El laberinto de agua (45 page)

Read El laberinto de agua Online

Authors: Eric Frattini

BOOK: El laberinto de agua
13.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Eminencia, Aguilar ya no está entre nosotros.

—¿Tiene el hermano Alvarado el libro?

—No. Al parecer, Aguilar consiguió transferirlo a un nuevo propietario.

—¿Y por qué no ha sido enviado en su busca?

—Porque el nuevo propietario no es un personaje muy accesible, y mucho menos alguien que se deje presionar fácilmente —respondió Mahoney.

—¿De quién se trata?

—Wu, Delmer Wu.

—Vaya, vaya —dijo, llevándose un habano a la boca—. Ahora parece que ese oriental desea clavarnos el puñal por la espalda después de todo lo que he hecho por él.

—¿Qué cree que debemos hacer?

—Por ahora nada. No debemos hacer ningún movimiento sin saber antes si tiene el libro hereje, y si es así, dónde lo guarda.

—¿Entonces?

—Entonces nada. Llamaré a Wu para indicarle diplomáticamente que nos entregue el libro de Judas. Si no consigo que entre en razón, el hermano Pontius irá a Hong Kong y le dará un escarmiento a ese oriental.

—Pero Wu está muy protegido después de lo que le ocurrió a su hijo, cuando fue secuestrado y asesinado por las tríadas.

—Las murallas no las construyen los hombres, las levanta el miedo y nosotros, el Círculo Octogonus, vamos a darle un empujoncito a Wu para que esas murallas sean un poco más altas.

—¿Qué quiere decir con eso, eminencia?

—Muy sencillo, querido y fiel Mahoney. Primero llamaré para saludar a Delmer Wu y a su esposa. Después le pediré diplomáticamente la entrega del libro. Si no lo hace, enviaremos al padre Pontius para que se ocupe del objeto más preciado de Wu, su esposa Claire. Después de eso, volveré a llamarle para informarle de que rezaremos en el Vaticano una oración por la salud de su esposa y, por supuesto, para pedirle otra vez que entregue el libro. Si continúa sin entregarlo, entonces será cuestión ya de tomar medidas más severas contra él.
Inhumanitas omni aetate molesta est,
la inhumanidad es penosa en cualquier época, querido Mahoney, y por eso voy a darle al señor Wu una oportunidad de arreglar su error hacia mí y, por supuesto, hacia Dios.

En ese momento, el cardenal fue hasta la mesa de su despacho, extrajo una pequeña agenda negra y marcó un número de teléfono.

—Buenos días, querido Delmer.

—¿Quién habla? —preguntó el millonario.

—Soy su amigo August Lienart. Le llamo desde el Vaticano, la casa de Dios en la Tierra.

—¿Qué quiere? ¿Más dinero?

—Por favor, querido Delmer, los buenos comienzos propician buenos finales. Por eso he preferido llamarle personalmente en lugar de tener que enviar a uno de mis ayudantes.

—Muy bien. Sus palabras suenan siempre a reproche por los errores de los demás y no por los suyos —dijo el millonario.

—Se equivoca nuevamente, querido Delmer. Los errores no existen, sólo existe lo que uno hace y lo que no hace, y usted ha evitado hacer algo que debía.

—¿A qué «algo» se refiere?

—Sabe a lo que me refiero. Al libro hereje de Judas. Lo quiero y lo quiero ya, sin excusas.

—En China solemos decir que el hombre sabio, incluso cuando calla, dice más que el necio cuando habla, querido Lienart.

—En el Vaticano decimos que la clave de la paciencia es hacer algo mientras esperas, y si no da resultado, tal vez debamos buscar una solución por nosotros mismos. Quiero saber dónde está el libro y cuándo piensa entregárnoslo.

—Su pregunta puede ser complicada de responder.

—A una pregunta complicada, la respuesta verdadera es siempre la más sencilla.

—Dado que he sido yo quien ha puesto los diez millones de dólares para adquirir el libro de Judas, ¿por qué cree que no debería quedarme con él en propiedad?

—¿Por temor a Dios? ¿Por temor a mí?

—El miedo no es algo que le preocupe a alguien como yo.

—Pues debería preocuparle, querido Delmer, debería preocuparle —expresó el cardenal Lienart justo antes de cortar la comunicación.

—No va a entregarnos el libro hereje. Por tanto, envíe a Hong Kong al hermano Pontius.

—Antes tiene que terminar la misión de Chicago.

—De acuerdo. Cuando acabe, tiene que irse a Hong Kong inmediatamente. Comunique a nuestro hermano del Círculo que su objetivo será la esposa de Wu. Esa prostituta oriental llamada Claire.

—Bien, eminencia, así lo haré.

—Ahora diga a mis ayudantes que pueden volver a entrar —ordenó Lienart a su secretario.

Una vez reunidos, Lienart decidió tomar la palabra dirigiéndose al prefecto de la Entidad, el cardenal Belisario Dandi.

—Estimado Dandi, ¿puede usted darnos alguna información sobre el detenido por el intento de asesinato de nuestro Santo Padre?

—Sí, eminencia —dijo el jefe de la Entidad mientras abría un grueso dosier facilitado por la DIGOS, la unidad antiterrorista italiana—. El terrorista es un joven turco que al parecer militó en grupos de extrema derecha que criticaban la posición de nuestro Santo Padre en asuntos de política exterior, principalmente en lo relativo a las relaciones de la Santa Sede con los comunistas de Moscú y Varsovia. Después acabó militando en grupos musulmanes extremistas. Estos últimos acusaban a Su Santidad de ser el «jefe y Gran Cruzado cristiano» y, por tanto, objetivo de los terroristas musulmanes. Tengo aquí en mi poder una carta escrita por Ali Agca en la que afirma que su objetivo es matar al Papa.

La carta, escrita de puño y letra por Mehmet Ali Agca y filtrada por Coribantes, el agente del constraespionaje papal y servidor de Lienart, pasaba ahora de mano en mano entre los presentes del Comité de Seguridad.

—En la carta deja muy claro que su único objetivo es el matar a Su Santidad.

—¿Pudo formar parte de una gran conspiración y ser Agca, el títere, la mano ejecutora?

—Lo dudo. Los servicios secretos franceses nos han informado que la pistola usada por Agca, una Browning 9 milímetros, fue comprada por el propio Agca a un neonazi austríaco llamado Horst Grillmayer con quien había tenido estrechas relaciones.

—Ese nombre me suena —intervino Giovanni Biletti, jefe de la Gendarmería Vaticana.

—Tal vez le suene este nombre porque Grillmayer fue utilizado por nuestros servicios de inteligencia para realizar operaciones encubiertas en territorio soviético. La Entidad lo utilizó también en operaciones en Polonia.

—¿Y qué ha sido de ese Grillmayer? —preguntó Lienart.

—Lo encontraron con el cuello cortado en el interior de su coche, aparcado en el garaje de su casa —respondió el jefe del espionaje papal.

—Muy oportuna esa muerte, ¿no le parece?

—Cuando recibimos la información de los franceses, informamos rápidamente a los servicios secretos austríacos para que lo detuviesen, pero cuando llegaron a su residencia, Grillmayer estaba muerto. Por tanto, la pista del arma se ha cortado en este punto.

—Parece que el tal Agca no fue muy profesional —intervino el coronel Hessler de la Guardia Suiza—. El propio atentando contra el Santo Padre parecía estar realizado más por un aficionado que por un profesional. Realmente, disparar contra un Jefe de Estado desde tan poca distancia, en un lugar público y en medio de la multitud equivale a un suicidio. Deberíamos pensar si recibió ayuda de alguien...

—¿Se refiere a alguien de dentro del Vaticano? —preguntó Lienart.

—No, eminencia, Dios me libre de pensar en ello. No creo que nadie de la Santa Sede pudiera tener interés en disparar contra el Santo Padre, pero tal vez alguien sin saberlo podría haber ayudado en la logística del atentando.

—¿Sigo sin entenderle?

—Por ejemplo, cuando Agca fue detenido llevaba consigo una tarjeta de seguridad de la Santa Sede para poder acercarse a la zona en la que debía detenerse el Santo Padre. ¿Quién le facilitó esa tarjeta?

—Esas tarjetas circulan en gran número entre los miembros de la Curia para sus familiares y amigos. En muchas ocasiones estos familiares suelen entregar sus tarjetas no nominativas a otras personas fuera del control de la seguridad de la Santa Sede —aclaró Bisletti.

—Bien, por ahora continuaremos trabajando para mantener la maquinaria engrasada y el cardenal Dandi seguirá informándonos de los avances de la investigación —dijo Lienart, dando por terminada la reunión.

Tras quedarse a solas en su despacho, el cardenal secretario de Estado levantó su teléfono interno y marcó el número de Giorgio Foscati, de
L'Osservatore Romano,
alguien que podría convertirse en un cabo suelto.

—¿Señor Foscati?

—Sí, soy yo. ¿Con quién hablo? —preguntó el periodista.

—Soy el cardenal Lienart.

—Eminencia, es un honor. Necesitaba hablar urgentemente con usted. Quiero revelarle algo sobre ese tipo que ha salido en las noticias.

—¿A quién se refiere?

—A ese turco que aseguran que disparó contra Su Santidad.

—Es mejor que no hable de ello con nadie hasta que no se reúna conmigo. ¿Le ha quedado claro?

—Muy claro, eminencia. Enseguida estaré en su despacho.

Minutos después, sor Ernestina golpeaba la puerta del despacho del Secretario de Estado, anunciando a Giorgio Foscati.

—Eminencia —saludó el periodista mientras besaba el anillo del dragón alado que Lienart portaba en su dedo.

—Levántese, fiel Foscati, levántese, por favor, y siéntese a mi lado. Y ahora dígame cuál es esa información tan valiosa que desea revelarme.

—Es sobre ese turco. Yo conocí a ese hombre...

—¿Cómo que conoció a ese hombre?

—Sí, a través de un sacerdote de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Creo recordar que se llamaba Benigni, Eugenio Benigni.

Al escuchar el nombre real del agente del SP, conocido en clave como Coribantes, Lienart supo que Foscati sería un cabo suelto que tarde o temprano debería dejar bien atado.

—¿Qué relación tenía ese tal Benigni con el turco?

—Un día me llamó desde la Congregación de la Doctrina de la Fe para hacerme saber de un nuevo discurso que daría el prefecto. Cuando hubo finalizado nuestro encuentro, ese religioso me dijo que necesitaba que le hiciese un favor personal. Yo entendí que no sería para él, sino para el prefecto.

—¿Cuál era el favor? —preguntó Lienart.

—Entregar un pase de seguridad a ese hombre, Ali Agca.

—¿Llegó a ver a Agca?

—No. Dejé el sobre en una dirección establecida. Sólo debía depositar el sobre en un buzón.

—Sigo sin entender la relación con ese Agca.

—Cuando fui a introducir el sobre con la tarjeta de seguridad me fijé en el nombre escrito en el buzón. Era Ali Agca. Ahora no sé qué hacer con esa información.

—No hará nada con ella. Se la guardará para usted.

En ese momento, Lienart levantó su mano derecha con dos dedos extendidos y pronunció las palabras de absolución dirigidas a Giorgio Foscati.

—Yo te absuelvo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

El cardenal sabía que si Foscati llegaba a ser interrogado, él no se vería involucrado, debido a que la revelación de su relación con Agca había sido realizada durante la confesión y, por tanto, se encontraba bajo secreto.

—Ahora levántese y escuche bien lo que voy a decirle. No hable usted jamás de esto con nadie. Si lo hace, pondrá en peligro la estabilidad de la Iglesia y de la Santa Sede, incluso podría poner en peligro a su familia, a su hija Daniela. No lo olvide. ¿Me ha entendido?

—Sí, eminencia, le he entendido.

—Por cierto, querido Foscati, necesito que inserte en su periódico la frase:
«Animus hominis est inmortalis, corpus mortale».
«El alma humana es inmortal, el cuerpo es mortal». Incluyala en la página cuatro del periódico en su edición italiana de pasado mañana.

—Así lo haré, eminencia, así lo haré. No me olvidaré de insertar la frase que me ha dicho, descuide —aseguró Foscati.

—Y tampoco deseo que se olvide de nuestra conversación. Si alguien supiese de su relación con ese terrorista turco y con ese religioso, tal vez ni siquiera yo podría ayudarle. La policía italiana le haría muchas preguntas que desembocarían en una posible acusación por su presunta complicidad en el atentado a Su Santidad. Mientras usted mantenga la boca cerrada, yo estaré siempre detrás suyo para ayudarle.

* * *

Chicago

«Siempre hace frío en esta ciudad», pensó el padre Spiridon Pontius mientras intentaba calentarse con la escasa calefacción del Ford alquilado.

Los edificios que conformaban el campus universitario llegaban desde la calle South State hasta la misma orilla del lago Michigan. En un terreno de decenas de hectáreas se concentraban cientos de miles de estudiantes, la mayor parte de ellos con extrañas y ridiculas prendas con las que amortiguar el intenso frío.

Pontius llevaba días vigilando la puerta del Instituto Oriental, dependiente de la Universidad de Chicago. Allí, en su despacho, Burt Herman pasaba largas horas tras regresar de su viaje a Berna.

Tenía que ponerse al día con sus clases perdidas, la correspondencia sin abrir, las conferencias atrasadas y la burocracia que se le había acumulado como director del Instituto Oriental de la universidad.

Pontius le vigilaba casi desde el mismo día en que había puesto pie en Estados Unidos y su misión era muy clara: Herman, al igual que Hoffman, Hubert, Shemel y Fessner, debía morir como castigo por haber sacado a la luz las palabras herejes de Judas. El profesor había rechazado la protección del Departamento de Policía de Chicago. No quería ningún agente merodeando a su alrededor y, a fin de cuentas, Chicago estaba demasiado lejos de Europa y de esos asesinos del octógono.

Como cada día a las siete de la tarde, el Chevrolet azul de Herman cruzó el campus y el Washington Park por la calle Sesenta, en dirección a South State. Después se dirigió por la Chicago Skyway hasta la Noventa y ocho. Antes se detenía un par de veces para comprar los periódicos y algo de comida en algún restaurante de la zona. Aquel dato confirmó a Pontius que Herman vivía solo y que no se le daba nada bien la cocina.

La casa de Herman era igual al resto de edificaciones sin personalidad alguna que inundaban el barrio de clase media acomodada en donde vivía. Muy cerca se divisaba un campo de golf cubierto por la escarcha.

Desde la acera de enfrente, Pontius podía ver cómo las luces de la casa iban encendiéndose a medida que Herman iba entrando en las habitaciones. Cuando la noche había caído ya sobre la ciudad, el asesino bajó del Ford y buscó la entrada trasera de la casa. Sin hacer el menor ruido, abrió la puerta que daba a la cocina. No había nadie. Llegó hasta el salón en silencio. Varios libros se amontonaban en el suelo formando una torre inestable. Sobre el sofá estaba acurrucado un gato de Angora que únicamente se limitó a abrir los ojos al paso del intruso. Una escalera de madera daba acceso a la planta superior. Pontius comenzó a subir por ella mientras extraía de su bolsillo trasero un alambre con dos agarraderas en cada lado.

Other books

The Exciting Life by Karen Mason
Capture The Wind by Brown, Virginia
Royal Love by John Simpson
Truly Madly Guilty by Liane Moriarty
Bill 7 - the Galactic Hero by Harrison, Harry
Heaven's Bones by Samantha Henderson
Starting Over by Sue Moorcroft