El hombre demolido (4 page)

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Authors: Alfred Bester

BOOK: El hombre demolido
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–Niño deshonesto –murmuró Powell amargamente–, me das mucha pena.

Sonó la campanilla. Powell lanzó una sorprendida mirada a su reloj (era muy temprano todavía) y dirigió luego un
ábrete
en do menor a la cerradura receptora. La cerradura respondió a la onda mental, como un tenedor vibrátil que responde ante una nota determinada. La puerta de calle se abrió de par en par.

Instantáneamente Powell sintió un impacto familiar: Nieve / menta / tafetán / tulipanes.

–Mary Noyes. ¿Vienes a ayudar al solterón?
¡Bendiciones!

–Confié en que me necesitaras, Linc.

–Todo anfitrión necesita una compañera. Mary, ¿qué puedo poner a los canapés
s.o.s.
?

–Inventa una nueva receta. Espera. Pollo asado
E
.

–¿
E
?

–Hay que averiguarlo, mi querido.

Mary entró en la cocina. No era muy alta físicamente, pero de pensamientos gráciles y ondulantes; de un exterior moreno, pero de ondas mentales blancas como la escarcha. Casi una monja de hábitos blancos, a pesar de su aspecto oscuro. Pero la mente es lo más real. Se es lo que se piensa.

–Me gustaría repensar. Reconstruir mi psique.

–¿Cambiarte a ti (te beso tal como eres) misma, Mary?

–Si sólo (no es posible realmente, Linc) pudiera. Estoy tan cansada de tener para ti ese sabor de menta; siempre el mismo.

–La próxima vez le añadiré brandy y hielo. Sacúdase bien. ¡Voilá! La punzante Mary.

–Hazlo. Y añade
NIEVE
.

–¿Por qué tachas la nieve? La quiero mucho a la nieve.

–Pero yo te quiero a ti.

–Y yo también te quiero mucho, Mary.

Pero lo había dicho. Siempre lo decía. Nunca lo pensaba. La muchacha se volvió con rapidez. Las lágrimas interiores quemaron a Linc.

–¿Otra vez, Mary?

–No otra vez. Siempre. Siempre.
–Y en lo más profundo de su alma, la muchacha gritaba–:
Te quiero, Lincoln. Te quiero. Imagen de mi padre; símbolo de seguridad; de calor; de protección apasionada. No me rechaces siempre…, siempre…, para siempre.

–Escúchame, Mary.

–No hables, por favor, Linc. No podré resistirlo si comienzan a dividirnos las palabras.

–Estoy a tu lado, siempre. En todas las desventuras. En todas las alegrías.

–Pero no en el amor.

–No, corazón mío. No permitas que esto te lastime. No en el amor.

–Tengo bastante amor, Dios se apiade de mí, para los dos juntos.

–Uno, Dios se apiade de nosotros, no basta, Mary.

–Tienes que casarte con una ésper antes de cumplir los cuarenta, Linc. El gremio insiste en eso. Lo sabes.

–Lo sé.

–Entonces deja que la amistad te guíe. Cásate conmigo, Lincoln. Dame un año, eso es todo. Un añito para quererte. Luego te dejaré en libertad. No te ataré. No tendrás que odiarme. Querido, te pido tan poco…, me darás tan poco…

Sonó la campanilla. Powell miró a Mary desesperanzado.

–Huéspedes –murmuró y lanzó un ábrete en do menor a la cerradura receptora. En el mismo instante Mary lanzó un
ciérrate
una quinta más alto. La puerta siguió cerrada.

–Contéstame antes, Lincoln.

–No puedo darte la respuesta que quieres, Mary.

Volvió a oírse la campanilla.

Powell tomó a Mary por los hombros, firmemente, la acercó hacia sí y la miró en los ojos.

–Eres una ésper 2. Lee en mí hasta donde puedas. ¿Qué hay en mi mente? ¿Qué hay en mi corazón? ¿Qué te respondo?

Powell suprimió todas las barreras. Los atronadores y profundos abismos de su mente se alzaron y cayeron sobre ella como una cascada cálida, amenazante, terrible, y sin embargo magnética y deseable; pero…

–Nieve. Menta. Tafetán. Tulipanes –dijo la muchacha con cansancio–.
Vaya a recibir a sus huéspedes, señor Powell. Le prepararé los canapés. No sirvo para otra cosa.

Powell la besó una vez, se volvió hacia la sala y abrió la puerta. Instantáneamente, una fuente de luces entró en la casa, seguida de los huéspedes. La fiesta ésper había comenzado.

–¡@kins! ¡Chervil! ¡Tate! ¡Tengan compasión! ¿Quieren observar un momento la figura (?) que hemos estado tejiendo?

Las ondas mentales cesaron. Los huéspedes reflexionaron un instante y se echaron a reír.

–Esto me recuerda mis días en el kindergarten. Un poco de misericordia para vuestro anfitrión, por favor. Si seguimos tejiendo esta mezcolanza perderé los estribos. Tengamos un poco de orden. Ni siquiera exijo belleza.

–¿Qué figura prefieres, Linc?

–¿De cuáles dispones?

–¿Un cesto? ¿Curvas matemáticas? ¿Música? ¿Planos arquitectónicos?

–Cualquiera. Cualquiera. Que al menos no me ardan los sesos.

Hubo otra explosión de risas cuando Mary Noyes quedó sola con ese suelto «sin embargo». La campanilla sonó otra vez, y un abogado solar 2 entró con su compañera. Ésta era una cosita recatada, de un exterior sorprendentemente atractivo, y desconocida para todos. Sus ondas telepáticas eran ingenuas y bastante inestables. Una ésper 3.

–Hola. Hola. Abyectas disculpas por el retraso. Azahares y anillos de compromiso son nuestra excusa. Me declaré en el camino.

–Y temo haber aceptado –dijo la muchacha, sonriendo.


No hables
–le ordenó el abogado–.
No estamos en un baile de terceros. Ya te dije que no usaras palabras.

–Me olvidé –dijo abruptamente la muchacha, y enseguida su miedo y su vergüenza caldearon la habitación. Powell se adelantó y le tomó una mano temblorosa.


No le haga caso. Es un ésper 2 recién llegado, y snob. Yo soy Lincoln Powell, su anfitrión. Sherlockizo para la policía. Si su prometido le hace daño haré que lo lamente. Venga, le voy a presentar a sus extravagantes colegas.
–Powell llevó a la muchacha por el cuarto–.
Éste es Gus Tate, un charlatán. A su lado, Sam @kins. Sam es algo parecido. Su mujer empolla bebés. Acaban de llegar de Venus. Están aquí de visita.

–¿Cómo…?
Quiero decir, ¿cómo están?

–Ese hombre gordo sentado en el piso es Wally Chervil, arquitecto dos. La rubia sentada en su regazo es June, su esposa. June es una editora dos. Aquél es su hijo Galen. Está hablando con Ellery West. Galen es un estudiante de tecnología tres…

El joven Galen Chervil, indignado, comenzó a apuntar que acababa de clasificarse como segundo, y que no había usado una palabra durante todo el año. Powell le interrumpió y por debajo del umbral de percepción de la muchacha le explicó las razones de ese error.

–¡Oh! –dijo Galen–. Sí, hermanos terceros, eso somos. Me alegra su presencia, de veras. Estos mirones expertos estaban comenzando a asustarme.

–Oh, no sé. Yo estaba asustada al principio, pero ya no.

–Y ésta es la anfitriona, Mary Noyes.

–¡Hola! ¿Canapés?

–Gracias. Tienen un aspecto delicioso, señora Powell.

–Bueno, ¿qué les parece un juego?
–dijo Powell rápidamente–.
¡A las adivinanzas, todos!

Afuera, en el pórtico, acurrucado en la sombra, Jerry Church se apretaba contra la puerta que daba al jardín, escuchando con toda su alma. Estaba helado, silencioso, inmóvil y hambriento. Sentía odio, furia, desprecio y hambre. Era un ésper 2, y sentía hambre. La trampa siniestra del ostracismo era la fuente de su hambre.

El delgado panel de roble filtraba las ondas TP de la fiesta; un creciente y siempre cambiante dibujo. Church, ésper 2, sostenido durante los últimos diez años por una dieta submarginal de palabras, tenía hambre de sus semejantes, el perdido mundo ésper.

–Recordé a DʼCourtney porque acabo de conocer un caso quizá parecido.

Ése era Augustus Tate, succionando a @kins.

–Oh, ¿de veras? Muy interesante. Me gustaría comparar nuestras notas. A propósito, he venido a la Tierra adelantándome a DʼCourtney. Lástima que DʼCourtney no…, bueno, no esté disponible.

@kins, evidentemente, no quería hablar, y parecía como si Tate anduviese detrás de algo. Quizá no, reflexionó Church, pero había ahí un ir y venir de discretas ocultaciones, como dos duelistas armados de complejos circuitos eléctricos.

–Oye, mirón. Has estado bastante altanero con esa pobre muchacha.

–Miren cómo desvía sus pensamientos –murmuró Church–. Powell, ese viejo santurrón que me echó a puntapiés, cómo mete las narices en la mente del abogado.

–¿Pobre muchacha? Querrás decir estúpida, Powell. ¡Dios mío! ¿Hasta dónde puede llegar tu torpeza?

–Es sólo una 3. Compréndela.

–Me da lástima.

–¿Te parece decente? ¿Casarte con una muchacha de la que piensas eso?

–No seas un asno romántico. Tenemos que casarnos con telépatas. Me basta con una cara bonita, Powell.

Las adivinanzas atravesaban el salón. Mary Noyes estaba escribiendo la imagen camuflada de un viejo poema:

–¿Qué diablos era eso? ¿Un ojo, en un vaso? ¿Eh? ¡Oh! No un vaso. Un pichel. Ojo en un pichel. Einstein.
[3]
Fácil.

–¿Qué te parece Powell para el puesto, Ellery?

Ése era Chervil con su sonrisa falsa y su enorme barriga pontificia.

–¿Para presidente del gremio?

–Sí.

–Condenadamente eficiente. Romántico, pero eficiente. El candidato perfecto si se hubiese casado.

–Su romanticismo tiene la culpa. Le cuesta encontrar una muchacha.

–¿Pero no sois todos vosotros mirones expertos? Gracias a Dios no soy un ésper 1.

Y luego un ruido de cristales rotos en la cocina, y el predicador Powell que le daba otra conferencia a ese mocosito, Gus Tate.

–No te preocupes por el vaso, Gus. Tuve que dejarlo caer para protegerte. Estás irradiando ansiedad como una nova.

–Te equivocas, Powell.

–No, no me equivoco. ¿Qué te pasa con Reich?

El hombrecito estaba en guardia de veras. Podía sentirse cómo se le endurecía el caparazón mental.

–¿Ben Reich? ¿Quién lo ha recordado?

–Tú, Gus. Ha estado girando en tu mente, toda la noche. No he podido dejar de verlo.

–¿Yo? No, Powell. Habrás sintonizado a otro TP.

Imagen de la risa de un caballo.

–Powell, te juro que yo no…

–¿Estás mezclado en algo con Reich, Gus?

–No.

Pero se podía oír cómo bajaba las barreras.

–Guíate de mi consejo, Gus. Reich te puede traer complicaciones. Ten cuidado. ¿Te acuerdas de Jerry Church? Reich le arruinó la vida. No dejes que te pase lo mismo.

Tate volvió silenciosamente a la sala. Powell se quedó en la cocina, moviéndose lenta y serenamente, barriendo el vaso roto. Church estaba helado, reprimiendo el odio que hervía en su corazón. El joven Chervil se exhibía ante la novia del leguleyo. Le cantaba una balada de amor, acompañada por una parodia visual. Cosas de colegiales. Las esposas discutían violentamente en curvas matemáticas. @kins y West entrelazaban una conversación con unos fascinantes e intrincados dibujos que hacían más intensa el hambre de Church.

–¿Quieres una copa, Jerry?

La puerta del jardín se abrió de pronto. La silueta de Powell apareció en el umbral, con una copa burbujeante en la mano. Las estrellas le iluminaban la cara; débilmente. En los ojos profundos y entrecerrados se leía piedad y comprensión. Church se incorporó y tomó tímidamente la copa.

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