Contempló la oscura línea del horizonte desierto, a siete millas de allí; Nueva York estaba a novecientas millas; la luna que se veía al este, a unas doscientas mil; y las estrellas en lo alto, a billones de millas. Estaba solo, con una niña dormida, un oso muerto y lo Desconocido. Caminó sin hacer ruido hasta el bote y miró un instante a la pequeña; luego, levantando la cabeza, murmuró: «Por ti, Myra».
Arrodillándose, el ateo elevó la mirada al cielo y con su débil voz y un fervor nacido de la desesperación, rezó al Dios cuya existencia negaba. Rezó por la vida de la desamparada niña que tenía a su cargo, por su madre, tan necesaria para la pequeña, y por tener el valor y la fuerza para cumplir su misión y juntarlas de nuevo. Pero aparte de la ayuda para socorrer a otros, ninguna palabra o pensamiento de su oración lo incluían a él como beneficiario, aunque solo fuera por orgullo. Cuando se incorporó, a su derecha, tras la esquina helada de la playa, apareció el foque
[3]
de un barco y un instante después pudo verse toda la nave a la luz de la luna, impulsada por el suave viento del oeste, a menos de media milla de distancia.
Olvidándose del dolor, corrió hacia el fuego y, echando leña, hizo una fogata. A continuación se puso a hacer señales en un arrebato frenético.
—¡Ah del barco! ¡Ah del barco! ¡Aquí! ¡Socorro!
Un voz profunda le respondió desde el otro lado.
—¡Despierta, Myra, despierta! —exclamó, cogiendo a la niña en brazos—. Nos vamos.
—¿Vamos con mamá? —preguntó la pequeña, sin rastro de lágrimas.
—Sí, vamos con mamá —y añadió para sí—: «Si esa parte de la oración ha sido escuchada».
Quince minutos después, mientras veía acercarse el bote salvavidas, murmuró: «El barco estaba allí, a media milla en esta dirección, antes de que se me ocurriera ponerme a rezar. ¿Acaso mi plegaria ha sido escuchada y ella está a salvo?».
C
APÍTULO X
E
n la primera planta de la Bolsa de Londres hay un gran apartamento sembrado de escritorios, alrededor y en medio de los cuales se agita una apurada y ruidosa multitud de agentes de bolsa, contables y mensajeros. Flanqueando este apartamento hay puertas y vestíbulos que conducen a las salas y oficinas adyacentes, y repartidos a lo largo de él hay tablones en los que se escriben diariamente por duplicado los desastres marítimos de todo el mundo. En uno de los extremos se alza una plataforma consagrada a la presencia de un importante oficial. En la jerga técnica de la City el apartamento se conoce como «La Sala» y el oficial es «El Llamador», cuyo cometido consiste en gritar con voz potente y cantarina los nombres de los miembros que son requeridos en la puerta, así como los detalles básicos de los informes antes de anotarlos en la pizarra.
Esta es la oficina central de Lloyd’s, la inmensa sociedad de aseguradores, agentes de bolsa y navieros que empezó con los clientes del café de Edward Lloyd a finales del siglo XVII y que, adoptando ese nombre comercial, se ha desarrollado hasta convertirse en una corporación tan bien equipada, tan espléndidamente organizada y tan poderosa que los reyes y ministros a veces recurren a ella para obtener noticias del extranjero.
Ningún capitán ni oficial navega bajo bandera inglesa cuyo informe, incluyendo las riñas en el puente de proa, no sea expuesto en Lloyd’s para que lo inspeccionen los eventuales empresarios. Ningún barco naufraga en ninguna costa desierta del mundo durante el turno de trabajo de los aseguradores cuyo accidente no sea anunciado por la potente y cantarina voz en un plazo máximo de treinta minutos.
Una de las salas contiguas se conoce como la «Sala de Derrota». En ella pueden encontrarse, perfectamente ordenadas en sus rollos correspondientes, las más recientes cartas de navegación de todos los países, junto con una biblioteca de literatura náutica que describe hasta el último detalle los puertos, faros, rocas, bajíos e instrucciones de navegación de todas las costas representadas en los mapas; el curso de las últimas tormentas; los cambios de corrientes oceánicas y las posiciones de los icebergs y los barcos naufragados. Un miembro de Lloyd’s adquiere en poco tiempo casi tantos conocimientos teóricos sobre el mar como los hombres que lo surcan.
Otra sala —la «Sala del Capitán»— está pensada para el esparcimiento y descanso, y una tercera, antítesis de la anterior, es la «Oficina de Inteligencia», a la que acuden los angustiados y donde se les informa de las últimas noticias de tal o cual barco retrasado.
El día en que El Llamador anunció que el inmenso Titán había naufragado, un pánico estruendoso se apoderó de la multitud de aseguradores y agentes de bolsa. Los periódicos europeos y americanos publicaron números extras con los pocos datos disponibles sobre la llegada a Nueva York de un bote de supervivientes, y la oficina se vio inundada por mujeres llorosas y hombres inquietos que preguntaban una y otra vez si se habían recibido más noticias. Y cuando llegó un telegrama que relataba la historia del naufragio y daba los nombres del capitán, el primer oficial, el contramaestre, siete marineros y una pasajera como los únicos supervivientes, un anciano y débil caballero, elevando su trémula voz sobre el llanto de las mujeres, dijo:
—Mi nuera está a salvo, pero ¿dónde están mi hijo y mi nieta?
Y se marchó apresuradamente, pero volvió al día siguiente, y al otro. Cuando al décimo día de angustiosa espera se enteró de que otro bote con marineros y niños había llegado a Gibraltar, sacudió lentamente la cabeza, murmurando «George, George», y abandonó la sala. Esa misma noche, tras telegrafiar al cónsul de Gibraltar para informarle de su llegada, cruzó el canal.
Durante la primera avalancha de preguntas, cuando los aseguradores se habían subido a las mesas, los unos encima de los otros, para volver a oír las noticias sobre el accidente del Titán, uno de ellos —el más ruidoso de todos, un individuo corpulento, de nariz ganchuda y ojos negros y centelleantes— se escapó de la multitud y se dirigió a la Sala del Capitán, donde, después de beber un trago de coñac, se hundió pesadamente en una silla, soltando un gruñido que le salió del alma.
—¡Padre Abraham —masculló—, esto serrá mi ruina!
[4]
Entraron más personas; unas para beber, otras para expresarle sus condolencias, y todas para hablar.
—Un duro golpe, ¿verdad Meyer? —preguntó uno.
—Diez mil —respondió él, taciturno.
—Le está bien empleado. Debería tomar más precauciones. Sabía que lo acabaría pagando —dijo otro cruelmente.
Los ojos del Sr. Meyer centellearon ante ese comentario, pero no dijo nada. Optó por emborracharse estúpidamente y uno de sus empleados tuvo que llevarlo a casa. Desde ese momento, descuidando sus negocios —a excepción de algún vistazo esporádico a los informes—, se dedicó a beber más de la cuenta en la Sala del Capitán y a lamentarse de su suerte. El décimo día leyó con lágrimas en los ojos lo siguiente, anotado en el boletín debajo de las noticias sobre la llegada a Gibraltar de un segundo bote con supervivientes:
Boya salvavidas del Royal Age, Londres, rescatada del naufragio en Lat. 45-20 N. Lon. 54-31. O. Barco Arctic, Boston, Cap. Brandt.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Meyer, corriendo a la Sala del Capitán.
—Pobre diablo. Pobre estúpido judío —dijo uno de los presentes a otro—. Ha asegurado todo el Royal Age, y la mayor parte del Titán. Harán falta los diamantes de su mujer para poder pagar.
Tres semanas después el Sr. Meyer fue despertado de su sombrío letargo por una multitud de ruidosos aseguradores que entraron precipitadamente en la Sala del Capitán, lo agarraron de los hombros, lo sacaron a todo correr y le enseñaron un boletín.
—¡Léalo, Meyer, léalo! ¿Qué le parece?
No sin dificultad lo leyó en voz alta, mientras los demás observaban su rostro:
John Rowland, marinero del Titán, con niña pasajera, nombre desconocido, a bordo del Peerless, Bath, en Christiansand, Noruega. Ambos gravemente enfermos. Rowland habla de barco cortado por la mitad la noche anterior al accidente del Titán.
—¿Qué saca en limpio de esto, Meyer? ¿Es el Royal Age, verdad? —preguntó uno.
—¡Sí! —vociferó otro—. Me lo figuraba. El único barco del que no hay noticias recientes. Llevaba dos meses de retraso. Se le vio ese mismo día a cincuenta millas al este de ese iceberg.
—No hay duda —dijeron otros—. Pero no se mencionó aquello en el informe del capitán. Qué raro.
—Bueno, ¿y qué? —dijo el Sr. Meyer, torpemente—. Hay una cláusula de colisión en la póliza del Titán. Yo simplemente pago el dinero a la navierra en vez de a ese barcucho del Royal Age.
—¿Pero por qué lo ocultó el capitán? —le espetaron—. ¿Con qué objetivo? ¿Protegerse de posibles demandas por el choque?
—Puede ser, quizá. Parece raro.
—Tonterías, Meyer. ¿Pero qué le pasa? ¿De cuál de las tribus perdidas ha salido usted? No se parece a los de su raza, emborrachándose estúpidamente como un buen cristiano. He invertido mil en el Titán y no pienso pagar. Quiero saber por qué. Usted es quien tiene más que perder y la inteligencia para luchar por ello. Debe hacerlo, así que váyase a casa, espabílese y ocúpese de esto. Vigilaremos a Rowland hasta entonces. Todos nos jugamos mucho.
Lo metieron en un coche de punto, lo llevaron a un baño turco y después a casa.
A la mañana siguiente Meyer estaba en su escritorio, con la mirada y la mente despejada, y durante varias semanas fue un ajetreado y calculador hombre de negocios.
C
APÍTULO XI
C
ierta mañana, dos meses después de conocerse el accidente del Titán, el Sr. Meyer estaba sentado en su escritorio del departamento escribiendo frenéticamente, cuando el anciano que se había lamentado por la muerte de su hijo en la Oficina de Inteligencia entró con paso vacilante y se sentó junto a él.
—Buenos días, Sr. Selfridge —dijo, sin levantar apenas los ojos—. Supongo que ha venido por el pago del segurro. Ya han pasado los sesenta días.
—Sí, sí, Sr. Meyer —dijo el anciano, fatigado—. Por supuesto, como simple accionista no puedo tomar parte activa; pero soy un miembro aquí, y algo angustiado, naturalmente. Todo lo que tenía en este mundo —incluyendo a mi hijo y a mi nieta— estaba en el Titán.
—Es muy triste, Sr. Selfridge; le compadezco profundamente. Tengo entendido que es usted el mayor accionista del Titán, con cien mil acciones, aproximadamente, ¿no es así?
—Más o menos. —Yo soy el principal asegurrador, así que, Sr. Selfridge, esta batalla va a librarse básicamente entre usted y yo.
—¿Batalla? ¿Es que va a haber algún problema? —preguntó el Sr. Selfridge, angustiado.
—Tal vez, no lo sé. Los asegurradores y las compañías extranjerras han dejado el asunto en mis manos y no pagarrán hasta que yo tome la iniciativa. Tenemos que oír lo que dice Rowland, que fue rescatado con una niña pequeña del iceberg y llevado a Christiansand. Estaba demasiado débil parra abandonar el barco que lo encontró, y vendrá por el Támesis esta misma mañana. Tengo un coche en el muelle y lo esperro en mi oficina a mediodía. Allí —y no aquí— es donde intentaremos llegar a un acuerdo.
—¿Una niña… salvada? —preguntó el anciano—. ¡Ay, Díos mío, puede ser la pequeña Myra! No estaba en Gibraltar con los demás. No me importaría demasiado el dinero si ella está a salvo. Pero mi hijo, mi único hijo, ha muerto y, Sr. Meyer, yo seré un hombre arruinado si no se paga el seguro.
—Y yo lo serré si se paga —dijo el Sr. Meyer, levantándose—. ¿Vendrá a mi oficina, Sr. Selfridge? Espero que el abogado y el capitán Bryce ya estarán allí.
El Sr. Selfridge se levantó y lo acompañó a la calle.
Una oficina en Threadneedle Street, austeramente decorada y separada por un tabique de otra más espaciosa con el nombre del Sr. Meyer escrito en la ventana, recibió a los dos hombres, uno de los cuales, por el bien de los buenos negocios, no tardaría en quedar arruinado. No llevaban un minuto esperando cuando el capitán Bryce y el Sr. Austen fueron anunciados y conducidos a la sala. Pulcros, bien alimentados y caballerosos, perfectos representantes del oficial británico, hicieron una reverencia al Sr. Selfridge mientras el Sr. Meyer los presentaba como el capitán y el primer oficial del Titán, y a continuación se sentaron. Poco después entró un individuo de mirada astuta a quien el Sr. Meyer se dirigió como el abogado de la compañía naviera pero al que no presentó, pues tales son las convenciones del sistema de castas inglés.
—Ahorra, caballeros, creo que podemos proceder a negociar hasta cierto punto, y tal vez algo más —dijo el Sr. Meyer—. Sr. Thompson, ¿tiene la declarración jurada del capitán Bryce?
—La tengo —dijo el abogado, presentando un documento que el Sr. Meyer hojeó y devolvió.
—Y en esta declarración, capitán, jura usted que el viaje transcurrió sin incidentes hasta el momento del naufragio. Es decir —añadió, sonriendo empalagosamente, viendo que el capitán palidecía—, que no ocurrió nada que hiciera al Titán menos maniobrable ni menos apto para navegar, ¿verdad?
—Eso es lo que declaré bajo juramento —dijo el capitán, suspirando ligeramente.
—Usted es copropietarrio, ¿no es así, capitán?
—Tengo la quinta parte de las acciones de la compañía.
—He examinado los estatutos y las listas de la compañía, y cada barrco es, en lo que respecta a valoraciones y dividendos, una compañía aparte. Veo que usted figura como propietarrio de ciento veinte de las acciones del Titán. Eso le convierte ante la ley en copropietarrio, y como tal en responsable.
—Señor, ¿qué quiere decir con «responsable»? —preguntó rápidamente el capitán.
Por toda respuesta, el Sr. Meyer arqueó sus negras cejas, como en actitud de escucha, miró el reloj y se dirigió a la puerta que, una vez abierta, dejó entrar el ruido de un carruaje.
—¡Aquí! —gritó a sus empleados, y acto seguido se encaró con el capitán.
—¿Que qué quierro decir, capitán? —rugió—. Quierro decir que usted omitió en su declaración cualquier referencia al hecho de que usted chocó contra el Royal Age y lo hundió la noche anterior al naufragio de su propio barco.
—¿Quién lo dice?… ¿Cómo lo sabe? —respondió el capitán, desafiante—. Solo tiene la declaración de ese Rowland, un borracho irresponsable.
—A ese hombre lo subieron borracho a bordo en Nueva York y siguió en un estado de
delirium tremens
hasta el accidente —intervino el primer oficial—. No chocamos con el Royal Age y en modo alguno somos responsables de su hundimiento.