El lamento de la Garza (18 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

BOOK: El lamento de la Garza
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Pero no había nadie que pudiera suplantarle; por mucho que lo deseara, le resultaba imposible apartarse de sus obligaciones.

—Me encuentro bien —dijo por fin—. Bebo demasiado; el alcohol me alivia los dolores. Ishida me ha dado una medicina nueva, pero me adormece; no creo que vaya a usarla con frecuencia. Pasaremos aquí una sola noche; quería que el hijo de Arai viera el templo y os conociera. Va a instalarse a vivir con mi familia. Puede que le envíe a Terayama dentro de un año o quizá dos.

Makoto elevó las cejas.

—¿Está causándote problemas Zenko?

—Más de lo habitual. Además en el Este se han producido ciertos cambios de los que debo hablarte. Tengo que planificar mi respuesta cuidadosamente. Incluso me estoy planteando viajar hasta Miyako. Más tarde comentaremos el asunto. ¿Cómo está el señor Matsuda? Confío en que él también pueda aconsejarme.

—Sigue entre nosotros —respondió Makoto—. Apenas come y por lo que parece, tampoco duerme mucho. Da la impresión de que se encuentra a medio camino del otro mundo. Pero su mente continúa tan clara como siempre, incluso más; tan clara como un lago de montaña.

—Ojalá a mí me ocurriera lo mismo —se lamentó Takeo mientras giraban para emprender el regreso al templo—. Pero mi mente se parece más a uno de esos estanques de peces: decenas de pensamientos y de problemas se desplazan de un lado a otro sin cesar, luchando entre sí por conseguir mi atención.

—Deberías ejercitar la mente a diario, para serenarla —advirtió Makoto.

—Las únicas dotes para la meditación con las que cuento son las de la Tribu, y su propósito es más bien diferente.

—Sin embargo, a menudo he observado que las dotes innatas en ti y en otros miembros de la Tribu no son muy diferentes a las que nosotros hemos adquirido a través de la autodisciplina y el conocimiento de nuestra propia persona.

Takeo disentía. Jamás había visto a Makoto ni a sus discípulos utilizar la invisibilidad, por ejemplo; o el desdoblamiento en dos cuerpos. Sintió que el monje se percataba de su escepticismo, y lo lamentó.

—No tengo tiempo para eso, y además he recibido poco entrenamiento o enseñanzas a ese respecto. En todo caso, no estoy seguro de que la meditación pudiera ayudarme. Estoy volcado en asuntos de gobierno, e incluso existe la posibilidad de que estalle una guerra.

Makoto sonrió.

—Rezamos por ti continuamente.

—Supongo que vuestras oraciones surten efecto; puede que gracias a ellas la paz se haya mantenido durante más de quince años.

—Estoy convencido de que así es —repuso Makoto con voz calmada—. No me refiero a plegarias vacías o cánticos carentes de sentido, sino al equilibrio espiritual que soportamos en Terayama. Y digo "soportamos" para remarcar la musculatura y fortaleza física que se requiere. La fortaleza del arquero para flexionar el arco, o la de las vigas del campanario para resistir el peso de la campana.

—Creo lo que me dices. Percibo la diferencia en esos guerreros que siguen tus enseñanzas; noto su autodisciplina, su capacidad de compasión. ¿Pero cómo me ayudaría semejante actitud a enfrentarme con el Emperador y su nuevo general, quienes se proponen enviarme al exilio de un momento a otro?

—Cuando me hayas explicado todo el asunto, te daré mi consejo —prometió Makoto—. Primero comeremos y luego, debes descansar.

* * *

Takeo no se creía capaz de conciliar el sueño. Una vez que hubieron terminado el frugal almuerzo consistente en hortalizas frescas, sopa y un poco de arroz, comenzó a llover de nuevo. La luz se tornó macilenta, verdosa, y de pronto encontró irresistible la idea de tumbarse un rato. Makoto se llevó a Sunaomi para presentarle a los alumnos más jóvenes; Jun y Shin tomaron asiento en el exterior y se dispusieron a conversar tranquilamente mientras bebían té.

Takeo consiguió dormir y el dolor fue remitiendo, disuelto por el incesante tamborileo de la lluvia sobre el tejado tanto como por la calma espiritual que le embargaba. No tuvo sueños, y se despertó con un renovado sentido de claridad y determinación. Se bañó en el manantial de agua caliente y recordó cómo se había zambullido allí mismo, rodeado de nieve, tras haberse refugiado en Terayama tantos años atrás. Cuando volvió a vestirse, ascendió los escalones de la veranda en el mismo momento en que Makoto y Sunaomi regresaban.

Takeo se dio cuenta al instante de que algo había impresionado al niño. Su semblante se veía encendido, sus ojos brillaban.

—El señor Miyoshi me ha contado que vivió solo en la montaña, ¡cinco años enteros! Los osos le alimentaban y en las noches heladas se acurrucaban contra él para resguardarle del frío.

—¿Se encuentra Gemba en Terayama? —preguntó Takeo a Makoto.

—Regresó mientras dormías. Sabía que estabas en el templo.

—¿Pero cómo se enteró? —quiso saber Sunaomi.

—El señor Miyoshi siempre se entera de esas cosas —respondió Makoto entre risas.

—¿Se lo dijeron los osos?

—Probablemente sí. Señor Otori, vayamos a ver al abad.

Takeo dejó a Sunaomi al cuidado de los lacayos y emprendió camino con Makoto. Pasaron junto al refectorio, donde los monjes más jóvenes recogían los cuencos de la cena; atravesaron el arroyo, que había sido bifurcado para que fluyera junto a las cocinas, y entraron al patio situado frente a la nave principal. Desde el interior de ésta llegaba el resplandor de cientos de velas y de lámparas que brillaban alrededor de la estatua dorada del Iluminado, y Takeo se fijó en las silenciosas figuras sentadas en el suelo, en actitud de meditación. Cruzaron la pasarela que atravesaba otro ramal del arroyo y llegaron al pabellón que guardaba las pinturas de Sesshu. Se asomaron al exterior. La lluvia había aminorado, pero la noche empezaba a caer y las rocas del jardín no eran más que sombras oscuras, apenas discernibles. Una suave fragancia a flores y a tierra mojada impregnaba la estancia. Desde allí, el sonido de la cascada resultaba más intenso. En el extremo más alejado de la ramificación principal del arroyo, que discurría a lo largo de uno de los bordes del jardín y luego descendía por la montaña, se hallaba la casa de huéspedes para mujeres donde Takeo y Kaede habían pasado su noche de bodas. Estaba vacía, no se veía ninguna lámpara encendida en el interior.

Matsuda ya se encontraba en el pabellón, recostado sobre mullidos almohadones que se apoyaban en dos monjes inmóviles y silenciosos. Cuando Takeo le vio por vez primera, ya le había parecido anciano; ahora aparentaba haber traspasado tos confines de la edad, incluso de la vida, y haberse adentrado en un mundo puramente espiritual.

Takeo se arrodilló ante el abad y se inclinó hasta tocar el suelo con la frente. Matsuda era la única persona en los Tres Países a quien haría semejante honor.

—Acércate —indicó el anciano—. Deja que te mire.

El afecto que su voz denotaba conmovió a Takeo profundamente. Notó que los ojos le ardían cuando el viejo monje se inclinó hacia adelante y le agarró las manos. Los ojos de Matsuda le escrutaron el rostro. Avergonzado por las lágrimas que amenazaban con brotar, Takeo no le devolvió la mirada, sino que dirigió la vista al fondo de la sala, donde se hallaban unas pinturas de belleza incomparable.

"El tiempo no ha transcurrido para ellas —meditó—. El caballo, las grullas... siguen igual; en cambio muchos de quienes los contemplaron conmigo han muerto, han remontado el vuelo como las golondrinas". Una mampara de los biombos estaba vacía: según la leyenda, los pájaros pintados por el maestro eran de tal realismo que habían echado a volar.

—De modo que el Emperador se ha interesado por ti —observó Matsuda.

—Kono, el hijo de Fujiwara, acudió aparentemente a visitar las tierras de su padre; pero en realidad tenía la misión de informarme de que el Emperador está disgustado conmigo, que me considera un criminal. Quiere que abdique y me retire al exilio.

—No me sorprende que en la capital estén alarmados por tu causa —repuso Matsuda con una risa ahogada—. Lo que me asombra es que hayan tardado tanto tiempo en amenazarte.

—Creo que existen dos razones. La primera es que el Emperador cuenta con un nuevo general que ya ha sometido buena parte de los territorios orientales, y ahora debe de creerse lo bastante poderoso como para provocarnos. Por otro lado, Arai Zenko ha estado comunicándose con Kono, también con el pretexto de las tierras de Fujiwara. Sospecho que Zenko se ha ofrecido para sucederme.

Takeo percibió que la cólera volvía a bullir en su interior y al instante supo que Matsuda y Makoto se percataban de ello. Al mismo tiempo, cayó en la cuenta de la presencia de otro hombre en la estancia, sentado en las sombras, a espaldas de Matsuda. El hombre se inclinó hacia adelante y Takeo reconoció a Miyoshi Gemba. Eran casi de la misma edad y sin embargo, al igual que ocurría con Makoto, no daba la impresión de que el paso del tiempo hubiera hecho mella en él. Tenía rasgos apacibles y redondeados; relajados, aunque también poderosos. En realidad, no muy diferentes a los de un oso.

Entonces, algo extraño sucedió. Las lámparas parpadearon y una brillante llama se elevó en el aire ante los ojos de Takeo. Revoloteó unos instantes y luego salió disparada como una estrella fugaz en dirección al jardín en tinieblas. Se escuchó un siseo cuando la lluvia la extinguió.

La cólera de Takeo desapareció también en ese mismo momento.

—¡Gemba! —exclamó—. Me alegro de verte. Pero dime, ¿te has pasado tu estancia en el templo aprendiendo trucos de magia?

—El Emperador y su corte son muy supersticiosos —respondió Gemba—. Tienen muchos adivinos, astrólogos y magos. Si te acompaño a la capital, puedes tener la certeza de que estaremos a la altura de sus propios artificios.

—¿Acaso debería desplazarme hasta Miyako?

—Sí —afirmó Matsuda—. Debes enfrentarte a ellos en persona. Conseguirás que el Emperador se ponga de tu lado.

—Necesitaré algo más que los trucos de Gemba para persuadirle. Está levantando un ejército en mi contra. Me temo que la única respuesta sensata pasa por el uso de la fuerza.

—Habrá alguna clase de torneo en Miyako —explicó Gemba—. Por eso tengo que ir contigo. Tu hija también debería ir.

—¿Shigeko? No, resultaría demasiado peligroso —rechazó Takeo.

—El Emperador tiene que conocerla y darle su aprobación si es que va a convertirse en tu sucesora, como debe ser.

Al igual que Gemba, Matsuda hablaba con absoluta convicción.

—¿Es que no vamos a discutir el asunto? —preguntó Takeo—. ¿No vamos a considerar alguna otra alternativa para alcanzar una conclusión racional?

—Podemos discutirlo, si quieres —contestó Matsuda—; pero he llegado a una edad en la que las discusiones prolongadas me fatigan. Veo de antemano la decisión que tomaremos. Vayamos a ella sin rodeos.

—También quiero escuchar la opinión y el consejo de mi esposa —prosiguió Takeo—, el de mis lacayos principales y el de Kahei, mi propio general.

—Creo que Kahei siempre estará a favor de la guerra —opinó Gemba—. Lo lleva en el carácter. Pero debes evitar un conflicto inmediato, sobre todo si tus enemigos disponen de armas de fuego.

Takeo notó un cosquilleo de malestar en el cuello y el cuero cabelludo.

—¿Sabes si disponen de ellas?

—No, sólo doy por supuesto que pronto las tendrán.

—Zenko es quien me ha traicionado, una vez más.

—Takeo, viejo amigo: si introduces un invento nuevo, ya sea un arma o cualquier otro artefacto, y funciona, ten por seguro que alguien robará el secreto. Tal es la naturaleza de los hombres.

—¿Crees entonces que no debería haber permitido la fabricación de las armas de fuego?

Se trataba de un hecho del que Takeo se arrepentía con frecuencia.

—Una vez que las conociste, era inevitable que las fabricaras en tu búsqueda del control y la autoridad. De la misma manera que resulta inevitable que tus enemigos las utilicen en su afán por derrocarte.

—Entonces, debo tener más y mejores armas de fuego que ellos. Atacaré en primer lugar, los cogeré por sorpresa, antes de que puedan armarse.

—Ésa sería una posibilidad —observó Matsuda.

—Sin duda, la que aconsejaría mi hermano Kahei —añadió Gemba.

—Makoto —dijo Takeo—, estás muy callado. ¿En qué piensas?

—Sabes que no puedo aconsejarte que vayas a la guerra.

—¿Y sólo por eso no vas a ayudarme? ¿Piensas quedarte ahí sentado, entonando cánticos y haciendo trucos con fuego mientras se destruye todo lo que he obtenido a base de esfuerzo?

Takeo se percató de su tono de voz y optó por callarse, en cierto modo avergonzado por la irritación que sentía y en parte alarmado ante la posibilidad de que Gemba volviera a extinguirla por medio de la llama.

En esta ocasión no hubo ningún truco vistoso, pero el profundo silencio que vino a continuación tuvo un efecto igual de potente. Takeo percibió en sus interlocutores una combinación de calma y claridad de mente, y supo que aquellos hombres que le apoyaban por completo harían todo lo posible por evitar que él actuara de manera precipitada o temeraria. Muchos de los que rodeaban al señor Otori le adulaban y se sometían incondicionalmente a él. Aquellos hombres que tenía delante jamás harían nada de eso, por lo que Takeo confiaba por completo en ellos.

—En caso de que decidiera acudir a Miyako, ¿debería partir de inmediato? ¿Quizá en el otoño, cuando el tiempo es más favorable?

—El próximo año, tal vez, pasada la época de las nieves —opinó Matsuda—. No hay por qué apresurarse.

—¡Pero eso les daría nueve meses para levantar un potente ejército!

—También te daría a ti nueve meses para preparar tu visita —intervino Makoto—. Considero que debes presentarte rodeado de la máxima suntuosidad, llevando los regalos más espléndidos.

—También habría tiempo para que tu hija se preparase —observó Gemba.

—Ya ha cumplido quince años —dijo Takeo—. Tiene edad de desposarse.

Semejante idea le incomodaba. Para él, Shigeko seguía siendo una niña. ¿Lograría alguna vez encontrar al hombre indicado para casarse con ella?

—Puede que eso también te beneficie —murmuró Makoto, pensativo.

—Mientras tanto, debe perfeccionar la equitación y el uso del arco —declaró Gemba.

—No tendrá oportunidad de demostrar su maestría en la capital —replicó Takeo.

—Ya veremos —repuso Gemba, y esbozó una de sus habituales sonrisas enigmáticas—. No te preocupes —agregó, como si notara la renovada irritación de Takeo—. Yo os acompañaré. Shigeko no sufrirá ningún daño. —Entonces, con repentina astucia, añadió:— Las hijas que tienes merecen tu atención en mayor medida que los hijos que no has tenido.

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