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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (62 page)

BOOK: El honorable colegial
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—Charlie Mariscal —dijo quedamente Jerry.

Uno de los
coolies
señaló la habitación contigua. Jerry pidió a las dos chicas que se fueran. La segunda habitación era más pequeña y Mariscal estaba tumbado en el rincón, con una chica china de complicado
cheongsan,
acuclillada sobre él, preparándole la pipa. Jerry supuso que era la hija del dueño del establecimiento y que Charlie Mariscal recibía un tratamiento especial debido a que era a la vez un
habitué
y un suministrador. Se arrodilló al otro lado de él. Un viejo miraba desde la puerta. La chica también miraba, con la pipa aún en la mano.

—¿Qué quieres, Voltaire? ¿Por qué no me dejas en paz?

—Sólo un paseíto, amigo. Luego puedes volver.

Jerry le alzó con suavidad, cogiéndole del brazo, ayudado por la chica.

—¿Cuánto ha tomado? —le preguntó a la chica. La chica alzó tres dedos.

—¿Y cuántas suele fumar? —preguntó Jerry.

La chica bajó la cabeza, sonriendo. Muchísimo más, quería decir.

Charlie Mariscal caminaba temblequeante al principio, pero cuando llegaron a la galería, ya estaba en condiciones de discutir, así que Jerry le cogió en brazos, llevándole como si fuera la víctima de un incendio por las escaleras de madera abajo y cruzando el patio con él. El viejo les hizo una diligente reverencia desde la puerta principal, un sonriente
coolie
les abrió las verjas que daban a la calle y era evidente que los dos estaban muy agradecidos de que Jerry mostrase tanto tacto. Habían recorrido unos cincuenta metros cuando de pronto aparecieron un par de muchachos chinos que se echaron sobre ellos gritando y esgrimiendo palos como pequeños remos. Jerry puso de pie a Charlie Mariscal, sujetándole con la mano izquierda con fuerza, y dejó al primer chico que golpeara, desvió el palo y luego le pegó no muy fuerte justo debajo de un ojo. El chico escapó corriendo y su amigo tras él. Sin soltar a Charlie Mariscal, Jerry siguió caminando hasta que llegaron al río, y en una zona bastante oscura, hizo que se sentase como una muñeca en la orilla, sobre la hierba seca y cenagosa.

—¿Vas a volarme los sesos, Voltaire?

—Eso se lo dejaremos al opio, amigo —dijo Jerry.

A Jerry le agradaba Charlie Mariscal y en un mundo perfecto le habría gustado pasar la velada con él en la
fumerie
y oír la historia de su desdichada pero extraordinaria vida. Pero ahora su puño asía implacable el delgado brazo de Charlie Mariscal por si se le pasaba por la hueca cabeza la loca idea de salir por piernas. Pues Jerry tenía la sensación de que Charlie podía correr muy deprisa si se veía en una situación desesperada. Se medio tumbó, por tanto, de modo muy parecido a como lo había hecho entre la montaña mágica de posesiones en la casa de la vieja Pet, sobre la cadera izquierda y el codo izquierdo, inmovilizando en el barro la muñeca de Charlie Mariscal, que estaba tumbado de espaldas. Les llegaba del río, a sólo unos diez metros por debajo de ellos, el cuchicheante rumor de los sampanes que se deslizaban como largas hojas sobre el dorado sendero lunar del agua. Del cielo llegaban (por detrás unas veces y otras por delante) los fogonazos esporádicos que lanzaba la artillería de defensa cuando algún comandante aburrido decidía justificar su existencia. De vez en cuando, de mucho más cerca, llegaba el zambombazo más agudo y brillante de la respuesta de los khmers rojos, pero eran de nuevo únicamente pequeños intermedios a la algarabía de los gecos y al silencio más profundo de después. A la luz de la luna, Jerry miró el reloj y luego el rostro enloquecido de Charlie Mariscal, intentando calcular la intensidad de su angustia. Es como la hora de comer de un bebé, pensó. Si Charlie fumaba de noche y dormía de mañana, sus necesidades tendrían que hacerse patentes en seguida. La humedad de su rostro resultaba ya ultraterrena. Fluía de los gruesos poros, de los ojos rasgados, de la manante y gimiente nariz. Se canalizaba meticulosamente siguiendo los marcados surcos, estableciendo netas— reservas en las cavernas.

—Dios santo, Voltaire. Ricardo es amigo mío. Un gran filósofo, ese tipo, sí. Tú quieres oírle hablar, Voltaire. Quieres conocer sus ideas.

—Sí —confirmó Jerry—. Quiero.

Charlie Mariscal asió la mano de Jerry.

—Voltaire, son buena gente, ¿me oyes? El señor Tiu… Drake Ko. No quieren hacer daño a nadie. Quieren hacer un negocio. ¡Tienen algo que vender y consiguen gente que lo compre! ¡Es un servicio! No le rompen a nadie el cuenco del arroz. ¿Por qué quieres fastidiarles? Tú eres también un buen muchacho. Me di cuenta. Cogiste el cerdo del viejo, ¿no? ¿Quién ha visto que un ojirredondo coja el cerdo de un ojirrasgado? Dios mío, si me sacas eso, ellos te matarán concienzudamente, porque ese señor Tiu, es un caballero muy práctico y muy filosófico, ¿me oyes? ¡Ellos me matan a
mí,
matan a
Ricardo,
te matan a
ti,
ellos matan a todo el maldito género humano!

La artillería disparó una andanada y esta vez la selva contestó con una pequeña salva de proyectiles, unos seis o así, que silbaron sobre sus cabezas como los silbantes pedruscos de una catapulta. Momentos después, oyeron las detonaciones hacia el centro de la ciudad. Después, nada. Ni el gemir de un coche de bomberos, ni la sirena de una ambulancia.

—¿Por qué iban a matar a
Ricardo? —
preguntó Jerry—. ¿Qué es lo que ha hecho Ricardo?

—¡Voltaire! ¡Ricardo es amigo mío! ¡Drake Ko es amigo de mi padre! Los viejos son hermanos del alma, combatieron en una sucia guerra los dos juntos allá en Shanghai hace unos doscientos cincuenta años, ¿comprendes? Yo voy a ver a mi padre. Le digo: «Padre, tienes que creerme alguna vez. Tienes que dejar de llamarme araña bastarda, y tienes que decirle a tu buen amigo Drake Ko que deje en paz a Ricardo. Tienes que decir «Drake Ko, ese Ricardo y mi Charlie son igual que tú y yo. Son hermanos, como nosotros. Aprendieron a volar los dos juntos en Oklahoma, matan juntos al género humano. Y son unos amigos excelentes. Y no hay más que hablar». Mi padre me odia profundamente, ¿entiendes?

—Vale.

—Pero envía a Drake Ko un largo mensaje personal, de todos modos.

Charlie Mariscal inspiró aire, inspiró e inspiró como si su pecho apenas pudiese contener lo suficiente para alimentarle.

—Esa Lizzie. Una mujer notable, sí. Lizzie va personalmente a ver a Drake Ko. También de un modo muy personal. Y le dice: «Señor Ko, tiene que dejar en paz a Ric.» Es una situación muy delicada, Voltaire. Tenemos que apoyarnos mucho unos a otros o nos caeremos de la cima de la montaña, ¿entiendes? Voltaire, déjame marchar. ¡Te lo suplico! Te lo suplico, por amor de Dios,
je m’abîme,
¿me oyes? ¡Eso es todo lo que sé!

Jerry, observándole, oyendo aquellos atormentados arranques, cómo se desplomaba y se reanimaba y se derrumbaba de nuevo y volvía a reanimarse, pero menos, tenía la sensación de estar presenciando el último espasmo torturado de un amigo. Su instinto le decía que debía guiar a Charlie poco a poco, dejarle divagar. Su dilema era que no sabía cuánto tiempo faltaba para que pasara lo que le pasa al adicto. Formulaba preguntas pero muchas veces Charlie parecía no oírlas. Otras, parecía responder a preguntas que Jerry no había hecho. Y, a veces, un mecanismo de acción retardada lanzaba una respuesta a una pregunta que Jerry había abandonado ya hacía mucho. Los inquisidores de Sarratt decían que un hombre hundido era peligroso porque te pagaba dinero que no tenía para comprar tu amor. Pero durante preciosos minutos enteros, Charlie no pudo pagar nada.

—¡Drake Ko no ha ido a Vientiane en toda su vida! —gritó de pronto—. ¡Estás chiflado, Voltaire! ¿Crees que un pez gordo como Ko se va a interesar por un sucio pueblucho asiático? ¡Drake Ko es un filósofo, Voltaire! ¡Tienes que andarte con mucho cuidado con ese tipo, con muchísimo!

Todos eran filósofos, al parecer… o todos salvo Charlie Mariscal.

—¡Nadie ha oído el nombre de Ko en Vientiane! ¿Me oyes, Voltaire?

En otro momento, Charlie rompió a llorar y le cogió las manos a Jerry preguntándole entre sollozos si también él había tenido padre.

—Sí, amigo, lo tuve —dijo pacientemente Jerry—. Y a su modo, también él era un general.

Dos blancos fogonazos iluminaron el río con una claridad asombrosa, inspirándole a Charlie recuerdos de las aflicciones de su primera época en Vientiane. Se incorporó de pronto y dibujó esquemáticamente una casa en el barro. Allí era donde vivían Lizzie, Ric y Charlie Mariscal, dijo orgulloso: en una apestosa choza de pulgas de las afueras de la ciudad, un sitio tan inmundo que hasta a los gecos les daba asco. Ric y Lizzie ocupaban la
suite
regia, que era la única habitación que aquella choza de pulgas poseía, y Charlie tenía la misión de no estorbar y de pagar la renta y de llevar bebida. Pero el recuerdo de su terrible penuria económica desencadenó en Charlie bruscamente una nueva tormenta de lágrimas.

—¿Y de qué vivíais, amigo? —preguntó Jerry, sin esperar respuesta—. Vamos, ahora ya pasó. ¿De qué vivíais?

Entre más lágrimas, Charlie confesó una asignación mensual de su padre, a quien él amaba y respetaba.

—Esa chiflada de Lizzie —dijo, en medio de su aflicción—. La muy chiflada va y se pone a hacer viajes a Hong Kong para Mellon.

Jerry logró a duras penas contenerse y no desviar a Charlie de su camino.


Mellon.
¿Quién es ese Mellon? —preguntó. Pero el tono suave adormiló a Charlie, que se puso a jugar con la casa de barro, añadiéndole una chimenea y humo.

—¡Vamos, maldito!
Mellon. ¡Mellon! —
le gritó en la cara, para asustarle y que contestara—:
¡Mellon,
ruina miserable! ¡Viajes a Hong Kong!

Y, poniéndole de pie, le zarandeó como a una muñeca de trapo, pero hizo falta mucho más zarandeo para conseguir respuesta, y, durante él, Charlie Mariscal imploró a Jerry que intentase entender lo que era estar enamorado, enamorado de veras, de una puta ojirredonda chillada y saber que nunca ibas a poder tenerla, ni por una noche siquiera.

Mellon era un misterioso comerciante inglés, nadie sabía qué hacía. Un poco de esto, otro poco de aquello, dijo Charlie. La gente le temía. Mellon dijo que podía meter a Lizzie en el tráfico de heroína a alto nivel. «Con tu pasaporte y tu cuerpo —le había dicho—, puedes entrar y salir de Hong Kong como una princesa.» Agotado ya, Charlie se echó al suelo y se acuclilló delante de su casa de barro. Sentándose a su lado, Jerry le encajó la mano en el cogote, procurando no hacerle mucho daño.

—Así que hizo eso para él, ¿eh, Charlie? ¿Lizzie transportó para Mellon?

Y con la palma giró suavemente la cabeza de Charlie hasta que los ojos extraviados de éste quedaron frente a los suyos.

—Lizzie no transporta para
Mellon,
Voltaire —le corrigió Charlie—. Lizzie transporta para
Ricardo.
No quiere a Mellon. Quiere a
Ric.
Y me quiere a mí.

Y mirando lúgubremente la casa de barro, rompió de pronto en unas ásperas risotadas, que se desvanecieron luego sin la menor explicación.

—¡Tú lo estropeaste, Lizzie! —dijo retadoramente Charlie, hundiendo un dedo en la puerta de barro—. ¡Tú lo estropeaste todo como siempre, querida! Hablas demasiado. ¿Por qué tienes que explicarle a todo el mundo que eres la reina de Inglaterra? ¿Por qué les dices a todos que eres una espía de primera? Mellon se ha enfadado muchísimo contigo, muchísimo, Lizzie. Mellon te echa, con cajas destempladas. Ric se enfadó también muchísimo, ¿te acuerdas? Ric te pegó una buena zurra y Charlie tuvo que llevarte al médico en plena noche, ¿recuerdas? Eres una bocazas, Lizzie. ¿Entiendes? ¡Eres mi hermana pero no sabes mantener la boca cerrada!

Hasta que se la cerró Ricardo, pensó Jerry, recordando las cicatrices de la barbilla. Cuando estropeó el negocio que tenían con Mellon.

Agachado aún al lado de Charlie, y aún sujetándole por el cogote, Jerry vio que se desvanecía el mundo que le rodeaba y en su lugar veía a Sam Collins sentado en su coche en Star Heigths, con una ciará visión de la planta octava, leyendo las páginas de las carreras en el periódico, a las once de la noche. Ni siquiera el estruendo de un cohete que cayó muy cerca pudo distraerle de aquella visión congelante. Oyó también la voz de Craw por encima del fuego de mortero, hablando del tema de la criminalidad de Lizzie. Cuando andaban bajos de fondos, había dicho Craw, Ricardo le hacía pasar por aduana paquetitos.

¿Y cómo llegó a saber Londres eso, Señoría, habría querido preguntarle al viejo Craw, si no a través del propio Sam Collins, alias Mellon?

Un chaparrón de tres segundos había barrido la casa de barro de Charlie, que se puso furioso. Chapoteaba a cuatro patas buscándola, llorando y maldiciendo frenéticamente. Pero cuando pasó el arrebato se puso a hablar otra vez de su padre y de cómo el viejo había encontrado empleo para su hijo natural en unas determinadas líneas aéreas de Vientiane de lo más distinguido… aunque Charlie estaba deseando dejar de volar definitivamente por entonces por creer que había perdido el valor.

Al parecer, el general perdió la paciencia con Charlie un buen día. Convocó a su guardia personal y bajó de su montaña de los Shans a un pequeño pueblo de la ruta del opio llamado Fang, pasada la frontera tailandesa, pero no muy lejos. Allí, a la manera de los patriarcas de todo el mundo, el general reprochó a Charlie su vida disipada.

Charlie tenía un chillido especial para imitar a su padre y una forma especial de hinchar las chupadas mejillas en un gesto de desaprobación militar.

—«Así que es mejor que pienses en trabajar como es debido, para variar, ¿entiendes,
kwailo,
araña bastarda»? Es mejor que dejes de jugar a los caballos, me oyes, y que dejes la bebida fuerte y el opio. Y será mejor también que te quites esas estrellas comunistas de encima de las tetas y eches a ese apestoso amigo tuyo, ese Ricardo. Y que dejes de mantener a su mujer, ¿me has oído? ¡Porque yo no estoy dispuesto a mantenerte a ti ni un día más, ni una
hora,
araña bastarda, y te odio tanto que te mataré un día por recordarme a la puta corsa de tu madre!

Luego, el trabajo en sí y el padre de Charlie, el general, que seguía hablando:

—«Ciertos caballeros chiu—chows muy distinguidos, muy buenos amigos de muy buenos amigos míos, ¿me oyes?, tienen casualmente el control de una compañía aérea. Yo también tengo algunas acciones en esa compañía. Y esa compañía lleva el distinguido nombre de Indocharter. ¿De qué te ríes tú, mono
kwailo?
¡No te rías de mí! Y esos buenos amigos me hacen el favor de ayudarme en mi desgracia por este hijo, esta araña bastarda de tres patas, y yo rezaré sinceramente porque caigas del cielo y te rompas ese cuello de
kwailo.»

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