Read El laberinto de agua Online
Authors: Eric Frattini
En cuanto el Hombre y Judas Iscariote se reunieron con el resto, se dirigieron a la planta de arriba y los doce se sentaron en torno a su maestro, alrededor de la mesa. El Hombre encendió las velas.
—He deseado celebrar esta Pascua con todos vosotros antes de padecer, porque os digo que ya no la celebraré más hasta que llegue el Reino de Dios —dijo.
Los discípulos guardaron silencio. Judas, que aún tenía lágrimas en los ojos, miraba atentamente a su Maestro. Pedro, por su parte, se mantenía casi ajeno a lo que allí estaba sucediendo, como si aguardase que ocurriera algo.
El relato quedó interrumpido por la fuerte tos del moribundo. Su discípulo intentó darle a beber un poco de agua, pero la sangre de esputo se mezcló en ella.
—Me queda poco tiempo. Debemos seguir, es preciso —propuso el anciano.
Antes de continuar, Eliezer se levantó y llenó las lámparas con aceite para aumentar la intensidad de la luz.
El Maestro bendijo una de las jarras y llenó el primer vaso en honor del
kiddush,
la santificación; un segundo vaso por el
haggadash,
la celebración del cordero; un tercer vaso, por las oraciones de acción de gracias, y, finalmente, un cuarto vaso, para acompañar las últimas plegarias. Después volvió a hablar:
—Porque os digo que, a partir de este momento, no beberé del fruto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios.
A continuación, el Maestro pasó a Juan el plato del
hazareth,
una salsa picante roja. Éste cogió un trozo de pan y lo mojó en ella. Seguidamente, pasó el plato a Andrés, éste a Bartolomé, y así a Tomás, Mateo, Santiago el Menor, Santiago el Mayor, Felipe, Judas Tadeo, Simón el Zelote, Judas Iscariote y, finalmente, Pedro.
Juan no apartaba su mirada de Pedro. El resto no confiaba en él. Juan, antiguo pescador, se había mostrado en muchas ocasiones pendenciero, indolente y egoísta con el resto de discípulos y estaba ansioso por usurpar el lugar de Pedro junto al maestro. Judas miraba en silencio a Pedro y a Juan, manteniendo el secreto de lo que el Hombre le había anunciado en el patio. Aquélla no parecía una cena de Pascua, sino más bien una cena de despedida.
Para Judas, su Maestro estaba intentando que los doce trabajasen juntos, sin ambiciones desmedidas entre ellos. Ninguno debía ser más grande que los otros, ni más poderoso entre los humildes, ni más importante entre los modestos. Los doce se encontraban allí reunidos, en una humilde casa de Sión, no sólo para que su Maestro pudiese agradecerles su fidelidad, sino también para informarles de la misión que se les iba a encomendar: once de ellos deberían servir de guías religiosos al resto de la humanidad. El último de los doce sería el elegido.
Pedro se sentía molesto con Juan, quien lo acusaba de no seguir los preceptos de su Maestro y de mostrarse en demasiadas ocasiones superior a los demás.
—¡Yo, al menos, estoy dispuesto a seguir a mi Maestro hasta la muerte! —exclamó.
El Maestro interrumpió repentinamente la discusión.
—En verdad te digo, Pedro, que antes de que hoy cante el gallo me habrás negado tres veces.
La cena transcurrió desde ese mismo momento según las normas establecidas en la ley: se recitaron los salmos 113 y 144 del
Hallel,
se bebió el agua con hierbas amargas y cada uno de los comensales degustó un trozo de cordero.
—Uno de vosotros me entregará —sentenció el Maestro casi al final de la cena.
—¿A quién te refieres? —preguntó Santiago el Menor.
Se hizo un largo silencio.
—Lo que vayáis a hacer, hacedlo pronto, porque uno de vosotros me entregará para que otro de vosotros pueda heredar las llaves del Reino cuando yo ya no esté entre vosotros.
Los presentes dirigieron su atención hacia Pedro, que intentó rehuir sus miradas.
—Lo único que os digo es que no me podréis seguir al lugar al que voy, pero debéis amaros los unos a los otros como yo os he amado. Ha sido glorificado el Hijo del Hombre, y Dios ha sido glorificado en Él. Si Dios ha sido glorificado en Él, Dios también le glorificará en sí mismo, y le glorificará pronto. —Tras un breve silencio, el maestro arrancó un trozo de pan y dijo—: Tomad y comed, porque éste es mi cuerpo. —Seguidamente cogió una copa de vino y pronunció en tono solemne—: Tomad y bebed, porque ésta es mi sangre, testamento de la alianza, que será derramada por muchos para el perdón de los pecados.
Bebieron todos de ella y, una vez vacía, se la devolvieron al Maestro.
—Levantaos y vayámonos de aquí —ordenó.
Simón, el encargado de la seguridad, les conminó a que salieran de la casa de uno en uno para que pasaran inadvertidos y les aconsejó que se dirigieran hacia la Puerta Dorada, que permanecía abierta y sin vigilancia de soldados romanos con motivo de la Pascua.
Poco después, el Maestro volvía a reencontrarse con sus discípulos entre la arboleda de Getsemaní, al pie del Monte de los Olivos. Algunos se sentaron en el suelo, recostados en los árboles, y otros permanecieron de pie, hablando.
La noche discurría entre plegarias y largas disertaciones cuando, de repente, aparecieron de entre los árboles soldados empuñando sus espadas. Varios discípulos se pusieron en pie.
—Llegó la hora, y el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de pecadores. ¡Levantaos! Mirad, el que me va a entregar está cerca.
Todas las miradas se concentraron en el apóstol que más cerca estaba del Maestro, Judas Iscariote, a quien había tendido su mano. En un lugar apartado, ajeno a lo que allí estaba sucediendo, Pedro observaba la escena.
Varios guardias del templo, comandados por Jonatán, prendieron a Jesucristo. Simón el Zelote, acostumbrado a huir y atacar a las fuerzas romanas y herodianas que le acechaban en las montañas galileas, presintió el peligro. Con una daga en la mano corrió a proteger al Maestro, que ya se había identificado y extendía sus manos para ser prendido.
—Guarda tu daga —le ordenó el Maestro mientras los guardias le ataban ya las manos.
Pocas horas después, mientras Jesús era interrogado en el Gran Sanedrín, una mujer se acercó a Pedro y, ante un grupo de soldados, le espetó:
—¿No eres tú también un discípulo de ese hombre?
Pedro sacudió la cabeza, negando conocer al detenido. Se había producido la primera negación.
Cuando Jesús era trasladado para ser presentado ante el sumo sacerdote, Pedro se encontró de pronto rodeado por una muchedumbre. Una criada agitó un dedo, acusándole de ser un seguidor de aquel que estaba siendo juzgado ante el sumo sacerdote. La mujer alegaba que había visto a Pedro caminar junto al Hombre, que iba montado en un burro.
Pedro negó con firmeza.
—¡No le conozco! Yo iba caminando detrás del animal —gritó en su defensa. Se había producido la segunda negación.
Cuando intentaba abandonar el lugar, un criado golpeó a Pedro en el pecho y le increpó:
—Tu propia forma de hablar te descubre como seguidor de ese Hombre.
El discípulo comenzó a maldecir al criado por mentiroso, gritando a quien quisiera oírle que él no conocía a «aquel Hombre». Tan convincente fue su discurso que los criados y guardias que se habían acercado debido al alboroto se echaron para atrás. Tras la tercera negación cantó el gallo.
Pocas horas después, el Hombre, el Maestro de los doce apóstoles, sufriría la Pasión. Fue azotado hasta la extenuación, golpeado, escupido y, por último, crucificado en el monte del Gólgota.
Los espectadores que se habían congregado para ver la crucifixión fueron poco a poco dispersándose mientras los soldados hacían guardia al pie de la cruz. Cuando los militares pensaban que el reo había fallecido, éste levantó la cabeza y, mirando a los ladrones que estaban crucificados a su lado, dijo:
—Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
Tres horas después de haber sido crucificado, el reo volvió a hablar:
—Todo está cumplido. —Éstas serían sus últimas palabras.
Longinos, el oficial romano encargado de comprobar la muerte del reo y que actuaba como
exactor mortis,
agarró su lanza por un extremo y se la clavó al Hombre en el costado.
A pocas millas de allí, uno de los apóstoles huía tras el oculto manto de la noche en una barca de pesca, rumbo al seguro puerto de Alejandría.
Durante horas, días y noches, bajo la luz de las pequeñas lámparas de aceite, el anciano dictó a su discípulo Eliezer sus recuerdos. Quería dejar constancia de cuál había sido su lugar en la historia.
Habían pasado seis lunas cuando una noche, Eliezer, tal y como había hecho en tantas ocasiones, entró en la choza para continuar con la transcripción de los recuerdos de su maestro.
—¿Maestro? —preguntó el discípulo, sin obtener respuesta—. ¿Maestro?
El discípulo acercó la lámpara de aceite al último de los apóstoles. Su rostro amarillento y cubierto de sudor mostraba que había muerto esa misma noche, entre terribles pesadillas.
Eliezer comprendió entonces que aquellos pliegos de papiro que se encontraban a su lado, amontonados sin orden alguno, cambiarían el curso de la historia de la cristiandad. Lo que ignoraba en aquel momento es que había muchas personas a quienes no les interesaría que aquellas palabras saliesen a la luz hasta el final de los tiempos.
* * *
Gebel Qarara, Egipto Medio, 1955
Las montañas de Gebel Qarara se alzaban majestuosas con su color cobrizo, típico del desierto egipcio. Su aspecto misterioso y árido le conferían un aire ciertamente lunar, como si fuera de otro planeta.
Desde las alturas, los fuertes y constantes vientos arrastraban nubes de arena caliente que se pegaba al cuerpo como una fina película. Los mismos vientos circulaban a lo largo y ancho del valle hacia lo más profundo, convirtiéndolo en un horno constante de cuarenta grados a la sombra.
El fondo del valle se había convertido en una zona muy frecuentada por los
fellahim,
campesinos que exploraban la región en busca de
sabakh,
un fertilizante rico en nitratos muy utilizado por los agricultores. Una noche, tres
fellahim
penetraron en el valle. El cabecilla del grupo se llamaba Hany Jabet. Le seguía su amigo Mohamed y un sobrino de éste. Los tres hombres portaban antorchas y palas que cargaban sobre tres pequeños burros.
Una colina cerca de una pared fue el lugar elegido por el grupo para empezar a buscar el tan ansiado
sabakh
que podría aliviar el hambre de sus familias al menos durante unos días. Para muchos de estos hombres esta sustancia era un modo de subsistencia mientras no tuviesen la suerte de encontrar alguna tumba perdida que poder saquear para después vender los objetos en el mercado clandestino de El-Minya o incluso en los de El Cairo o Alejandría.
Hany Jabet, Mohamed y su sobrino se dispusieron a cavar con sus palas de madera. De repente, Mohamed golpeó algo duro muy cerca de la roca. Al principio, pensó que se había topado con la piedra de la ladera de la montaña, pero un segundo golpe dejó caer una importante cantidad de arena que cubría una especie de lápida funeraria. Los tres hombres creyeron que era sólo una parte más de la pared, pero a Hany le llamó la atención porque parecía que la había pulido la mano del hombre y no los elementos.
Los tres hombres se miraron sorprendidos, pensando en su fuero interno que podrían haber descubierto la tumba perdida de un faraón o de un sumo sacerdote. Tanto unos como otros eran enterrados con importantes y valiosas ofrendas, objetos que serían fáciles de vender en el mercado negro.
El saqueo de tumbas se llevaba practicando en Egipto desde el mismo día en que se levantaron las primeras pirámides. Los faraones incluso ordenaban que, a su muerte, los arquitectos y excavadores fuesen enterrados junto a ellos para salvaguardar la ubicación exacta de la entrada secreta a la cámara mortuoria.
Los tres hombres continuaron golpeando la lápida con sus palas, intentando dejar a la vista el tamaño real de la entrada. Mientras golpeaban la piedra pulida con los primeros rayos de sol de la mañana soñaban con haber encontrado una tumba que sacase a la luz algún indicio de los cuatro mil gloriosos años de historia de Egipto.
Los
fellahim
se turnaban para intentar apartar la gruesa lápida que daba acceso al interior de la cueva. Con cada golpe de pala, iban desprendiéndose restos cada vez más grandes de la losa.
Cuando Hany Jabet observó cómo se había aflojado la puerta de entrada, ordenó a Mohamed que metiese las puntas de las palas por debajo de la lápida para hacer palanca. Tras cuatro intentos bajo el sofocante calor, la piedra comenzó a moverse y se dejó sentir un olor fétido. Separada la lápida, pudieron ver un pequeño pasillo oscuro que daba acceso a otra cámara.
Hany regresó al lugar donde habían dejado los burros para buscar dos antorchas. Tras encenderlas fuera de la cueva, se las entregó a Mohamed y a su sobrino.
—Esperad a que esté dentro para pasarme una de la antorchas —ordenó Hany.
Arrastrándose a duras penas por la arena y las piedras desprendidas, el campesino intentó apoyar un pie en medio de aquella oscuridad. Un movimiento de las piedras bajo su cuerpo provocó que cayese rodando hasta el fondo de la cueva.
Rodeado de tinieblas, pudo oír los gritos de sus compañeros desde la boca de entrada.
—¡Hany, Hany, amigo mío! —gritó Mohamed—. ¿Estás bien? ¡Oh, Dios mío! No puedo verte en la oscuridad.
De repente, una mano salió de improviso de la oscura boca de la cueva agarrando con fuerza el brazo de Mohamed. Éste dio un salto hacia el exterior, mientras oía el sonido de la risa de su sobrino. Entre maldiciones, Mohamed cogió la antorcha que había quedado en el suelo y regresó a la entrada de la cueva con ella.
—Soy yo, Hany. No te asustes y pásame la antorcha —pidió el campesino.
Bajo la luz de la antorcha, el pasillo se mostraba mucho más corto de lo que en realidad era. Al final, un escalón de casi dos metros de altura daba acceso a una cámara de unos cuarenta metros cuadrados. Hany divisó al fondo lo que parecían ser tres ataúdes y, en medio de ellos, una gran
zir
, una tinaja, posiblemente muy antigua, sellada con betún.
Hany Jabet extrajo su cuchillo del cinturón y comenzó a romper los sellos que cerraban la tapa de la tinaja. A continuación, levantó la pesada tapa y acercó la antorcha tratando de ver qué se ocultaba en su oscuro interior. Pudo apreciar una caja blanca de piedra caliza que parecía muy antigua. Al principio, pensó que podría tratarse del osario de un niño.