El hundimiento del Titán (5 page)

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Authors: Morgan Robertson

Tags: #Relato

BOOK: El hundimiento del Titán
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La potente droga que había tomado todavía le hacía efecto, y eso, junto con el murmullo del mar al romper sobre la playa helada y el eco de los crujidos y chasquidos restallando a su alrededor —la voz del iceberg—, fue venciéndolo hasta que al final se durmió. Despertó al amanecer, con los miembros entumecidos y casi congelados.

Y durante toda la noche, mientras dormía, un bote con el nº. 24 dibujado en la proa, impulsado por robustos marineros y gobernado por oficiales engalanados, se dirigía a la ruta sur, la principal vía del tráfico marítimo en primavera. Y acurrucada en las tillas de popa de aquel bote estaba una mujer suplicante y desconsolada, que lloraba y gritaba a cada tanto por su marido y su hija, incapaz de consolarse, ni siquiera cuando uno de los oficiales le aseguró que la niña estaba a salvo al cuidado de John Rowland, un honrado y valiente marinero que sin duda estaba en otro bote con ella. Naturalmente no le dijo que Rowland les había hecho señales desde el iceberg mientras ella permanecía inconsciente y que, si aún tenía a la pequeña, estaba allí, junto a él… abandonada.

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APÍTULO VIII

R
owland, con algunos reparos, bebió una pequeña cantidad de licor y, tras envolver en el abrigo a la pequeña —que seguía dormida—, salió a la superficie helada. La niebla se había despejado y un mar azul y sin ningún barco a la vista se extendía hasta el horizonte. A sus espaldas, hielo, una enorme montaña helada. Subió el repecho y contempló el panorama desierto desde un precipicio de treinta metros. A su izquierda el hielo ascendía hasta una playa más escarpada que la que había dejado atrás, y a su derecha una acumulación de montículos y picos más altos, intercalados con numerosos cañones, grutas y brillantes cataratas, ocultaba el horizonte. Ni una sola vela por ningún lado, ni el humo de un barco para animarle. Cuando volvía sobre sus pasos, a mitad de camino hacia el barco, vio algo blanco moverse y acercarse desde los picos helados.

Sus ojos todavía no podían ver con claridad y, tras un examen lleno de incertidumbre, echó a correr al comprobar que la misteriosa figura blanca estaba más cerca del puente que él y que se aproximaba con rapidez. Cuando estuvo a unos cien metros, el corazón le dio un vuelco y la sangre se le quedó tan helada como el suelo que pisaba, porque la figura blanca resultó ser un viajero procedente del Polo Norte, flaco y hambriento; un oso polar que había olfateado alimento y venía en su busca, corriendo pesadamente, abriendo sus enormes fauces y enseñando unos colmillos amarillentos. Rowland no tenía más que un recio cuchillo, que sacó del bolsillo y abrió mientras corría. Ni por un instante dudó ante un combate que presagiaba una muerte casi segura, pues la presencia de aquel oso ponía en peligro a una niña cuya vida se había vuelto más importante que la suya propia. Horrorizado, la vio salir del refugio, cubierta con la lona blanca, justo cuando el oso doblaba la esquina del puente.

—¡Atrás, pequeña, atrás! —gritó, bajando a grandes saltos la pendiente.

Pero el oso alcanzó a la niña antes que él y, sin esfuerzo aparente, la lanzó con un golpe de su enorme zarpa a dos metros de distancia, donde la niña quedó inerte. Al girarse para rematarla, el animal se encontró con Rowland.

El oso se alzó sobre sus patas traseras, tomó impulso y cargó contra él. Rowland sintió cómo los huesos de su brazo izquierdo se fracturaban por el mordisco de aquellos grandes y amarillentos colmillos; pero al caer clavó el cuchillo en la tupida piel del animal, que, gruñendo de ira, soltó el maltrecho miembro y le asestó un violento zarpazo que lo arrojó más lejos de donde había caído la pequeña. Se levantó, con las costillas rotas, y —sin sentir apenas dolor— esperó la segunda embestida. De nuevo su brazo roto e inservible quedó atrapado entre las fauces del animal, y de nuevo se vio obligado a retroceder, pero esta vez usó el cuchillo de forma metódica. Tenía el enorme hocico del animal aplastado contra su pecho; podía oler su caliente y fétido aliento y sentir esos ojos rabiosos brillando sobre sus hombros. Rowland acertó a clavar el cuchillo en el ojo izquierdo de la bestia. La hoja de quince centímetros se hundió hasta el mango, perforando el cerebro del animal, y este, con una convulsión que levantó a Rowland por su brazo herido, se irguió y, extendiendo las garras hasta alcanzar su máxima envergadura, se desplomó y, tras varios espasmos, quedó inerte. Rowland había logrado lo que ningún cazador esquimal habría intentado siquiera: enfrentarse y matar al Tigre del Norte con un cuchillo.

Todo había ocurrido en un minuto, pero en esos segundos quedó lisiado de por vida; pues en la tranquilidad de un hospital ni el mejor cirujano podría hacer nada por recolocar las astillas de su hueso fracturado o recomponer sus costillas rotas. Además, estaba en un islote de hielo, a una temperatura que rondaba el punto de congelación y sin las toscas herramientas de un salvaje.

Avanzó con dificultad hacia el pequeño bulto rojo y blanco y lo alzó con su brazo sano, aunque al agacharse sintió un dolor lacerante. La niña sangraba por cuatro crueles y profundos arañazos que bajaban en diagonal desde el hombro derecho a la espalda, pero al examinarla vio que sus blandos y frágiles huesos estaban intactos y que se hallaba inconsciente por el áspero contacto de su frente con el hielo, pues le había salido un enorme chichón.

Por pura necesidad, Rowland debía ocuparse primero de sí mismo, así que envolvió a la pequeña en su abrigo, la instaló en el refugio y cortó un trozo de lona para hacerse un cabestrillo. Luego, con el cuchillo, los dedos y los dientes desolló parte del oso —teniendo que hacer frecuentes pausas para no desmayarse a causa del dolor— y cortó de la caliente aunque no muy espesa capa de grasa un buen trozo que, después de lavarse las heridas en un estanque cercano, ató firmemente a la espalda de la pequeña utilizando como venda los jirones del camisón.

Cortó el forro de franela de su capote y con el de las mangas hizo una especie de vestiduras para abrigar sus piernecitas, doblando el largo sobrante sobre los tobillos y atándolas en el sitio apropiado con hilachas de una culebra.
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Con el forro animal cubrió la cintura de la pequeña, incluidos los brazos, y envolvió todo aquello con sucesivas capas de lona, como si se tratara de una momia, sellando el bulto con hilachas, igual que un marinero asegura las partes dobles de un cabo; proceso que, una vez terminado, hubiera indignado a cualquier madre. Pero él solo era un hombre, y un hombre que estaba sufriendo física y mentalmente.

Cuando terminó, la niña ya había vuelto en sí y se quejaba del dolor con un débil y lastimero llanto, pero él no se atrevió a parar por miedo a entumecerse a causa del frío y el dolor. Había abundante agua fresca repartida en estanques formados por el hielo al derretirse. El oso les proveería de alimento, pero necesitaban fuego para asarlo, calentarse, impedir la peligrosa inflamación de sus heridas y hacer señales de humo que pudieran ser vistas por los barcos que pasaran por allí.

Bebió temerariamente de la botella, pues necesitaba el estimulante y pensó, quizá con razón, que ninguna droga común podía afectarle en su estado actual. Luego examinó los restos del desastre (en su mayor parte reducidos a leña menuda para encender fuego). Entre aquellos despojos sobresalía un bote salvavidas de acero, sellado por compartimentos estancos —ahora inclinados más de noventa grados— y apoyado sobre un costado. Si se cubría con lona una de sus mitades y se encendía una pequeña hoguera en el otro, podía ofrecer un refugio mejor y más cálido que el puente, pues el acero era un buen transmisor de calor. Un marinero sin cerillas es una rareza; Rowland, pues, cortó leña, encendió el fuego, colgó la lona y trajo a la niña, que pedía lastimeramente un poco de agua.

Encontró un jarro —probablemente olvidado en algún bote agujereado antes de ser arriado finalmente a los pescantes— y dio de beber a la niña, no sin antes añadir unas gotas de whisky. Entonces empezó a pensar en el desayuno. Cortó una tajada de los cuartos traseros del oso, la asó ensartándola en una varilla y le supo rica y sustanciosa; pero cuando intentó dar de comer a la niña, comprendió que necesitaba dejarle los brazos libres, y así lo hizo, sacrificando su manga derecha para cubrirlos. Eso y la comida hicieron que la pequeña dejara de llorar por un rato, y Rowland se recostó junto a ella en el cálido bote. El whisky se acabó antes de terminar el día, y él cayó en un delirio febril, mientras que la niña se encontraba un poco mejor.

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APÍTULO IX

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on intervalos de lucidez, durante los cuales avivó o encendió nuevamente el fuego, asó la carne del oso y alimentó y vendó a la niña, el delirio de Rowland duró tres días. Sufrió terriblemente. Su brazo, el centro de un dolor lacerante, se había hinchado hasta doblar su tamaño habitual y su costado malherido le impedía respirar con normalidad. No había prestado atención a sus heridas y fue su fuerte constitución, que los años de disipación no habían logrado echar a perder, o bien alguna propiedad antifebril de la carne de oso o la falta de aquel whisky excitante lo que le hizo ganar la batalla. La noche del tercer día encendió nuevamente el fuego con la última cerilla que le quedaba y miró al sol de poniente, sano aunque débil de cuerpo y de mente.

Si entretanto hubiera aparecido una vela a lo lejos él no la habría visto, ni tampoco se divisaba ahora. Sin fuerzas para subir la cuesta, regresó al bote en el que dormía la pequeña, agotada de tanto llorar en vano. Su torpe aunque heroica manera de envolverla para librarla del frío sin duda contribuyó en gran medida a que cicatrizaran sus heridas, obligándola a permanecer quieta, aunque añadiera un sufrimiento más a los que ya padecía la pequeña. Rowland contempló un instante su carita pálida y manchada de lágrimas, con el flequillo rizado asomando por las capas de lona y, agachándose dolorido, besó dulcemente a la niña; pero eso hizo que se despertara y empezara a llorar por su madre. Él no podía consolarla, ni se sentía con fuerzas para intentarlo; con una informe y muda maldición contra el destino brotándole del pecho, fue a sentarse en el barco naufragado, a unos metros de allí.

«Probablemente nos recuperaremos, a menos que deje que el fuego se apague», caviló, poco esperanzado. «¿Y después? No podemos durar más que el iceberg, y no mucho más que la carne del oso. Debemos de estar lejos de las rutas. Estábamos a unas 900 millas cuando chocamos, y la corriente sigue el banco de niebla por aquí, más o menos oeste-sur-oeste, pero eso es el agua de superficie. Esos bribones tienen sus propias corrientes. No hay bruma; debemos de estar al sur del banco de niebla, en medio de las rutas. Supongo que esos malditos avariciosos llevarán sus barcos por la otra ruta después de esto. ¡Malditos sean si la han ahogado! ¡Malditos sean, con sus compartimentos estancos y su registro de vigías! Veinticuatro botes para tres mil personas —sujetos con amarres llenos de brea—, treinta hombres para lanzarlos y ni un hacha ni un buen cuchillo en la cubierta del puente. ¿Habrá podido salvarse? Si arriaron ese bote quizá la rescataron de la escalera, y el oficial sabía que yo tenía a la niña, y se lo habría dicho. También debe de llamarse Myra. Fue su voz la que oí en aquel sueño. Sin duda era hachís. ¿Por qué me drogaron?… Aunque el whisky no estuvo mal. Todo se ha terminado, a menos que llegue a tierra firme. Pero… ¿lo conseguiré?».

La luna se elevó sobre la estructura almenada, inundando la playa helada con una pálida luz, brillando en mil puntos de las cascadas, arroyuelos y charcas ondulantes, sumiendo en la más profunda oscuridad los hoyos y barrancos, y evocándole, pese a la misteriosa belleza de la escena, una abrumadora sensación de soledad —de insignificancia—, como si la enorme mole de desolación inorgánica que lo sostenía fuera mucho más importante que él y que las esperanzas, planes y temores de toda su vida. La niña había llorado hasta caer de nuevo dormida, y Rowland empezó a andar de un lado a otro por el hielo.

«Ahí arriba», dijo, taciturno, mirando al cielo, donde unas pocas estrellas brillaban débilmente a la luz de la luna, «ahí arriba, en algún lugar, no se sabe dónde, está el cielo de los cristianos. Ahí arriba está su buen Dios, que ha puesto aquí a la hija de Myra; su buen Dios, que ellos han tomado prestado de la raza salvaje y sanguinaria que lo inventó. Y por debajo de nosotros, también en algún lugar, está su infierno y su Dios malvado, que ellos mismos inventaron. Y nos dan a elegir entre el cielo y el infierno. No es eso, no. Así no se resuelve el gran misterio ni se alivia el corazón de los hombres. Ningún Dios misericordioso creó este mundo ni sus condiciones. Sea cual sea la naturaleza de las causas que escapan a nuestra comprensión, hay un hecho indiscutible: la misericordia, bondad y justicia no cumplen ninguna función en el esquema que rige el mundo. Y sin embargo, dicen que la esencia de todas las religiones de la Tierra es la fe en esa idea. ¿Lo es? ¿O es el miedo cobarde que tienen los hombres a lo desconocido lo que empuja a la madre salvaje a arrojar su bebé a los cocodrilos; lo que lleva al hombre civilizado a construir iglesias; lo que ha mantenido desde el principio a toda una clase de adivinos, curanderos, sacerdotes y clérigos que viven de las esperanzas y miedos que ellos mismos se encargan de avivar?

»Y la gente reza —millones de personas— y afirma que sus plegarias son escuchadas. ¿Lo son? ¿Acaso alguna súplica dirigida al cielo por la humanidad afligida ha sido respondida o siquiera escuchada? ¿Quién sabe? Rezan para que llueva o haga sol, siendo ambos fenómenos naturales. Rezan para tener salud y éxito, cuando los dos están en el curso natural de las cosas. Eso no demuestra nada. Pero ellos dicen estar seguros, en virtud de cierta elevación espiritual, de ser escuchados, consolados y favorecidos al instante. ¿No es esto un experimento psicológico? ¿No se sentirían igualmente confortados si repitieran la tabla de multiplicar o cuartearan la aguja?
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»Y millones de personas se lo han creído —que sus oraciones son escuchadas—, y esos millones han rezado a diferentes dioses. ¿Estaban todos equivocados o no? Un hombre que hiciera la prueba y se pusiera a rezar, ¿sería escuchado? Admitiendo que las Biblias, los Coranes y los Vedas son engañosos y poco fiables, ¿no puede haber un Ser misterioso que sabe lo que siento y que me está viendo en este momento? Si es así, ese Ser me dotó de una razón que me hacer dudar de Él, conque suya es la responsabilidad. Y si tal Ser existiera, ¿pasaría por alto un defecto del que no se me puede culpar y escucharía mi plegaria, basada en la mera posibilidad de que pueda estar equivocado? ¿Puede un no-creyente, llevado por la fuerza de su razonamiento, verse en tales aprietos que ya no pueda resistir por sí mismo y tenga que pedir ayuda a un poder imaginado? ¿Puede eso ocurrirle a un hombre cuerdo… puede ocurrirme a mí?».

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