El juego del cero (38 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

BOOK: El juego del cero
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—Ni idea. Pero no hay duda de que es algo relacionado con los neutrinos.

Ella asiente, recordando las palabras que aparecen en la esquina de cada página.

—¿Y un neutrino es…?

—Creo que se trata de alguna clase de partícula subatómica.

—¿Como un protón o un electrón?

—Supongo que sí —digo, mirando otra vez por la ventana—. Aparte de eso, no sé mucho más que tú.

—¿No hay nada más? ¿Es eso todo lo que conseguimos?

—Podemos seguir investigando un poco más cuando regresemos a casa.

—Pero, por lo que sabemos, todo esto podría ser bueno, ¿verdad? Podría sei bueno.

Finalmente, aparto la vista de la ventana.

—No creo que sea bueno.

A Viv no le gusta nada mi respuesta.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—¿Realmente crees que se trata de algo bueno?

—No lo sé… tal vez sólo se trate de algo que están investigando, como un laboratorio del gobierno o algo por el estilo. Eso no puede hacerle mal a nadie, ¿verdad?

—¿Convertir la materia en oro?

—El proyecto se llama Midas.

—¿Realmente crees que se pueden convertir las cosas en oro?

—¿Me lo está preguntando? ¿Cómo voy a saberlo? Todo es posible, ¿no cree?

No le contesto. En los últimos dos días, Viv ha aprendido la respuesta a esa pregunta. Pero, por la forma en que se balancea sobre los talones, aún no ha tirado la toalla en cuanto a eso.

—Tal vez se trate de algo relacionado con la historia del rey Midas —añade—. Quiero decir, él convirtió a su hija en una estatua, ¿verdad? ¿Acaso hizo algo más, aparte de darle el último juego de dientes de oro?

—Olvida la mitología, debemos hablar con alguien que conozca su ciencia —señalo—. O alguien que al menos pueda decirnos por qué la gente construiría un laboratorio de neutrinos a dos mil quinientos metros bajo tierra.

—Allá vamos… ahora nos estamos moviendo…

—Podemos llamar a la FNC, la Fundación Nacional para las Ciencias. Ya nos echaron una mano el año pasado con algunas de las cuestiones de alta tecnología cuando celebramos una serie de audiencias relacionadas con el proyecto de ley de clonación.

—Sí… bien. Perfecto. Llámelos ahora.

—Lo haré —digo, mientras levanto el auricular del teléfono que hay encima de la mesa octogonal—. Pero no hasta que haya hecho otra llamada primero.

Mientras el teléfono resuena en mi oído, miro nuevamente a través de la ventana buscando el coche de Janos. Todavía estamos solos.

—Centro de Recursos Legislativos —contesta una voz femenina.

—Hola, estoy buscando a Gary.

—¿Cuál de ellos? Tenemos a dos Gary.

Eso solamente ocurre en el Congreso.

—No estoy seguro. —Trato de recordar su apellido, pero ni siquiera yo soy tan bueno—. Es el encargado de hacer el seguimiento de todos los formularios de declaración de los cabilderos.

Viv asiente. Ha estado esperando este momento. Si tenemos intención de averiguar qué está pasando con Wendell, al menos debemos averiguar quién estaba procurando la aprobación de la ley para ellos. Cuando hablé con Gary la semana pasada, me dijo que volviese a llamarlo dentro de un par de días. No estoy seguro de que dispongamos siquiera de un par de horas.

—Gary Naftalis —contesta una voz masculina.

—Hola, Gary, soy Harris, de la oficina del senador Stevens. Me dijo que lo llamara acerca de los formularios de declaración de…

—Wendell Mining —me interrumpe—. Lo recuerdo. Usted era quien tenía mucha prisa. Deje que eche un vistazo.

Me deja en espera y mis ojos se desvían hacia la pecera de agua salada. Hay un puñado de diminutos peces negros y uno grande morado y anaranjado.

—Le doy una oportunidad para que adivine cuáles somos nosotros —dice Viv.

Antes de que pueda contestarle, la puerta de la sala de conferencias se abre de par en par. Viv y yo nos volvemos al oír el ruido. Estoy a punto de tragarme la lengua.

—Lo siento… no quería asustarlos —dice un hombre vestido con una camisa blanca y una gorra de piloto—. Sólo quería que supieran que estamos preparados cuando ustedes lo estén.

Vuelvo a respirar. Es sólo nuestro piloto.

—Estaremos listos dentro de un segundo —dice Viv.

—Tómense su tiempo —dice el piloto.

Es un gesto amable, pero el tiempo es precisamente lo que se nos está acabando. Vuelvo a mirar a través de la ventana que domina el hangar. Ya hemos estado demasiado rato en este lugar. Pero justo cuando estoy a punto de cortar la comunicación, oigo una voz monótona y familiar.

—Hoy es su día de suerte —dice Gary a través del auricular.

—¿Lo ha encontrado?

Viv se vuelve hacia mí.

—Sí —dice Gary—. Deben de haberlo escaneado ahora mismo.

—¿Qué es lo que dice?

—Wendell Mining Corporation…

—¿Cuál es el nombre del cabildero? —lo interrumpo.

—Lo estoy comprobando —contesta—. Muy bien… según los datos que tenemos aquí, desde febrero del año pasadoWendell Mining ha estado trabajando con una firma llamada Pasternak y Asociados.

—¿Perdón?

—Y de acuerdo con lo que dice en este documento, el cabildero es… joder, su nombre aparece en todas partes en estos días… —Siento que me arde el estómago cuando las palabras salen a través del teléfono—. ¿Ha oído hablar alguna vez de un tío llamado Barry Holcomb?

Capítulo 57

—Que todo el mundo sonría —dijo el congresista Cordell mientras colocaba en su sitio su experta sonrisa y abrazaba a los alumnos de octavo que lo flanqueaban a ambos lados del escritorio.

A Cordell le llevó los primeros seis meses de su carrera conseguir la sonrisa perfecta, y cualquiera que dijese que no era una forma de arte, obviamente, no sabía nada acerca de causar una buena impresión cuando las cámaras fotográficas comenzaban a disparar sus flashes. Una sonrisa demasiado amplia y eres un imbécil; demasiado contenida y eres un arrogante. De acuerdo, no sonreír era perfecto para las discusiones políticas y el divertimento sofisticado, pero si eso era todo lo que tenías, jamás ganarías el premio a la simpatía. Para eso se necesitaba mostrar mucho esmalte. En última instancia, era siempre una cuestión de extensión: más entusiasta que una mueca presuntuosa, pero si exhibías toda la dentadura, te pasabas de la raya. Como le dijo su jefe de personal en una ocasión, ningún presidente era nunca un exhibicionista de dientes.

—A la de tres, repetid todos: «Presidente Cordell»… —bromeó el congresista.

—Presidente Cordell… —repitieron entre risas los treinta y cinco niños y niñas.

Cuando estalló el flash, todos los alumnos que había en la habitación levantaron ligeramente el pecho. Pero ninguno más que el propio Cordell. Otra sonrisa perfecta.

—Le estoy muy agradecida por hacer esto, para nosotros significa mucho más de lo que usted imagina —dijo la señorita Spicer, estrechando con sus manos la del congresista.

Al igual que cualquier otra maestra de estudios sociales de octavo grado en Estados Unidos, ella sabía muy bien que ése era el momento más importante de lodo su año lectivo, un encuentro privado con un congresista. ¿Qué mejor manera de hacer que el gobierno tuviese una presencia viva?

—¿Hay algún lugar donde podamos conseguir camisetas? —preguntó uno de los estudiantes mientras se dirigían hacia la puerta.

—¿Os marcháis tan pronto? —preguntó Cordell—. Deberíais quedaros un poco más…

—No queremos ser una molestia —dijo la señorita Spicer.

—¿Una molestia? ¿Para quién cree que estoy trabajando? —bromeó Cordell. Y volviéndose hacia Dinah, que en ese momento entraba en la oficina, le preguntó—: ¿Podemos postergar esa reunión?

Dinah negó con la cabeza, perfectamente consciente de que Cordell no hablaba en serio. O, al menos, ella no creía que hablase en serio.

—Lo siento, congresista… —comenzó—. Tenemos que…

—Se ha portado de maravilla con nosotros —interrumpió la señorita Spicer—. Muchas gracias otra vez. Por todo. Los chicos… Ha sido fantástico —añadió, completamente entregada a Cordell.

—Si necesitáis entradas para la House Gallery, sólo tenéis que pedírselas a mi ayudante. Ella se encargará de todo —añadió Cordell, realizando mentalmente los cálculos matemáticos. Según un estudio que había leído acerca de la proporción de información y chismorreo que circulaba entre la gente, si conseguías impresionar a una persona, impresionabas a cuarenta y cinco. Y eso significaba que acababa de impresionar a 1,620 personas con una simple sesión fotográfica de tres minutos.

Exhibiendo su sonrisa de dentadura superior pero sin mostrar las encías, Cordell agitó la mano para despedir al numeroso grupo que abandonaba su oficina. La sonrisa permaneció en su sitio incluso cuando la puerta se cerró. A esas alturas, ya era puro instinto.

—¿Qué tal vamos? —preguntó Cordell, derrumbándose en su sillón.

—En realidad, no demasiado mal —contestó Dinah, de pie delante del escritorio del congresista y advirtiendo su empleo del plural mayestático. Cordell lo empleaba siempre que el tema que llevaba entre manos era potencialmente malo. Si era bueno, como una sesión fotográfica con alumnos de algún colegio, utilizaba invariablemente el singular.

—Sólo dime con qué piensan tocarnos las pelotas —añadió.

—No tienen mucho con que hacerlo —comenzó a decir Dinah mientras le entregaba un memorándum para la Conferencia sobre la Ley de Asignaciones de Interior.

Ahora que las reuniones previas a la Conferencia y los acuerdos con Trish habían concluido, en la Gran Final —con un senador y un congresista por cada partido— pasarían los dos días siguientes atando los últimos cabos sueltos para que el proyecto de ley pudiese llegar al hemiciclo, dotando de fondos a todos los proyectos y prebendas políticas incluidos en el mismo.

—Hemos tenido que negociar alrededor de una docena de temas presentados por otros miembros de la Cámara, pero todo lo demás ha salido tan bien como siempre —explicó Dinah.

—¿De modo que todo nuestro material está allí? —preguntó Cordel, Dinah asintió, sabiendo que Cordell siempre cubría sus proyectos primero. Típico de un cardenal.

—¿Y tenemos el material para Watkins y Lorenson?

Dinah volvió a asentir. Como miembros del Congreso, Watkins y Lorenson no eran solamente los recipientes de flamantes centros de visitantes para sus distritos, sino también los cardenales de, respectivamente, los subcomités de Transportes, Agua y Energía. Al proveer de fondos a sus solicitudes en el proyecto de ley de Interior, Cordell se aseguraba ocho millones de dólares en fondos de autopista para una vía de circunvalación en la presa Hoover, y una asignación de fondos de dos millones de dólares destinados a la investigación sobre etanol en la Universidad de Arizona, que casualmente estaban en su distrito.

—El único problema serán las obras de mejora estructural proyectadas para la Casa Blanca —explicó Dinah—. Apelbaum no les asignó un centavo, lo que en realidad no tiene importancia… pero si la Casa Blanca se cabrea…

—… dirigirán los focos también sobre todos nuestros proyectos. Yo me encargaré de ello. —Echando un vistazo al memorándum, Cordell preguntó—: ¿Cuánto le ofreciste?

—Tres millones y medio. El personal de Apelbaum dice que lo aceptará… sólo quiere armar jaleo para que su nombre aparezca en las páginas del
USA Today
.

—¿Alguien más?

—Nada importante. Probablemente tenga que ceder en la cuestión de O'Donnell en Oklahoma; rechazamos la mayoría de sus otras solicitudes, de modo que eso le hará sentir que ha conseguido algo. Por cierto, también teníamos esa transferencia de tierras en Dakota del Sur, la vieja mina de oro, creo que fue lo último que Matthew cogió de la bolsa de golosinas.

Cordell asintió en silencio, confirmándole a Dinah que no tenía ni la más remota idea de lo que estaba hablando. Pero al sacar el tema de la mina de oro —y asociarlo al nombre de Matthew—. Dinah sabía que Cordell jamás lo mencionaría durante la Conferencia.

—Mientras tanto —comenzó Cordell—, en cuanto a Matthew…

—¿Sí?

—Sus padres me han pedido que hable durante su funeral.

Dinah esperó, pero eso era todo lo que su jefe tenía que decir con respecto a esa cuestión. Como siempre, sin embargo, ella sabía a qué se refería. El personal siempre lo sabía.

—Redactaré un breve discurso de alabanza, señor.

—Perfecto. Eso sería perfecto. Como compañeros de oficina, pensé que querrías encargarte del primer borrador. —Miró nuevamente el memorándum y añadió—: Ahora bien, en cuanto a este asunto que Kutz quiere para el Iditarod Trail…

—Yo me encargué de señalarlo como le gusta, señor —dijo Dinah mientras recogía sus cosas y se dirigía hacia la puerta—. Si tiene una C significa «conservarlo»; si lleva una D significa que podemos «descartarlo». Realmente ha sido un año bastante fácil.

—¿O sea que conseguimos lo que queríamos?

Justo cuando estaba a punto de abandonar la oficina, Dinah se volvió y sonrió. Con toda su dentadura.

—Hemos conseguido todo y más, señor.

Cortando camino a través del área de recepción de la oficina de personal de su jefe, Dinah saludó rápidamente al joven recepcionista vestido con camisa tejana y corbata de lazo y cogió el último bombón de licor que quedaba en el bol que había encima de su escritorio.

—Esos pequeños cabrones de octavo arrasaron con todo —explicó el recepcionista.

—Tendrías que ver lo que sucede cuando vienen a visitarnos los de la AARP…

Sin aflojar el paso, Dinah zigzagueó a través de la recepción y salió al corredor por la puerta principal. Pero cuando miró a ambos lados del corredor de mármol blanco no vio a la persona que estaba buscando… no hasta que apareció desde detrás de la gran bandera del estado de Arizona que había fuera del despacho de Cordell.

—¿Dinah? —llamó Barry, apoyando una mano sobre su hombro.

—¿Qué…? —dijo ella, volviéndose—. ¡No me des esos sustos!

—Lo siento —dijo Barry, cogiéndola del codo y siguiéndola por el corredor—. ¿Todo terminado?

—Todo terminado.

—¿Realmente terminado?

—Confía en mí… hemos resuelto el rompecabezas sin necesidad de comprar una vocal.

Ninguno de los dos volvió a abrir la boca hasta que giraron en la esquina del corredor y entraron en el ascensor vacío.

—Gracias otra vez por haberme ayudado en este asunto —dijo Barry.

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