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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (68 page)

BOOK: El honorable colegial
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—Yo le pregunté, Voltaire, muy en serio: «Señor Tiu, me parece que ha descubierto usted la luna. Jamás supe que hubiese un país asiático con un vecino amigo.» A Tiu le hizo mucha gracia el chiste. Lógicamente, le pareció una aportación ingeniosa —dijo Ricardo muy serio, en uno de sus arranques de inglés de escuela de comercio.

Pero antes de consumar su provechoso y legítimo trato, explicó Tiu, en palabras de Ricardo, sus socios se enfrentaban con el problema de tener que pagar a determinados funcionarios y a otras partes interesadas dentro de aquel país amigo, que tenían que eliminar ciertos obstáculos burocráticos molestos.

«¿Y por qué era eso un problema?», había preguntado Ricardo, con bastante lógica.

Supongamos, dijo Tiu, que el país fuese Birmania. Es un suponer. En la Birmania actual no se permitía enriquecerse a los funcionarios, y éstos no podían ingresar directamente el dinero en un banco. Debido a ello, había que encontrar otros medios de pago.

Ricardo propuso pagar con oro. Tiu, dijo Ricardo, lo lamentaba mucho, pero en el país al que él se refería resultaba difícil negociar incluso el oro. La moneda elegida en este caso había de ser, por tanto, opio; dijo: cuatrocientos kilos. La distancia no era grande. En un día, podía ir y volver; el precio eran cinco mil dólares, y los demás detalles se le comunicarían antes de despegar, para evitar «un desgaste innecesario de la memoria», como dijo Ricardo, en otro de los extraños floreos lingüísticos que debían haber sido, sin duda, parte esencial de la educación de Lizzie. Cuando Ricardo volviese de lo que Tiu estaba seguro que sería un vuelo cómodo e instructivo, tendría a su disposición cinco mil dólares norteamericanos en billetes de un valor adecuado… siempre, claro está, que Ricardo presentase, del modo que se juzgase conveniente, una confirmación de que el cargamento había llegado a su destino. Un recibo, por ejemplo.

Mientras describía su propio juego de piernas, Ricardo mostró una gran astucia en sus tratos con Tiu. Le dijo que se pensaría la oferta. Habló de otros compromisos urgentes y de su propósito de formar unas líneas aéreas propias. Luego, se puso a trabajar para descubrir quién demonios era Tiu. Y descubrió en seguida que, después de la entrevista, Tiu no había vuelto a Bangkok sino a Hong Kong en un vuelo directo. Hizo que Lizzie sonsacara a los chiu—chows de Indocharter, y a uno de ellos se le escapó que Tiu era un pez gordo de China Airsea, porque cuando estaba en Bangkok paraba en la
suite
que tenía China Airsea en el Hotel Erawan. Cuando Tiu volvió a Vientiane para saber la respuesta de Ricardo, éste ya sabía mucho más de él… sabía incluso, aunque sirvió de poco, que Tiu era el brazo derecho de Drake Ko.

Cinco mil dólares norteamericanos por un viaje de un día, le dijo a Tiu en esta segunda entrevista, era o muy poco o demasiado. Si el trabajo era tan fácil como decía Tiu, era demasiado. Si era la locura que Ricardo sospechaba, muy poco. Ricardo propuso un acuerdo distinto: «Un compromiso mercantil», dijo. Explicó (con una frase que sin duda debía utilizar a menudo) que estaba pasando por «un problema temporal de liquidez». En otras palabras (interpretación de Jerry), estaba sin un céntimo, como siempre, y los acreedores le andaban persiguiendo. Lo que necesitaba de inmediato era un ingreso regular, y el mejor modo de obtenerlo era que Tiu consiguiese que le contrataran en Indocharter como asesor piloto durante un año, con un sueldo de veinticinco mil dólares norteamericanos.

A Tiu no pareció sorprenderle demasiado la idea, dijo Ricardo. Allá arriba en la casa, sobre los pilares, la habitación iba llenándose de quietud y calma.

En segundo lugar, en vez de pagarle cinco mil dólares al entregar la mercancía, quería que le pagasen un adelanto de veinte mil dólares norteamericanos inmediatamente para liquidar sus compromisos más urgentes. Diez mil se considerarían ganados en cuanto hubiese entregado el opio y los otros diez mil serían descontables «en origen» (otro
nom de guerre
de Ricardo) de su sueldo en Indocharter durante los meses restantes de su contrato. Si Tiu y sus socios no podían aceptar esto, explicó Ricardo, desgraciadamente tendría que abandonar la ciudad antes de poder hacer la entrega del opio.

Tiu aceptó las condiciones al día siguiente, con ciertas variantes. En vez de adelantarle los veinte mil dólares, él y sus socios proponían la compra de las deudas de Ricardo directamente a sus acreedores. De este modo, explicó, se sentirían mucho más cómodos. Aquel mismo día se «santificó» (las convicciones religiosas de Ricardo se hacían patentes a cada paso) el acuerdo, mediante un contrato impresionante, redactado en inglés y firmado por ambas partes. Ricardo (grabó silenciosamente Jerry) acababa de vender su alma.

—¿Y qué pensaba Lizzie del trato? —preguntó.

Ricardo encogió sus relumbrantes hombros.

—Mujeres —dijo.

—Claro —dijo Jerry, devolviéndole su sonrisa sabedora.

Asegurado así el futuro de Ricardo, éste reanudó, según sus propias palabras, «un estilo de vida profesional adecuado». Reclamaba por entonces su atención el proyecto de crear una federación de fútbol para toda Asia, así como una chica de catorce años de Bangkok llamada Rosie, a la que, respaldado por su sueldo de Indocharter, visitaba periódicamente con el propósito de educarla para el gran teatro del mundo. De vez en cuando, pero no muy a menudo, hacía algún vuelo para Indocharter, aunque sin agobios.

—Chiang Mai un par de veces. Saigón. Dos veces a los Shans a visitar al padre de Charlie Mariscal, coger un poco de mierda
[4]
, llevarle rifles nuevos, arroz, oro. A Battambang, también.

—¿Y dónde estaba Lizzie entretanto? —preguntó Jerry en el mismo tono directo de antes, de hombre a hombre.

El mismo gesto despectivo.

—Pues en Vientiane. Haciendo punto. Puteando un poco en el Constellation. Es una mujer muy vieja ya, Voltaire. Yo necesito juventud. Optimismo. Energía. Gente que me respete. Yo, por mi carácter, tengo que dar. ¿Qué puedo darle a una mujer vieja?

—¿Hasta? —preguntó Jerry.

—¿Eh?

—¿Que cuando se acabaron los besos?

Ricardo interpretó mal la pregunta, y de pronto parecía muy peligroso; bajó la voz en una sorda advertencia.

—¿Qué coño quieres decir?

Jerry le suavizó con la más cordial de las sonrisas.

—¿Cuánto tiempo estuviste cobrando y paseando sin que Tiu te pidiese que cumplieras el contrato?

Seis semanas, dijo Ricardo, recuperando la compostura. Ocho, quizás. El viaje se programó dos veces y luego se canceló. En una ocasión, al parecer, le mandaron a Chiang Mai y allí estuvo un par de días hasta que Tiu llamó para decir que la gente del otro lado no estaba preparada. Progresivamente, Ricardo iba teniendo la sensación de que estaba metido en algo muy serio, dijo, pero la historia, insinuó, siempre le adjudicaba los grandes papeles de la vida y al fin se había librado de los acreedores.

Sin embargo, interrumpió de pronto su narración y examinó una vez más atentamente a Jerry, rascándose la barba. Suspiró al fin y, tras servir un whisky para cada uno, empujó el vaso en la mesa hacia Jerry. Debajo de ellos, aquel día perfecto se preparaba para su lenta muerte. Los verdes árboles parecían más frondosos y sólidos. El humo del fuego donde cocinaban las chicas tenía un olor pegajoso.

—¿A dónde vas a ir cuando salgas de aquí, Voltaire?

—A casa —dijo Jerry.

Ricardo soltó una nueva carcajada.

—Tú te quedas aquí a pasar la noche. Ya te mandaré una de mis chicas.

—Yo haré lo que me parezca, amigo —dijo Jerry.

Los dos hombres se estudiaron, como animales en lucha, y durante un instante, la chispa del combate estuvo a punto de saltar.

—Eres un loco, Voltaire —murmuró Ricardo.

Pero prevaleció el hombre de Sarratt.

—Luego, un día hubo viaje, ¿verdad? —dijo Jerry—. Nadie lo canceló. ¿Qué pasó entonces? Vamos, hombre, cuenta la historia.

—Sí —dijo Ricardo—. Claro que sí, Voltaire —y bebió, sin dejar de mirarle—. Bueno… escucha, te contaré lo que pasó, Voltaire.

Y luego te mataré, decían sus ojos.

Ricardo estaba en Bangkok. Rosie estaba poniéndose muy exigente. Tiu había insistido en que Ricardo estuviese siempre donde se le pudiera localizar y una mañana temprano, sobre las cinco, a su nido de amor llegó un mensajero que le citó inmediatamente en el Erawan. A Ricardo le impresionó muchísimo la
suite.
Le habría gustado para él.

—¿Has estado alguna vez en Versalles, Voltaire? La mesa era tan grande como un B52. Tiu era un individuo muy distinto al
coolie
que olía a gato de Vientiane, comprendes. Tiu es una persona muy influyente. «Ricardo —me dice—, esta vez es seguro. Esta vez entregamos.»

Las instrucciones eran muy simples. En cuestión de unas horas, había un vuelo comercial a Chiang Mai. Ricardo debía cogerlo. Ya tenía habitación reservada en el Hotel Rincome. Debía pasar la noche allí. Solo. Nada de beber ni de mujeres ni de relaciones sociales.

—«Será mejor que lleve cosas para leer, señor Ricardo», me dice. «Señor Tiu —le digo yo—. Usted dígame adonde tengo que volar, pero no me diga dónde tengo que leer. ¿Entendido?» El tipo estaba muy engreído detrás de aquella mesa tan grande, ¿comprendes, Voltaire? Yo estaba obligado a enseñarle educación.

A la mañana siguiente, alguien iría a buscar a Ricardo a las seis al hotel, presentándose como amigo del señor Johnny. Ricardo debía acompañarle.

Las cosas salieron según lo planeado. Ricardo voló a Chiang Mai, pasó una noche abstemia en el Rincome y a las seis en punto de la madrugada fueron a buscarle dos chinos, no uno, y le condujeron en dirección norte varias horas hasta que llegaron a una aldea haka. Allí dejaron el coche y caminaron media hora hasta llegar a un campo vacío con una cabaña en un extremo. En ella había «un pequeño Beechcraft precioso», nuevo flamante, y dentro estaba Tiu con un montón de mapas y documentos, en el asiento contiguo al del piloto. Los asientos de atrás habían sido eliminados para dejar espacio donde colocar los sacos de arpillera. Había además dos trituradores chinos de vigilancia y, por lo que indicó, a Ricardo no le gustó gran cosa el ambiente que imperaba allí.

—Primero tuve que vaciar los bolsillos. Mis bolsillos son algo muy personal para mí, Voltaire. Son como el bolso de una dama. Recuerdos. Cartas. Fotografías. Mi virgen. Me lo retienen todo. El pasaporte, la licencia de vuelo, el dinero… hasta los brazaletes —dijo, y alzó los brazos morenos, de modo que los eslabones de oro tintinearon.

Tras esto, dijo, con un agrio ceño, aún tuvo que firmar más documentos. Tuvo que firmar un poder, cediendo los pocos fragmentos de vida que le quedaban después de su contrato con Indocharter. Tuvo que hacer varias concesiones de «tareas anteriores técnicamente ilegales», varias de ellas (afirmó Ricardo muy irritado) realizadas al servicio de Indocharter. Uno de los trituradores chinos resultó ser incluso abogado. A Ricardo esto le pareció especialmente impropio.

Sólo entonces desveló Tiu los mapas y las instrucciones, que Ricardo pasó a describir en una mezcla de su propio estilo y del de Tiu:

—«Va usted hacia el norte, señor Ricardo, sin desviarse. Puede atajar por Laos, puede seguir los Shans, a mí me da igual. El que tiene que volar es usted, no yo. Setenta y cinco kilómetros en el interior de la China roja, debe usted coger el Mekong y seguirlo. Luego sigue hacia el norte hasta encontrar un pueblecito montañés que se llama Tienpao, situado en un afluente de ese famoso río. Entonces debe seguir hacia el este treinta kilómetros y encontrará una pista de aterrizaje una bengala blanca, una verde, hágame un favor: aterrice allí. Habrá un hombre esperándole. Habla muy mal inglés, pero lo habla. Aquí tiene medio billete de dólar. Ese hombre tendrá la otra mitad. Usted descarga el opio. Ese hombre le dará un paquete y ciertas instrucciones determinadas. El paquete es su recibo, señor Ricardo. Tráigalo de vuelta y obedezca exactamente todas las instrucciones, sobre todo en lo que se refiere a su lugar de aterrizaje. ¿Me entiende usted bien, señor Ricardo?»

—¿Qué clase de paquete? —preguntó Jerry.

—No me lo dice y a mí me da igual. «Haga usted eso —me dice—, y no abra la boca, señor Ricardo, y mis socios velarán por usted toda la vida como si fuera un hijo. Cuidarán de sus hijos, de sus chicas, de su chica de Bali. Le estarán agradecidos toda la vida. Pero si les engaña, o si anda dándole por ahí a la lengua, le matarán, no le quepa duda, señor Ricardo. Créame. Quizás no mañana, ni pasado mañana, pero no le quepa duda de que le matarán. Tenemos un contrato, señor Ricardo. Mis socios cumplen siempre sus contratos. Son gente muy legal.» Yo empecé a sudar, Voltaire. Estaba en magnífica forma, soy un excelente atleta pero sudaba. «No se preocupe usted, señor Tiu —le digo—. Señor Tiu, siempre que quiera introducir opio en la China roja. Ricardo es su hombre.» Estaba muy preocupado. Voltaire, puedes creerme.

Se frotó la nariz como si le hubiera entrado en ella agua de mar y le escociese.

—Escucha esto, Voltaire. Escucha con la mayor atención. Cuando yo era joven y estaba loco, volé dos veces a la provincia de Yunnan para los norteamericanos. Para ser un héroe, uno tiene que hacer algunas locuras. Y si te estrellas, puede que un día te saquen de allí. Pero siempre que vuelo, miro esa piojosa tierra parda y veo a Ricardo en una jaula de madera. Sin mujeres, una comida asquerosa, sin un sitio donde sentarse, sin poder ponerme de pie ni dormir, cadenas en los brazos, sin que se me conceda ningún estatus, ninguna posición. «Ved al sicario y espía imperialista.» Voltaire, esa visión no me gusta. Verme encerrado toda la vida en China por introducir opio… no me entusiasma la idea, no. «¡Muy bien, señor Tiu! ¡Adiós! ¡Esta tarde le veré! Tengo que considerarlo muy en serio.»

La parda niebla del sol poniente llenó de pronto la estancia. En el pecho de Ricardo, pese a su perfecta condición, había brotado el mismo sudor. Yacía en gotas sobre el negro vello y sobre sus brillantes hombros.

—¿Y dónde estaba Lizzie durante todo ese tiempo? —volvió a preguntar Jerry.

La respuesta de Ricardo reflejaba nerviosismo e irritación ya.

—¡En Vientiane! ¡En la luna! ¡En la cama con Charlie! ¡Qué coño me importa a mí!

—¿Estaba enterada del trato con Tiu?

Ricardo frunció el ceño despectivo.

Hora de irse, pensó Jerry. Hora de encender la última mecha y correr. Abajo, Mickey tenía gran éxito con las mujeres de Ricardo. Jerry oía su charla cantarina, quebrada por agudas risas, como las de toda una clase de una escuela femenina.

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