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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (63 page)

BOOK: El honorable colegial
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Y así Charlie transportó el opio de su padre en Indocharter: Uno, dos vuelos por semana, en un principio, pero un trabajo honrado y regular. Y le gustó. Recuperó el temple, se tranquilizó y se sintió verdaderamente agradecido a su padre. Intentó, por supuesto, conseguir que los chiu—chows aceptaran también a Ricardo, pero no quisieron. Al cabo de unos meses, aceptaron pagarle a Lizzie tres pavos por semana por sentarse allí en la oficina y endulzarles la boca a los clientes. Aquellos habían sido los buenos tiempos, venía a decir Charlie. Él y Lizzie ganaban el dinero. Ricardo lo gastaba en negocios absurdos, todos estaban contentos, todos tenían trabajo. Hasta que apareció una noche Tiu como un emisario del destino y lo desbarató todo. Apareció justo cuando cerraban las oficinas de la empresa, y entró directamente de la calle sin cita previa, y preguntó por Charlie Mariscal y dijo ser un miembro de la dirección de la empresa en Bangkok. Los chiu—chows salieron de la oficina de atrás, le echaron un vistazo, certificaron su autenticidad y desaparecieron.

Charlie se interrumpió para llorar en el hombro de Jerry.

—Ahora escúchame con atención, amigo mío —le urgió Jerry—: Escucha. Ésta es la parte que quiero, ¿entiendes? Me explicas esta parte con cuidado y yo te llevo a casa. Prometido.
Por favor.

Pero Jerry no entendía el asunto. No era ya cuestión de hacer hablar a Charlie. La droga de la que Charlie Mariscal dependía ahora era el propio Jerry. No hacía ya falta sujetarle, tampoco. Charlie Mariscal se aferraba al pecho de Jerry como si fuese un salvavidas, el único madero de su mar solitario, y la conversación se había convertido en un desesperado monólogo del que Jerry robaba sus datos mientras Charlie Mariscal se humillaba y suplicaba y aullaba para conseguir la atención de su torturador, haciendo chistes y riéndolos él mismo entre lágrimas. Río abajo, una ametralladora de Lon Nol que aún no había sido vendida a los khmers rojos, disparaba trazadoras hacia la selva a la luz de otro fogonazo. Corrieron por el agua, arriba y abajo, largos relámpagos dorados, que iluminaron la pequeña cueva en que desaparecieron, entre los árboles.

A Jerry le molestaba en la barbilla el pelo de Charlie empapado de sudor, de Charlie que graznaba y babeaba al mismo tiempo.

—El señor Tiu no quiere hablar en ninguna oficina, Voltaire. ¡Oh, no, que va! El señor Tiu no viste demasiado bien, tampoco. Tiu es muy chiu—chow. Utiliza pasaporte tailandés como Drake Ko, usa un nombre falso y procura pasar desapercibido cuando viene a Vientiane. «Capitán Mariscal», me dice, «¿Quería ganarse usted un buen extra en efectivo por un trabajo interesante y divertido fuera de las horas en que trabaja para la empresa, dígame? ¿Le gustaría hacer un vuelo para mí? Me han dicho que es usted un piloto magnífico, muy seguro. ¿Le gustaría ganarse cuatro o cinco mil billetes, por lo menos, por un día de trabajo, ni siquiera completo? ¿Le parece una proposición interesante, capitán Mariscal?» «Señor Tiu», le digo —Charlie grita ahora histéricamente—, «sin perjudicar por ello en modo alguno mi posición negociadora, señor Tiu, yo por cinco mil dólares norteamericanos, sereno como estoy en este momento soy capaz de bajar al infierno por usted y traerle los huevos del propio diablo». El señor Tiu dice entonces que ya volverá otro día y que mantenga la boca cerrada.

De pronto, Charlie pasó sorprendentemente a la voz de su padre y empezó a llamarse araña bastardo e hijo de una puta corsa: y Jerry fue dándose cuenta, poco a poco, de que estaba describiendo el episodio siguiente de la historia.

Y, sorprendentemente, resultó que Charlie había guardado para sí el secreto de la oferta de Tiu hasta la vez siguiente que vio a su padre, que fue en Tiang Mai, en la fiesta china de Año Nuevo. No se lo había dicho a Ric, no se lo había contado a Lizzie siquiera, quizás porque por entonces ya no se llevaban demasiado bien, y Ric tenía muchas mujeres además de ella.

El consejo del general no fue alentador.

—«¡Apártate de ese caballo! Ese Tiu tiene contactos a muy alto nivel, y son todos demasiado especiales para una arañita bastarda como tú, ¿me oyes? Dios del cielo, ¿dónde se ha visto que un swatownés le dé cinco mil dólares a un piojoso mestizo
kwailo
para que se ilustre viajando?

—Así que tú le pasaste el asunto a Ric, ¿no? —dijo rápidamente Jerry—. ¿Verdad, Charlie? Tú le dijiste a Tiu: «Lo siento, pero prueba con Ricardo.» ¿Fue así como pasó?

Pero Charlie Mariscal se había quedado como muerto. Había caído como un saco del pecho de Jerry y estaba tendido en el barro con los ojos cerrados y sólo jadeos esporádicos (unas inspiraciones roncas y ávidas) y el latir desacompasado de su pulso en la muñeca que le sujetaba Jerry, testificaban que había vida dentro de aquel organismo.

—Voltaire —murmuró Charlie—. Sobre la Biblia, Voltaire. Tú eres un buen hombre, llévame a casa. Llévame a casa, Voltaire, por Dios.

Jerry contempló sobrecogido aquel cuerpo postrado y desmadejado y se dio cuenta de que tenía que hacer una pregunta más, aunque fuese la última de la vida de ambos. Se agachó, levantó a Charlie por última vez. Y debatiéndose allí, durante una hora, en la carretera, a oscuras, sujeto por Jerry, mientras más andanadas sin objetivo taladraban la oscuridad, Charlie Mariscal gritó y suplicó y juró que amaría siempre a Jerry si no le obligaba a revelar el acuerdo que había hecho su amigo Ricardo para seguir vivo. Pero Jerry explicó que si no lo hacía el misterio no se desvelaría ni siquiera a medias. Y quizás Charlie Mariscal comprendiese, en su ruina y en su desesperación, mientras contaba entre sollozos los secretos prohibidos, el razonamiento de Jerry: en una ciudad a punto de ser devuelta a la selva, no había destrucción a menos que fuese completa.

Jerry transportó lo mejor que pudo a Charlie Mariscal carretera abajo, volvió con él a la villa y subió, con él las escaleras; le recibieron afablemente los mismos rostros silenciosos. Debería haberle sacado más, pensó. Debería haberle contado más también: no establecí el tráfico en ambas direcciones, tal como me ordenaron. Me entretuve demasiado en el asunto de Lizzie y de Sam Collins. Lo hice al revés, desbaraté la lista de compras, lo estropeé todo, como Lizzie. Intentó lamentarlo, pero no podía, y las cosas que mejor recordaba eran las que no figuraban en la lista, y eran las mismas que se alzaban en su pensamiento como monumentos mientras mecanografiaba su mensaje al buen George.

Lo hacía con la puerta cerrada y la pistola en el cinturón. No había rastro de Luke, así que Jerry supuso que se había ido a un prostíbulo en su murria beoda. Fue un mensaje largo, el más largo de su carrera: «Enteraos de todo esto por si no volvéis a tener noticias mías.» Informó de su contacto con el consejero, comunicó su siguiente escala y dio la dirección de Ricardo, e hizo una descripción de Charlie Mariscal y del hogar de los tres de la choza de pulgas, pero sólo en los términos más protocolarios, y dejó completamente al margen el dato recién descubierto del papel que había jugado el detestable Sam Collins. Después de todo, si ellos ya lo sabían, ¿qué objeto tenía decírselo? Dejó fuera los nombres de lugares y los nombres propios e hizo para ellos una clave independiente. Luego le llevó una hora pasar los mensajes a un código de primera base que no engañaría a un criptógrafo más de cinco minutos, pero que superaba los conocimientos de los mortales ordinarios y de mortales como su anfitrión el Consejero británico. Terminaba recordándoles a los caseros que debían comprobar si Blatt and Rodney habían hecho la última entrega de dinero a Cat. Quemó luego los textos
en clair y
enrolló las versiones codificadas en un periódico; luego se tumbó sobre el periódico y dormitó, con la pistola al lado. A las seis, se afeitó, trasladó los mensajes a un libro de bolsillo que se sentía capaz de llevar en la mano, y salió a dar un paseo matutino. El coche del Consejero estaba aparcado, ostentosamente en la
place.
El Consejero mismo estaba también ostentosamente aparcado en la terraza de un lindo bar, luciendo un sombrero de paja Riviera que recordaba a Craw, y deleitándose con un
croissant
caliente y
café au lait.
Al ver a Jerry, le dirigió un ceremonioso saludo. Jerry se acercó a él.

—Buenos días —le dijo.

—¡Ah, lo ha conseguido! ¡Que bien! —exclamó el Consejero, levantándose de un salto—. ¡No se imagina las ganas que tenía de leerlo desde que salió!

Al separarse del mensaje, consciente sólo de sus omisiones, Jerry tenía una sensación de fin de curso. Podía volver, o no, pero las cosas jamás volverían a ser exactamente igual.

Las circunstancias exactas de la salida de Jerry de Fnom Penh son importantes por lo de Luke, lo de después.

Durante la primera parte de lo que quedaba de mañana, Jerry prosiguió su obsesiva búsqueda de cobertura, que quizás fuera el antídoto natural a su creciente sensación de desnudez. Acudió diligente a buscar noticias de refugiados y huérfanos que envió a través de Keller al mediodía, junto con un reportaje ambiental muy decente sobre su visita a Battambang, que, aunque nunca fue utilizado, ocupa al menos un lugar en su dosier. Por entonces, había dos campos de refugiados, florecientes los dos. Uno en un enorme hotel del Bassac, el sueño personal e inconcluso de paraíso de Sijanuk. Otro en los campos de maniobras próximos al aeropuerto, dos o tres familias embutidas en cada barracón. Los visitó ambos y eran lo mismo: jóvenes héroes australianos luchando con lo imposible, sólo agua sucia, una entrega de arroz dos veces por semana y los niños gorjeando tras él, mientras seguía al intérprete camboyano arriba y abajo, acosando a todo el mundo con preguntas, procurando hacerse ver y buscando ese algo extra que enterneciese el corazón de Stubbsie.

En una agencia de viajes encargó ostentosamente un pasaje para Bangkok en una insulsa tentativa de borrar sus huellas. De camino hacia el aeropuerto, tuvo una súbita sensación de
déjà vu.
La última vez que estuve aquí hice esquí acuático, pensó. Los comerciantes ojirredondos tenían casas flotantes ancladas a lo largo del Mekong. Y, por un instante, se vio a sí mismo (y vio la ciudad) en los tiempos en que la guerra camboyana aún tenía una cierta inocencia espectral: el valeroso agente Westerby, arriesgándose al monopatín por vez primera, saltando juvenilmente sobre el agua parda del Mekong, arrastrado por un jovial holandés en una lancha rápida que consumía gasolina suficiente para alimentar una semana a una familia entera. El mayor peligro era la ola de medio metro, recordó; que bajaba río abajo cada vez que los guardias del puente soltaban una carga de profundidad para impedir que los buceadores khmers lo volasen. Pero ahora el río era suyo, y también la selva. Y mañana o pasado mañana lo sería también la ciudad.

En el aeropuerto, tiró la pistola a una papelera y en el último minuto consiguió, con sobornos, subir a un avión que iba a Saigón, su destino. Al despegar, se preguntó quién tendría mejores perspectivas de supervivencia, si la ciudad o él.

Luke, por otra parte, probablemente con la llave del piso de Jerry de Hong Kong en el bolsillo (o, más concretamente, el piso de Ansiademuerte el Huno) voló a Bangkok, y quiso el azar que lo hiciese involuntariamente con el nombre de Jerry, que estaba incluido en la lista de embarque, mientras que Luke no, y los demás asientos estaban ocupados. En Bangkok, asistió a una precipitada conferencia en la oficina, en la que se distribuyó al personal de la revista en los diversos sectores del disperso frente vietnamita. A Luke le tocaron Hue y Da Nang, y salió para Saigón, en consecuencia, al día siguiente y luego hacia el norte, tomando el avión del medio día.

En contra de lo que afirmaron rumores posteriores, los dos hombres no se vieron en Saigón.

Ni se encontraron tampoco durante la retirada del ejército en el norte.

La última vez que Jerry y Luke se vieron, en un sentido verdaderamente recíproco, fue aquella última noche de Fnom Penh en que Jerry se había sacado a Luke de encima sin contemplaciones y Luke se había enfurruñado; es un hecho cierto, artículo que posteriormente sería muy difícil conseguir.

17
Ricardo

En ninguna de las etapas del caso mantuvo George Smiley el tipo con tal tenacidad como en ésta. Los nervios estaban muy tensos en el Circus, a punto de estallar. La endemoniada inercia y los arrebatos de frenesí contra los que habitualmente advertía Sarratt, se convirtieron en una y la misma cosa. Cada día que pasaba sin recibir noticias concretas de Hong Kong era un día más de desastre. El largo mensaje de Jerry se analizó al microscopio y se consideró ambiguo, neurótico incluso. ¿Por qué no había presionado más a Mariscal? ¿Por qué no había esgrimido de nuevo el espectro ruso? Debería haberle dicho a Charlie lo de la veta de oro, debería haber continuado el asunto donde lo había dejado con Tiu. ¿Había olvidado acaso que su tarea principal era sembrar la alarma y sólo secundariamente obtener información? En cuanto a su obsesión con aquella condenada hija suya… ¿es que no
sabía
lo que costaban los mensajes, Dios santo? (Parecían olvidar que eran los primos quienes pagaban la factura.) ¿Y qué era todo aquello de que no quería saber nada más de los funcionarios de la Embajada británica que sustituían al inexistente residente del Circus? De acuerdo, había habido un retraso en la línea de comunicación al transmitir el mensaje de los primos. De todos modos, Jerry había conseguido localizar a Charlie Mariscal, ¿no? No correspondía en absoluto a un agente de campo dictar a Londres lo que había que hacer y lo que no. Los caseros, que habían organizado el asunto, querían que se le censurase por ello.

El Circus recibía una presión exterior aún más feroz. La facción del colonial Wilbraham no había permanecido inactiva, y el Grupo de Dirección, en un sorprendente viraje, decidió que el gobernador de Hong Kong debía estar informado de todos los detalles del caso y en seguida, además. Se habló incluso a alto nivel de llamarle a Londres con cualquier pretexto. Se había desencadenado el pánico porque Ko había sido recibido una vez más en casa del gobernador, esta vez en una de las cenas íntimas de éste a la que asistieron chinos influyentes para exponer sus opiniones de modo confidencial.

Saul Enderby y sus camaradas de la línea dura, por el contrario, tiraban por el lado opuesto: «Al diablo el gobernador. ¡Lo que queremos es asociación plena con los primos inmediatamente!» George debería ir a ver a Martello
hoy,
decía Enderby, y exponer claramente todo el caso e invitarles a hacerse cargo de la última etapa del asunto. Tenía que dejar de jugar al escondite con lo de Nelson, tenía que admitir que no disponía de recursos, debía dejar que los primos calculasen el posible dividendo en información secreta que les correspondía, y si ellos remataban el caso, tanto mejor: que se atribuyesen luego la gloria en la colina del Capitolio, para confusión de sus enemigos. El resultado de este gesto generoso y oportuno, argumentaba Enderby (al producirse en medio del desastre de Vietnam) sería una asociación indisoluble de los servicios secretos para años futuros, punto de vista que Lacon parecía apoyar, pese a su actitud vacilante. Cogido entre dos fuegos, Smiley se vio de pronto encorsetado con una reputación doble. El equipo de Wilbraham le calificaba de anticolonial y pronorteamericano, mientras que los hombres de Enderby le acusaban de ultraconservador en el manejo de la relación especial. Pero era mucho más grave, de cualquier modo, la impresión que tenía Smiley de que, por otros caminos, Martello había recibido información del asunto, y que sería capaz de explotarla. Las fuentes de Molly Meakin, por ejemplo, hablaban de una creciente relación entre Enderby y Martello a nivel personal y no sólo porque todos sus hijos estudiasen en el Lycée de South Kensington. Al parecer, últimamente iban a pescar los fines de semana los dos juntos a Escocia, donde Enderby tenía un poco de agua. Martello ponía el avión, según los rumores, y Enderby suministraba la pesca. Smiley se enteró también por entonces, a su manera fantasmal, de lo que todos los demás sabían desde el principio y suponían que él también sabía. La tercera y última esposa de Enderby era norteamericana. Y rica. Antes de casarse, había sido anfitriona conocida de la buena sociedad de Washington, papel que estaba reproduciendo ahora en Londres con cierto éxito.

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