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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El invierno de la corona (41 page)

BOOK: El invierno de la corona
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—Cuando el rey lea este memorial estallará de ira —comentó San Pau.

—Es probable que aparentemente sí, pero creo que en su interior se sentirá orgulloso de su hijo —asentó el Canciller.

El rey, que permanecía en tierras de Gerona siguiendo de cerca la guerra contra el conde de Ampurias, montó en cólera cuando el Canciller le envió el memorial de su hijo. Santa Pau regresó a Barcelona tan sólo dos días después de entrevistarse con el rey en Vilanova de la Muga.

—No sé si su majestad fingía, como asegurasteis, pero si lo hacía es un extraordinario actor. Cuando le leí el memorial tuvo tal acceso de ira que derribó cuantos objetos se hallaban a su alcance. La emprendió de tal modo contra su hijo, acusándolo de toda serie de delitos, que si el infante hubiera estado presente creo que habría sido capaz de matarlo con sus propias manos. Asegura el rey que lo que le pasa a su hijo es debido a Constanza de Perelló, esa dama que vive desde hace tiempo en la corte de don Juan. La ha acusado de «bruja, negra y diabólica hija del diablo» —Santa Pau explicaba al Canciller su entrevista con el rey.

—Recuerdo que en las Cortes de Monzón ya disputaron padre e hijo a causa de esa mujer. Don Juan siempre la ha protegido y el rey, instigado por la Forciana, le ha recriminado que la mantuviera a su lado.

—¿Creéis que esa tal Constanza y don Juan son amantes? —preguntó Santa Pau.

—Tal vez, tal vez, pero eso es lo de menos. Aquí lo que realmente importa es la influencia de Sibila. Es la reina la que está empeñada en acabar con Constanza de Perelló, pues son enemigas desde hace mucho tiempo. Ahora don Juan está en Zaragoza, donde ha buscado refugio después de los agravios a los que el rey lo sometió en Gerona, y allí están con él Constanza, y también doña Violante, claro.

—Los agravios de Gerona no fueron nada comparados con esto, mirad.

Santa Pau alargó un papel al Canciller. De su puño y letra el rey de Aragón ordenaba a la Cancillería que se extendiera un documento por el cual su alteza el infante don Juan, duque de Gerona y heredero de la Corona, era destituido como lugarteniente general del reino de Aragón y se ordenaba abrir un proceso contra él por alta traición.

—Esto puede suponer la guerra civil —lamentó el Canciller.

—Los aragoneses nunca aceptarán la destitución de don Juan; si el rey quiere imponerla a la fuerza, en ese caso habrá guerra.

El documento de destitución de don Juan como lugarteniente de Aragón llegó a Zaragoza a mediados de julio; allí permanecía el heredero de la Corona, refugiado entre los aragoneses, siempre celosos de mantener sus fueros. Domingo Cerdán, justicia mayor de Aragón, recibió el documento pero se negó a tramitarlo negando la validez de dicha destitución, pues amparándose en los fueros aragoneses, el justicia sostuvo que era necesaria la ratificación de esa medida por las Cortes del reino. Don Pedro se indignó ante la negativa de los aragoneses a acatar sus órdenes, pero no estaba dispuesto ni en condiciones de iniciar una guerra civil y se limitó a escribir al justicia recriminándole su actitud y recordándole que como subdito del rey de Aragón estaba obligado a cumplir sus órdenes.

Barcelona, 25 de julio de 1385

Había transcurrido más de la mitad del año del fin del mundo y no parecía que la profecía anunciada por Felipe de Viviers fuera a cumplirse. Entre tanto el rey don Pedro se instaló en Vilanova de la Muga, entre Figueras y el mar, tan sólo a una hora de camino de Castelló de Ampurias, para continuar la guerra contra su yerno el conde, a quien comenzaban a abandonar algunos de sus partidarios.

Santa Pau estaba en la cancillería despachando ciertos asuntos antes de partir hacia Vilanova, donde había sido requerido por el rey para iniciar el reparto de las tierras confiscadas al conde de Ampurias, cuando a través de las ventanas oyó un tumulto; se asomó a una de ellas y contempló a grupos de gentes que corrían hacia la plaza Nueva. Salió de la cancillería y en la puerta detuvo a un hombre que parecía fuera de sí.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Santa Pau.

—Es el fin del mundo, el fin del mundo… —barbotó.

—¿Qué está pasando? —repitió Jerónimo zarandeando al hombre, que no parecía atender a nada de cuanto sucedía a su alrededor.

—El fin del mundo, el fin del mundo… —repetía. Santa Pau lo soltó y abordó a otro individuo que parecía más calmado.

—¿Por qué corre toda esta gente? —le preguntó.

—El convento de Montesión está ardiendo. Algunos dicen que se trata de la primera de las señales que anuncian el fin del mundo.

Santa Pau volvió a entrar en la cancillería y se topó con el Canciller, que salía alertado por los gritos.

—¿Qué es todo ese ruido? —le preguntó a Jerónimo.

—El inicio del fin del mundo —ironizó el notario.

—¿Se puede saber de qué estáis hablando? —inquirió el Canciller.

—Parece que se ha declarado un incendio en el convento de Montesión; deberíamos ir.

Los dos altos funcionarios reales cogieron sus sombreros y salieron de la cancillería. Atravesaron la plaza de la Catedral y después la plaza Nueva y por una pequeña calleja llegaron a la plaza de Santa Ana, la más amplia de toda la ciudad, en cuyo extremo norte se levantaba el convento de Montesión de Jerusalén. Barcelona, al igual que otras muchas ciudades de la cristiandad, tenía varios edificios religiosos dedicados a Tierra Santa; se decía que, aunque los Santos Lugares permanecían en manos de los infieles, así se mantenía en la memoria colectiva el espíritu de cruzada que alguna vez resurgiría con la fuerza necesaria como para embarcar a un gran ejército y recuperar Jerusalén. En Barcelona, además del convento de Montesión, había una iglesia de Nazaret regida por los frailes cistercienses en el sector más al norte del Rabal, otra bajo la advocación de Santa María de Jerusalén, perteneciente a las hermanas clarisas en el centro del Rabal, y la del Santo Sepulcro, dedicada a Santa Ana junto a la puerta del Ángel. Y aún estaba la montaña de Montjuich, del mismo nombre que el monte Montjuich en Palestina, con una mezquita en la cumbre, desde donde los peregrinos avistaban la Ciudad Santa en el camino de Antioquía. Por eso había quienes decían que Barcelona era una segunda Jerusalén y que el rey de Aragón y conde de Barcelona era el monarca cristiano destinado a liberar definitivamente los Santos Lugares del dominio musulmán.

Cuando llegaron ante el convento, la iglesia de Montesión ardía por los cuatro costados. En la plaza se arremolinaba una gran cantidad de gente que trataba de impedir que el incendio se extendiera por todo el barrio. Uno de los consellers de la ciudad dirigía las operaciones, que consistían en acarrear agua con todo tipo de recipientes desde los pozos y fuentes más cercanos y echarla sobre los edificios contiguos. La iglesia del convento ardía como una antorcha empapada de brea y el tejado amenazaba con derrumbarse de un momento a otro.

—¡El fin del mundo! ¡Es el inicio del fin del mundo! Una gruesa y atronadora voz sonó por encima de las cabezas del Canciller y de Santa Pau, que se volvieron y contemplaron a una tétrica figura vestida con una túnica negra que, encaramada a una carreta, gritaba a la multitud que se arremolinada a su lado.

—¡Es la primera señal del Apocalipsis! —gritó otro hombre desde un rincón de la plaza.

—Este incendio ha sido preparado —comentó el Canciller a Santa Pau.

—Tenéis razón. Esos dos hombres están actuando de manera coordinada, arengando a la multitud.

—¡Todo esto es por culpa de quienes han impedido que nuestro rey iniciara la última cruzada, la que evitaría el final de los tiempos! —seguía gritando el de la túnica negra desde encima de la carreta—. Lo dice bien claro el Apocalipsis: primero vendrá el fuego, después las estrellas caerán sobre la tierra y por fin aparecerá el demonio, el Anticristo.

—Hemos de hacer algo o esta gente acabará creyendo todas estas patrañas, y quién sabe qué puede llegar a hacer una turba enardecida por unos cuantos incitadores —dijo el Canciller.

—Mirad, ahí está la respuesta.

Santa Pau acababa de divisar entre la barahúnda a Jaime de Cabrera, que recostado sobre una pared frente a la iglesia en llamas parecía disfrutar con todo aquello.

—¡Tú, maldito traidor, tú eres el culpable de todo esto!

Jerónimo se lanzó sobre Cabrera gritando y apartando a la multitud a su paso. Aunque lo intentó, el Canciller no pudo retenerlo y Santa Pau cayó sobre Cabrera golpeándolo con fuerza en la mandíbula. El consejero de la reina fue a dar con todos sus huesos en el suelo ante la contundencia del golpe, pero antes de que Jerónimo lanzara una segunda carga tres hombres lo sujetaron por los brazos. Cabrera se incorporó lentamente.

—Sois un loco renegado —dijo Cabrera que abofeteó a Jerónimo en el rostro con el dorso de la mano.

—¡Alto! —gritó el Canciller, que llegaba jadeando tras la estela que Santa Pau había abierto entre la gente.

Cabrera detuvo su mano, ya alzada para un segundo golpe, ante la orden del Canciller.

—Vuestro lugarteniente está loco, Canciller, deberíais sacarlo atado, como a un perro rabioso.

—¡Tú eres el culpable de este incendio! —le increpó Santa Pau.

—Esa acusación es muy grave. Os podría encarcelar por calumniar al consejero de la reina, pero no lo haré, la cárcel sería poco para un perro rabioso —dijo Cabrera.

En ese momento apareció el conseller, que había sido alertado por uno de sus oficiales sobre el tumulto que se había formado en torno a Cabrera y Santa Pau.

—¿Qué está pasando aquí? —inquirió el miembro del Concejo de la ciudad.

—Una pequeña discusión sin importancia —terció el Canciller.

—Canciller, perdonad, no os había visto. ¿Algún problema?

—No, ninguno; los dos consejeros reales discutían acaloradamente sobre la mejor manera de apagar el incendio, pero ya les he dicho que vos estabais actuando del modo más correcto.

—¡Hum!, ya tengo bastantes problemas con el fuego, no me gustaría que dos consejeros reales se vieran inmiscuidos en esto. Os agradecería que os retirarais y nos dejarais hacer nuestro trabajo.

—Es una magnífica sugerencia que atenderemos con gusto.

El Canciller se acercó hasta Santa Pau, que seguía sujeto por los tres sicarios de Cabrera, y cogiéndolo del brazo se lo llevó de allí.

—En verdad estáis loco —le recriminó el Canciller.

—Creo que le he roto algún diente, he oído un chasquido cuando lo he golpeado.

—Totalmente loco —remarcó el Canciller mientras se alejaban de la plaza de Santa Ana.

Besalú, septiembre de 1385

El incendio del convento de Montesión de Barcelona redujo a escombros la iglesia y casi todas las dependencias monásticas y, aunque Cabrera había perdido un diente a causa del golpe de Santa Pau, el consejero de la reina no denunció al notario, pues eso hubiera significado la apertura de una investigación que en ningún caso deseaba. El incendio de una iglesia que tenía el nombre de un lugar de Tierra Santa y la muerte de todos los leones del zoológico real de Barcelona se interpretaron por algunos como nuevos signos del fin del mundo.

Santa Pau había pasado el mes de agosto en Figueras, adonde el rey se había trasladado tras caer enfermo; de nuevo habían aparecido aquellas calenturas intermitentes que resurgían de vez en cuando desde que mucho tiempo atrás enfermara de fiebres tercianas durante su estancia en Cerdeña. Desde hacía meses los turcos y mercenarios italianos y griegos acosaban Atenas; don Pedro, a instancias del vicegobernador de los ducados griegos, se comprometió a enviar ayuda militar y comunicó al vizconde de Rocabertí su cese como gobernador; el nuevo delegado regio en Atenas sería don Ramón de Vilanova. Don Pedro respondía así al apoyo que Rocabertí prestaba al infante don Juan.

A fines de agosto dos acontecimientos propiciaron sendas buenas noticias para don Pedro: en Cerdeña, el nuevo hombre fuerte de la isla, el caudillo Brancaleone Doria, aceptaba firmar la paz y reconocer la soberanía del rey de Aragón, y en Aljubarrota, una pequeña localidad al norte de Lisboa, el ejército del rey de Castilla, que invadió Portugal al frente de doce mil hombres, fue derrotado por los portugueses capitaneados por su nuevo rey, el que fuera maestre de Avís. Además, don Pedro se recuperó de las fiebres a fines de agosto y continuó con nuevas fuerzas la guerra contra el conde de Ampurias, a quien durante el verano abandonaron casi todos sus partidarios y se rindieron a don Pedro. Acosado en su reducto de Castelló, pudo salvarse de ser apresado por el rey gracias a que, en el último momento, una galera enviada por el conde de Urgel lo recogió en la desembocadura del río Muga y lo trasladó a la corte papal de Aviñón, donde lo recibió y protegió Clemente VIL El cardenal don Pedro de Luna volvió a insistir para que Aragón reconociera a Clemente como papa legítimo pero, ante la reiterada negativa del monarca, el prelado se retiró a su castillo de Illueca, en Aragón.

El rey se trasladó de nuevo a Besalú, sopesando si merecía la pena una campaña de escarmiento contra el conde de Urgel. La reina doña María de Sicilia había sido trasladada por fin desde Cerdeña a Cataluña; don Pedro había ordenado al Canciller que la acompañara a visitar el monasterio de Montserrat y que después la instalara en Barcelona, en donde la recibiría cuando regresara a fines de año tras pacificar el condado de Ampurias.

—Ha sido el infante don Juan. Él está detrás del plan de fuga del conde de Ampurias. Vuestro hijo es un traidor.

La reina doña Sibila acusaba de nuevo a su hijastro de ser el principal maquinador e intrigante contra don Pedro.

—He vuelto a ratificar su deposición como gobernador de Aragón y he nombrado a vuestro hermano para ese cargo, pero el justicia sigue negando la validez de dicha destitución y rehusa ratificar a Bernardo como nuevo gobernador del reino.

—Vos, esposo mío, sois el rey.

—Ni siquiera el rey de Aragón está por encima de los fueros de Aragón. Los juré en la seo de Zaragoza y empeñé mi palabra de soberano en que los cumpliría y los haría cumplir. Los aragoneses son celosos defensores de sus leyes, serían capaces de convocar sus Cortes y nombrar a otro rey, sin duda a mi hijo, si yo incumpliera sus fueros, y eso nos conduciría a una guerra civil que de ningún modo deseo. El rey de Aragón, aunque en este caso me pese, ha de ser el primero en acatar las leyes de Aragón.

Don Pedro estaba sentado junto a una ventana ajimezada del castillo de Besalú desde donde se contemplaban los Pirineos, que se extendían hacia el norte como una espina dorsal descarnada.

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