El imperio de los lobos (45 page)

Read El imperio de los lobos Online

Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

BOOK: El imperio de los lobos
11.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

Otra puerta y, tras ella, los jardines.

El espectáculo le encoge el corazón. Árboles, arbustos y setos en desorden; tierra removida; ramas tan negras como barras de regaliz; tupidos bosquecillos, apretados como setos de boj. Todo un mundo lujuriante, animado, acariciado por la lluvia.

Avanza embriagada por el perfume de las flores y el penetrante olor a tierra mojada. El tamborileo de la lluvia se hace allí aterciopelado. Las gotas rebotan en las hojas con pizzicatos neutros, los regueros de agua se deslizan sobre el follaje como acordes de arpa. El cuerpo responde a la música con la danza, se dice Sema. La tierra responde a la lluvia con sus jardines.

Al apartar unas ramas, descubre un enorme huerto rodeado de árboles. Ve plantas sostenidas por rodrigones de bambú, bidones truncados llenos de humus, tarros de cristal que protegen brotes, y piensa en un invernadero a cielo abierto. Mejor aún: en una guardería vegetal. Da unos pasos y vuelve a detenerse: el jardinero está allí.

Rodilla en tierra e inclinado sobre una hilera de adormideras protegidas por bolsas de plástico transparente, desliza una cánula al interior de un pistilo, donde se encuentra la cápsula de alcaloide. Sema no conoce aquella especie, sin duda un híbrido nuevo, adelantado a la época de floración. Cultivo experimental, en plena capital turca…

Como si hubiera notado su presencia, el químico alza la cabeza. La capucha le oculta la frente y apenas deja ver sus marcados rasgos. Sus labios esbozan una sonrisa, más rápida que el asombro de sus ojos.

—Los ojos. Te habría reconocido por los ojos.

Le ha hablado en francés. Antaño, era un juego entre ellos, una complicidad más. Sema no responde. Imagina lo que ve: una silueta descarnada bajo una capucha verde té y un rostro demacrado, irreconocible. Sin embargo, Kürsat no manifiesta ningún asombro: así pues, sabe que se ha operado el rostro. ¿Se lo habrá dicho ella? ¿O han sido los Lobos? ¿Amigo o enemigo? Sema solo dispone de unos segundos para decidirlo. Aquel hombre era su confidente, su cómplice. Tiene que haber sido ella quien le reveló los detalles de su huida.

Sus gestos son forzados, inseguros. Apenas es más alto que ella. Lleva una bata de tela bajo un ancho delantal de plástico.

—¿Por qué has vuelto? — le pregunta levantándose.

Sema deja que la lluvia marque los segundos y no dice nada. Luego, con la voz amortiguada por el impermeable, responde, también en francés:

—Quiero saber quién soy. He perdido la memoria.

—¿Qué?

—En París me detuvo la policía. Me sometieron a un condicionamiento mental. Tengo amnesia.

—No es posible…

—En nuestro mundo, todo es posible, lo sabes tan bien como yo.

—Entonces… ¿no te acuerdas de nada?

—Lo que sé lo he averiguado por mis propios medios.

—Pero ¿por qué has vuelto? ¿Por qué no has desaparecido?

—Es demasiado tarde para desaparecer. Los Lobos me siguen el rastro. Saben qué aspecto tengo ahora. Quiero negociar.

Kürsat deja con precaución la flor cubierta con la bolsa de plástico entre los bidones y los sacos de mantillo, y le lanza una mirada furtiva.

—¿Aún la tienes? — Sema no responde-. ¿Aún tienes la droga? — insiste Kürsat.

—Las preguntas las hago yo -replica Sema-. ¿Quién ordenó la operación?

—Nunca conocemos el nombre. Son las reglas.

—Ya no hay reglas. Mi huida lo ha trastocado todo. Habrán venido a interrogarte. Habrás oído nombres. ¿Quién ordenó el envío?

Kürsat vacila. La lluvia tamborilea sobre su capucha y le resbala por la cara.

—Ismail Kudseyi.

El nombre enciende una luz en la memoria de Sema -Kudseyi, el jefe supremo-, quien, no obstante, finge no recordarlo.

—¿Quién es?

—No puedo creer que hayas perdido la memoria hasta ese punto.

—¿Quién es? —repite Sema.

—El
baba
más importante de Estambul. — Kürsat baja la voz, como para adecuarla al diapasón de la lluvia-. Está preparando una alianza con los uzbekos y los rusos. El cargamento era un envío piloto. Una prueba. Un símbolo. Que tú malograste.

Sema sonríe tras la cortina de agua.

—El ambiente entre los socios debe de estar cargado…

—La guerra es inminente. Pero a Kudseyi le es igual. Su obsesión eres tú. Encontrarte. No es una cuestión de dinero, es una cuestión de honor. No puede permitir que lo traicione uno de los suyos. Somos sus Lobos, sus criaturas.

—¿Sus criaturas?

—Los instrumentos de la Causa. Los Lobos nos formaron, nos adoctrinaron, nos educaron… Cuando naciste, no eras nadie. Una muerta de hambre que criaba ovejas. Como yo. Como los demás. Los hogares nos lo dieron todo. La fe. El poder. El saber.

Sema debería ir a lo esencial, pero quiere enterarse de más cosas, oír más detalles.

—¿Por qué hablamos francés?

En el redondo rostro de Kürsat, se insinúa una sonrisa. Una expresión de orgullo.

—Nos eligieron. En los años ochenta, los
reis
, los jefes, decidieron crear un ejército clandestino, con oficiales, con figuras de élite. Lobos que pudieran introducirse en las capas más altas de la sociedad turca.

—¿Eran un proyecto de Kudseyi?

—Lo inició él, pero lo aprobaron todos. Emisarios de su fundación visitaron los hogares de Anatolia central. Buscaban a los chicos con más dotes, a los más prometedores. Su idea era escolarizarlos en los mejores colegios. Un proyecto patriótico: el saber y el poder devueltos a los verdaderos turcos, a los hijos de Anatolia, no a los bastardos burgueses de Estambul.

—¿Y nos seleccionaron?

—Nos enviaron al liceo Galatasaray -responde Kürsat con un orgullo aún más acusado-, dotados, como otros chicos, con becas de la fundación. ¿Cómo puedes haber olvidado eso? — Sema no responde y Kürsat prosigue, en un tono cada vez más exaltado-: Teníamos doce años. Ya éramos pequeños
baskans
, jefes, en nuestras regiones. Primero pasamos un año en un campo de entrenamiento. Cuando llegamos a Galatasaray, ya sabíamos manejar un fusil de asalto. Nos sabíamos pasajes de
Las nueve luces
de memoria. Y, de pronto, nos vimos rodeados de decadentes que oían rock, fumaban hierba e imitaban a los europeos. Unos comunistas hijos de puta… Tú y yo, Sema, nos unimos frente a ellos. Como hermana y hermano. Los dos paletos de Anatolia, los dos pobretones con sus ridículas becas… Pero nadie sabía hasta qué punto éramos peligrosos. Ya éramos dos Lobos. Dos combatientes. Infiltrados en un mundo que nos estaba vedado. ¡Para luchar mejor contra aquellos rojos de mierda!
Tauri turk'ü korusun!
[3]

Kürsat levanta el puño con el índice y el meñique extendidos. Se esfuerza por parecer un fanático, pero en realidad parece lo que nunca ha dejado de ser: un niño dulce, torpe, empujado a la violencia Y el odio.

Sema continúa interrogándolo, inmóvil entre los rodrigones y el follaje:

—¿Qué ocurrió después?

—Yo acabé en la facultad de Ciencias. Tú, en la Universidad de Bogazici, donde se estudian lenguas. A finales de los años ochenta, los Lobos se estaban imponiendo en el mercado de la droga. Necesitaban especialistas. Nuestros papeles ya estaban escritos. La química para mí y el transporte para ti. Había otros. Lobos infiltrados. Diplomáticos, empresarios…

—Como Azer Akarsa.

Kürsat se estremece.

—¿Conoces ese nombre?

—Es el hombre que me perseguía en París.

El jardinero agita el cuerpo bajo la lluvia, como un hipopótamo.

—Han mandado al peor de todos. Si te busca, te encontrará.

—Soy yo quien lo busca a él. ¿Dónde está?

—¿Cómo quieres que lo sepa? — La voz de Kürsat suena falsa. De pronto, vuelve a asaltarla una sospecha. Casi había olvidado esa vertiente de su historia: ¿quién la traicionó? ¿Quién reveló a Akarsa que se escondía en los baños de Gurdilek? Se reserva la pregunta para más adelante…-. ¿Aún la tienes? ¿Dónde está la droga? — pregunta el químico con excesiva precipitación.

—Te repito que he perdido la memoria.

—Si quieres negociar, no puedes volver con las manos vacías. Es tu única posibilidad de…

—¿Por qué lo hice? — le pregunta de repente-. ¿Por qué quise engañar a todo el mundo?

—Eso solo lo sabes tú.

—Te impliqué en mi huida. Te puse en peligro. Tuve que darte alguna razón.

El químico esboza un gesto vago.

—Nunca aceptaste nuestro destino. Decías que nos reclutaron a la fuerza. Que no nos dejaron elección. Pero ¿qué elección? Sin ellos, seguiríamos siendo pastores. Patanes perdidos en el culo de Anatolia.

—Si soy traficante, tendré dinero. ¿Por qué no desaparecí, simplemente? ¿Por qué robé la heroína?

—Necesitabas algo más -rezonga Kürsat-. Joderles el tinglado. Enfrentar a los clanes entre sí. Esa misión te ofrecía la ocasión de vengarte. Cuando los uzbekos y los rusos vengan aquí, será la hecatombe.

La lluvia afloja, la noche cae. El Jardinero se desdibuja en la oscuridad, como si se apagara lentamente. Sobre sus cabezas, las cúpulas de las mezquitas parecen fosforescentes.

La idea de la traición vuelve con fuerza a la mente de Sema: ahora tiene que llegar hasta el final, acabar el trabajo sucio.

—Y tú -pregunta con voz gélida-, ¿cómo es que sigues vivo? ¿No vinieron a interrogarte?

—Sí, claro que sí.

—¿No les contaste nada?

El químico parece agitado por un escalofrío.

—No tenía nada que contarles. No sabía nada. Me limité a transformar la heroína en París y volví aquí. Tú no dabas señales de vida. Nadie sabía dónde estabas. Y yo menos que nadie. — Le tiembla la voz. De pronto, Sema siente lástima por él. «Kürsat, mi Kürsat, ¿cómo has conseguido sobrevivir tanto tiempo?» El grueso químico añade de un tirón-: Confiaron en mí, Sema. Te lo juro. Había hecho mi parte del trabajo. No tenía noticias tuyas. A partir del momento en que te escondiste donde Gurdilek, pensé…

—¿Quién ha hablado de Gurdilek? ¿He hablado yo de Gurdilek?

Sema acaba de comprenderlo: Kürsat lo sabía todo, pero solo reveló a Akarsa parte de la verdad. Se libró contándoles dónde se ocultaba, pero no les dijo que se había operado la cara. Así era como había negociado con su conciencia su «hermano de sangre».

Por un segundo, el químico se queda boquiabierto, como si la barbilla le pesara demasiado. Al segundo siguiente, mete la mano bajo una tela de plástico. Sema apunta la Glock por debajo del poncho y dispara. El jardinero cae de bruces sobre los tarros que protegen los retoños.

Sema se arrodilla junto a él: es su segundo asesinato, tras el de Schiffer. Pero, a juzgar por la seguridad de su gesto, comprende que ya había matado antes. Y de ese modo, con un arma de mano, a bocajarro. ¿Cuándo? ¿Cuántas veces? No lo recuerda. A ese respecto, su memoria es una sucesión de compartimientos estancos.

Durante unos instantes, observa a Kürsat, inmóvil entre las adormideras. Poco a poco, la muerte suaviza sus facciones y, libre al fin, la inocencia vuelve a ascender a la superficie de su rostro.

Sema registra el cadáver y encuentra un teléfono móvil bajo la bata. Junto a uno de los números de la memoria aparece el nombre «Azer».

Se guarda el aparato en el bolsillo y se levanta. Ha dejado de llover, y la oscuridad se ha apoderado del lugar. Los jardines respiran, al fin. Alza los ojos hacia la mezquita: las húmedas cúpulas brillan como si fueran de cerámica verde y los minaretes parecen a punto de despegar hacia las estrellas.

Sema se queda unos segundos más junto al cuerpo. Inexplicablemente, algo nítido, preciso, se desprende de ella.

Ahora sabe por qué lo hizo. Por qué huyó con la droga.

Para conseguir la libertad, por supuesto.

Pero también para vengarse de algo muy concreto.

Antes de dar ningún paso más, tiene que cerciorarse.

Tiene que encontrar un hospital. Y un ginecólogo.

71

Toda la noche escribiendo…

Una carta de doce páginas dirigida a Mathilde Wilcrau, rue Le Goff, París, Distrito Quinto. En ella, le cuenta su historia al detalle. Sus orígenes. Su formación. Su trabajo. Y lo del último cargamento.

También le da nombres. Kürsat Mihilit. Azer Akarsa. Ismail Kudseyi. Uno tras otro, coloca los peones sobre el tablero. Describe minuciosamente su papel y su posición. Reconstruye cada fragmento del mosaico…

Le debe esas explicaciones.

Se las prometió en la cripta del Pére-Lachaise, pero además quiere hacerle inteligible una historia en la que la psiquiatra se ha jugado la vida sin contrapartida.

Cuando escribe «Mathilde» en el papel claro del hotel, cuando dibuja ese nombre con la estilográfica, Sema se dice que tal vez nunca ha tenido nada tan sólido como esas cuatro sílabas.

Enciende un cigarrillo y se toma su tiempo para recordar. Mathilde Wilcrau. Una mujer alta, fuerte, de cabellos negros. La primera vez que vio su sonrisa, demasiado roja, le acudió a la mente una imagen: los tallos de amapola que quemaba para preservar su color.

La comparación cobra todo su sentido ahora que ha recuperado el recuerdo de sus orígenes. Los paisajes de arena no pertenecían, como creía, a las landas francesas, sino a los desiertos de Anatolia. Las amapolas eran adormideras silvestres: la sombra del opio, ya… Al quemar los tallos, sentía un estremecimiento, una mezcla de emoción y miedo. Intuía una relación secreta, inexplicable, entre la llama negra y la vistosa eclosión de los pétalos.

En Mathilde Wilcrau brilla el mismo secreto.

Una región quemada en su interior alimenta el intenso rojo de su sonrisa.

Sema acaba la carta; pero, por unos instantes, duda si añadir lo que ha averiguado en el hospital unas horas antes. No. Eso solo le concierne a ella. Firma y mete las hojas en el sobre.

La radio despertador de la habitación marca las cuatro de la mañana.

Sema repasa su plan por última vez. «No puedes volver con las manos vacías…», ha dicho Kürsat. Ni las ediciones de
Le Monde
ni los telediarios han mencionado la droga desparramada por la cripta. En consecuencia, hay muchas probabilidades de que Azer Akarsa e Ismail Kudseyi ignoren que la heroína se ha perdido. Virtualmente, Sema tiene un objeto de negociación…

Deja el sobre delante de la puerta y entra en el baño.

Abre el grifo, llena un tercio de la pila y coge la caja del producto que ha comprado hace unas horas en una droguería de Beylerbeyi. Vierte el pigmento en el agua y observa las manchas, que poco a poco se deslían y se transforman en un mejunje rojizo.

Other books

Keegan's Lady by Catherine Anderson
The Sun Down Motel by Simone St. James
Dull Boy by Sarah Cross