Read El ídolo perdido (The Relic) Online
Authors: Douglas y Child Preston
—¿Incendiado?—preguntó Margo.
—Arrasado con napalm, una forma poco convencional y cara de hacerlo. Por lo visto, no consiguieron controlar el fuego, que se extendió y quemó la zona durante meses. Emplearon equipos hidráulicos japoneses y pulverizaron literalmente partes enormes de la montaña. No cabe duda de que extrajeron el oro, el platino o lo que fuera con compuestos de cianuro y luego dejaron que el veneno se vertiera en los ríos. No queda nada, nada en absoluto. Por eso el museo no envió una segunda expedición en busca de los restos de la primera. —Carraspeó.
—Es horrible —murmuró Margo.
Jörgensen la miró con sus inquietantes ojos cerúleos.
—Sí, horrible. No leerá nada al respecto en la exposición «Supersticiones», desde luego.
Smithback levantó una mano mientras extraía la grabadora con la otra.
—Perdone, ¿puedo…?
—No, no puede grabar esto, ni publicarlo, ni citarlo; nada. He recibido una nota a tal efecto esta mañana, como ya sabrá. Esto es sólo para mí. No he podido hablar de ello durante años, y ahora estoy dispuesto a hacerlo, y sólo esta vez. De modo que calle y escuche.
Se hizo el silencio.
—¿Por dónde iba? —continuó el anciano—. Ah, sí. Whittlesey no tenía permiso para subir al
tepui.
Maxwell, un burócrata consumado, estaba decidido a que su compañero se atuviera a las normas. Bien, cuando uno se encuentra en la selva, a trescientos kilómetros de cualquier clase de gobierno… ¿qué normas? —Lanzó una risita—. Dudo de que alguien sepa con exactitud qué ocurrió allí. Montague me contó la historia, que él había deducido a partir de los telegramas de Maxwell. No era una fuente objetiva, desde luego.
—¿Montague? —interrumpió Smithback.
—En cualquier caso —prosiguió Jörgensen, ignorando la pregunta del periodista—, parece ser que Maxwell se topó con una flora increíble. El 99 por ciento de las especies vegetales que crecían en la falda del
tepui
era absolutamente nuevo para la ciencia. Encontraron helechos extraños y primitivos, y monocotiledóneas que parecían reversiones a la era mesozoica. Aunque Maxwell era antropólogo físico, se volvió loco al ver la vegetación. Llenaron caja tras caja de especímenes raros. Fue entonces cuando Maxwell encontró aquellas vainas.
—¿Eran muy importantes?
—Eran de un fósil viviente. Algo semejante al descubrimiento del celacántido en los años treinta: una especie de todo un filum que creían se había extinguido en el período carbonífero. Todo un filum.
—Esas vainas ¿parecían huevos? —inquirió Margo.
—Lo ignoro. Montague sí las vio y me comentó que eran duras como el acero. Para germinar, debían ser enterradas a bastante profundidad en el suelo acidógeno de una selva tropical. Supongo que seguirán en esas cajas.
—El doctor Frock creía que eran huevos.
—Frock debería ceñirse a la paleontología. Es un hombre brillante, pero errático. En cualquier caso, Maxwell y Whittlesey discutieron, como era de esperar. Al primero no podía importarle menos la botánica, pero reconocía una rareza en cuanto la veía. Quería regresar al museo con las vainas. Se enteró de que Whittlesey pretendía escalar el
tepui
y buscar a los kothoga, y eso le alarmó. Temía que las cajas quedaran retenidas en un puerto y no pudiera sacar sus preciosas vainas. Se separaron. Whittlesey se internó en la selva, subió al
tepui
y nunca volvieron a verlo.
»Cuando Maxwell llegó a la costa con el resto de la expedición, envió un montón de telegramas al museo para despotricar contra Whittlesey y explicar su versión de los hechos. Después, él y el resto murieron en aquel accidente de aviación. Por suerte, habían acordado mandar las cajas por separado, o tal vez no fue por suerte. El museo tardó un año en recuperar el material, pues nadie parecía tener demasiada prisa por hacerlo. —Puso los ojos en blanco en señal de disgusto.
—Ha mencionado a un tal Montague —le recordó Margo en voz baja.
—Montague —repitió Jörgensen con la vista perdida—. Era un joven doctor en antropología, candidato a trabajar para el museo; el
protégé
de Whittlesey. Huelga decir que cayó en desgracia cuando se recibieron los telegramas de Maxwell. Desde entonces, miraron con desconfianza a cuantos habíamos sido amigos de Whittlesey.
—¿Qué fue de Montague?
El viejo vaciló.
—No lo sé —contestó por fin—. Desapareció un día. Nunca regresó.
—¿Y las cajas?
—A Montague le interesaba mucho examinar aquellas cajas, sobre todo la de Whittlesey, pero, como ya he dicho, cayó en desgracia, y le apartaron del proyecto, que, de hecho, se abandonó. La expedición había representado tal desastre que los peces gordos quisieron olvidar lo sucedido. Cuando las cajas llegaron finalmente, se quedaron sin abrir. Casi toda la documentación se quemó en el accidente. En teoría, había un diario de Whittlesey, pero nadie lo vio. En cualquier caso, Montague se quejó y suplicó hasta que le designaron encargado de la restauración. Entonces, se marchó.
—¿Qué quiere decir? —inquirió Smithback.
Jörgensen lo miró como si dudara entre contestar o no a la pregunta.
—Se fue del museo y nunca regresó. Tengo entendido que dejó abandonados su apartamento y toda su ropa. Su familia inició una investigación, pero no descubrió nada. Era un tipo bastante extraño. Casi todo el mundo supuso que se había marchado a Nepal o Tailandia para encontrarse a sí mismo.
—Corrieron rumores —dijo Smithback. No era una pregunta, sino una afirmación.
El botánico rió.
—¡Pues claro que corrieron rumores! Como siempre. Rumores de que debía dinero, rumores de que se había fugado con la mujer de un gángster, rumores de que había sido asesinado y su cadáver arrojado al río East… Pero era tan insignificante en el museo que casi todo el mundo le olvidó al cabo de pocas semanas.
—¿También rumores de que la Bestia del Museo lo mató? —preguntó Smithback.
La sonrisa de Jörgensen se desvaneció.
—No exactamente, pero a raíz de su marcha todos los rumores sobre la maldición afloraron de nuevo. Según se comentaba por aquel entonces, todo aquel que había estado en contacto con las cajas moría. Algunos guardias y empleados de la cafetería, ya conoce a esa gente, aseguraron que Whittlesey había saqueado un templo, que había algo en la caja, una reliquia maldita. Dijeron que la maldición había seguido a la reliquia hasta el museo.
—¿No quiso usted estudiar las plantas que Maxwell envió? —preguntó el periodista—. Usted es botánico, ¿no?
—Joven, usted no sabe nada de ciencia. No existe un botánico que domine todas las especialidades. No me interesa la paleobotánica de las angiospermas. Todo eso estaba fuera de mi campo. Mi especialidad es la coevolución de las plantas y los virus. O era —añadió con cierta ironía.
—Pero Whittlesey quería que usted echara un vistazo a los especímenes que envió —insistió Smithback.
—No sé por qué. Ésta es la primera vez que oigo hablar de ello. Nunca había visto esta carta. —Se la entregó a Margo de mala gana—. Yo diría que es una falsificación, excepto por la letra y el contenido.
Se hizo el silencio.
—Aún no ha expresado su opinión acerca de la desaparición de Montague —dijo por fin Margo.
Jörgensen se frotó el puente de la nariz y clavó la vista en el suelo.
—Me asustó.
—¿Por qué?
Se produjo de nuevo un largo silencio.
—No estoy seguro —respondió por fin—. En una ocasión, Montague tuvo un problema económico y me pidió dinero prestado. Era muy escrupuloso, se esforzó mucho por devolvérmelo. No parecía propio de él desaparecer de esa manera. La última vez que lo vi, estaba a punto de iniciar un inventario de las cajas. Se mostró muy entusiasmado. —Miró a Margo—. No soy un hombre supersticioso. Soy un científico. Como ya he dicho, no creo en maldiciones y esa clase de cosas…
El anciano se interrumpió.
—Pero… —le azuzó Smithback.
El botánico traspasó al escritor con la mirada.
—Muy bien. —Se reclinó en la silla y clavó la vista en el techo—. Les he explicado que Julian Whittlesey era amigo mío. Antes de partir, recopiló todas las leyendas que pudo encontrar acerca de la tribu kothoga, sobre todo las procedentes de los pueblos de las tierras bajas que vivían a la orilla del río, los yanomano. Recuerdo que me contó una historia el día antes de partir. Los kothoga, según un informante yanomano, habían hecho un trato con un ser llamado Zilashkee, una criatura semejante a nuestro Mefistófeles, aunque más radical; toda la maldad y la muerte del mundo emanaban de este ente, que acechaba en los alrededores del pico del
tepui.
Al menos, eso afirmaba la leyenda. En cualquier caso, el acuerdo establecía que Zilashkee entregaría a su hijo a los kothoga a cambio de que éstos mataran y devoraran a sus propios hijos; además, la tribu prometía adorarle eternamente a él y sólo a él. Cuando los kothoga terminaron su siniestra tarea, Zilashkee les envió a su hijo, quien procedió a asolar la tribu, matando y devorando a sus miembros. Cuando los kothoga se quejaron, Zilashkee rió y dijo: «¿Qué esperabais? Yo soy el mal.» Por fin, mediante el empleo de la magia, conjuros o algo por el estilo, la tribu logró controlar a la bestia. Era inmortal. Por tanto, el hijo de Zilashkee siguió bajo el control de los kothoga, quienes lo utilizaron a su capricho, lo que resultó una empresa peligrosa. La leyenda refiere que, desde entonces, los kothoga buscan una manera de deshacerse de él. —Jörgensen contempló el motor desmontado—. Ésta es la historia que Whittlesey me contó.
»Cuando me enteré del accidente de aviación, de la muerte de Whittlesey, de la desaparición de Montague…, bien, no pude evitar pensar que los kothoga habían logrado por fin desembarazarse del hijo de Zilashkee. —El anciano botánico cogió una pieza de la maquinaria y, con expresión ausente, le dio vuelta—. Whittlesey me dijo que el hijo de Zilashkee se llamaba Mbwun, El Que Camina A Cuatro Patas.
Dejó caer la pieza y sonrió.
A medida que se acercaba la hora del cierre, los visitantes empezaban a desfilar hacia las salidas del museo. La tienda, situada en el interior de la entrada sur, había hecho un buen negocio.
Los pasillos de mármol que se alejaban de dicha entrada se llenaron del rumor de conversaciones y pasos. En el Planetario, cerca de la entrada oeste, donde había de celebrarse la fiesta de inauguración de la nueva exposición, el ruido, más tenue, despertaba ecos bajo la enorme cúpula. Los laboratorios, las aulas antiguas, las cámaras de almacenamiento y los despachos forrados de libros protegían el corazón del museo de los sonidos de los visitantes. Los largos corredores eran oscuros y silenciosos.
El observatorio Butterfield se mantenía ajeno al ruido y la actividad. Los empleados, en cumplimiento del toque de queda, se habían marchado a casa temprano. En el despacho de George Moriarty, así como en las seis plantas del observatorio, reinaba un silencio sepulcral.
Moriarty, de pie detrás de su escritorio, apretó un puño contra la boca.
—Maldita sea —masculló.
De pronto, un pie salió disparado para descargar la frustración. El talón golpeó un archivador y derribó un montón de papeles.
—¡Maldita sea! —aulló, esta vez de dolor, mientras se dejaba caer en la silla y empezaba a frotarse el pie.
El dolor desapareció poco a poco. El hombre suspiró y paseó la vista por el despacho.
—Joder, George, siempre la cagas, ¿no? —murmuró.
Debía admitir que no tenía remedio. Todo cuanto hacía por atraer la atención de Margo, por ganarse su simpatía, le salía mal. Lo que había dicho sobre su padre era tan diplomático como una ametralladora.
De pronto se volvió hacia el ordenador. Le enviaría un mensaje electrónico para tratar de deshacer el entuerto. Se detuvo un momento, pensó y comenzó a teclear: «¡Hola, Margo! Sólo tenía curiosidad por saber si…»
Moriarty pulsó una tecla con brusquedad y borró la frase. Probablemente sólo conseguiría embrollar aún más las cosas.
Permaneció sentado, contemplando la pantalla vacía. Sólo conocía un método seguro para aliviar su desasosiego: una caza del tesoro.
Muchas de las piezas más preciadas de la exposición «Supersticiones» eran el resultado directo de sus cazas del tesoro. Moriarty sentía un profundo amor por las inmensas colecciones del museo y estaba más familiarizado con sus rincones oscuros y secretos que la mayoría de los empleados más veteranos. A causa de su timidez, tenía pocos amigos y solía dedicar su tiempo libre a investigar y localizar reliquias olvidadas mucho tiempo atrás en los almacenes del museo. Aquella actividad le proporcionaba una sensación de utilidad que había sido incapaz de obtener de otras.
Se volvió de nuevo hacia el teclado, se introdujo en la base de datos del museo y se movió con habilidad a través de los registros. Sabía orientarse en la base de datos, conocía sus atajos y puertas traseras, como un capitán de barco experimentado que conoce los meandros de un río.
Al cabo de pocos minutos, sus dedos teclearon a menor velocidad. Se encontraba en una región que no había explorado antes; una colección de objetos sumerios, descubiertos a principios de los años veinte, que nunca habían sido investigados en profundidad. Se centró primero en una colección, después en una subcolección y por último en las piezas individuales. Aquello parecía interesante; una serie de tablillas de arcilla, muestras primitivas de escritura sumeria. El coleccionista original creía que trataban de rituales religiosos. Moriarty leyó las entradas anotadas y asintió. Quizá pudieran utilizarse en la exposición. Aún quedaba sitio para algunos objetos más en las galerías de miscelánea más pequeñas.
Consultó el reloj; casi las cinco. Sabía dónde estaban almacenadas las tablillas. Si su aspecto era prometedor, las enseñaría a Cuthbert al día siguiente por la mañana y lograría su aprobación. Podría preparar su exhibición entre la fiesta del viernes por la noche y la inauguración al público. Tomó notas a toda prisa y desconectó el ordenador.
El ruido de la terminal al sumirse en la oscuridad resonó como un disparo en la habitación. Moriarty se levantó, introdujo los faldones de la camisa en el pantalón y salió del despacho, cojeando un poco. Cerró la puerta tras de sí.
D'Agosta bajó al puesto de mando provisional, se detuvo ante la puerta de la oficina de Pendergast y, antes de llamar, se asomó por la ventana. Vio a un tipo alto, vestido con un traje espantoso, con el rostro sudoroso y quemado por el sol. Actuaba como si fuera el propietario del despacho; cogía papeles del escritorio para colocarlos en otro sitio mientras agitaba la calderilla del bolsillo.