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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (28 page)

BOOK: El honorable colegial
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—Que alguien haga algo —gruñó Enderby con el tono de un comensal aburrido que se queja del servicio. Que enciendan luces, por Dios.
Malditos
hombrecillos.

Cuando entró Guillam, se oyó un portazo, giró una llave en la cerradura, un ronroneo electrónico recorrió la escala y gimió más allá del umbral auditivo, tres fluorescentes resucitaron tartamudeantes, cubriendo a todos con su enfermiza palidez.

—Hurra —dijo Enderby, y se sentó. Más tarde, Guillam se preguntó cómo había estado tan seguro de que era Enderby el que hablaba en la oscuridad, pero hay voces que se oyen antes de que hablen.

La mesa de conferencias estaba cubierta por un tapete verde deshilachado como la mesa de billar de un club juvenil. El Ministerio de Asuntos Exteriores se acomodó a un extremo, el Ministerio de Colonias al otro. La separación era más visceral que legal. Los dos departamentos habían estado oficialmente casados durante seis años bajo el grandioso toldo del Servicio Diplomático, pero nadie en su sano juicio tomó en serio la unión. Guillam y Smiley se sentaron en el centro, hombro con hombro, frente a ellos quedaban dos asientos vacíos. Al examinar el cuadro de actores, Guillam tomó conciencia, con una meticulosidad absurda, del atuendo. El Ministerio de Asuntos Exteriores había acudido impecablemente vestido con trajes carbón y el plumaje secreto del privilegio: ambos, Enderby y Martindale, llevaban corbatas de ex alumnos de Eton. El atuendo de los colonialistas tenía ese aire de confección casera que tiene el de la gente del campo que va a la ciudad, y lo mejor que podían ofrecer en cuanto a corbatas era una de artillero real: el honrado Wilbraham, su jefe, un individuo con aire de maestro de escuela, enjuto y sano, rosadas venas en las atezadas mejillas. Le apoyaban una tranquila mujer vestida de un tono castaño eclesial, y un muchacho de nueva hornada pelirrojo y pecoso. El resto del comité se sentó frente a Smiley y Guillam que parecían padrinos de un duelo que desaprobaban; habían acudido en parejas para protegerse mutuamente: el sombrío Pretorius del servicio de seguridad con una porteadora sin nombre; dos pálidos guerreros del Ministerio de Defensa; dos banqueros de Hacienda, uno de ellos el galés Hammer. Oliver Lacon estaba solo y se había situado aparte de todos, pues era la persona menos comprometida, en realidad. Frente a cada par de manos descansaba el informe de Smiley en una carpeta rosa y roja en la que se leía «Máximo secreto Retener»; parecía un programa conmemorativo. Lo de «Retener» quería decir no comunicárselo a los primos. Smiley lo había redactado, las madres lo habían mecanografiado, el propio Guillam había visto salir las dieciocho páginas de la copiadora y había supervisado el cosido a mano de los veinticuatro ejemplares. Ahora, su obra artesanal yacía esparcida por aquella gran mesa, entre los vasos de agua y los ceniceros. Enderby alzó un ejemplar unos centímetros de la mesa y luego lo dejó caer con un golpe sonoro.

—¿Lo han leído todos? —preguntó. Todos lo habían leído.

—Entonces, adelante —dijo Enderby y recorrió la mesa con la mirada, con ojos arrogantes e inyectados en sangre—. ¿Quién quiere empezar la partida? ¿Oliver? Tú nos trajiste aquí. Tira tú primero.

A Guillam se le ocurrió de pronto que Martindale, el gran azote del Circus y de su labor, estaba extrañamente alicaído. Miraba sumisamente a Enderby y había en su boca un rictus de desánimo.

Entretanto, Lacon preparaba su defensa.

—Permítanme decir primero que estoy tan sorprendido por esto como el que más —dijo—. Esto es un golpe bajo, George. Lo lógico habría sido disponer de un poco de tiempo para prepararse. He de confesar que a

me resulta un poco incómodo ser el enlace con un servicio que al parecer ha cortado todos sus contactos últimamente.

Wilbraham dijo «eso, eso». Smiley mantuvo un silencio de mandarín. Pretorius, de la competencia, frunció el ceño apoyando aquellas palabras.

—Además llega en un momento embarazoso —añadió engoladamente Lacon—. Me refiero a la tesis, tu tesis en sí es… bueno, grave. Es muy difícil aceptarla. Es muy difícil afrontarla, George.

Tras asegurar así una vía de escape. Lacon hizo la comedia de pretender que quizá no hubiera una bomba debajo de la cama.

—Permitidme que resuma el resumen. ¿Puedo hacerlo? Hablando con franqueza, George. Un destacado ciudadano chino de Hong Kong es sospechoso de actividades de espionaje a favor de los rusos. ¿Ése es el meollo del asunto, no?

—Se sabe que recibe subvenciones rusas muy cuantiosas —le corrigió Smiley, mirándose las manos.

—De un fondo secreto dedicado a financiar agentes de penetración…

—Sí.


¿Solamente
para financiarlos? ¿O tiene otros usos ese fondo?

—Que nosotros sepamos, no ha tenido ningún otro uso —dijo Smiley en el mismo tono lapidario de antes.

—Como por ejemplo… propaganda… fomento extraoficial del comercio… comisiones, ese tipo de cosas… ¿no?

—Que nosotros sepamos, no —repitió Smiley.

—Sí, ¿pero hasta qué punto saben ellos? —dijo Wilbraham desde una posición inferior—. No han sabido gran cosa en el pasado, ¿no es cierto?

—¿Te das cuenta de lo que busco yo? —preguntó Lacon.

—Querríamos
muchísima
más confirmación —dijo, con una sonrisa alentadora, la dama colonial vestida de castaño eclesial.

—También nosotros —convino suavemente Smiley.

Una o dos cabezas se alzaron sorprendidas.

—Es para obtener confirmación para lo que pedimos autorizaciones y permisos —continuó Smiley.

Lacon recuperó la iniciativa.

—Se acepta tu tesis de momento. Un fondo encubierto para servicios secretos, todo más o menos como dices.

Smiley dio un asentimiento remoto.

—¿Hay algún indicio de que realice actividades subversivas en la Colonia?

—No.

Lacon miró sus notas. A Guillam se le ocurrió de pronto que había hecho muchos deberes.

—¿No está abogando, por ejemplo, por la retirada de sus reservas de esterlinas de Londres? Eso nos pondría en novecientos millones más de libras en números rojos…

—No, que sepamos.

—No nos dice que nos vayamos de la isla. ¿No está fomentando huelgas ni pidiendo la unión con el Continente ni agitando ante nuestras narices el maldito tratado?

—No, que sepamos.

—No es partidario de la igualdad social. No pide sindicatos eficaces ni voto libre ni salario mínimo ni enseñanza obligatoria ni igualdad racial ni un parlamento independiente para los chinos en vez de sus asambleas domesticadas, o comoquiera que se llamen…

—Legco y Exco —masculló Wilbraham—. Y no están domesticadas.

—No, no pide nada de eso —dijo Smiley.

—¿Qué es lo que hace, entonces? —interrumpió nervioso Wilbraham—. Nada. Ésa es la respuesta, lo han interpretado todo mal. Es todo un disparate.

—En realidad —continuó Lacon, como si no hubiera oído—, probablemente esté haciendo tanto por enriquecer la Colonia como cualquier otro hombre de negocios chino, rico y respetable. Tanto o tan poco. Cena con el gobernador, pero supongo que no se tiene noticia de que saquee el contenido de su caja fuerte. De hecho, a todos los efectos exteriores, es una especie de prototipo de Hong Kong: directivo del Jockey Club, realiza obras de caridad, es un pilar de la sociedad integrada, un hombre de éxito, benévolo, con la riqueza de Creso y una moral comercial de prostíbulo.

—¡Eso me parece un poco duro! —objetó Wilbraham—. Calma, Oliver. Recuerda las nuevas urbanizaciones.

De nuevo Lacon prosiguió sin hacer caso de él:

—Aunque le falte la Cruz de la Victoria, una pensión por invalidez de guerra y una baronía, es difícil, pues, imaginar un individuo menos adecuado para el acoso del servicio secreto británico o para que le reclute el servicio secreto ruso.

—En mi mundo, a eso le llamamos una buena cobertura —dijo Smiley.


Touché,
Oliver —dijo Enderby muy satisfecho.

—Sí, claro, todo es cobertura en estos tiempos —dijo lúgubremente Wilbraham, pero no liberó a Lacon del arpón.

Primer asalto para Smiley, pensó Guillam encantado, recordando la espantosa cena de Ascot:
Aserrán, aserrán, maderitas de San Juan,
canturreó para sí, con el reconocimiento debido a su anfitriona.

—¿Hammer? —dijo Enderby, y Hacienda tuvo una breve entrada en la que Smiley fue arrastrado sobre las brasas por sus cuentas financieras, pero sólo Hacienda parecía considerar relevante la transgresión de Smiley.

—Ése no es el objetivo por el que se os concedió un salvavidas secreto —seguía insistiendo Hammer con cólera galesa—. Eran sólo fondos postmortem…

—Bueno, bueno, así que George ha sido un chico travieso —interrumpió por fin Enderby, poniendo término al acoso—. ¿Ha tirado el dinero por el desagüe o ha logrado un triunfo barato? Ése es el asunto. Muy bien, Chris, le toca jugar al Imperio.

Estimulado por estas palabras, Wilbraham ocupó formalmente el estrado, respaldado por su dama de castaño eclesial y su ayudante pelirrojo, cuyo joven rostro lucía ya una expresión intrépida de apoyo a su jefe.

Wilbraham era uno de esos hombres que no se dan cuenta de cuánto tiempo dedican a pensar.

—Sí —empezó después de una era—. Sí. Sí, bueno, me gustaría mantenerme firme en lo del dinero, si pudiese, lo mismo que Lacon, para empezar.

Era ya evidente que consideraba la petición como una invasión de su territorio.

—Puesto que el dinero es todo lo que hemos conseguido para seguir —subrayó con intención, volviendo una página de su carpeta—: Sí.

Luego, siguió otra pausa interminable.

—Decís aquí que el dinero llegaba en principio de París a través de Vientiane. —Pausa—. Digamos que los rusos cambian luego de sistema, y que pasan a pagar a través de un canal completamente distinto. Digamos una línea de comunicación Hamburgo—Viena—Hong Kong. Complejidades interminables, subterfugios, todo eso… aceptaremos lo que decís… ¿de acuerdo? Digamos que es la misma cuantía con otro sombrero. De acuerdo. Ahora, veamos ¿por qué pensáis que lo hicieron?

Digamos, registró Guillam, que era muy sensible a los tics verbales.

—Es una práctica lógica variar de vez en cuando la rutina —replicó Smiley, repitiendo la explicación que ya había expuesto en el informe.


Cosa
del oficio,
Chris —intercaló Enderby, al que complacía su poquito de jerga, y Martindale, aún
piano,
le lanzó una mirada de admiración.

Wilbraham empezó a revivir otra vez lentamente.

—Tenemos que guiamos por lo que Ko
hace —
proclamó, con desconcertado fervor, golpeando con los nudillos en la mesa entapetada—. No por lo que
recibe.
Ése es mi argumento. Después de todo, en fin, no se trata del dinero del propio Ko, ¿verdad? Legalmente no tiene nada que ver con él.

Esta amonestación provocó un momento de desconcertado silencio.

—Página dos, arriba —continuó—. El dinero está todo en depósito.

Un rumor de hojas general como si todos, salvo Smiley y Guillam, abriesen sus carpetas.

—En fin, no sólo no se ha
gastado m
un céntimo de ese dinero, lo cual ya resulta bastante raro de por sí (volveré en seguida sobre esto), sino que no
es dinero de Ko.
Es un depósito, y cuando aparezca el depositante, sea quien sea, el dinero será suyo. Hasta entonces, digamos que es dinero en depósito. Así que, bueno,
¿qué mal ha hecho Ko?
¿Que abrió una cuenta en administración? No hay ninguna ley que lo prohíba. Es algo que se hace todos los días, sobre todo en Hong Kong. El
beneficiario
de la cuenta… bueno, (podría estar en cualquier sitio! En Moscú o en Tumbuctú. O…

Pareció incapaz de dar con un tercer lugar, así que se calló, para desazón de su ayudante pelirrojo que miraba ceñudo a Guillam, como desafiándole.

—La cuestión es: ¿Qué hay contra Ko?

Enderby tenía el palito de una cerilla en la boca y lo hacía girar entre los dientes. Consciente quizá de que su adversario había lanzado un buen golpe pero lo había lanzado mal (mientras que su especialidad personal solía ser lo contrario) lo sacó y contempló el extremo humedecido.

—¡Qué demonios es todo esto de las
huellas digitales,
George! —preguntó, quizás intentando deshinchar el éxito de Wilbraham—. Parece una cosa de Phillips Oppenheim.

Cockney de Belgravia,
pensó Guillam: la última etapa del colapso lingüístico.

Las respuestas de Smiley contenían más o menos la misma emoción que un reloj parlante.

—El uso de huellas dactilares es una vieja práctica bancaria en la costa china. Data de la época del analfabetismo generalizado. Muchos chinos de ultramar prefieren utilizar bancos ingleses en vez de los suyos, y las características de esta cuenta no tienen nada de extraordinario. No se nombra al beneficiario, pero éste se identifica por medios visuales, como por ejemplo, la mitad de un billete roto, o en este caso la huella dactilar del pulgar izquierdo, basándose en el supuesto de que está menos gastada por el roce que la del derecho. Es muy improbable que el banco ponga mala cara, siempre que el que abra la cuenta haya asegurado a los depositarios contra cargos por pago accidental o equivocado.

—Gracias —dijo Enderby, e inició más sondeo con el palito de cerilla—. Supongo que podría ser el pulgar del
propio
Ko —sugirió—. Nada le impide hacerlo, ¿verdad?
Entonces
seria dinero suyo sin más. Si él es depositante y beneficiario al mismo tiempo, sin duda se trata de su propio dinero.

Para Guillam, el asunto había tomado ya un giro completamente ridículo y erróneo.

—Eso es pura suposición —dijo Wilbraham, tras el habitual silencio de dos minutos—. Supongamos que Ko está haciéndole un favor a un amigo. Supongámoslo por un momento. Y ese amigo se ha metido en un lío, digamos, o está haciendo negocios con los rusos en varios sectores. A los chinos
les encanta
conspirar. Dominar
todos
los trucos, hasta a los mejores les sucede eso. Ko no es distinto, estoy seguro.

El pelirrojo, hablando por vez primera, aventuró un apoyo directo.

—La petición se basa en una falacia —declaró audazmente, hablando más para Guillam que para Smiley. Puritano de sexto grado, pensó Guillam: Cree que el sexo debilita y que espiar es inmoral.

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