El legado del valle (14 page)

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Authors: Jordi Badia & Luisjo Gómez

Tags: #Intriga, Histórica

BOOK: El legado del valle
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Con picas y alabardas, la infantería hasta el momento amiga irrumpió en los refectorios donde los monjes guerreros realizaban la magra colación del mediodía, cubiertos los primeros por arqueros y ballesteros con las saetas a punto. Por último, caballeros francos con la espada desenvainada conminaban a la rendición.

Los superaban en una proporción de diez a uno. Orquestándolo todo, el traidor Floyran y el felón de De Maganyac. El primero vestía el blasón de su familia y no la cruz paté, que de forma tan absoluta había deshonrado; el otro lucía las flores de lis de Francia.

Los monjes no daban crédito a lo que sucedía. A pesar de ser los soldados más arrojados y valerosos de la cristiandad, el estupor y el desconcierto no les permitían levantar la espada contra soldados de Francia, una nación de la que la mayoría de ellos eran súbditos. Otros, como De Vivar, no tenían esa limitación.

El grupo de cuatro caballeros, uno de ellos De Vivar, y otros tantos sargentos, todos ellos de origen y ascendencia hispánica, entraba en la fortificación al trote corto de sus monturas, esta vez sobre altos caballos de batalla. Habían sido destacados como observadores del despliegue por el propio De Abadía en el castillo de Cardet, principal elemento defensivo en la estrategia del Valle.

Tras cruzar el puente levadizo, los grandes portones de la puerta principal se cerraron de improviso con estrépito. Una vez en el patio, un torbellino de hombres los rodeó armas en ristre. Un atildado capitán de la guardia real francesa se dirigió hacia el grupo de jinetes, con la diestra apoyada con gesto estudiado en el pomo de una espada con enjoyado guardamanos. Los aguerridos religiosos, grupa contra grupa de sus inquietos caballos, se apelotonaban en el centro de la plaza.

—Como ovejas en un coggal —comentó el capitán con desdén a su sargento de armas, soldado que ya peinaba canas y que con prudencia, sabedor de la fama en combate de los singulares monjes barbudos, se había quedado retrasado tras un piquete de lanceros—. ¡Daos prgesos en nombgre de nuestgro gey Felipe y de Su Santidad Clemente V, heguejes!

Dio la orden en castellano, mientras sujetaba con su mano izquierda, cubierta por un fino guante recamado de perlas, las bridas de José de Vivar. Actuaba muy seguro de sí mismo, a la vista de la poderosa fuerza que comandaba y de la difícil posición de los jinetes.

Con un fulgurante movimiento, el templario se aupó sobre los estribos, extrajo el pesado acero que portaba al cinto y, tras alzarlo por encima de su cabeza, trazó un arco para, con toda su fuerza, descargar un mandoble sobre el hombro del francés.

El asombrado guerrero de salón observaba, con más extrañeza que dolor, que su desgajado brazo ya no se encontraba unido al tronco. El miembro, eso sí, seguía aún asido con pueril obstinación a las riendas del animal.

A pesar de la azarosa situación en que se encontraban, era inevitable que alguna risita se escapara del reducido contingente templario.

Con la espada de De Vivar teñida en sangre, y a una orden de éste, los ocho jinetes se lanzaron como uno solo, en breve galope, sobre el nutrido grupo de enemigos que tenían al frente, que cayeron derribados por la violencia de la carga, para abrir sangrientas brechas en lo que hacía unos momentos era una formación compacta.

Tras la pérdida de su jefe, los soldados retrocedieron aterrorizados, lo cual impidió que los arqueros de retaguardia hicieran su trabajo.

A una nueva orden, los ocho volvieron grupas, para dirigirse como un ariete contra los desorganizados soldados que guarnecían la puerta de la fortaleza. Tampoco éstos fueron rivales. En pocos segundos, la jactanciosa tropa que había cerrado el portón tras el paso de los jinetes, se convirtió en un montón de carne ensangrentada.

Dos de los sargentos descabalgaron con rapidez. Apartaron los cadáveres y retiraron el sólido travesaño que descansaba sobre dos abrazaderas de hierro, para desbloquear el portón. Ambos guerreros sostuvieron por las jambas las gruesas hojas de roble abiertas, a fin de que sus compañeros pudieran huir de la celada que les habían tendido.

Conocedores del peligro, decidieron que su sacrificio era necesario. Cayeron con el cuerpo erizado de flechas mientras trataban de cerrar de nuevo el portón, una vez sus barbados camaradas hubieron salido de la fortaleza a galope tendido.

Eran hijos del Reino Aragón, de los Condados Catalanes, de los bravos cántabros que habían plantado cara al invasor árabe siglos antes, cuyos antepasados habían derramado sangre franca, y no dudaban ante la posibilidad de morir con la espada en la mano.

El pequeño destacamento cabalgaba hacia el castillo de Erill. José de Vivar tenía órdenes que cumplir, que De Abadía había dado de antemano. Cuando las recibió, creyó que jamás llegaría el momento de tener que llevarlas a cabo: «Una mujer, una niña y un objeto». No se podía permitir el lujo de caer en combate.

Las voces de los dos hombres sonaban amortiguadas entre los muros de piedra del salón del trono. El olor a ceniza fría del interior de la sala se mezclaba con el humo de los incendios, que penetraba a través de los ventanucos abiertos en los altos sillares.

—¡No puede ser, Georges, no puede ser! ¡Son francos, y a la cabeza de ellos va un templario! Los acompañan inquisidores; los dos hemos visto los lúgubres hábitos de la regla de Santo Domingo.

—Mi viejo amigo —le decía Georges de Abadía al señor de Erill—, es un hecho. La traición se ha consumado y el Valle ha caído. Sé que te pido lo que nunca jamás pensé que tendría que pedirte, pero escúchame con atención —añadió mientras posaba ambas manos sobre los amplios hombros, ahora abatidos de Erill—. Debes someterte al francés y a Roma.

—Jamás. Aún es posible organizar una defensa. Enviaremos mensajeros a nuestro señor Jaime de Aragón. Soy su vasallo y le he servido bien. Nos apoyará al momento con sus tropas y las nuestras que luchan con él en las marcas contra el Moro. Inclinar la cabeza, la vergüenza, el deshonor. ¡Eso no! —rugió.

—Jaime no hará nada y los dos lo sabemos, mi buen amigo. Las guerras por Sicilia hicieron correr ríos de sangre y enfrentaron a Francia y Roma con la Corona de Aragón. Eso fue el desencadenante de una brutal campaña contra Cataluña. La tinta del tratado de paz, firmado por Jaime II de Aragón con Felipe III de Francia y el Papado, aún no se ha secado. —El templario se dirigió a su señor con cariño—: No, amigo mío, Jaime tiene a sus mesnadas empeñadas en una cruenta guerra junto al vecino Reino de Castilla, para que entre ambas puedan aplastar las plazas fuertes que tiene el infiel en torno a Gibraltar. No se enfrentará al rey de Francia y al Papa otra vez. No hará nada por nuestro Valle —repitió con tristeza el templario.

Así era. Con Pedro III, la Corona de Aragón se expandió por el Mediterráneo. En 1282 arrebató la isla de Sicilia a Roma. Ése fue el motivo que bastó para que el papa Martín IV y Felipe III de Francia organizaran una campaña e invadiesen Cataluña tras atravesar los Pirineos. Pedro tuvo que rechazar la intrusión. La cruenta guerra continuó con sus hijos, Alfonso III y Jaime II, hasta que en 1302, por el tratado de Caltabellota, Federico, hermano de Jaime, fue reconocido como rey de Sicilia, y Jaime, a su vez, fue investido como soberano de Córcega y Cerdeña.

No. Desde luego que no. £1 monarca aragonés no se iba a enemistar contra la poderosa nación vecina y la Iglesia porque, por las razones que fuera, éstas masacraran un valle perdido en el Pirineo.

A pesar de la evidente felonía, Jaime II de Aragón miraría hacia otro lado.

—Acéptalo. Dobla la rodilla ante ellos por nuestra sagrada causa. Sométete y pensarán que nos han vencido, mi bravo compañero.

—Cubrirán con sangre el orgulloso león dorado de la Casa de Erill, como símbolo de la sumisión al yugo romano —musitó apenas con un hilo de voz—. El juramento de fidelidad y obediencia al Papa: un león de ahora en adelante rojo. Un baldón para toda la eternidad. El deshonor.

—La suerte está echada y los tres tenemos que cruzar nuestro particular Rubicón. Mi parte es la más fácil. Casi la deseo, aunque no de esta forma. Soy viejo y he vivido demasiado. La tuya, mi querido compañero, desde luego es la más oprobiosa. La de Charité, sin duda, infinitamente la más dolorosa.

—Ella, mi señora Charité. No, ella no. ¿No puede ser de otra manera?

—Servimos a un fin supremo. Ella así lo ha decidido.

La reducida tropa que mandaba De Vivar cabalgaba por trochas y cañadas como una exhalación.

—¡Continuad! No os detengáis. Tenemos una misión que cumplir —ordenó tajante a los dos sargentos que cerraban la formación, quienes habían refrenado sus corceles, a la vista de los desmanes que un grupo de soldados franceses llevaba a cabo en una granja.

En pocos minutos tuvieron a la vista el castillo de Erill, así como las poblaciones circundantes. En la rampa de tierra que conducía con suavidad al inicio de la barbacana, se distinguían tropas de infantería franca, así como cuerpos sobre la hierba. Estos últimos pertenecían a la que fue la última guardia de la orgullosa fortaleza. Las cabezas se encontraban apiladas con sumo cuidado, como una macabra pirámide. En la ensangrentada librea que vestían los cadáveres, el león dorado de Erill brillaba con el último sol de la tarde.

El hombretón cubierto de cota de malla que mandaba la compañía de guardia no esperaba que hubiese aún templarios en el Valle, al menos en libertad, y menos aún en dirección hacia la anárquica unidad que tenía a sus órdenes, a galope tendido y con las espadas en la mano.

Se puso el yelmo de acero y avanzó unos pasos, para trazar en la tierra una línea con su espada, mientras gritaba:

—¡Formad aquí, cabrones! ¡Piqueros delante y arqueros detrás!

Era un asesino brutal, pero con redaños.

Fueron las últimas palabras que pronunció.

Con un molinete de su espada, sin detener el galope de su caballo, De Vivar le separó la cabeza del tronco, que rodó con mansedumbre por el talud, hasta detenerse con mirada de asombro en dirección a las nubes.

Parte de la soldadesca que ocupaba el puente, dando tumbos de borracho, inició una torpe huida sin éxito, mientras que el resto, ajenos a la lucha, se afanaba en violar por turnos a una campesina que había caído en sus manos y llevaba ya muerta un rato.

—¡La bruja, vienen a liberar a la hereje! —gritaban despavoridos los soldados, a la vez que corrían al interior del castillo.

Sin apenas detenerse, con precisión matemática, los jinetes cortaban brazos, hendían cráneos y aplastaban cuerpos con los cascos de sus monturas. Dejaron a su paso un sangriento rastro de enemigos muertos, hasta llegar a la torre que conducía a las habitaciones de Charité, su destino.

Sin embargo, la docena de soldados de guardia al pie de la torre donde retenían a la mujer eran de otra pasta. Recios infantes con oscuras cotas de malla, que habían dejado manchas de óxido sobre sus gastados jubones de cuero, rostros atezados cubiertos de cicatrices, recuerdos de otras campañas. Los profesionales de la guerra, mercenarios al servicio de Francia.

La aparición sorpresiva de los jinetes les hizo perder tres hombres, que cayeron bajo las furiosas acometidas del acero templario. Los nueve restantes se hicieron fuertes en la angosta escalera que llevaba al lugar donde Charité había sido confinada.

Los jóvenes caballeros pusieron pie a tierra, y descolgaron sus escudos, que llevaban prendidos de los arzones de las sillas de montar. José de Vivar y un sargento dieron cuenta de tres esbirros que se encontraban ocultos en la penumbra de la sala en la que desembocaban los primeros peldaños, aunque no pudieron evitar que uno de ellos hundiera su pica en el estómago de un joven caballero catalán que les seguía.

De Vivar sabía que la estrechez del tramo hasta las dependencias de la joven les obligaba a luchar hombre a hombre, sin poder valerse de la ventaja que les confería su entrenamiento por parejas. Siempre dos.

Pagarían un alto precio en vidas, pero debían llegar con rapidez para evitar que mataran a la mujer y a la niña.

El ascenso era penoso, peleando escalón por escalón. Con sumo cuidado, trataban de no resbalar en la sangre que anegaba el suelo.

Al llegar a la puerta de los aposentos, sólo dos caballeros y De Vivar seguían en condiciones de combatir. Frente a ellos, un único mercenario les cerraba el paso con la espada en una mano y una daga en la otra. Sopesó la situación, se encogió de hombros con indiferencia y, tras dejar caer la espada, dio la espalda a los tres monjes y echó a correr, con la intención de degollar con el puñal a la madre y la hija.

Con la rapidez del rayo, De Vivar arrojó la espada, que, con un sonido húmedo, se hundió hasta la empuñadura entre los omóplatos del mercenario.

Los dos templarios tomaron un pesado banco y derribaron la puerta donde se encontraban las prisioneras.

—¡Mi señora Charité! Gracias a Dios, estáis a salvo. De Abadía me dio el objeto. Debemos abandonar el Valle de inmediato —instó el joven, a la vez que se aseguraba de que continuaba en su lugar el cilindro de cuero que portaba al cinto.

—Sí, debéis hacerlo, caballero, llevadlo al nuevo destino. Convertíos en noche y niebla, desapareced. Pero antes, os lo ruego, un instante. Permitidme que por última vez abrace a mi hija. Mi Charité… cuidadla.

Su voz se quebró en un sollozo.

—¡Pero mi señora, esto no es así! Es un error, Georges de Abadía fue claro en las órdenes: «Una mujer, una niña y el objeto»; aún resuenan sus palabras en mi cabeza.

—Sí. Una mujer, una niña y el objeto. Sólo que la mujer será el ama de cría —precisó mientras volvía la mirada a la gruesa mujer que permanecía en la sombra y sostenía al bebé entre sus rollizos brazos.

—Pero no entiendo. Por qué no vos…

—Debo morir —atajó con firmeza—. Y debo hacerlo en público, a manos de esas bestias que infestan el Valle. Debo hacerlo. Si escapo, nuestros enemigos no cejarán en mi busca. Nunca. De sobra lo han demostrado —dijo mientras la mujer le tendía a la niña—. Si huyo contigo, mi niña bonita, mi Charité —continuó esta vez sólo para el bebé—, te pondré en constante peligro. A ti y a tus descendientes. Eso no puede ni debe ser —finalizó con la voz quebrada.

La besó por última vez y para siempre, como besaban las mujeres de su sangre. Se la devolvió a la oronda matrona con una sonrisa que reflejaba toda la tristeza de su sacrificio.

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