El legado del valle (16 page)

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Authors: Jordi Badia & Luisjo Gómez

Tags: #Intriga, Histórica

BOOK: El legado del valle
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—Me parece que ya es tarde. Nuestro comprador ha encontrado otra alternativa. Aquí las cosas van muy deprisa, y…

—Entiendo. Disculpe la molestia y buenos días.

—Espere, señor Miró, porque, sin embargo, creo que podríamos encontrar intereses comunes en otras latitudes. Sí, tengo un cliente interesado en invertir en África; es posible que le sea de gran interés. No quiero avanzar acontecimientos, no vaya a ser que pase como ahora con la casa, pero parece que se trata de un coleccionista que desea contactar con gente en diversos países africanos para realizar transacciones. ¿Le puedo dar su teléfono para que le llame en unos días?

—Ah, por supuesto.

—Por cierto, señor Miró, pronto deberemos realizar ciertos trámites: liquidaciones de impuestos, tasas… En fin, como le comenté, necesitaríamos disponer de un apoderado, para que no deba desplazarse desde tan lejos. ¿Ha pensado usted en alguien que pueda representarle?

—Me temo que no. Lo meditaré.

—Hágalo, por favor. Es importante.

Cuando a continuación contacté con el señor Saludes, comprobé que él no sólo seguía interesado en adquirir la casa, sino que insistía en conocerme personalmente.

—Yo fui un gran admirador de su tía. Su hogar en Boí es para mí un santuario —dijo.

Le comuniqué que pronto lo llamaría para vernos allí, con ocasión de mi próximo viaje.

«¿Un santuario? —pensé—. Ese hombre está loco.» Sentía que a cada paso que daba me acercaba más hacia un peligro ignorado. Y brotaba dentro de mí un placer secreto e indescriptible, similar al que había experimentado en épocas de revueltas en África.

La partida había empezado. Y me gustaba. Acababa de hacer ese movimiento último de muñeca, firme y certero, a partir del cual los dados saltan al aire desde el cubilete e inician un vuelo incierto. Vueltas y vueltas sobre sí mismos, bajo la atenta mirada de los jugadores, para describir una parábola y rodar sobre el tapete. Debía actuar como el mejor fullero, temer al miedo y desconfiar de todos hasta vislumbrar el sentido de todo aquello.

Empezaba a intuir quiénes eran mis contrincantes. Todos girábamos, por razones que no alcanzaba a comprender, alrededor de una espada y de un pergamino de misterio indescifrable. Era consciente de que mi debilidad eran la distancia y la desconexión. Aunque quizás eso mismo me hacía fuerte a ojos de mis adversarios. En una cosa, como mínimo, el señor Marest estaba en lo cierto: debía contar con alguien de confianza, alguien en quien apoyarme en España. «¿Carola?», me pregunté.

El rugir de los jeeps distrajo mi atención. Salí a la explanada de la entrada. Todo estaba ya listo; también los turistas, con sus singulares atuendos. Los observaba y pensaba en cómo reaccionarían aquellos tipos ante cualquier eventualidad. Yvan se llevaba al grupo de las cataratas; Moses, al de los gorilas.

—Moses —le advertí con discreción—, toma todas las precauciones; tu grupo me preocupa. Se les ve demasiado pardillos.

—Tranquilo, señor. Creo que lamentarán haber visto gorilas desde muy lejos —contestó con una sonrisa.

—Bien, Moses —le rodeé el hombro—. A la vuelta hablaremos. Tendré que volver a España. Hubo gestiones que quedaron en el aire, y…

—¿Muchos días, señor?

¡Siempre la misma pregunta!

—No, hermano, pocos.

Acompañé mi respuesta con un abrazo.

A los pocos minutos nos encontrábamos solos Abdalla y yo, junto al rótulo alzado sobre un mástil, con letras esculpidas en un rectángulo de madera: «KABALEGA HOTEL». Contemplábamos el polvoriento rastro de los todoterreno, mientras el silencio se abría paso tras el rumor de los motores que se alejaban.

El sol se reflejaba en la fachada del hotel con un brillo inusual, y descubría el resplandor de una nueva etapa inédita, en donde resonancias de mi pasado me señalaban un camino confuso.

—Sí —me repetía—. Necesito a alguien allí. Alguien en quien pueda confiar.

Tales cavilaciones apuntaban hacia una única persona.

Sabía que en algún lado conservaba su número de teléfono. Busqué largo rato por el estudio hasta que me reencontré con mi antigua agenda. Marqué los dígitos. El pulso se me aceleró al escuchar de nuevo su voz. De inmediato comprendí el mensaje y no pude más que reírme de mí mismo: «Telefónica le informa que no hay actualmente ningún abonado con este número de teléfono».

Recordé el último trabajo que le conocí: realizaba suplencias en el colegio Sant Miquel. Me hice con el teléfono del centro a través de Internet. Era cerca de la una y media, es decir las once y media en España. «Una buena hora para llamar a un colegio», me dije.

Respondió una voz masculina:

—Sant Miquel.

—Buenos días. Perdone que le moleste. Soy Arnau Miró, un antiguo compañero de la profesora Berta Hernández. Hace años que no nos vemos y quisiera poder contactar con ella, si es posible.

—No conozco a nadie con ese nombre que trabaje aquí. Espere un momento, por favor.

Otra insoportable música de espera amenizó aquel largo momento, hasta que se puso al habla una voz distinta, masculina también:

—¿Arnau Miró?

—Sí, yo mismo.

—¿Arnau Miró? ¿El Arnau Miró que yo tengo en la cabeza?

—¿Quién es? —pregunté impaciente.

—Coño, Arnau, ¡cuánto tiempo! Soy Jaume Justa.

Jaume Justa era un insulso compañero del colegio, con quien habíamos salido en alguna ocasión con Berta. Fue él quien nos presentó. Ambos coincidirían posteriormente en su ejercicio como profesores.

—¡Jaume! ¿Cómo te va la vida?

—Ya ves, por aquí cuidando ganado, que crece reaccionario. Y tú, ¿qué cuentas?

—Sigo en África. Te llamo desde Uganda.

—¡Caramba! —interrumpió—. Te costará un pastón la llamada. —Seguía tan rata como antaño—. Buscas a Berta, pero es que hace años que no trabaja aquí. Hace unos meses coincidimos en un seminario. Me contó que tenía plaza fija en La Salle Bonanova. Mira, lo siento, pero ahora tengo que entrar en clase. Oye, si vienes por Barcelona me encantaría verte —aceleró sus palabras—. Pero, Arnau, ¿va todo bien?

—Estupendamente, gracias. Un favor más. ¿Tienes el teléfono de La Salle Bonanova?

Tras esa conversación me invadió una intensa aflicción. Reviví la nostalgia que sufrí en mis primeros meses en Butiaba. Sentía cómo se tambaleaba de nuevo mi centro de gravedad.

A duras penas acertaba con los números que debía marcar, por el temblor de mi mano ante esa nueva llamada. Sentía una fuerte opresión en el pecho, que apenas me permitía respirar; era como si mi alma quisiera salir al exterior o quizás el exterior quisiera adentrarse en ella.

—Salle. ¿Dígame?

—Buenos días. ¿La profesora Berta Hernández, por favor?

—Está en clase. Si no es urgente, ¿podría usted llamarla durante el recreo? Salen en algo más de una hora, hacia las 12.45.

—Por supuesto, ningún problema, así lo haré. Muchas gracias —respondí con voz trémula.

Me sentía sobreexcitado por haberla localizado tras más de dos décadas. Además, como historiadora, Berta podría convertirse en una perfecta colaboradora en la necesaria interpretación del maldito pergamino.

Sabía que, sin clientes en el hotel, aquellos minutos se me harían eternos, así que los consumí con un paseo por la orilla del lago, teléfono inalámbrico en mano. Ayudé a Abdalla a recoger unos singulares bulbos que, al fuego, desprenden una densa columna de humo amarillo. Algo que se utiliza desde la antigüedad como señal de alarma. Gracias a ello, los pescadores del lago advierten situaciones de peligro y pueden acudir a prestar ayuda. Siempre que Moses partía, Abdalla se sentía más segura con algunas de esas raíces.

Aquel día no se levantó la neblina; se mantenía sobre las aguas del lago, lo que le otorgaba un aspecto turbador. Las últimas lluvias habían arrasado todo su perímetro y pensé que, a la vuelta de las excursiones, deberíamos adecentar la parte más próxima al hotel. Intenté ocupar mi mente con tonterías, para distraer así la tensa espera, hasta que llegó la hora.

—Salle. ¿Dígame? —pronunció la misma voz.

—Buenos días, he llamado antes para preguntar por la profesora Berta Hernández.

—Sí, en seguida.

Dejó el teléfono descolgado y se percibió a lo lejos el griterío de niños.

Empecé a sentir un estremecimiento en mis labios y un frío intenso me abrazó, hasta que se produjo un seísmo en todo mi cuerpo cuando el cálido e inconfundible timbre de su voz acarició mis oídos.

—¿Sí?

No necesité más. Con sólo oír el monosílabo, supe que era ella. Ella: Berta. Ella: mi amor. Mi gran amor. El amor de mi vida.

Al cabo de tantos años, el tono de su voz era el mismo.

—¿Berta?

—Sí.

—¿Ber-ta? —tartamudeé.

Me sentía emocionalmente vulnerable.

—Sí. ¿Quién es? —preguntó con firmeza.

—Ar-na-u. Soy Arnau.

Hubo un silencio embarazoso, perturbado por el bullicio infantil. Un mutismo asfixiante entre dos almas alejadas por miles de kilómetros que fueron una sola en el pasado.

—¿Arnau? —preguntó incrédula.

—Sí, Berta, Arnau… —respondí mientras imaginaba su rojizo cabello en contacto con el auricular.

Advertí entonces su creciente llanto. Yo también comencé a llorar. No podíamos cruzar palabra, pero ambos nos manteníamos en la línea, donde se entremezclaba el griterío de los juegos infantiles con el rumor sordo de nuestro llanto, entre ahogados sollozos y quejidos.

Por fin pude pronunciar una nueva palabra, pero no innové:

—¿Berta?

—Sí.

—Necesito verte.

Ella aspiró como para tomar fuerzas y poder articular alguna frase.

—¡Ah! Bien. ¿Ahora? ¿Veinte años después me llamas y me dices que necesitas verme?

—Necesito verte —repetí.

—¿Desde dónde me llamas? —quiso saber entre la indignación y el sollozo.

—Estoy en Butiaba.

Sí, allí me encontraba; en la arenosa orilla de un lago inmenso que debía cruzar, pero incapaz de hacerlo solo.

—¡Ah! Bien —repitió con despecho—, pues no entiendo nada, ¿sabes? Veinte años más tarde y sigo sin entenderte.

—Berta: necesito que me ayudes. Te necesito.

—¿Por qué, Arnau? ¿Qué ocurre? ¿Quieres hacerme daño otra vez?

—Me suceden cosas que no puedo afrontar en solitario. Sólo me quedas tú, perdida en la distancia.

—Déjate de poesías. ¿Te has preguntado si yo he necesitado ayuda durante todo este tiempo? ¿Qué quieres ahora de mí?

—De momento, saber si podríamos vernos si fuera a Barcelona. Si me recibirías.

—Claro, superfácil, tú me llamas y nos vemos, como si nada.

—Berta, te lo ruego, ayúdame —imploré.

Percibí que su enojo disminuía.

—¿Y cuándo sería eso?

—No sé. Si tú quieres, lo antes posible, la próxima semana.

Volvió el llanto.

—Arnau, por favor, Arnau…

Aprecié una voz de alguien que se encontraba cercano a ella:

—Berta, ¿estás bien? ¿Algún problema?

—No, no. No te preocupes.

—¿Dime?

—No hablaba contigo, Arnau.

—Y bien, ¿podríamos vernos? —insistí.

—Confírmame cuándo vendrás. Trataré de arreglarlo. Ahora tengo que dejarte.

—Berta, gracias. Un beso.

—Cuídate —pronunció como caricia que jamás olvidaré.

Me incorporé exultante.

Contemplé el lago bajo la atenta mirada de un pescador que había bautizado su canoa con el nombre de Fly Emirates, lo que me invitó a sacar los billetes por Internet.

7

Año 1922.

S
tefano no pudo evitar que su nostálgica mirada se dirigiera hacia las escaleras que conducen al campanario; las que nacen junto al altar. Y mucho menos impedir que sus labios esbozaran una ligera sonrisa cuando su memoria retrocedió tres lustros.

Sí, él ya había estado allí. Claro que lo recordaba, aunque no podía decirlo de forma abierta. Y rogaba al cielo para no reencontrarse con antiguos protagonistas del que acabó siendo el episodio más apasionante de su vida.

—¿Todo va bien, Stefano? —preguntó el señor Joaquín cuando lo vio dejarse caer en el primero de los bancos de la iglesia, absorto ante el mural.

—Sí, sólo recordaba.

Porque el señor Joaquín sí compartía el secreto. Sabía que para Stefano nada de aquello era nuevo. Quince años atrás, acompañaba a su padre en este mismo lugar, en cumplimiento de una tarea encomendada por el obispado de Urgell.

Exactamente allí, en la Iglesia de Sant Climent de Taüll.

Entonces contaba tan sólo diecisiete primaveras.

Jamás podría olvidar el terror que sintió la madrugada de aquel día en que la niebla se adueñó del Valle, sin permitir apenas ver las primeras casas del pueblo.

Esa mañana, harto del hastío al que se veía condenado, subió a lo alto del campanario para dejar volar sus sueños.

Como casi todos los adolescentes, se sentía solo; pero en su caso era una soledad forzada, exigida por la sumisión debida a su padre, que le obligaba a seguirlo allí donde se precisaran sus servicios, lo que le impedía echar raíces y fraguar afectos.

En lo alto de la torre, donde nadie le veía llorar, Stefano dejó para siempre una lágrima, que con todo cuidado recogió con el índice para depositarla sobre la superficie cóncava de la campana. Antes de que sonara el siguiente toque, formuló un deseo. No podía ser cualquier aspiración fútil, ni una pretensión baladí; debía ser una ilusión sentida con intensidad, y no podía ser otra:

—Virgen de la Annunziata, tú que tienes en tu seno a mamá y a Massimo, intercede para ofrecerme una nueva vida, lejos de aquí y de mi padre.

Era la aspiración de un mozo que conocía infinidad de lugares y rincones, pero que carecía de amistad alguna. Desde la Lombardía hasta Poblet, pasando por Rieux-Minervois; desde Sant Genis les Fonts hasta Bell-lloc, conocía iglesias y sacerdotes, sus santos y vírgenes, sus murales y retablos, pero nunca supo de sus gentes.

Un joven que, a pesar del trato recibido, amaba y guardaba fidelidad a su padre, Giovanni, quien, tras media vida en una idílica villa junto al lago de Como, recaló junto a Stefano en los más recónditos lugares de Europa. Giovanni fue golpeado por el destino y sufrió un pasado traumático, en el que perdió a su mujer y a su hijo primogénito, para quedarse en adelante solo, a cargo del pequeño Stefano.

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