El ladrón de tiempo (39 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Novela

BOOK: El ladrón de tiempo
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No sabía qué decir de la escena que acababa de presenciar, incluso dudaba que hubiera visto lo que creía haber visto. En ese momento, Nat ya estaba junto a la encimera y encendía una vela. Miró su reloj y, en tono de irritación, dijo:

—Es muy tarde, Zéla. —Por una vez acertaba con mi nombre—. Podría haber esperado a mañana.

—Está enfermo, Nat —dijo Dominique, y observé que Pepys no se inmutaba ante ese trato tan familiar—. Además, es mi hermano —añadió. Recogió su abrigo del gancho de la puerta y salió de la cocina detrás de mí.

Anduve unos pasos sin pronunciar palabra. En el camino hasta la casa apenas hablamos, y no hice ninguna alusión a la escena que acababa de presenciar, hasta ese punto dudaba de haber visto algo. Poco después de acostar a Tomas, Dominique se marchó. Permanecí desvelado casi toda la noche, dando vueltas en la cama, atormentado por mis pensamientos.

Intenté volver a la playa cálida y tranquila de mi sueño, pero no hubo manera.

Tuve que esperar a la tarde siguiente para encontrarme a solas con Dominique y preguntarle sobre lo ocurrido la noche anterior. Estaba cansado e irritable por la falta de sueño, y al mismo tiempo furioso con ella, pues no dudaba que mantenía una relación indecorosa con Nat Pepys.

—No te entrometas, Matthieu —me dijo, intentando apartarme, pero le cerré el paso—. No es asunto tuyo.

—¡Claro que es asunto mío! —vociferé—. Quiero saber qué hay entre vosotros.

—No hay nada. ¡Como si pudiera haberlo! —Rió con sarcasmo—, ¡Un hombre de su posición jamás se rebajaría a relacionarse con alguien como yo!

—¡Eso no es…!

—Sólo estábamos hablando. Es más interesante de lo que piensas. Para ti todo es blanco o negro; te crees cuanto te dice tu amigo Jack.

—¿Acerca de Nat? Pues de él me creo cualquier cosa, lo peor.

—Escúchame bien, Matthieu. —Acercó su rostro al mío y vi que estaba enfadada de verdad. De pronto tuve miedo de llevar demasiado lejos esa conversación y que no hubiera vuelta atrás—. Entre tú y yo no hay nada, ¿entiendes? ¿Acaso no lo ves? Te aprecio, pero…

—Es este maldito lugar —la interrumpí, volviéndome; me negaba a seguir oyendo aquello—. Nos hemos acostumbrado tanto a este lugar que ya no nos acordamos de dónde empezó todo. ¿Recuerdas el barco de Calais? ¿Y el año en Dover? Qué tiempos felices eran aquéllos. Podríamos volver.

—No pienso volver —replicó con voz firme, y soltó una risa crispada—. Ni en sueños.

—¿Y qué me dices de Tomas? Somos responsables de él.

—Yo no. Le tengo cariño, claro, pero sólo soy responsable de mí misma y de nadie más. Lo lamento. Y si no dejas de molestarme, conseguirás que me aleje para siempre de ti. ¿Es que no te das cuenta, Matthieu?

Nada tenía que añadir, y Dominique pasó por mi lado dándome un empujón. Sentí náuseas; la odiaba y la amaba al mismo tiempo. Quizá Jack tuviera razón y fuese hora de abandonar Cageley.

20
La cuentista

Cuando llegué a Londres en 1850 era un hombre acaudalado y ambicioso. Para mi sorpresa, el gobierno de Roma había acabado por pagarme la mayor parte de lo estipulado por la construcción del teatro de la ópera, que al final quedaría sin terminar. Pero la temporada romana me había dejado recuerdos muy tristes; el innecesario asesinato de Thomas a manos de Lanzoni no me dejaba dormir por las noches, y cada vez que pensaba que las maquinaciones de una mujer —Sabella, mi esposa bígama— habían provocado dos muertes, la de su otro marido y la de mi sobrino, me enfurecía. Antes de dejar Roma había entregado a Marita, la prometida de Thomas, una generosa suma y después había escapado lo más rápido que pude.

Al recordar mi estancia en Roma me abrumaban la frustración y el desánimo. Me había consagrado a mi trabajo a fin de dotar a la ciudad de un teatro lírico, pero todos mis esfuerzos habían sido en vano. Ahora los conflictos internos imposibilitaban mi regreso y la conclusión de las tareas que se me habían encomendado. Quería emprender alguna obra de la que me sintiera orgulloso, crear algo de lo que un siglo después, al volver la vista atrás, pudiera decir «hice esto». Tenía dinero y no me faltaba talento, de modo que decidí mantener los ojos bien abiertos por si surgía alguna oportunidad interesante.

En 1850, en Inglaterra estaba en pleno apogeo lo que más tarde se conocería como Revolución Industrial. Desde el fin de las Guerras Napoleónicas, treinta y seis años atrás, la población habia crecido de forma espectacular; la innovadora maquinaria de reciente creación trajo consigo métodos agrícolas más efectivos, lo que condujo a una mejora en la calidad de los alimentos y a un nivel de vida más alto. La esperanza media de vida se elevó a cuarenta años, aunque no para mí, por supuesto, que estaba a punto de cumplir ciento nueve, por lo que demostraría ser una inesperada excepción a esa regla. Al mismo tiempo, se dio un gradual abandono del campo en favor de la ciudad, donde todos los meses se abrían nuevas fábricas. Cuando llegué a Londres, había más gente viviendo en la ciudad que en el campo por primera vez en la historia. De modo que llegué con las masas.

Alquilé unas habitaciones cerca de los tribunales. El piso de abajo lo ocupaban los Jennings, una familia con la que trabé amistad en el curso de los meses posteriores. Richard Jennings era ayudante de Joseph Paxton, el artífice del Palacio de Cristal, y en ese momento estaba consagrado a la inminente Gran Exposición de 1851. Una vez hubimos vencido la timidez inicial, nos hicimos amigos y pasamos muchas veladas divertidas charlando y bebiendo whisky en su cocina o en la mía. Me encantaba escuchar sus historias sobre los objetos exóticos que traían a Hyde Park para lo que parecía que iba a ser el más absurdo y ostentoso alarde de consumo de la historia de la humanidad.

—¿Qué intención esconde todo este despliegue de medios? —pregunté a Richard la primera vez que hablamos de la Exposición, que para entonces estaba en boca de todo el mundo, aun cuando todavía faltaban varios meses para la inauguración. El edificio, su misma construcción, era objeto de burlas, y la gente se preguntaba por qué se gastaba el dinero de los contribuyentes en algo que no era mucho más que un escaparate donde se exhibirían los logros nacionales. Se cuestionaba qué utilidad tendría cuando la Exposición finalizase.

—La idea es que conmemore todas las cosas buenas que hay en el mundo —explicó—. Será una enorme construcción repleta de obras de arte, maquinaria, fauna, todo lo que puedas imaginar, tanto que será imposible verlo en un solo día. Habrá algo de todos y cada uno de los rincones del Imperio. Será el museo vivo más grande que el mundo haya contemplado jamás, un símbolo de nuestra unidad y maestría, de lo que somos, en definitiva.

El museo vivo más grande del mundo: en cierto sentido ya lo era el sitio donde vivía. Jamás había visto una casa tan abarrotada de objetos decorativos ni había conocido a un hombre tan dispuesto a exhibirlos. A lo largo de las paredes había estantes repletos de libros, adornos, tazas extrañas, teteras. Cualquier objeto coleccionable estaba allí. Una repentina ráfaga de viento en la habitación habría causado el caos. Por increíble que parezca, no había una mota de polvo en toda la casa. Advertí que Betty Jennings, la mujer de Richard, se pasaba la vida limpiándola. Su existencia giraba en torno a un plumero y una escoba, y su razón de ser consistía en mantener aquel lugar impoluto. Cuando entraba en su casa, Betty me recibía con el acostumbrado delantal, secándose el sudor de la frente mientras se levantaba del suelo de la cocina, que estaba fregando, o dejaba de barrer la escalera. Aunque siempre me trataba con cordialidad, mantenía una distancia cortés, como si lo que teníamos entre manos su marido y yo —por lo general nos limitábamos a beber unas copas y a charlar— fuera cosa de hombres y conviniese que ella se mantuviera al margen. Por mi parte, me habría gustado disfrutar de su compañía en ocasiones, pues sospechaba que tras esa máquina de limpiar se escondía una gran mujer.

Richard y Betty eran los orgullosos padres de lo que llamaban sus «dos familias». En ese momento formaban un matrimonio de mediana edad, pero habían tenido tres niños a los diecinueve años, una hija y dos mellizos, y once años después un par de gemelas más. Por la diferencia de edad se habría dicho que las dos pequeñas constituían una segunda familia, y que los tres primeros representaban con las gemelas más el papel de tíos que el de hermanos.

Aunque los niños nunca me han interesado mucho, mientras viví en esa casa llegué a conocer bastante bien a Alexandra, la hija mayor. Los Jennings albergaban grandes ambiciones para sus hijos, como podía deducirse de los nombres que les habían puesto; los gemelos se llamaban George y Alfred, y las niñasVictoria y Elizabeth. Tenían nombres de la monarquía, pero como tantos descendientes de las casas reales de ese tiempo eran niños enfermizos que se pasaban el día tosiendo y con fiebre y se hacían magulladuras y cortes continuamente. Rara era la ocasión en que los visitaba y no encontraba a algún hijo en la cama, afligido por alguna enfermedad o dolencia. Las vendas y los bálsamos estaban a la orden del día, a tal punto que más que una casa aquello parecía una clínica.

A diferencia de sus hermanos, Alexandra nunca cayó enferma en la época que la traté, al menos en un sentido físico. Era una chica obstinada de diecisiete años, delgada y más alta que sus padres, con una figura que hacía volverse a la gente en la calle a su paso. Su larga y oscura melena presentaba tonos castaño rojizo cuando estaba al aire libre. Imagino que debía de cepillársela unas mil veces todas las noches a fin de conseguir aquel brillo perfecto que semejaba una aureola. Tenía la cara pálida pero no enfermiza, y la habilidad de controlar el sonrojo, y siempre parecía esperar la oportunidad de impresionar y cautivar a propios y extraños con sus encantos naturales.

Al advertir que me interesaba por su trabajo, Richard me invitó a Hyde Park para ver el Palacio de Cristal, donde continuaban los preparativos para la inauguración. Acordamos que recorrería la pequeña distancia que me separaba del parque en compañía de Alexandra, que también estaba interesada en visitar la construcción. Había oído tantas veces hablar a su padre de los objetos exóticos que se exhibirían allí, que me sorprendió que no hubiera ido antes. Así pues, una hermosa mañana de febrero, las calles cubiertas de una fina capa de escarcha y el aire cortante como un cuchillo, pasé a recogerla por su casa.

—Dicen que es tan inmenso que caben dentro los grandes robles de Hyde Park —dijo Alexandra mientras caminábamos cogidos del brazo como si fuéramos padre e hija—. Al principio pensaron en talar algunos árboles, pero luego decidieron elevar el techo del palacio.

El hecho en sí me pareció impresionante. Algunos árboles llevaban allí cientos de años, la mayoría eran mucho más viejos que yo.

—Veo que te has informado bien —comenté—. Tu padre debe de estar orgulloso de ti.

—Deja los planos por todas partes —repuso con aire altivo—. Sabe que se ha entrevistado varias veces con el príncipe Alberto, ¿no?

—Algo me dijo, sí.

—El príncipe consulta con él todo lo relacionado con la Gran Exposición.

Richard me había comentado que, aparte del príncipe consorte, a las reuniones también asistía el arquitecto jefe, Joseph Paxton. Aunque era evidente que le gustaba hablar de sus contactos con la realeza, nunca presumía de ellos, e insistía en que su papel en el proyecto, aunque importante y de responsabilidad, consistía sobre todo en supervisar los planos que Paxton había diseñado. Hubo algún desacuerdo sobre el lugar en que deberían emplazarse los objetos ingleses según la luz, el espacio y la visibilidad. Alberto había consultado con diferentes personalidades, y al final se escogió el sector occidental del edificio.

—El día de la inauguración serás su invitada, claro. —Como es natural, no estaba al corriente de la serie de acontecimientos que se sucederían durante los próximos meses—. Ese día tu padre se sentirá orgulloso de tener a la familia a su lado. También yo espero asistir al gran evento.

—Entre usted y yo, señor Zéla —me confió Alexandra, inclinándose con aire cómplice mientras cruzábamos las grandes verjas de Hyde Park—, le diré que aún no estoy segura de que vaya a asistir. Estoy prometida con el príncipe de Gales, ¿sabe usted?, y probablemente debamos fugarnos antes de que acabe el verano, pues sabemos que su madre siempre se opondrá a nuestra boda.

Doscientos cincuenta y seis años son demasiados años. En una vida tan larga uno tiene ocasión de tratar a muchos tipos de gente. He conocido a hombres honestos y a maleantes; a personas virtuosas que sufren severos ataques de locura que las conducen a la perdición, y a truhanes embusteros que realizan excepcionales actos de generosidad o integridad gracias a los cuales logran salvarse; he tratado a asesinos y a verdugos, a jueces y a criminales, a vagos y a trabajadores; me he relacionado con personas cuyas palabras han hecho mella en mí y me han empujado a actuar, cuya convicción en sus propios principios han prendido la chispa en otros espíritus para luchar por el cambio o en favor de los derechos humanos elementales, y he escuchado a charlatanes recitar sus discursos preparados, proclamando a los cuatro vientos proyectos grandiosos que eran incapaces de llevar a cabo; he conocido a hombres que mentían a sus esposas, a mujeres que engañaban a sus maridos, a padres que maldecían a sus hijos, a niños que renegaban de sus mayores; he ayudado a dar a luz a parturientas y consolado a moribundos, he socorrido a personas necesitadas y he matado; he conocido a toda clase de hombres, mujeres y niños, todos y cada uno de los aspectos de la naturaleza humana, y los he observado y escuchado; he oído sus palabras y visto sus acciones; me he alejado de ellos llevándome nada más que mis recuerdos a fin de transcribirlos en estas páginas. Pero el caso de Alexandra Jennings no encajaba en ninguna de estas descripciones, pues se trataba de un ser original y excepcional para su época, la clase de muchacha que uno sólo conoce una vez en su vida, incluso si ésta dura doscientos cincuenta y seis años. Era una auténtica cuentista, en toda la extensión del término: cualquier palabra o frase que salía de sus labios era pura invención. No mentía, pues Alexandra no era embustera ni deshonesta; más bien sentía la necesidad de crearse una vida paralela diametralmente opuesta a la que tenía en realidad y la compulsión de presentarla a los demás como si se tratase de la pura verdad. Y es por ello, a despecho de la brevedad de nuestra relación, por lo que su recuerdo aún se mantiene vivo en mí, un siglo y medio después.

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