Read El juez de Egipto 2 - La ley del desierto Online

Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (23 page)

BOOK: El juez de Egipto 2 - La ley del desierto
12.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Las miradas de Suti y Efraim se encontraron. El hitita no se echaría a la espalda la policía del desierto; traicionar a Suti consolidaría su reputación ante las fuerzas del orden.

—Un poco de valor —exigió el barbudo—. El fugitivo ha jugado y ha perdido. Los mineros no son un montón de canallas.

Nadie salió de la fila.

Efraim se acercó a sus obreros. Suti no tenía oportunidad alguna de escapar. Los propios mineros se volverían contra él.

Los perros ladraron y tiraron de sus correas. Tranquilos, los policías esperaban su presa.

Efraim agarró de nuevo del cabello al fornido luchador y lo arrojó a los pies del jefe del destacamento.

—El desertor es vuestro.

Suti sintió clavada en él la mirada del gigante. Creyó, por unos momentos, que cuestionaría la denuncia de Efraim.

Pero el sospechoso, ante la amenaza de los perros, ya estaba confesando.

—Sigues gustándome, pequeño.

—Me has engañado, Efraim.

—Te he puesto a prueba. El que salga de esta mina abandonada sabrá arreglárselas en cualquier abismo.

—Tendrías que haberme avisado.

—La experiencia no habría sido concluyente. Ahora conozco tus capacidades.

—La policía volverá pronto a por mí.

—Ya lo sé, por eso no nos demoraremos más. En cuanto haya obtenido la cantidad de cobre exigida por el maestro de obra de Coptos, ordenaré a las tres cuartas partes de la tropa que transporte el metal al valle.

—¿Y luego?

—Luego, con los hombres que haya elegido, efectuaremos una expedición que no ha sido ordenada por el templo.

—Si no vuelves a la cabeza de tus mineros, la policía intervendrá.

—Si lo consigo, será demasiado tarde. Ésta habrá sido mi última exploración.

—¿No somos demasiados?

—En la pista del oro se necesitan porteadores durante parte del viaje. Por lo general, pequeño, vuelvo solo.

El visir Bagey recibió a Pazair antes de regresar a su casa para el almuerzo. Despidió a su secretario y zambulló sus pies hinchados en un recipiente de piedra lleno de agua tibia y salada. Aunque la terapéutica de Neferet lo había puesto a cubierto de una nueva enfermedad, el visir no renunciaba a la cocina, excesivamente grasa, de su esposa, con lo cual seguía castigando su hígado.

Pazair se acostumbraba a la frialdad de Bagey. Curvado, con el rostro desagradable, alargado y severo, y la mirada inquisidora, no se preocupaba por despertar simpatía alguna.

En las paredes de su despacho tenía colgados los planos de las provincias, algunos de los cuales habían sido trazados por su propia mano, cuando era experto geómetra.

—No sois cómodo, juez Pazair. Por lo general, un decano del porche se limita a cumplir sus múltiples funciones sin investigar sobre el terreno.

—La gravedad del caso lo exigía.

—¿Puedo añadir que el campo militar no os corresponde?

—El proceso no dejó al general Asher libre de sospecha; me encargo de proseguir la instrucción. Me interesa su persona.

—¿Por qué demorarse en su informe referente al estado de nuestras tropas?

—Porque es falso, como demuestran los irrefutables testimonios del jefe de policía y del sumo sacerdote de Karnak. Cuando abra un nuevo proceso, este texto completará el expediente. El general no deja de disfrazar la verdad.

—Abrir un nuevo proceso… ¿es ésa vuestra intención?

—Asher es un asesino. Suti no mintió.

—Vuestro amigo está en dificultades.

Pazair temía aquella crítica. Bagey no había levantado la voz, pero parecía irritado.

—Asher ha presentado una demanda contra él. El motivo es serio: deserción.

—Demanda inadmisible —objetó el juez—. Suti se enroló en la policía antes de recibir el documento. Los registros de Kem son indiscutibles. Por consiguiente, el antiguo soldado Suti pertenece a un cuerpo de Estado, sin que se haya producido interrupción de carrera ni deserción.

Bagey tomaba notas en una tablilla.

—Supongo que la instrucción será irreprochable.

—Lo es.

—¿Qué pensáis realmente del informe de Asher?

—Que siembra la confusión para que el general aparezca como un salvador.

—¿Y si fuera cierto?

—Mis primeras investigaciones demuestran lo contrario. Son limitadas, ciertamente; vos, en cambio, tenéis posibilidad de reducir a la nada los argumentos del general.

El visir reflexionó.

De pronto, una horrible duda dominó a Pazair. ¿Sería Bagey cómplice del general? ¿La imagen del visir intransigente, honesto, incorruptible era sólo un espejismo? En ese caso, la carrera del decano del porche no tardaría en concluir, con un pretexto administrativo cualquiera.

Al menos, Pazair no tendría que esperar demasiado. Según la respuesta de Bagey, sabría a qué atenerse.

—Excelente trabajo —consideró el visir—. Justificáis cada día vuestro nombramiento y me sorprendéis. Cometía un error dando preferencia a la edad en la designación de altos magistrados; me consuelo suponiendo que sois una excepción. Vuestro análisis del informe de Asher es muy turbador. La ayuda de un jefe de policía y un sumo sacerdote de Karnak, aunque recientemente nombrados, le dan un gran peso. Además, resistís bien frente a mis dudas. En consecuencia, niego la validez del texto y ordeno un inventario completo del armamento de que disponemos.

Pazair esperó a estar en brazos de Neferet para llorar de alegría.

El general Asher se sentó en la lanza de un carro. El cuartel dormía, los centinelas dormitaban. ¿Qué temía un país tan poderoso como Egipto, unido en torno a su rey, sólidamente construido sobre valores ancestrales que no habían sido afectados por los más violentos huracanes?

Asher había mentido, traicionado y asesinado para convertirse en un hombre poderoso y respetado. Quería hacer una alianza con los hititas y los países de Asia, crear un imperio en el que ni el propio Ramsés se habría atrevido a soñar. La ilusión se rompía a causa de una infeliz iniciativa. Lo manipulaban desde hacía meses. Chechi, el químico de escasas palabras, lo había utilizado.

¡Asher el grande! Un fantoche que pronto carecería de poder, que no resistiría los repetidos asaltos del juez Pazair. Ni siquiera había tenido el placer de mandar a Suti a un campo disciplinario, porque el amigo del decano del porche se había enrolado en la policía. Demanda rechazada e informe desmentido por el visir. Un nuevo examen conduciría a la censura. Asher sería condenado por atentar contra la moral de las tropas. Cuando Bagey se encargaba de un asunto, se hacía tan feroz y obstinado como un dogo que apretara un hueso entre sus colmillos.

¿Por qué lo había alentado Chechi a redactar aquel texto? Ante la idea de convertirse en un salvador, de adquirir estatura de estadista, de obtener la adhesión del pueblo, Asher había perdido el sentido de la realidad. A fuerza de engañar a los demás, había acabado engañándose a sí mismo. Como el pequeño químico, creía en la extinción del reino de Ramsés, en la mezcla de razas, en un cambio de las tradiciones heredadas de la edad de las pirámides. Pero había olvidado la existencia de hombres arcaicos como el visir Bagey y el juez Pazair, servidores de la diosa Maat, enamorados de la verdad.

Asher había pasado a ser considerado como un soldado sin envergadura, de porvenir ya trazado, desprovisto de ambición. Los instructores se habían equivocado con él. Clasificado en una categoría de la que nunca saldría, el general ya no soportaba el ejército. O lo controlaría o lo aniquilaría. El descubrimiento de Asia, de sus príncipes acostumbrados a la astucia y la mentira, de sus clanes en incesante movimiento lo habían incitado a conspirar y a establecer vínculos con Adafi, el jefe de la rebelión.

Un juguete en manos de un tramposo: su futura gloria caía en lo ridículo. Pero sus falsos amigos ignoraban que una bestia herida despliega insospechados recursos. Ridiculizado ante sus mismos ojos, Asher se rehabilitaría arrastrando a sus aliados en la caída.

¿Por qué se había apoderado de él el mal? Habría podido limitarse a servir al faraón, a amar a su país, e imitar a los generales que se limitaban a cumplir con su deber. Pero la afición a la intriga se había insinuado en él como una enfermedad, acompañada por el deseo de acaparar lo que pertenecía a otros.

Asher no soportaba a los seres que se salían de las normas, como Suti o Pazair. Lo empequeñecían y le impedían desarrollarse. Unos construían, los otros destruían; ¿no eran responsables los dioses de que él perteneciera a esta última categoría? Nadie modificaba su voluntad.

Se nacía como se moría.

CAPÍTULO 24

C
on los ojos entornados, temblorosas las minúsculas orejas y las fosas nasales a ras de agua, el hipopótamo bostezó. Cuando el otro macho lo empujó, gruñó. Los dos monstruos, que pesaban más de doscientas toneladas, encabezaban las principales manadas que, matando cocodrilos, se repartían el Nilo al sur de Menfis. Hendiendo el río con su masa, les gustaba nadar en aguas profundas, donde perdían su aspecto torpe y se volvían casi gráciles. No soportaban que su siesta fuera turbada, so pena de abrir sus mandíbulas a ciento cincuenta grados y atravesar al intruso con unos caninos de sesenta centímetros de longitud. Coléricos, bostezaban para asustar al adversario. Por lo general, por la noche escalaban la orilla y se alimentaban de hierba fresca; necesitaban una jornada entera de digestión, disfrutaban del sol en una playa de arena, lejos de las viviendas; su piel frágil los obligaba a sumergirse con frecuencia.

Los dos machos, cubiertos de cicatrices, se desafiaron enseñándose los dientes. Abandonando sus veleidades de combate, nadaron uno junto a otro hacia la ribera. Enloquecidos, asolaron los campos, devastaron los huertos, rompieron árboles y sembraron el pánico entre los campesinos. Un niño que no tuvo tiempo de huir fue pisoteado.

Dos, tres veces, los hipopótamos macho repitieron su manejo, mientras las hembras protegían a sus pequeños de los ataques de los cocodrilos. Varios alcaldes de pueblo apelaron a la policía. Kem acudió y organizó la caza. Los dos machos fueron abatidos, pero otras calamidades cayeron sobre los campos: bandadas de gorriones, proliferación de ratones y de ratas campestres, muerte prematura de bovinos, colonias de gusanos en la reserva de grano, por no mencionar una multiplicación de escribas de los campos, empeñados en comprobar la declaración de beneficios. Para conjurar la mala suerte, muchos agricultores llevaron como collar un fragmento de cornalina; la llama que contenía apagaba la agresividad de las fuerzas nocivas. Sin embargo, proliferaban los rumores.

El hipopótamo rojo se volvía destructor porque la magia protectora del faraón se debilitaba. ¿No anunciaba, acaso, una débil crecida, prueba de que el poder del soberano sobre la naturaleza se había agotado y debía reanudar su alianza con los dioses celebrando una fiesta de regeneración?

El proceso ordenado por el visir Bagey proseguía su curso. Sin embargo, Pazair seguía estando preocupado; a pesar de que no tenía noticias de Suti, había redactado un mensaje en código anunciándole que la situación del general Asher se degradaba y era inútil correr riesgos desmesurados. Dentro de unos días, la misión de Suti tal vez carecería de objeto.

Otro acontecimiento era portador de malas noticias; de acuerdo con un informe de Kem, Pantera había desaparecido. Se había marchado por la noche, sin mencionar a sus vecinos adónde pensaba dirigirse. Ningún informador la había visto en Menfis. Decepcionada, herida, ¿no habría regresado a Libia?

La fiesta de Inhotep, modelo de sabios y patrón de los escribas, ofreció al juez una jornada de descanso que consagró a cuidar su resfriado y su tos, tomando soluciones de brionia.

Sentado en un taburete plegable, admiró el gran ramo de flores que había creado Neferet, uniendo entre sí fibras de hoja de palma, hojas de persea y muchos pétalos de loto. El manejo de la cuerda, cuidadosamente oculta, exigía una innegable destreza. Sin duda, aquella pequeña obra maestra gustaba mucho a
Bravo
; el perro se erguía, colocaba las patas anteriores en la mesilla e intentaba comerse las flores de loto.

Pazair lo había llamado ya más de diez veces, antes de ofrecerle un hueso más atractivo.

Amenazaba tormenta. Pesadas nubes oscuras, procedentes del norte, pronto oscurecerían el cielo. Animales y bestias estaban nerviosos, los insectos agresivos; la mujer de la limpieza corría en todas direcciones, la cocinera había roto una jarra. Todos aguardaban y temían la lluvia torrencial, que dañaría las casas más modestas y, en las zonas cercanas al desierto, formaría torrentes de barro y guijarros.

Pese a sus ocupaciones en el hospital, Neferet dirigía su casa con una sonrisa y sin levantar la voz. Los criados la adoraban, mientras que temían a Pazair, cuyo aspecto severo ocultaba su timidez. Ciertamente, el juez consideraba al jardinero algo perezoso, a la mujer de la limpieza demasiado lenta y a la cocinera golosa; pero a todos les complacía su trabajo. De modo que callaban.

Con un ligero cepillo, Pazair limpió personalmente al asno, molesto por el asfixiante calor; agua fresca y forraje alegraron a
Viento del Norte
, que se había tendido a la sombra de un sicomoro. Pazair, bañado en sudor, decidió darse una ducha. Cruzó el jardín donde maduraban los dátiles, flanqueó el muro que los separaba de la calle, pasó ante el corral donde graznaban las ocas y entró en la vasta morada, a la que ya comenzaba a acostumbrarse. Los ecos de una conversación indicaban que el cuarto de baño estaba ocupado. Una joven sirvienta, de pie en un murete, derramaba el contenido de una jarra sobre el dorado cuerpo de Neferet. El agua tibia resbalaba por la piel sedosa y, luego, era evacuada por una canalización abierta en las losas de calcáreo que cubrían el suelo.

El juez despidió a la sirvienta y ocupó su lugar.

—¡Cuánto honor! El decano del porche en persona… ¿Querrá darme un masaje?

—Es vuestro más devoto servidor.

Pasaron a la sala de unciones.

La estrecha cintura de Neferet, su sensualidad solar, sus pechos firmes y erguidos, sus caderas de dulce modelado, la finura de sus manos y de sus pies fascinaban a Pazair. Cada día más enamorado, vacilaba entre admirarla sin tocarla o arrastrarla a un torbellino de caricias.

La muchacha se tendió en una banqueta de piedra cubierta de una estera mientras Pazair, tras haberse desnudado, elegía redomas y recipientes con ungüentos, unos de cristal multicolor y otros de alabastro. Extendió el oloroso producto sobre la espalda de su compañera y, suavemente, ascendió de los riñones hacia la nuca. Neferet consideraba que un masaje cotidiano era un acto terapéutico de primera importancia. Aliviar las tensiones, suprimir las contracciones, apaciguar los nervios, favorecer la circulación de la energía por los órganos, unidos todos al árbol de la vida, donde se formaba la médula espinal, mantenían el equilibrio y la salud.

BOOK: El juez de Egipto 2 - La ley del desierto
12.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Make Me by Lee Child
Cat Nap by Claire Donally
If These Walls Had Ears by James Morgan
Wild Hearts by Jessica Burkhart
What if I Fly? by Conway, Jayne
Inda by Sherwood Smith
Constellation Games by Leonard Richardson
O Jerusalem by Laurie R. King
A Decade of Hope by Dennis Smith