El laberinto de agua (50 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El laberinto de agua
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—¿Ha probado a hablar con seguridad? Suelen tener las llaves de todos los departamentos.

Alvarado observó el manojo de llaves que la mujer llevaba colgada en la cintura.

—¿No tendría usted la llave de esta puerta? Si el director se entera de que he perdido la copia del informe médico de mi paciente, puedo tener problemas.

La mujer dudó unos segundos, pero la bata blanca imponía respeto, así que la limpiadora miró tras de sí para comprobar que no había nadie en el pasillo, agarró el manojo de llaves y buscó la que coincidía con la cerradura.

Cuando la puerta se abrió, Alvarado dio las gracias a la mujer y entró en el despacho.

—Prefiero que usted permanezca fuera para vigilar. Si nos descubren, prefiero asumir yo la culpa y que no la despidan a usted —dijo el asesino, bloqueando la puerta con el pie para evitar que la mujer entrase con él.

—De acuerdo, le esperaré aquí fuera, doctor, para cerrar la puerta otra vez —susurró la mujer.

El padre Alvarado encontró el fichero que buscaba. Con un abrecartas consiguió forzar la cerradura y abrirlo. Varias carpetas rojas se alineaban unas tras otras sin nombre alguno. Debía mirar cada una de ellas para localizar a Claire Wu.

Al abrir la octava carpeta, el expediente médico estaba encabezado por un nombre: «Señora X». Estaba seguro de que aquél era el expediente de la esposa del millonario.

Continuó leyendo para asegurarse: «La paciente tiene heridas de corte abierto en las mejillas, frente y senos. También muestra heridas leves en las nalgas. La paciente fue sometida a una brutal paliza y sufre severos desgarros en vagina y ano provocados por la introducción de un objeto».

Estaba claro que aquél había sido un trabajo del hermano Pontius, demasiado aficionado a la tortura. El informe estaba firmado por el doctor Elsberg, cirujano plástico. Los siguientes papeles eran informes médicos de las intervenciones a las que habían sometido a Claire Wu y las dosis de medicamentos que le habían administrado. En una nota aparte aparecía 313-A. Era el número de la habitación de la paciente y la zona del hospital en donde se encontraba.

Volvió a cerrar cuidadosamente la carpeta, la colocó en su sitio y salió del despacho rumbo a la zona de ascensores después de asegurarse de que la limpiadora había cerrado la puerta.

Al llegar a la tercera planta, caminó hasta el pasillo «A». Al doblar una esquina, vio a un hombre que estaba sentado frente a la puerta de una de las habitaciones. Era la 313. Delmer Wu era precavido y había contratado un guardia armado para proteger a su esposa. Aquello molestó a Alvarado. Para acceder a la habitación tendría que liquidar al guardaespaldas, pero su experiencia en el Círculo Octogonus le había enseñado a improvisar.

El asesino observó una puerta que daba acceso a un pequeño almacén con artículos de limpieza. Entró en él sin encender la luz y arrojó en el suelo un frasco con la suficiente fuerza para que el sonido llamase la atención del guardaespaldas. Alvarado permaneció en silencio detrás de un armario metálico esperando oír al guardia entrar en el almacén, como así ocurrió.

El hombre llevaba en la mano derecha una porra extensible, pero no llegó a ver cómo el padre Alvarado le rodeaba el cuello con un grueso alambre y lo apretaba con tal fuerza que llegó a estrangularlo en cuestión de segundos.

El asesino del Octogonus levantó el cuerpo muerto del guardia y lo sentó en la silla del pasillo, colocándole una revista abierta sobre el rostro para que pareciera dormido. Alvarado miró a ambos lados para comprobar que no había nadie a la vista. Abrió silenciosamente la puerta de la habitación y apareció ante él una cama en la que yacía una mujer con vendas colocadas en el rostro, conectada a un gotero. El intruso cerró la puerta tras de sí y sacó de su bolsillo la jeringuilla con el veneno en su interior.

Extrajo el protector de plástico de la aguja y pinchó el tubo del cuentagotas. A continuación, apretó la parte trasera de la jeringuilla permitiendo que el veneno de la serpiente penetrase en el riego de suero que circulaba por el tubo y que desembocaba en el brazo de Claire Wu. El potente veneno comenzaría pronto a surtir efecto.

Una vez realizada la operación, Alvarado abandonó las instalaciones hospitalarias por la zona de carga y descarga. Cuando se . encontraba ya en el exterior, se quitó la bata y la arrojó en un contenedor de residuos. Se aseguró de que se llevaba en el maletín la jeringuilla con el resto de veneno. No convenía que ningún laboratorio descubriera el antídoto para salvar la vida de Claire Wu antes de que su marido entregase el libro hereje de Judas al cardenal Lienart.

Durante los días siguientes, la policía de Viena investigó el asesinato del guardaespaldas en la clínica Heinz, así como el misterioso empeoramiento de Claire Wu. La esposa del millonario era ahora tan sólo un patético recuerdo de lo que había sido. Su cuerpo sufría dolores intensos acompañados de inflamaciones y edemas en varias zonas, ocasionando gangrenas que se extendían desde el brazo derecho, en donde había estado conectado el gotero.

Los doctores que la atendían no podían dar una explicación coherente al empeoramiento de Claire y así se lo hicieron saber a Delmer Wu.

—No podemos entenderlo —dijo el doctor Elsberg—. El sistema inmunológico de su esposa está siendo atacado por las enzimas citolíticas que produce el cuerpo humano para defenderse del veneno. Estas mismas enzimas están originando vasodilatación, un aumento de la permeabilidad capilar con formación de edemas, que en el caso de su esposa dificulta la circulación sanguínea con necrosis celular y gangrena. Si no localizamos pronto el veneno que se le ha introducido en el cuerpo, será complicado encontrar el antídoto correspondiente.

—¿Qué se puede hacer para evitarle los dolores?

—Tan sólo administrarle tranquilizantes para evitar que sufra.

—¿Cuánto tiempo le queda?

—No estamos en disposición de decirle nada. Hemos conseguido reducirle las cefaleas, las náuseas, los vómitos y las diarreas y estamos controlando la hipotensión. Lo del brazo derecho es diferente. El veneno que le han administrado ha provocado equimosis, necrosis celulares y gangrenas, y lo único que podemos hacer es amputarle el brazo para evitar que se extienda. Necesitamos su permiso para intervenirla.

—¿Qué pasaría si no le amputan el brazo?

—Si no se lo amputamos, le quedarán, calculo, unos dos o tres días de vida. Eso suponiendo que no encontremos el antídoto a tiempo.

—De acuerdo, doctor, hágalo. Ampútele el brazo. Mientras, yo me ocuparé de conseguir el antídoto.

* * *

Ciudad del Vaticano

Esa misma noche, el sonido del teléfono despertó a monseñor Emery Mahoney.

—¿Sí? ¿Quién es? —contestó medio adormilado.

—Soy Delmer Wu. Dígale ahora mismo a su cardenal Lienart que acepto el trato. Entregaré el libro de Judas a cambio del antídoto para salvar la vida de mi esposa.

—Así se lo comunicaré a su eminencia.

—Dígale también que si durante la negociación mi esposa fallece, el trato quedará anulado y tendré entonces manos libres para vengarme de él. No olvide informar de esto a su eminencia, monseñor.

—La venganza más cruel es el desprecio de toda venganza posible, querido señor Wu.

—Eso dígaselo a su querido cardenal Lienart. Por ahora, yo me ocuparé de la salud de mi esposa, pero le recomiendo que vigile siempre su espalda. Tal vez algún día, y digo algún día, me encuentre a mí o a un enviado mío. Entregaré el libro de Judas en cuanto reciba el antídoto. Dé orden de que lo hagan llegar a la clínica Heinz de Viena, a nombre del doctor Elsberg. Le voy a dejar la dirección, aunque ustedes ya saben dónde está, ¿no es cierto?

—Querido amigo, una persona que quiere venganza guarda siempre sus heridas abiertas. Le daré un consejo: si usa la venganza con el inferior, es vileza; si la usa con el igual, es peligroso; pero si su venganza la dirige contra un poderoso, es una locura. No lo olvide cuando piense en llevar a cabo una venganza contra su eminencia —dijo Mahoney.

—Déjeme darle un consejo que puede hacer extensible a su eminencia. Casi todos podemos soportar la adversidad con el uso de la venganza, pero si se quiere probar el carácter de un hombre, se ataca lo más preciado de sus propiedades. Incurrir en el pecado del silencio cuando se debiera protestar hace cómplices y cobardes a los hombres, y eso a mí no me va a ocurrir, se lo aseguro. Quiero el antídoto cuanto antes en Viena. Comuníqueselo a su eminencia. Les enviaré el libro esta misma tarde con un emisario —dijo Wu justo antes de colgar.

La táctica del cardenal August Lienart había dado resultado. «Haz que el golpe sea contundente, rápido y eficaz, así evitarás que el enemigo pueda enderezarse y recuperarse para devolvértelo», le había dicho Lienart y, sin duda, tenía razón. El cardenal conocía los rincones más oscuros del alma de los hombres, tal vez porque su propia alma era igual de oscura.

Aquella mañana, el secretario de Estado estaba animado. Cuando monseñor Mahoney entró en su despacho, Lienart reía abiertamente junto al cardenal camarlengo Guevara y el cardenal Dandi, prefecto de la Entidad. Mientras Guevara y Dandi abandonaban la estancia, Lienart ordenó a su secretario que entrara y se acomodase.

—Eminencia —dijo Mahoney, realizando una pequeña reverencia para besar el anillo del dragón alado.

—Buenos días, secretario. ¿Qué tal ha dormido hoy?

—Muy bien, eminencia. Le agradezco que me lo pregunte. Quería decirle que he recibido noticias de nuestro amigo de Hong Kong.

—¡Mi querido amigo Wu...! ¿Qué quería?

—Me ha llamado para informarme de que ha decidido donar el libro de Judas al Vaticano. Enviará un mensajero para hacernos entrega del ejemplar.

—Me alegra mucho oír eso, querido Mahoney. Veo que me ha hecho usted caso sobre el asunto de saber hacerse responsable de cuestiones importantes. Le veo cada vez más cerca de su verdadero destino. ¿Qué ha pedido Wu a cambio?

—Sencillamente deseaba una medicina que pudiera salvar la vida de su esposa. Esa oriental que usted sabe...

—¡Ah, la dulce Claire! La juventud y la belleza son enfermedades que se curan con los años, ¿no le parece, querido monseñor?

—Sí, eso pienso yo, eminencia. He ordenado al padre Alvarado que entregue a quien crea conveniente el antídoto del veneno administrado a Claire Wu. Al parecer, el hermano Alvarado provocó que se le gangrenase el brazo derecho y han tenido que amputárselo. El señor Delmer Wu prefiere a una esposa amputada, pero viva.

—¡Qué maravilloso es el amor que nos rodea cuando Dios está cerca, querido secretario! Amar es dar todo por la otra persona, amar es querer sobre todas las cosas a otra persona, amar es querer dar hasta la propia vida por la otra persona y, al parecer, el señor Wu piensa así respecto a su amputada y bella esposa Claire. ¿No le parece?

—Estoy de acuerdo, eminencia.

—Ocúpese de que la señora Wu reciba el antídoto antes de que muera. A nadie le interesa que eso suceda. Prefiero tener a ese oriental como un enemigo vencido que como un enemigo inspirado por la venganza por su esposa muerta. Eso le haría más peligroso.

—De acuerdo, así se hará.

—¿Qué me puede contar de los hermanos Cornelius y Pontius?

—El hermano Cornelius se encuentra en Ginebra vigilando la casa de ese griego, Vasilis Kalamatiano. Espera que en pocos días pueda tener alguna pista de esa joven, Afdera Brooks. El hermano Pontius está en Venecia a la espera de una nueva misión.

—Como le he dicho, ahora no podemos perder de vista nuestros objetivos. Ese campesino que tenemos como pontífice ha demostrado tener un corazón fuerte y veo cada vez más lejana la posibilidad de entrar en un nuevo cónclave. Todo debe quedar resuelto, absolutamente todo. No quiero sorpresas, así que haga su trabajo como lo está haciendo y no tendremos que arrepentimos de nada. Ahora, déjeme solo con mis pensamientos y no olvide darle las instrucciones pertinentes al padre Alvarado.

—Así lo haré, eminencia. No se preocupe. Resolveré el problema tal y como me ha ordenado.

—Si tiene un problema y no tiene solución, ¿para qué preocuparse?, y si tiene solución, ¿para qué preocuparse también? Resuélvalo para que ese problema no vuelva a surgir. Córtelo de raíz y de forma contundente.

—¿No le da miedo que Wu quede con vida con todo lo que sabe sobre nosotros?

Lienart permanecía de pie frente al ventanal observando la plaza de San Pedro y dando la espalda a su secretario.

—Del pasado, querido monseñor, sólo retenemos los buenos recuerdos; del presente, debemos vivir en plenitud; y del futuro, que se haga la voluntad de Dios. Sólo él debe regir el destino que nos reserva el futuro. Tendremos que dejar a Dios el destino del señor Wu. Él sabrá cómo ocuparse enviando un ángel exterminador. Dejémosle a él, y sólo a él. Y ahora, por favor, cierre la puerta despacio cuando se retire.

Emery Mahoney continuó observando durante unos segundos la espalda del cardenal Lienart antes de abandonar el despacho. Sin duda, no había entendido absolutamente nada de las palabras de su eminencia sobre el «ángel exterminador», el enviado de Dios.

A la mañana siguiente, un hombre se acercó hasta la puerta de Santa Ana y pidió al guardia suizo ver a monseñor Mahoney.

—Entregue este paquete a monseñor Mahoney —dijo el hombre con rostro oriental.

—Muy bien, señor, pero no estamos autorizados a recoger absolutamente nada por motivos de seguridad. Llamaremos a monseñor Mahoney. Espere aquí mientras le llamamos.

El guardia suizo se dirigió a la garita y llamó a través del teléfono interno a la Secretaría de Estado.

—Buenos días, aquí el puesto de guardia de la puerta de Santa Ana. Le habla el suboficial Darré. Hay un hombre aquí, parece oriental, y desea entregar un paquete a monseñor Mahoney. ¿Qué quiere que hagamos?

—Dígale que espere. Ahora mismo bajo —respondió Mahoney.

Al llegar a la puerta, los dos guardias que se encontraban en el puesto de seguridad se pusieron en posición de firmes.

—¿Dónde está ese hombre?

—No lo sabemos, monseñor. Estaba aquí ahora mismo. Cuando hemos vuelto después de llamarle a usted, ya no estaba. Hemos encontrado este paquete apoyado en la reja. No sabemos si abrirlo por seguridad —dijo el suboficial.

Mahoney supo inmediatamente de qué paquete se trataba.

—Está bien, suboficial. Yo me ocuparé de todo. Me llevaré el paquete a la Secretaría de Estado.

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