Alarico tuvo que retornar al asedio de Roma por segunda vez, para forzar un acuerdo temporal, y cuando el gobierno se negó a ello, volvió por tercera y última vez, en 410 (1163 A. U. C.). Este tercer asedio lo prosiguió hasta el fin. Roma se rindió en agosto, justamente dos años después de la ejecución de Estilicón, y por primera vez desde el 390 a. C. (exactamente ocho siglos antes), un ejército bárbaro ocupó y saqueó Roma, la ciudad de Escipión, César y Marco Aurelio.
Pero Alarico sólo permaneció seis días en Roma, y luego marchó hacia el Sur. El saqueo fue suave y los daños ocasionados a la ciudad ligeros, pero el prestigio de Roma y su imperio quedó destruido irreparablemente. Desapareció el terror que inspiraba el nombre de Roma.
Alarico, en su marcha hacia el Sur, tenía la intención, al parecer, de atravesar el Mediterráneo e invadir África donde, en una parte alejada del Imperio, poder convertirse en amo de una provincia, como los suevos, alanos y vándalos habían hecho en España. Pero lo detuvo un enemigo más poderoso que los romanos. Sus barcos fueron destruidos por una tormenta, y poco después murió de una fiebre en el sur de Italia. Fue sucedido por su cuñado Atawulf (Ataulf, en la versión latina, y Ataúlfo en castellano).
Como Alarico, Ataúlfo aspiraba a ocupar una elevada posición dentro del Imperio Romano, pero consideró quimérico todo intento de reemplazarlo por un Imperio Godo. Marchó al sur de la Galia, donde halló un considerable botín, e impuso un alto precio por mantener al menos una paz razonable. Logró casarse con Gala Placidia, media hermana de Honorio. Esto lo introdujo en la familia real y le permitió conservar el sur de la Galia con una apariencia de legalidad.
En el ínterin, la corte imperial finalmente había hallado un reemplazante competente de Estilicón, un romano llamado Constancio. Era uno de los escasos no bárbaros de Occidente que podía desempeñarse con eficiencia al mando de tropas y hasta, en ocasiones, vencer.
Constancio pensó que el modo más económico de combatir a los invasores germánicos era lanzar a una tribu contra otra. Persuadió a Ataúlfo de que, como cuñado del Emperador y aliado de los romanos, debía conducir a los visigodos contra los invasores germánicos de España. Guiado, quizá, por la idea de obtener más botín y más poder, Ataúlfo, en efecto, llevó a su ejército godo a España. Fue asesinado en 415, pero su sucesor, Valia, prosiguió la guerra y destruyó casi totalmente a los alanos. Los suevos fueron acorralados en el ángulo noroccidental de España, y restos de los vándalos fueron empujados contra el mar, a la España meridional.
Los visigodos podían haber completado la tarea y limpiado totalmente España, pero el gran problema de usar a un enemigo contra otro es que una victoria demasiado completa de uno de ellos es peligrosa. La corte imperial no quiso que los visigodos fueran desproporcionadamente victoriosos y los instó a abandonar España dejando inconclusa la tarea.
Valia murió en 419, y bajo su sucesor, Teodorico I, el ejército visigodo salió de España y retornó a la Galia.
Aun así, los resultados de la aventura de lanzar a germanos contra germanos salió mal para los romanos. Los visigodos, bajo Teodorico, ahora se establecieron en el sudoeste de la Galia. En 418 (1171 A. U. C.), crearon un reino que fue llamado Reino de Tolosa, por el nombre de la capital que convirtieron en sede de su poder. Tolosa, situada a unos cien kilómetros al norte de los Pirineos, fue la sede de los reinos visigodos durante un siglo.
El Reino de Tolosa fue el primero de los reinos sucesores germánicos. A diferencia de anteriores asentamientos de bandas guerreras germánicas dentro de los límites del Imperio, este reino no reconocía la soberanía romana. Era una potencia independiente. Y fue permanente, pues de una u otra forma, el Reino Visigodo iba a subsistir por más de tres siglos.
Sin duda, permaneció en alianza con Roma y, por lo general, estuvo en buenos términos con Roma. Pero los visigodos se convirtieron en los terratenientes de la Galia del sudoeste. Se creó la norma que iba a regir el oeste de Europa cada vez más, a medida que transcurrió el siglo. Una aristocracia terrateniente de germanos y sus descendientes iban a dominar a un campesinado formado por los descendientes de nativos romanizados.
El ascenso de los visigodos fue notable. En 376 habían entrado en el Imperio Romano como suplicantes y atravesando el Danubio inferior huyendo de los hunos, que de lo contrario los hubiesen esclavizado. Ahora, sólo cuarenta años después, habían atravesado miles de kilómetros de tierras romanas y se habían convertido en los amos, bajo un rey, Teodorico I, a quien el Emperador de Occidente se veía obligado a tratar como un igual.
Los vándalos de España, maltrechos y apaleados por los ataques visigodos, ocupaban el extremo sur de la provincia con algunas dificultades, pero afortunadamente para ellos las circunstancias les mostraron un nuevo campo de actividades, una nueva región en la cual tuvieron un siglo de grandeza y poder.
Esa región era el África romana, que abarcaba la costa norteafricana al oeste de Egipto y cuya metrópoli era Cartago. África había hecho ricos aportes a la historia cristiana primitiva. Había sido el centro de herejías puritanas como el montañismo y el donatismo, y la cuna de autores cristianos como Tertuliano y Cipriano. Ahora, al fin de la etapa romana de su historia, fue la cuna del más grande de los Padres Latinos de la Iglesia, Agustín (Aurelius Augustinus).
Agustín nació en 453, en una pequeña ciudad africana situada a unos 240 kilómetros al oeste de Cartago. Su padre era pagano y su madre cristiana; él mismo en un principio estaba inseguro sobre cuál creencia adoptar. En su juventud, se inclinó hacia un nuevo tipo de religión llamada maniqueísmo.
El maniqueísmo recibió su nombre de un líder religioso, Mani, nacido en Persia por el 215. Elaboró una forma de religión algo afín al antiguo mitraísmo, que tomó mucho de las creencias persas en las fuerzas iguales de la luz y la oscuridad, el bien y el mal. (Los mismos judíos adoptaron este «dualismo» en la época en que formaban parte del Imperio Persa, y sólo después de ese período Satán, «Príncipe de las Tinieblas», se hizo importante como adversario de Dios, aunque ni los judíos ni los cristianos, posteriormente, admitieron nunca que Satán fuese igual a Dios en poder e importancia.)
Al dualismo persa, Manes añadió la moral estricta del judaísmo y el cristianismo. Aunque sufrió persecuciones en la misma Persia, el maniqueísmo empezó a difundirse por el Imperio Romano poco antes de que el cristianismo se convirtiese en la religión oficial de Roma. Diocleciano contempló el maniqueísmo con grandes sospechas, pues pensaba que los maniqueos debían ser agentes del gran adversario de Roma, Persia. Por ello, en 297 inició una campaña oficial para reprimirlo, seis años antes de la campaña similar contra el cristianismo. Ninguna de ellas tuvo éxito.
El establecimiento legal del cristianismo, en realidad, contribuyó a la difusión del maniqueísmo durante un tiempo. Una vez que el cristianismo se convirtió en la religión oficial, los emperadores tendieron a prestar su apoyo a una secta particular del cristianismo, primero al arrianismo y luego al catolicismo. Las herejías menores, que habían florecido cuando todos los tipos de creencia cristianas eran igualmente ilegales y perseguidas, ahora se hallaron peor que antes porque fueron señaladas para su eliminación. Por eso, muchas de ellas tendieron a abandonar el cristianismo, convertido en el enemigo perseguidor, y se unieron al maniqueísmo.
A fin de cuentas, hay algo dramático en el choque cósmico entre el bien y el mal. Los hombres y mujeres que apoyaban lo que ellos creían el bien sentían que participaban en esa batalla universal, mientras que sus enemigos formaban parte de una vasta oscuridad que, por dominante que pareciese ahora, estaba inexorablemente condenada a su destrucción final. Para quienes adoptan una concepción conspirativa de la historia (en la que se cree que el mundo está en poder de una secreta conspiración de hombres malos o fuerzas malas), el maniqueísmo presentaba una atracción natural.
El maniqueísmo llegó a su cúspide en tiempos de Agustín, y éste sucumbió a él. También se sintió atraído por el neoplatonismo, y leyó con gran interés las obras de Plotino.
Pero el maniqueísmo y el neoplatonismo fueron sólo etapas en la evolución de Agustín. Su incansable búsqueda de la certeza filosófica, combinada con la incesante presión de su voluntariosa madre, lo llevaron finalmente al cristianismo. Había ido a Milán en 384 (a la sazón capital y centro religioso del Imperio de Occidente) y fue convertido por el obispo Ambrosio. En 387, finalmente, admitió ser bautizado.
Volvió a África, y en 395 se convirtió en obispo de Hipona (Hippo Regius), un pequeño puerto marítimo situado inmediatamente al norte de su lugar de nacimiento (y hoy llamada Bona, ciudad de la actual Argelia). Agustín permaneció allí durante treinta y cuatro años, e Hipona, por lo demás carente de toda importancia (excepto, quizá, como lugar de nacimiento del historiador Suetonio, tres siglos antes), se hizo famosa a causa de Agustín.
Las cartas de Agustín fueron enviadas a todo el Imperio, sus sermones fueron reunidos en libros y escribió muchas obras formales sobre diversas cuestiones teológicas. Fue un ardiente batallador contra las diversas herejías africanas y creía (quizá por su vergüenza de sus propias experiencias juveniles) en la depravación esencial de la humanidad. Todo individuo nace con la herencia del «pecado original» que manchó al hombre cuando Adán y Eva desobedecieron a Dios en el Jardín del Edén. El pecado original sólo es eliminado por el bautismo, y los niños que mueren antes de él están condenados eternamente. También creía en la «predestinación», esto es, en el cuidadoso plan de Dios, que existe desde el comienzo del tiempo y guía cada frase de la historia, de modo que no ocurre nada que no esté ya predestinado a ocurrir.
En sus primeros años como obispo, Agustín escribió sus
Confesiones,
una autobiografía íntima y aparentemente honesta, donde no oculta sus propios defectos tempranos. Este libro ha sido popular desde entonces.
Después del saqueo de Roma por Alarico, Agustín escribió
Sobre la Ciudad de Dios,
una defensa del cristianismo contra los nuevos ataques de los paganos. Roma se había elevado al dominio del mundo y había sido invencible, decían los paganos, mientras mantuvo su fe en sus antiguos dioses. Ahora que era cristiana, el disgusto de esos dioses se veía claramente en el hecho de que fue saqueada. Y dicho sea de paso, ¿dónde estaba ese nuevo dios cristiano, por qué no defendió su ciudad?
Agustín pasó revista a toda la historia que él conocía, señalando que había ciclos de ascenso y caída de los Estados, como parte del gran plan divino predestinado. Roma no era ninguna excepción; también ella, después de ascender, debía caer. Pero Roma, cuando fue saqueada por Alarico, había sido tratada suavemente, y sus tesoros religiosos habían sido respetados. ¿Cuándo los dioses de una ciudad pagana la protegieron así de las consecuencias de un saqueo por los bárbaros? De todos modos, la decadencia de Roma sólo era el preludio del ascenso de una Ciudad de Dios celestial, una ciudad final que no caería, sino que sería la grandiosa culminación del plan divino.
Uno de los discípulos de Agustín fue Pablo Orosio, nacido en Tarragona, España. A sugerencia de Agustín, escribió una historia del mundo —
La Historia contra los Paganos
— que dedicó a su maestro. También él trató de demostrar que el cristianismo no estaba destruyendo al Imperio Romano, sino salvando lo que quedaba de él.
Agustín terminó su gran libro en 426, y en los escasos años restantes de su vida vio calamidades aún mayores que las anteriores, calamidades que empezaron con intrigas en la corte de Ravena y en las que los vándalos, a la espera en el extremo sur de España, desempeñaron un importante papel.
En Ravena, Honorio murió en 423 (1176 A. U. C.) después de un oscuro reinado de veintiocho desastrosos años como emperador romano. Fue indiferente a que durante su reinado Roma fuese saqueada y el Imperio quedase despojado de algunas provincias. Era un total inepto.
Su general, Constancio, se casó con su media hermana Gala Placidia, viuda del visigodo Ataúlfo, y durante unos meses fue co-emperador de Occidente con el nombre de Constancio III. Fue una fatalidad para el Imperio de Occidente que muriesen sus hombres fuertes y se mantuviesen vivos los débiles. Constancio III murió después de gobernar sólo siete meses, en 421. Cuando Honorio murió, dos años más tarde, subió al trono el hijo de Constancio III y Gala Placidia.
Era un niño de sólo seis años y reinó con el nombre de Valentiniano III. Era nieto de Teodosio I y, por su abuela materna, biznieto de Valentiniano I.
De niño, Valentiniano III fue una nulidad, por supuesto, y hubo constantes intrigas dentro de la corte para ejercer el dominio sobre él. La principal influencia era la de la reina madre, Placidia, y la batalla se libraba acerca de quién, a su vez, iba a influir sobre ella.
Aspiraban a este privilegio dos generales, Flavio Aecio y Bonifacio. Aecio era, posiblemente, de ascendencia bárbara. De todos modos, pasó algunos años de su vida como rehén en el ejército de Alarico y más tarde varios años más con los hunos, de modo que debe de haber absorbido muchas cosas de los bárbaros. En 424, penetró en Italia a la cabeza de un ejército de bárbaros, incluidos hunos (aunque, sin duda, todos los ejércitos eran bárbaros en aquellos días), y se colocó en una situación de poder que iba a mantener durante una generación.
Bonifacio, que también era un general de éxito, desapareció ante Aecio. Fue nombrado gobernador de África, pero esto era un modo de deshacerse de él, pues lo alejaba de Ravena y dejaba allí el mando a Aecio, quien entonces podía influir sin trabas sobre la reina madre.
En África, Bonifacio comprendió que había quedado en desventaja y pensó en la rebelión. En su cólera, estaba dispuesto a utilizar cualquier arma contra su enemigo en Italia, y cometió el terrible error de llamar en su ayuda a una banda guerrera bárbara.
La más cercana la constituían los vándalos del sur de España. Su posición era precaria, y Bonifacio juzgó, con razón, que estarían dispuestos a contratarse con él. Lo que Bonifacio no previo, ni podía prever, fue que los vándalos acababan de elevar a un nuevo líder, Genserico (o Geiserico), quien tenía por entonces unos cuarenta años y fue uno de los hombres más notables de su época. En 428 (1181 A. U. C.), Genserico aceptó la invitación de Bonifacio, y unos 80.000 vándalos usaron la flota que Bonifacio puso a su disposición para navegar hacia África. Pero Genserico no tenía ninguna intención de engancharse como mercenario cuando parecía haber ocasión de adueñarse de una vasta provincia.