El juego del cero (41 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

BOOK: El juego del cero
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Viv me mira por encima del hombro.

—¿No creerá que Janos…?

—Vamos —insisto, pasando junto a ella sin aflojar el paso.

Me dirijo hacia la puerta abierta que comunica con la escalera, pero en lugar de bajar, comienzo a subir hacia la fuente del humo.

—¿Qué hace? —grita Viv.

Ella conoce la respuesta. No pienso marcharme de aquí sin los archivos de Pasternak.

—Harris, no pienso seguir con esto…

Una mujer mayor con el pelo teñido de negro y gafas de leer colgando del cuello baja por la escalera desde la cuarta planta. No corre. Cualquier cosa que se esté quemando allí arriba, es más humo que amenaza.

Siento que tiran con fuerza desde detrás de mi camisa.

—¿Cómo puede estar seguro de que no se trata de una trampa? —pregunta Viv.

No le contesto, me libro de su mano y sigo subiendo hacia la planta superior. El pensamiento de que Pasternak estuviese trabajando contra nosotros… ¿Fue ésa la razón de que lo matasen? ¿Pasternak ya estaba implicado? Cualquiera que sea la respuesta, necesito saberla.

Subo los escalones de dos en dos y llego rápidamente a la cuarta planta, pasando entre otros dos cabilderos justo cuando entran en la escalera.

—Hola, Harris —me saluda uno con una sonrisa amistosa—. ¿Quieres algo para desayunar?

Irreal. Incluso en medio de un incendio, los cabilderos no pueden evitar la política.

Avanzando a través del corredor, me dirijo hacia el despacho de Pasternak y sigo el humo, que ahora se ha convertido en una nube oscura y densa que llena el estrecho corredor. Parpadeo lo más de prisa que puedo, pero me arden los ojos. Sin embargo, he recorrido este mismo camino durante años. Podría hacerlo a ciegas.

Cuando giro a la derecha al llegar al final del corredor, se oye un chisporroteo en el aire. Una ola de calor me golpea con fuerza en pleno rostro, pero no con tanta fuerza como la mano que me coge del brazo. Apenas si puedo verlo a través de la espesa humareda.

—Dirección equivocada —insiste una voz profunda.

Me libero de su mano con un fuerte tirón. Tengo el puño apretado, preparado para lanzar el primer golpe.

—Señor, esta zona está cerrada. Debe dirigirse hacia la escalera —dice por encima de la alarma que sigue sonando con estridencia. En el pecho alcanzo a ver una placa dorada y azul de «Seguridad». Sólo es uno de los guardias.

—Señor, ¿ha oído lo que acabo de decirle?

Asiento sin prestarle mucha atención. Estoy demasiado ocupado mirando por encima de su hombro hacia el lugar donde se ha originado el fuego. Al final del corredor… a través de la gruesa puerta de roble… lo sabía… lo supe en el momento en que comenzó a sonar la alarma. Un pequeño estallido de llamas que se elevan al aire, lamiendo las losetas del techo del despacho de Pasternak. Su escritorio… el sillón de cuero negro… las fotografías presidenciales colgadas de la pared… todo está en llamas. No me detengo. Si el archivador es a prueba de incendios, aún puedo…

—Señor, debe abandonar el edificio —insiste el guardia.

—¡Necesito entrar ahí! —exclamo, tratando de pasar junto a él.

—¡Señor! —grita el hombre.

Extiende el brazo, bloqueándome el paso y golpeándome el pecho. Me saca diez centímetros y más de treinta kilos. Pero no me rindo. Y él tampoco. Cuando lo aparto de un empellón, el hombre pellizca la piel a un costado de mi cuello y la retuerce con violencia. El dolor es tan intenso que estoy a punto de caer de rodillas.

—Señor, ¿me está escuchando?

—Los… los archivos…

—No puede entrar ahí, señor. ¿Acaso no se da cuenta de lo que está pasando?

En ese momento se oye un ruido muy fuerte. Un poco más arriba del corredor, los goznes de la pesada puerta de roble del despacho de Pasternak ceden y por la abertura se pueden ver los archivadores que flanquean la pared justo detrás de ella. Hay tres archivadores altos, uno junto al otro. Por su aspecto, parecen ser incombustibles. El problema es que todos ellos tienen los cajones abiertos.

Los papeles que hay en su interior crujen y se queman, carbonizados sin posibilidad de reconocerlos. Cada pocos segundos, un agudo estallido envía algunos trozos negros dando volteretas por el aire. El denso humo apenas si me permite respirar. El mundo se vuelve borroso a través de las llamas. Todo lo que queda son las cenizas.

—Están quemados, señor —dice el guardia—. Ahora, por favor… baje por la escalera.

Pero permanezco inmóvil. En la distancia alcanzo a oír la orquesta de sirenas que se acercan al incendio. Las ambulancias y los bomberos también vienen de camino. La policía no puede estar demasiado lejos.

El guardia extiende la mano para obligarme a darme la vuelta. Es entonces cuando siento la mano suave que se apoya al final de mi espalda.

—Señorita… —comienza a decir el guardia.

Detrás de mí, Viv contempla los archivadores en llamas en el despacho de Pasternak. Las sirenas se oyen cada vez más próximas.

—Vamos —me dice.

Mi cuerpo sigue en estado de choque y, cuando me vuelvo para mirarla, ella lo comprende al instante. Pasternak era mi mentor; lo conocía desde mis primeros días en el Capitolio.

—Tal vez no sea lo que está pensando —dice Viv, tirando de mí hacia el corredor y en dirección a la escalera.

Las lágrimas se deslizan por mis mejillas y me digo a mí mismo que es a causa del humo. Las sirenas continúan ululando en la distancia. Por el sonido, ya están casi delante del edificio. Con un fuerte tirón, Viv me arrastra hacia la densa neblina oscura. Intento correr, pero ya es demasiado difícil. No puedo ver. Siento que mis piernas son de gelatina. Ya no puedo hacerlo. Mi carrera se convierte en una caminata torpe.

—¿Qué hace? —pregunta Viv.

Apenas si puedo mirarla a los ojos.

—Lo siento, Viv…

—¿Qué? ¿Es que piensa rendirse justo ahora?

—He dicho que lo siento.

—¡Eso no es suficiente! ¿Cree que eso lo deja libre de culpa? ¡Usted me metió en esto, Harris… usted y su estúpido egoísmo de chico de fraternidad! ¡Usted es la razón de que yo esté huyendo para salvar mi vida, y llevando la misma ropa interior desde hace tres días, y llorando todas las noches antes de dormirme preguntándome si el psicópata estará junto a mi cama cuando despierte a la mañana siguiente! ¡Lamento que su mentor lo haya engañado y que su vida en el Capitolio sea lo único que tiene, pero yo tengo toda una vida delante de mí, y quiero recuperarla! ¡Ahora! ¡De modo que mueva el culo y larguémonos de aquí! ¡Es necesario que averigüemos qué demonios vimos en ese laboratorio subterráneo, y ahora tenemos una cita con un científico a la que voy a llegar tarde por su culpa!

Asombrado por su arrebato, no puedo moverme.

—¿Realmente llorabas antes de dormir? —le pregunto por fin.

Viv me taladra con una mirada sombría que me sirve como respuesta. Sus ojos marrones brillan a través del humo.

—No.

—Viv, sabes que yo nunca…

—No quiero oírlo.

—Pero yo…

—Lo hizo, Harris. Lo hizo y ya está hecho. Ahora, ¿va a hacerlo bien o no?

En el exterior del edificio alguien vocifera unas instrucciones de seguridad a través de un megáfono. La policía está aquí. Si quiero rendirme, éste es el lugar para hacerlo.

Viv se aleja por el corredor. Yo no me muevo.

—Adiós, Harris —exclama. Las palabras me espolean cuando las pronuncia.

Cuando le pedí ayuda por primera vez, le prometí que no le pasaría nada. Igual que le prometí a Matthew que el juego era una diversión inofensiva. Y le prometí a Pasternak, cuando lo conocí, que sería la persona más honesta que jamás había contratado. Todas esas palabras… cuando las pronuncié por primera vez… quería decir exactamente eso, pero no hay duda de que esas palabras eran siempre para mí. Para mí. Yo, yo, yo. Es el lugar más sencillo para perderte en el Capitolio, justo dentro de tu propia autoestima. Pero cuando veo a Viv que desaparece en medio de esa nube de humo, ha llegado el momento de apartar la mirada del espejo y volver a enfocar la realidad.

—Espera —grito, corriendo tras ella y zambulléndome en el humo—. Ese no es el mejor camino.

Viv se detiene, pero no sonríe ni me pone las cosas fáciles. Y no tiene que hacerlo.

Es significativo que sea precisamente una chica de diecisiete años quien me trate como a un adulto.

Capítulo 63

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Lowell cuando su asistente entró en su despacho situado en la cuarta planta del edificio principal de Justicia, en Pennsylvania Avenue.

—Permítame que lo diga de esta manera —comenzó William, apartándose un mechón de pelo castaño de su rostro regordete y aniñado—. Santa Claus no existe, el conejo de Pascua tampoco, no hay ninguna animadora que estuviera colada por usted en el instituto, su fondo de pensiones es papel higiénico, no se casó con la reina del baile de fin de curso, un capullo ha dejado embarazada a su hija, y, ¿sabe esa hermosa vista que tiene del monumento a Washington? —preguntó William, señalando por encima del hombro de Lowell hacia la ventana más próxima—. Vamos a pintarlo de negro y a reemplazarlo por algo de arte moderno.

—¿Has dicho arte moderno?

—No es broma —dijo William—. Y ésas son las buenas noticias.

—¿Es realmente tan malo? —preguntó Lowell, haciendo un gesto hacia la carpeta que su asistente tenía en las manos.

Fuera del despacho de Lowell y al otro lado de la sala de conferencias adyacente, dos recepcionistas contestaban las llamadas y ordenaban su agenda. William, por otra parte, ocupaba un escritorio justo a la entrada del despacho de Lowell. Por cargo, era el «asistente confidencial» de Lowell, lo que significaba que tenía autorización de seguridad para tratar las cuestiones profesionales más importantes y, después de tres años al servicio de Lowell, también las cuestiones personales.

—En una escala del uno al diez, es Watergate —dijo William.

Lowell rió forzadamente. Estaba tratando de no darle demasiada importancia, pero la carpeta roja ya le había indicado que el asunto empeoraba. Rojo significaba FBI.

—Las huellas digitales encontradas en la puerta de su coche pertenecen a Robert Franklin, de Hoboken, Nueva Jersey —comenzó William, leyendo los documentos que contenía la carpeta.

Lowell hizo una mueca, preguntándose si Janos sería un nombre falso.

—¿O sea que tiene antecedentes? —preguntó.

—No, señor.

—¿Entonces cómo es que tienen sus huellas digitales?

—Las consiguieron por los canales internos.

—No lo entiendo.

—Su unidad de contratación. Personal —explicó William—. Aparentemente, ese sujeto solicitó un trabajo hace algunos años.

—Estás de broma, ¿verdad?

—No, señor. Presentó una solicitud.

—¿En el FBI?

—En el FBI —confirmó William.

—¿Y por qué no lo aceptaron?

—No lo sé. Es una información demasiado reservada para mí. Pero cuando rogué que me diesen una pista, mi compañero en el FBI dijo que pensaron que la solicitud era sospechosa.

—¿En el FBI pensaron que estaba tratando de infiltrarse? ¿Por cuenta propia o como pistolero contratado?

—¿Importa acaso?

—Debemos buscar sus antecedentes fuera del sistema… averigua si ese individuo…

—¿Qué cree que he estado haciendo durante la última hora?

Lowell esbozó otra sonrisa forzada, aferrando con fuerza los apoyabrazos del sillón y luchando por no levantarse. Llevaban trabajando juntos el tiempo suficiente como para que William supiera lo que significaba ese gesto.

—Sólo dime qué es lo que encontraste —insistió Lowell.

—Estuve investigando algunas de nuestras conexiones en el extranjero… y según su sistema, las huellas digitales pertenecen a alguien llamado Martin Janos, alias Janos Szasz, alias…

—Robert Franklin —dijo Lowell.

—«Y Bingo era su nombre…» Todos son el mismo.

—¿Y por qué tienen sus huellas digitales allí?

—Oh, jefe, ésa es la aceituna del martini. Solía trabajar para el Cinco.

—¿De qué estás hablando?

Martin Janos, o como se llame, era un miembro del MI-5. El servicio secreto de inteligencia británico.

Lowell cerró los ojos, tratando de recordar la voz de Janos. Si era británico, hacía tiempo que su acento había desaparecido. O estaba bien oculto.

—Cuando ingresó era poco más que un crío, acababa de salir de la universidad —añadió William—. Aparentemente, tenía una hermana que murió al estallar un coche bomba. Ese hecho fue suficiente para que se volviera loco de furia. Ellos lo reclutaron directamente.

—¿No tiene antecedentes militares?

—Si los tiene, no constan.

—No pudo haber llegado demasiado alto en el escalafón.

—Sólo era un analista más en la Dirección de Planificación Avanzada. Para mí que se dedicaba a mirar un ordenador y a grapar un montón de papeles. Fuera lo que fuese, pasó dos años allí y luego lo despidieron.

—¿Por qué motivo?

—Insubordinación, sorpresa, sorpresa. Le ordenaron que hiciera un trabajo y se negó a hacerlo. Cuando uno de sus superiores le echó en cara su actitud, la discusión se volvió bastante acalorada y el joven Janos cogió una grapadora y comenzó a golpearlo con ella.

—Un poco susceptible, ¿no crees?

—Los más listos siempre lo son —dijo William—. Sin embargo, a mí me suena a que ese tío era un polvorín. Una vez que se marchó, comenzó a trabajar por su cuenta, encontró un empleo para el mejor postor…

—Y ahora ha vuelto al negocio —convino Lowell.

—Ciertamente, es una posibilidad —dijo William mientras su voz se apagaba.

—¿Qué? —preguntó Lowell.

—Nada, es sólo que… después de haber estado en el servicio secreto de su majestad, Janos desaparece durante casi cinco años, un día reaparece en este país, presenta una solicitud de empleo en el FBI bajo una nueva identidad, es rechazado por intentar infiltrarse, luego regresa a la oscuridad y nunca vuelve a oírse hablar de él… es decir, hasta hace unos pocos días, cuando aparentemente utilizó todas sus habilidades para… eh… golpear violentamente la ventanilla lateral de su coche.

William dejó que el silencio se instalara entre los dos antes de mirar fijamente a su jefe. Lowell le devolvió una mirada igualmente impertérrita. El teléfono de su escritorio comenzó a sonar. Lowell no respondió a la llamada. Y cuanto más estudiaba a su asistente, iba siendo más y más consciente de que eso no era una discusión, sino un ofrecimiento.

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