El jinete polaco (61 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: El jinete polaco
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Eran más de las cuatro cuando pasamos por la plaza del General Orduña camino de tu casa. Cruzamos abrazados toda la ciudad, yo recostaba la cabeza en tu hombro y te hacía preguntas sobre tu vida y sobre tu familia, te pedía que me explicaras cosas del trabajo en el campo, pero de eso no querías hablarme, te quedabas serio y cambiabas de conversación. En la esquina de aquel palacio que tenía cabezas de monstruos o de pájaros en los aleros me dijiste que te dejara solo. Qué miedo tenías, estabas muy pálido otra vez, apretabas las mandíbulas y te mordías los labios. Casi no me besaste, parecía que te daba vergüenza mirarme, me volviste la espalda y fuiste andando hacia tu casa muy cerca de las paredes. Tropezabas, estuviste a punto de caerte. Yo seguí esperando hasta que te vi decirme adiós: eso fue todo. Al otro día ya no me conociste. Me acordaba de esa noche y era como si hubiera ocurrido hacía mucho tiempo, o como si la hubiera soñado. Pero yo nunca he tenido sueños así. Mi padre y yo nos marchamos de Mágina a principios de julio. Él quería volverse a América, pero yo no. En Madrid encontré trabajo en una agencia de viajes. Mi madre me había dejado en su testamento unos miles de dólares. Para nosotros la vida en Madrid era entonces mucho más barata que en Nueva York, pero mi padre no quería quedarse. Me dijo que ya no soportaba España, que había tardado demasiado tiempo en volver. Todo lo irritaba, compraba un periódico y lo tiraba en seguida en una papelera, si yo ponía la televisión para ver las noticias se marchaba, decía que se estaba convirtiendo en un viejo intratable y me pedía que lo disculpara, y es verdad que ya no era el mismo de un año antes. Pero yo me negaba a aceptar que en el fondo prefería que me dejara sola. El día que mataron a Carrero Blanco tuvimos por primera vez una discusión a gritos: no me permitió que saliera a la calle. No aprendes, me decía, no te das cuenta de lo que pasa en España, no sabes que cualquiera de esos desalmados puede dispararte un tiro. Pero yo me quedé y él se marchó. Vendió la casa de Queens y se fue a vivir a una residencia de ancianos en New Jersey. Allí tenía un amigo, otro veterano del ejército de la República. Pasamos años sin vernos. Lo visité con Bob para invitarlo a nuestra boda, se lo quedó mirando de arriba abajo, le estrechó la mano, le pidió que nos dejara solos unos minutos y me dijo que otra vez me iba a equivocar. Al nacer el niño me pareció que se reconciliaba un poco conmigo, o que se enternecía al acordarse de cuando yo era pequeña. Le hacía los mismos juegos que a mí y le contaba cuentos de Calleja, y a mi marido se lo llevaban los demonios, porque decía que eran cuentos demasiado crueles para la mente de un niño. Yo disimulaba delante de mi padre, igual que conmigo misma, pero en cuanto nos quedábamos solos me miraba con esa seguridad que siempre tuvo de adivinarme el pensamiento y me decía: te advertí que era un error. No quiso que yo supiera lo enfermo que estaba. El mes pasado me llamaron de la residencia para decirme que le quedaba muy poco tiempo de vida. Desde entonces no me separé de él. Le hablé de ti, se sonreía cuando yo le contaba la sorpresa de haberte vuelto a ver en Madrid, me pedía detalles, me dijo que iba a morirse con la tranquilidad de estar viéndome de nuevo como yo había sido cuando viajamos juntos a España, los primeros días, en Madrid, cuando bajábamos del brazo por la calle Velázquez y él me invitaba a berberechos y a vermú en los merenderos del Retiro. Tú no puedes saber cómo habías cambiado, me decía, lo demacrada y flaca que estabas, parecías una de esas americanas histéricas. Me sentaba a su lado en la cama y me pasaba horas escuchándolo. Los últimos días casi no hablaba, porque le faltaba el aire. Murió mientras dormía. Yo le dejé dormido una noche y ya no se despertó. La enfermera me dijo que tenía los ojos cerrados y una mano sobre el pecho, y la otra colgando fuera de la cama. Después del entierro me quedé dos días más en el albergue. No lloraba, no me podía creer que mi padre estaba muerto. Pensaba que si no fuera por mi hijo no habría nadie de mi sangre en el mundo. Me acordé de la mujer en la silla de ruedas, del hombre vestido de oscuro y del militar un poco más joven a los que vi una vez en aquella iglesia de Madrid. Pero ellos no tenían nada que ver conmigo, y ni siquiera con mi padre, al menos con el hombre que yo había conocido. Acababa de llegarme la notificación del divorcio y yo me llamaba otra vez como él. No sabes qué orgullo sentí al firmar los papeles que me presentaban en el hospital con mi verdadero apellido, Galaz. Me quedé muy sorprendida cuando me llamaste Allison en el comedor del palacio de Congresos, hasta me dio rabia, y estuve a punto de decirte que ése no era mi nombre, pero al mismo tiempo me gustaba que te hubieras fijado con tanto disimulo en la etiqueta de mi solapa, y estabas tan satisfecho de tu golpe de efecto que preferí no romper el malentendido: sería un modo de observarte como si tú aún no me vieras, yo permanecería oculta para ir descubriendo qué había sido de tu vida en todos estos años y en qué te habías convertido. Porque recelaba de ti, a veces eras exactamente el mismo y otras me parecías uno de esos ejecutivos internacionales, y lo peor era que no tenía tiempo, regresaba a América a la mañana siguiente, no quería arriesgarme a una situación falsa o a un desengaño pero tampoco perder la ocasión increíble que se me estaba ofreciendo, así que decidí en un instante cambiarme a tu hotel, y cuando nos arrodillamos debajo de la mesa a recoger los folios que se me habían caído y nos echamos a reír ya estaba segura de que me gustabas, pero tenía que ser prudente, parecías tan serio que me daba miedo lo que pudieras pensar de mí si me mostraba demasiado dispuesta. Me iría rápidamente a trasladar mi equipaje, y si tú no me proponías una cita buscaría el modo de encontrarme contigo por casualidad cuando acabara la sesión de la tarde, pero todo se me torció, quedé atrapada en un atasco, en el hotel tardaron horas en darme habitación, no me daba tiempo a llegar al palacio de Congresos y me arriesgué a sacrificar la prudencia para llamarte por teléfono, comunicaba siempre, decidí ir a buscarte, pero era la hora de cierre de los comercios y no pasaba ni un solo taxi libre, pensé que lo más razonable sería quedarme esperando en el hotel, pero me faltó paciencia, así que cuando conseguí un taxi y llegué al palacio de Congresos ya no quedaban más que las limpiadoras. Vuelta al hotel, toda la Castellana abajo, tenía los nervios de punta, me sacaba de quicio la lentitud del tráfico y habría sido capaz de amordazar al taxista para que se callara, llamé a tu habitación, pero no estabas, me preparé un baño, acababa de meterme en el agua cuando sonó el teléfono, resbalé en las baldosas, ni me dio tiempo a pensar que podías no ser tú, era aquel pelmazo que hablaba de Hemingway, él y Sonny habían recorrido todo Madrid en mi busca y estaban encantados de invitarme a cenar. Lo habría estrangulado con el cable del teléfono. Le dije que estaba muy cansada: le daba lo mismo, cenaríamos en el hotel. Porque además se le notaban ganas y una cierta esperanza de acostarse conmigo: recién divorciada, pensaría, sola en Madrid, con un trabajo inseguro en una revista donde casualmente él tiene mucha influencia. Cuando tú apareciste en lo primero que pensé fue en pedirte socorro. Yo te veía mirarlo de lado durante la cena y pensaba, se va a ir, está a punto de salir corriendo. Buscaba tus pies debajo de la mesa y estaba tan aturdida que tropecé con los suyos, menos mal que me di cuenta, porque se quedó callado y empezó a sonreírme, hasta me guiñó un ojo, con mucho disimulo, levantando la copa para que ni tú ni Sonny lo advirtierais.

Ahora nos parece que todo esto tenía que ocurrir así, pero me da miedo pensar lo fácil que habría sido perderte esa noche, lo cerca que estuve de no cogerte la mano cuando dijiste que te ibas, y me pregunto qué habría hecho si no llegas a decirme que me quedara contigo, no se atreverá, pensaba, si no me ha dicho que salgamos a tomar otra copa fuera del hotel es que está muy cansado, o que no le gusto tanto como parecía, estábamos esperando a que llegara el ascensor y tú lo único que hacías era jugar con la llave y mirar la flecha iluminada, como si tal cosa, sin prestar mucha atención a lo que yo te contaba, empezamos a subir y a mí me faltaban ánimos para tomar la iniciativa, qué pensarías, tan correcto, tan serio, y cuando se abrió la puerta me dio un sobresalto en el estómago, si no me dice nada se lo diré yo, qué calma, esperaste al final para decidirte, y justo entonces va y se cierra la puerta, me eché a reír de nerviosa que estaba y tú enrojeciste, hacía años que un hombre no se ponía colorado delante de mí, me dieron ganas de abrazarte allí mismo, en medio del pasillo, y de llenarte la cara de besos y decirte en español que si no te acordabas de mí. Pero qué miedo tenía cuando entramos en tu habitación, me habías puesto la mano en la cintura al dejarme pasar y me excité de tal modo que tuve tentaciones de salir huyendo o de tenderme en la cama y reclamarte sin preámbulos, pero tú actuabas muy despacio, con un dominio que me desconcertaba, tu cigarrillo, tu cerveza, tus bromas suaves en inglés, esa manera de decirme que me pusiera cómoda, como si se lo hubieras dicho ya a otras mujeres en aquella misma habitación, no había sabido nada de ti en diecisiete años y me enfurecía de celos, desconfiaba, temía que fueras de verdad como me pareciste cuando te vi desayunando, que actuaras conmigo tan meticulosamente como cortabas el
croissant
a la plancha con tu cuchillo y tu tenedor, pero cómo cambiaste en cuanto empezamos a besarnos, eras otro, no estabas rígido ni tenías miramientos, era como si al quitarte la ropa te hubieras quitado también una máscara o una armadura, no tenías vergüenza pero eras más delicado que nadie, me empujabas como queriendo partirme y al mismo tiempo me cuidabas, me apartabas el pelo para verme la cara y me sonreías mientras yo estaba corriéndome, y esperaste casi al final para unirte a mí, pero ni siquiera entonces te dejé que cerraras los ojos. Tú no sabes cómo miras en ese momento ni cómo estás mirándome ahora. Esa mirada es mía y no la ha visto nadie más que yo. Y ya no me da rabia que no recuerdes aquella noche en Mágina. Es mía también y me gusta que sólo puedas saber que existió porque yo me acuerdo y te la cuento.

Las dos voces en la penumbra y en el silencio de la casa cerrada, enredándose igual que los cuerpos y las manos, cálidas en la cercanía del oído, amortiguándose en las orillas del sueño, tan solitarias y leales como si fueran las dos últimas voces que aún suenan en el mundo, enaltecidas por la risa, lentas y gradualmente sombrías cuando se atreven a los pormenores de una confesión, disgregadas en una queja larga y gozosa o en el arranque de un grito que sofoca la almohada, sabias, habituales al cabo de unos pocos días, desvergonzadas y también pudorosas, aprendiendo a llamar por su nombre lo que al principio se callaba, los actos y los deseos, los lugares codiciados del cuerpo, apropiándose de ellos al nombrarlos, las dos voces sumando su caudal de palabras en una mutua revelación donde cada uno al descubrir al otro se manifiesta tal como es delante de sí mismo y agradece la maravilla del misterio, de la pura existencia de alguien que se le parece tanto y sin embargo esconde en su inviolable intimidad y en la superficie entregada de su piel un reino que no acabará nunca de ser explorado. No hay pausas en la indagación ni fisuras en el curso del tiempo, no saben o no quieren calcular el número de las horas y los días, las lentitudes de la pereza y las urgencias súbitas de la excitación, hablan, miran, escuchan, empiezan suavemente a tocarse, abren los ojos y se dan cuenta de que ha anochecido o de que está amaneciendo, recuerdan nombres de canciones, las buscan entre los discos, se esperan y se persiguen por las habitaciones del apartamento con la misma incertidumbre ávida con que se buscarían por las calles de una ciudad, en el espacio cúbico y cerrado que resume para ellos el tamaño del mundo igual que unos pocos días aislados del inmediato ayer y del porvenir que los separará muy pronto contienen toda la duración de sus dos vidas. Los alían sus voces, pero también el sonido de los pasos que vienen del comedor y el del agua en la ducha, al otro lado de la puerta del cuarto de baño, el chasquido de una lata de cerveza al abrirse, el olor a jabón o a colonia, a tabaco, a café recién hecho, a espuma de afeitar, los signos triviales y valiosos de la otra presencia, unos zapatos de tacón abandonados junto al sofá, cerca del baúl abierto y de las fotografías, una barra de labios en la repisa del lavabo, una chaqueta de hombre entre las prendas femeninas del armario, dos copas con restos de vino tinto en la mesa de la cocina, una mancha de carmín en un kleenex. Con la disculpa del invierno apenas salen a la calle, desplazan hacia un futuro impreciso y cercano el cumplimiento de sus obligaciones, sin decirse nada se conceden treguas que van dilatando a medida que las apuran, una noche más, un día, unas horas, no hay principio ni fin en las historias que se cuentan ni límites exactos en el demorado ejercicio del deseo, se interrumpen, confrontan fechas y recuerdos, fotografías, lugares donde los dos han estado y donde no se vieron, equivocaciones y entusiasmos, pierden el hilo de su narración y descubren imágenes o sensaciones laterales en las que les importa mucho detenerse, están ya casi dormidos y han apagado la luz y el roce peculiar de un pezón o de los dedos de un pie los despierta y revive más allá del cansancio y los empuja de nuevo a una búsqueda desfallecida y obstinada en la oscuridad, mojados, doloridos, exhaustos, averiguando matices particularmente golosos de la piel, hendiduras y pliegues que humedece la lengua y tenues latidos que auscultan con sagacidad y ternura las yemas de los dedos, el movimiento de los ojos velados por los párpados, el ritmo de la sangre en las sienes, en las venas azules de las muñecas, en la curva leve de un tobillo.

No saben en qué día viven ni lo que ocurre en el mundo, encienden la televisión y la apagan rápidamente, ha empezado una guerra muy lejos y cunde en los noticiarios y hasta en los anuncios una histeria de banderas, un patriotismo de exterminio que ellos pueden ilusoriamente abolir con el mando a distancia, fugitivos o supervivientes de un apocalipsis que no los alcanzará si permanecen en el refugio del apartamento, si procuran olvidar la indignación y la rabia y se ocultan más hondo, desnudos y abrazados, en el interior caliente de las sábanas, tras los cristales y cortinas y las puertas cerradas que los defienden del viento helado y atenúan los ruidos de la calle, conversando para no oír nada más que sus voces y aprender de nuevo lo que habían olvidado, intentando ordenar el archivo prodigioso y anárquico de Ramiro Retratista, las caras en blanco y negro, las fotografías desplegadas como una población de fantasmas, en un desorden caudaloso de cronologías y de vidas, amontonadas en el suelo, ocupando la mesa del comedor, alineadas en las estanterías, contra los lomos de los libros, examinadas a medianoche bajo la luz de una lámpara, inagotables en su multiplicación como los tesoros de los sueños, una sigilosa multitud de figuras de Mágina erguidas solitariamente en poses de estudio o agrupadas junto a una pared deslumbrante de cal, o caminando del brazo por la calle Nueva o entre las casetas de la feria, caras rancias y tímidas, solemnes, tempranamente envejecidas por la pobreza, rígidas, iluminadas por una felicidad indescifrable y arcaica, asustadas por el flash, desafiándolo con la barbilla alta, chaquetas oscuras, alpargatas de cáñamo con cintas blancas atadas a los flacos tobillos, cintas o flores de trapo en melenas rizadas, miradas y sonrisas de una espantosa lejanía, duros zapatos de charol y calcetines altos, caderas anchas y ceñidas por faldas estampadas, tacones con la suela de corcho, bocas pintadas y dientes desiguales en caras muy jóvenes, faldas acampanadas, bustos prominentes y zapatos de aguja, frentes cetrinas bajo el pelo aplastado, pómulos oscuros, asiáticos, endurecidos por la intemperie, trajes de domingo, de viernes santo, de procesión del Corpus, vestidos de comunión y vestidos de novia con los mismos rasos y bordados, pupilas de víctimas que aún no saben que lo son y de vencedores insultantes, curas de gafas redondas y papadas brutales, fascistas paleolíticos, desconocidos que sólo se distinguen por la tensión secreta de su cobardía, niños subidos a un caballo de cartón, o sosteniendo al oído un teléfono falso y sentados delante de una falsa biblioteca, con uniforme azul marino y cuello duro, con el flequillo húmedo y cortado sobre la frente, una grisura de ropas viejas y de puños gastados, una monotonía patética de mangas demasiado cortas, pantalones grandes atados con correas y sonrisas malogradas por el miedo y la desnutrición, una semejanza unánime y establecida no sólo por la distancia del tiempo, sino por la objetiva piedad de quien presenció durante medio siglo todas esas caras y vio formarse sus rasgos en la cubeta del revelado y fue guardando copias de cada una de las fotografías que tomaba, sin sospechar el destino que les estaba reservado, sin saber que era el único testigo y depositario de aquellas vidas que luego no quiso nadie recordar y que surgen ahora como en una clandestina y universal resurrección de los muertos en un piso de la calle Cincuenta y Dos Este de Nueva York, durante ocho o diez días de enero de mil novecientos noventa y uno, ante los ojos conmovidos de una mujer y un hombre que oyen tras las ventanas cerradas el viento del invierno y el rumor como de catarata de la ciudad a la que se asoman muy pocas veces y encuentran en el baúl de Ramiro Retratista lo que nunca han buscado, lo que les perteneció siempre sin que lo supieran o lo desearan, las razones más antiguas de su desarraigo y de su complicidad.

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