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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (56 page)

BOOK: El honorable colegial
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—Gran chica —murmuró Keller.

—Tiene madera —convino Jerry, obediente.

Jerry recordó con embarazo que en el Congo solían hacerse confidencias, confesándose sus amores y debilidades. Para no caer, por lo accidentado del terreno, la chica extendió los brazos, equilibrándose con ellos.

No apuntes,
pensó Jerry,
no apuntes, por amor de Dios. Por eso les disparan a los fotógrafos.


Sigue andando, pequeña —chilló Keller—. Tú no pienses en nada. Tú camina. ¿Tú quieres dar la vuelta, Westerby?

Pasaron junto a un muchachito que jugaba solo con unas piedras en la tierra. Jerry se preguntó si sería sordo a las bombas. Miró atrás. El Mercedes aún seguía aparcado allí junto a los árboles. Delante, distinguió hombres en posiciones de fuego bajas entre los escombros, más de los que había supuesto. El estruendo aumentó de pronto. En la otra orilla explotaron dos bombas en medio del fuego. Los T28 intentaban extender las llamas. Una andanada de rebote cortó la ribera debajo de ellos, levantando polvo y barro. Un campesino les pasó delante, muy tranquilo, en su bicicleta. Entró en la aldea, la atravesó y salió de ella, dejando atrás lentamente las ruinas y perdiéndose de nuevo entre los árboles. Nadie le disparó, nadie le detuvo. Podía ser nuestro o ser suyo, pensó Jerry. A lo mejor estuvo anoche en la ciudad, y tiró un
plástico
en un cine y ahora se vuelve a casa.

—Dios santo —dijo la chica, con una carcajada—. ¿Por qué no pensamos
nosotros
en las bicicletas?

Con estruendo de ladrillos que caen retumbó cerca una ráfaga de ametralladora. Debajo, en la orilla del río, por gracia de Dios, se alineaba una hilera de manchas de leopardo vacías. Las manchas de leopardo son pozos de tirador de poca profundidad excavadas en el barro. Jerry las había localizado ya. Cogió a la chica y la echó a tierra. Keller ya estaba tumbado. Tendido junto a ella, Jerry sintió una profunda indiferencia. Mejor una o dos balas allí que lo de Frost. Los proyectiles alzaban cortinas de barro y saltaban aullando en el camino. Quedaron allí tumbados, esperando que el fuego cesase. La chica miraba muy entusiasmada a la otra orilla, sonriendo. Tenía los ojos azules y era rubia y aria. Tras ellos, al borde del camino, cayó una bomba de mortero y Jerry hubo de echarla al suelo, por segunda vez. La explosión barrió sobre ellos y cuando pasó, cayeron plumas de tierra como en sacrificio propiciatorio. Pero ella se levantó con la misma sonrisa. Cuando el Pentágono piensa en civilización, pensó Jerry, piensa en ti. En el fuerte, se había recrudecido de pronto el combate. Habían desaparecido los camiones y se había formado una densa nube, los fogonazos y el estruendo de los morteros no cesaban, el fuego ligero de ametralladora lanzaba retos y se les respondía con rapidez creciente. La cara picada de viruelas de Keller salió blanca como la muerte por el borde del pozo de tirador.

—Los khmers rojos los tienen bien cogidos —gritó—. Están en la otra orilla, allí delante, y ahora aparecen por el otro flanco. ¡Deberíamos haber seguido la otra ruta!

Dios mío, pensó Jerry, al volver a él los demás recuerdos. Keller y yo, se dijo, luchamos en una ocasión también por una chica. Intentó acordarse de quién era la chica y quién había ganado.

Esperaron, cesó el fuego. Volvieron al coche y retrocedieron hasta la encrucijada a tiempo de encontrarse con la columna en retirada. A los lados del camino había muchos muertos y heridos, y entre ellos mujeres acuclilladas, abanicando con ramas de palma los inmóviles rostros. Salieron otra vez del coche. Los refugiados tiraban de búfalos y carretillas y unos de otros, chillando a sus cerdos y a sus niños. Una vieja lanzó un grito al ver que la enfocaba la chica con su cámara, creyendo que era un arma. Había sonidos que Jerry no podía situar, como el ring ring de los timbres de las bicis, y algunos gemidos y sonidos que sí podía situar, como el húmedo llanto de los moribundos y el estruendo del fuego de mortero, cada vez más próximo. Keller corrió junto a un camión, intentando dar con un oficial que hablase inglés. Jerry corrió a su lado, gritando las mismas preguntas en francés.

—Al carajo —dijo Keller, aburrido de pronto—. Volvamos a casa.

Luego, en su versión de inglés señoril:

—Esta
gente,
este
ruido.

Volvieron al Mercedes.

Siguieron con la columna un rato; los camiones les echaban del camino y los refugiados golpeaban cortésmente en los cristales de las ventanillas para que les llevaran. Jerry en una ocasión creyó ver a Ansiademuerte el Huno en el asiento de atrás de una moto del ejército. En la bifurcación siguiente, Keller ordenó al chófer girar a la izquierda.

—Más íntimo —dijo, y volvió a ponerle la mano buena en la rodilla a la chica. Pero Jerry pensaba en Frost en el depósito de cadáveres, en la blancura de sus desencajadas mandíbulas.

—Mi buena madre
siempre
me lo decía —proclamó Keller, con acento rústico—. Hijo, nunca salgas de la selva por el mismo camino que entraste. ¿Pequeña?

—¿Sí?

—Pequeña, acabas de perder el virgo. Mis humildes felicitaciones —y metió la mano un poco más arriba.

A su alrededor, surgió, por todas partes, el estruendo del agua cayendo como si hubiesen estallado muchas cañerías. Cayó un torrente súbito de agua. Pasaron un poblado lleno de gallinas que corrían aturdidas. Había un sillón de barbero vacío allí en medio, bajo la lluvia. Jerry se volvió a Keller.

—Oye, lo de la economía de guerra —dijo, retomando el hilo, mientras los dos se apaciguaban otra vez—; lo de las fuerzas del mercado y demás. ¿Recuerdas la historia?

—Podría hacerse ese reportaje, sí —dijo animoso Keller—. Ya se ha hecho unas cuantas veces. Pero sigue mereciendo la pena hacerlo.

—¿Cuáles son las principales compañías? Keller nombró unas cuantas.

—¿Indocharter?

—Indocharter es una —dijo Keller.

Jerry lanzó un tiro largo.

—Hay un payaso, un tal Charlie Mariscal, que vuela para ellos. Es medio chino. Me dijeron que hablaría. ¿Le conoces?

—Ca.

Se dio cuenta que no podía ir más lejos.

—¿Qué aparatos usan, en general?

—Lo que consiguen. Dececuatros, lo que sea. No basta con uno, claro. Necesitas dos por lo menos, uno para volar y el otro para repuestos. Es más barato dejar un aparato en tierra e ir despiezándolo que sobornar a los aduaneros para que te den las piezas de repuesto.

—¿Y los beneficios?

—Impublicables.

—¿Corre mucho opio?

—Hay una refinería completa en el Bassac, nada menos. Es como en tiempos de la Prohibición. Puedo prepararte un viaje allí, si andas detrás de eso.

La chica miraba por la ventanilla, contemplaba la lluvia.

—Ya no veo niños, Max —dijo—. Dijiste que había que tener cuidado cuando no hay niños, ¿no? Bueno, pues llevo un rato mirando y han desaparecido.

El chófer paró.

—Está lloviendo —siguió la chica— y a mí me dijeron que a los niños asiáticos les gusta salir a jugar cuando llueve. Así que, dime, ¿dónde están los niños?

Pero Jerry no atendía a la chica. Agachándose y mirando por el parabrisas, todo al mismo tiempo, vio lo que el chófer había visto, y sintió que se le secaba la garganta.

—Tú eres el jefe, amigo —le dijo muy quedo a Keller—. Es tu coche, tu guerra y tu chica.

Jerry vio angustiado por el espejo que en el rostro de piedra pómez de Keller luchaban la realidad y la incapacidad.

—Hay que seguir hacia ellos despacio —dijo Jerry, cuando ya no pudo esperar más—.
Lentement.


Eso es —dijo Keller—. Que haga eso.

A unos cincuenta metros por delante de ellos, envuelto por la lluvia torrencial, había un camión gris atravesado que bloqueaba el camino. Y por el espejo retrovisor, se vio aparecer un segundo camión por detrás, cortándoles la retirada.

—Será mejor que enseñemos las manos —dijo Keller en áspero susurro.

Con su mano buena, bajó el cristal de la ventanilla. La chica y Jerry hicieron lo mismo. Jerry limpió de vaho el parabrisas y puso las manos sobre la guantera. El conductor conducía cogiendo el volante por la parte de arriba.

—No hay que sonreírles ni que hablarles —ordenó Jerry.

—¡Dios santo! —dijo Keller—. ¡Dios santo!

Todos los periodistas de Asia, pensó Jerry, tenían su historia favorita sobre lo que te hacían los khmers rojos y casi todas eran ciertas. Hasta Frost se habría sentido agradecido en aquel momento de su final comparativamente apacible. Jerry conocía periodistas que llevaban veneno, que llevaban hasta un arma oculta, para salvarse precisamente de aquel momento. Si te cogían, sólo podías escapar la primera noche, recordó. Antes de que te quitasen los zapatos y la salud y Dios sabe qué otras partes de ti. Tu única oportunidad, según el folklore, era la primera noche. Se preguntó si debería explicárselo a la chica, pero no quiso herir los sentimientos de Keller. Seguían avanzando en primera, el motor gimiendo. La lluvia caía a chorros sobre el coche, atronaba en la capota, repiqueteaba en el capó, entraba por las ventanillas abiertas. Si nos atascamos estamos perdidos, pensó. El camión que estaba atravesado delante aún no se había movido y no había hasta él más de quince metros. Era un monstruo resplandeciente bajo el chaparrón. Desde la oscuridad de la cabina les observaban flacos rostros. En el último minuto, el camión dio marcha atrás y se metió en el follaje, dejando espacio suficiente para que pasaran. El Mercedes se inclinó. Jerry hubo de agarrarse a la puerta para no caer encima del chófer. Dos ruedas de un lado patinaron, gimieron, se balanceó el capó y estuvieron a punto de chocar con la defensa del camión.

—No tiene matrícula —murmuró Keller—. Dios santo.

—No corra —le dijo Jerry al chófer—.
Toujours lentement.
No encienda los faros.

Jerry seguía mirando por el espejo.

—¿Y ésos eran los pijamas negros? —dijo la chica muy emocionada—. ¿Ni siquiera me habéis dejado que les haga una foto?

Nadie contestó.

—¿Qué querían? ¿A quién querían tender una emboscada? —insistió.

—A otros —dijo Jerry—. A nosotros no.

—A algún vagabundo que viene siguiéndonos —dijo Keller—. Qué más da…

—¿Y no deberíamos avisar a alguien?

—No disponemos de teléfono —dijo Keller.

Oyeron disparos detrás, pero siguieron su camino.

—Esta lluvia de mierda —masculló Keller, medio para sí—. ¿Por qué coño se pone a llover tan de repente?

La lluvia había cesado casi del todo.

—Por amor de Dios, Max —protestó la chica—, dime, si nos tenían tan atrapados, ¿por qué no nos liquidaron?

Antes de que Keller pudiera contestarle, lo hizo por él el chófer en francés, con suavidad y cortesía, aunque sólo Jerry le entendió.

—Cuando quieran venir, vendrán —dijo, sonriéndole a la chica por el espejo—. Cuando llegue el mal tiempo. Cuando los norteamericanos añadan otros cinco metros de hormigón al tejado de su Embajada y los soldados estén acuclillados bajo los capotes debajo de los árboles y los periodistas bebiendo whisky y los generales en la
fumerie,
los khmers rojos saldrán de la selva y nos cortarán el cuello a todos.

—¿Qué dijo? —preguntó Keller—. Traduce, Westerby.

—Sí. ¿qué
fue
lo que dijo? —dijo la chica—. Parecía algo muy bueno, como una proposición, o algo así.

—No pude cubrirme a tiempo —bromeó Jerry—. Disparó demasiado rápido.

Se echaron todos a reír, demasiado ruidosamente, el chófer también.

Y Jerry cayó en la cuenta de que en medio de todo aquello sólo había pensado en Lizzie. Sin olvidar por ello el peligro… más bien al contrario. Como la nueva y gloriosa claridad que ahora les envolvía, Lizzie era el premio de la supervivencia.

En Fnom Penh doraba alegre la piscina el mismo sol. En la ciudad, no había llovido, pero un fatídico cohete había matado a ocho o nueve niñas junto a la escuela femenina. El corresponsal sureño acababa de volver de contarlas.

—¿Qué tal se portó Maxie en el jaleo? —le preguntó a Jerry cuando se encontraron en el vestíbulo—. Parece que tiene un poco flojos los nervios últimamente.

—Quita esa cara de mi vista —le dijo Jerry—. Si no, voy a tener que partírtela.

El sureño se fue, sin dejar de sonreír.

—Podríamos vernos mañana —le dijo la chica a Jerry—. Mañana tengo todo el día libre.

Keller subía tras ella lentamente las escaleras, una figura encorvada, la camisa con una sola manga remangada, apoyándose en la barandilla.

—Podríamos vemos de noche incluso, si tú quieres —dijo Lorraine.

Jerry estuvo un rato sentado en la habitación escribiéndole postales a Cat. Luego fue a la oficina de Max. Tenía que hacerle algunas preguntas más sobre Charlie Mariscal. Además, tenía la impresión de que el buen Max agradecería su compañía. Después de cumplir con su deber, cogió un ciclomotor y se acercó otra vez a la casa de Charlie Mariscal, pero aunque aporreó la puerta y gritó, sólo pudo ver las mismas piernas morenas desnudas e inmóviles al fondo de las escaleras, esta vez a la luz de una vela. Pero la página que había arrancado de su agenda había desaparecido. Volvió a la ciudad y, como le quedaba una hora en blanco, se sentó en la terraza de un café, en una de las cien sillas vacías, y bebió un pernaud largo, recordando otros tiempos en que las chicas de la ciudad pasaban por allí delante en sus carritos de mimbre, murmurando tópicos amorosos en melodioso francés. Aquella noche, la oscuridad sólo se estremecía por algo tan poco amoroso como el esporádico estruendo de la artillería, mientras la ciudad se agachaba esperando el golpe.

Pero lo que mayor temor causaba no eran las bombas, sino el silencio. Como la propia jungla, aquel silencio, y no la artillería, era el elemento natural de aquel enemigo cada vez más próximo.

Cuando un diplomático quiere hablar, en lo primero que piensa es en comidas, y en los círculos diplomáticos se cenaba pronto por el toque de queda. No era que los diplomáticos estuvieran sometidos a tales horrores, pero todos los diplomáticos del mundo caen en la encantadora presunción de suponer que constituyen un ejemplo… para quién o de qué es algo que ni el propio diablo debe saberlo.

La casa del Consejero estaba situada en una zona llana y frondosa próxima al palacio de Lon Nol. Cuando Jerry llegó, había en la entrada un coche oficial grande descargando a sus ocupantes, vigilado por un jeep lleno de milicianos. O realeza o religión, pensó Jerry mientras salía; pero no eran más que un diplomático norteamericano y su mujer que llegaban para el banquete.

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