—¡Ayúdenme con esta puerta!
—¡Encontré otra escalera de caracol!
—¡Oh, aquí hay un pobre canguro pequeñito!
—¡Puf! ¡Cómo huele aquí!
—¡Cuidado al abrir las puertas! ¡Pueden caer en una trampa!
—¡Aquí! ¡Suban! ¡En el descanso de la escalera hay varios más!
Pero lo mejor de todo sucedió cuando Lucía corrió escaleras arriba gritando:
—¡Aslan! ¡Aslan! ¡Encontré al señor Tumnus! ¡Oh, venga rápido!
Momentos más tarde el pequeño Fauno y Lucía, tomados de la mano, bailaban y bailaban de felicidad. El Fauno no parecía mayormente afectado por haber sido una estatua; en cambio, estaba muy interesado en todo lo que la niña tenía que contarle.
Pero al fin terminó el registro de la fortaleza de la Bruja. El castillo quedó completamente vacío, con las puertas y ventanas abiertas, y todos aquellos rincones oscuros y siniestros fueron invadidos por esa luz y ese aire de la primavera que requerían con tanta urgencia. De vuelta en el patio, la multitud de estatuas liberadas se agitó. Fue entonces cuando alguien (creo que Tumnus) preguntó primero:
—Pero, ¿cómo vamos a salir de aquí?
Porque Aslan había entrado de un salto y las puertas estaban todavía cerradas.
—Todo irá bien —dijo Aslan; se levantó sobre sus patas traseras y gritó al Gigante—: ¡Oye, tú! ¡Allá arriba! ¿Cómo te llamas?
—Gigante Rumblebuffin, su señoría —dijo el Gigante, llevando su mano a la gorra una vez más.
—Bien, Gigante Rumblebuffin —dijo Aslan—. ¿Podrás sacarnos de este lugar?
—Por cierto, su señoría, será un placer —contestó el Gigante—. ¡Apártense de las puertas todos ustedes, pequeños!
Se aproximó de una zancada hasta las rejas y les dio un golpe..., otro golpe..., y otro golpe con su enorme porra. Al primer golpazo, las puertas rechinaron; al segundo, se rompieron estrepitosamente; y al tercero, se hicieron astillas. Entonces el Gigante embistió contra las torres, a cada lado de las puertas, y, después de unos minutos de violentos estrellones y sordos golpes, ambas torres y un buen pedazo de muralla cayeron estruendosamente convertidas en una masa de desechos y de piedras inservibles; y cuando la polvareda se dispersó y el aire se aclaró, para todos fue muy raro encontrarse allí, parados en ese seco y horrible patio de piedra y ver, a través del boquete, el pasto, los árboles ondulantes, los espumosos arroyos del bosque, las montañas azules más atrás y, más allá de todo, el cielo.
—Estoy completamente bañado en sudor —dijo entonces el Gigante—. Creo que no estaba en muy buenas condiciones físicas. ¿Alguna de las jóvenes señoras tendrá algo así como un pañuelo?
—Yo tengo uno —dijo Lucía, empinándose en la punta de sus pies y alzando el pañuelo tan alto como pudo.
—Gracias, señorita —dijo el Gigante Rumblebuffin, agachándose. Y siguió un momento más bien inquietante para Lucía, pues se vio suspendida en el aire, entre el pulgar y los demás dedos del Gigante. Pero cuando ella se encontró cerca de su enorme cara, éste se detuvo repentinamente y, con toda suavidad, volvió a dejarla en el suelo.
—¡Qué bendito! ¡He levantado a la niña! Perdóneme señorita, creí que
era
el pañuelo.
—¡No, no! —dijo Lucía, riendo—. ¡Aquí está el pañuelo!
Esta vez el Gigante se las arregló para tomarlo sin equivocarse; pero, para él, un pañuelo era del mismo tamaño que una sacarina para ustedes. Por eso, cuando Lucía vio que, con toda solemnidad, él frotaba su gran cara roja una y otra vez, le dijo:
—Temo que ese pañuelo no le servirá de nada, señor Rumblebuffin.
—De ninguna manera. De ninguna manera —dijo el Gigante cortésmente—. Es el mejor pañuelo que jamás he tenido. Tan fino, tan útil... No sé cómo describirlo.
—¡Qué Gigante tan encantador! —dijo Lucía al señor Tumnus.
—¡Ah, sí —dijo el Fauno—. Todos los Buffins lo han sido siempre. Es una de las familias más respetadas de Narnia. No muy inteligentes quizás (yo nunca he conocido a un gigante que lo sea), pero una antigua familia, con tradiciones..., tú sabes. Si hubiera sido de otra manera, ella nunca lo habría transformado en estatua.
En ese momento, Aslan golpeó las manos y pidió silencio.
—El trabajo de este día no ha terminado aún —dijo—, y si la Bruja debe ser derrotada antes de la hora de dormir, tenemos que dar la batalla de inmediato.
—Y espero que nos uniremos, señor —agregó el más grande de los centauros.
—Por supuesto —dijo Aslan—. ¡Y ahora, atención! Aquellos que no pueden resistir mucho (es decir, niños, enanos y animales pequeños) tienen que cabalgar a lomo de los que sí pueden (estos somos los leones, centauros, unicornios, caballos, gigantes y águilas). Los que poseen buen olfato, deben ir adelante con nosotros los leones, para descubrir el lugar de la batalla. ¡Ánimo y mucha suerte!
Con gran alboroto y vítores, todos se organizaron. El más encantado en medio de esa muchedumbre era el otro león, que corría de un lado para otro pretendiendo estar muy ocupado, aunque en realidad lo único que hacía era decir a todo el que encontraba a su paso:
—¿Oyeron lo que dijo?
Nosotros, los leones
. Eso quiere decir «
él y yo
».
Nosotros, los leones
. Eso es lo que me gusta de Aslan. Nada de personalismos, nada de reservas.
Nosotros, los leones
; él y yo.
Y siguió diciendo lo mismo mientras Aslan cargaba en su lomo a tres enanos, una Dríade, dos conejos y un puerco espín. Esto lo calmó un poco.
Cuando todo estuvo preparado (fue un gran perro ovejero el que más ayudó a Aslan a hacerlos salir en el orden apropiado), abandonaron el castillo saliendo a través del boquete de la muralla. Adelante iban los leones y los perros, que olfateaban en todas direcciones. De pronto, un gran perro descubrió un rastro y lanzó un ladrido. En un segundo, los perros, los leones, los lobos y otros animales de caza corrieron a toda velocidad con sus narices pegadas a la tierra. El resto, una media milla más atrás, los seguían tan rápido como podían. El ruido se asemejaba al de una cacería de zorros en Inglaterra, sólo que mejor, porque de vez en cuando el sonido de los ladridos se mezclaba con el gruñido del otro león y algunas veces con el del propio Aslan, mucho más profundo y terrible.
A medida que el rastro se hacía más y más fácil de seguir, avanzaron más y más rápido. Cuando llegaron a la última curva en un angosto y serpenteado valle, Lucía escuchó, sobre todos esos sonidos, otro sonido..., diferente, que le produjo una extraña sensación. Era un ruido como de gritos y chillidos y de choque de metal contra metal.
Salieron del estrecho valle y Lucía vio de inmediato la causa de los ruidos. Allí estaban Pedro, Edmundo y todo el resto del ejército de Aslan peleando desesperadamente contra la multitud de criaturas horribles que ella había visto la noche anterior. Sólo que ahora, a la luz del día, se veían más extrañas, más malvadas y más deformes. También parecían ser muchísimo más numerosas que ellos. El ejército de Aslan —que daba la espalda a Lucía— era dramáticamente pequeño. En todas partes, salpicadas sobre el campo de batalla, había estatuas, lo que hacía pensar en que la Bruja había usado su vara. Pero no parecía utilizarla en ese momento. Ella luchaba con su cuchillo de piedra. Luchaba con Pedro... Ambos atacaban con tal violencia que difícilmente Lucía podía vislumbrar lo que pasaba. Sólo veía que el cuchillo de piedra y la espada de Pedro se movían tan rápido que parecían tres cuchillos y tres espadas. Los dos contrincantes estaban en el centro. A ambos lados se extendían las líneas defensivas y dondequiera que la niña mirara sucedían cosas horribles.
—¡Desmonten de mi espalda, niñas! —gritó Aslan.
Las dos saltaron al suelo. Entonces, con un rugido que estremeció todo Narnia, desde el farol de occidente hasta las playas del mar oriente, el enorme animal se arrojó sobre la Bruja Blanca. Por un segundo Lucía vio que ella levantaba su rostro hacia él con una expresión de terror y de asombro. El León y la Bruja cayeron juntos, pero la Bruja quedó bajo él. Y en ese mismo instante todas las criaturas guerreras que Aslan había guiado desde el castillo se abalanzaron furiosamente contra las líneas enemigas: enanos con sus hachas de batalla, perros con feroces dientes, el Gigante con su porra (sus pies también aplastaron a docenas de enemigos), unicornios con su cuerno, centauros con sus espadas y pezuñas...
El cansado batallón de Pedro vitoreaba y los recién llegados rugían. El enemigo, hecho una gritería y confusión, lanzó alaridos hasta que el bosque respondió con el eco al ruido ensordecedor de esa embestida.
La batalla terminó pocos minutos después que ellos llegaron. La mayor parte de los enemigos había muerto en el primer ataque de Aslan y sus compañeros; y cuando los que aún vivían vieron que la Bruja estaba muerta, se entregaron o huyeron. Lucía vio entonces que Pedro y Aslan estrechaban sus manos. Era extraño para ella mirar a Pedro como lo veía ahora..., su rostro estaba tan pálido y era tan severo que parecía mucho mayor.
—Edmundo lo hizo todo, Aslan —decía Pedro en ese momento—. Nos habrían arrasado si no hubiera sido por él. La Bruja estaba convirtiendo nuestras tropas en piedra a derecha y a izquierda. Pero nada pudo detener a Edmundo. Se abrió camino a través de tres ogros hacia el lugar en que ella, en ese preciso momento, convertía a uno de los leopardos en estatua. Cuando la alcanzó, tuvo el buen sentido de apuntar con su espada hacia la vara y la hizo pedazos, en lugar de tratar de atacarla a ella y simplemente quedar convertido él mismo en estatua. Ésa fue la equivocación que cometieron todos los demás. Una vez que su vara fue destruida comenzamos a tener algunas oportunidades..., si no hubiéramos perdido a tantos ya. Edmundo está terriblemente herido. Debemos ir a verlo.