El hombre del baobab (7 page)

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BOOK: El hombre del baobab
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Mi pelo blanqueaba ya por las canas, tenía muchas más que él. Las manos fuertes y grandes, detenidas en los cuarenta, eran idénticas a las mías. Me pareció que iba recuperando el color, que estaba menos pálido. Comenzó con dificultad a ponerse los pantalones.

—Tu madre está empeñada en joderme. Ahora te dice que estoy bien y dos minutos antes, o dos más tarde, me quiere hacer creer que me estoy muriendo —se lamentó musitando, maldiciendo.

—Mamá no está empeñada en «joderte». Pensaba que habíais dejado de discutir, qué aburrimiento.

—Pero si es que con tu madre no se puede, se pasa el día chinchándome...

—Mira déjalo, estoy harto de escuchar siempre lo mismo —le recriminé tajantemente—. Se acabó, papá, ya no hay tiempo para toda esa mierda, tienes que escucharme atentamente.

—No tengo ganas de escuchar gilipolleces. Estoy hasta los cojones de tu madre, de los médicos, de todo...

—¡Maldita sea, papá! —le interrumpí alzando la voz, ya muy irritado, acabaríamos como siempre, a voces—, ¿quieres callar de una vez y escucharme? —Los dos estábamos de pie en el angosto pasillo que quedaba entre la cama y el horrible y enorme armario blanco que colapsaba la habitación.

—¿Qué es lo que quieres? —replicó impaciente, desganado.

—Ya no tienes tiempo —continué—, para nada. No tienes tiempo que perder, ¿lo entiendes? Te estás muriendo, ¡joder! Siento hablarte así, pero así son las cosas. ¿Y qué haces? Estar aquí encabronado, jodido y encabronado, como casi siempre desde hace tantos años. Lamentándote de todo. Lamentando tus lamentos, la vida que llevaste y la que no llevaste, la vida que llevas, la que te queda. Pero no haces nada, absolutamente nada por cambiarla, por cambiar tu actitud... Sí —elevé aún más el tono—, estás jodido, ¡realmente jodido! Ahora sí que lo estás. Te mueres, papá. Lo que no es tan extraño a tu edad. ¿Vas a pasar el tiempo que te quede lamentándote también?, ¿eh? Siempre que te veo sucede lo mismo. ¿Te das cuenta? Comienzo a hablar como tú, a blasfemar, a gritar y a decir constantemente jodidos tacos... ¿Dónde quedó tu educación?, ¿esa educación de la que tanto te vanaglorias? ¿Por qué demonios tienes que decir «joder» cada dos palabras?... —Se hizo un largo silencio. Un silencio ya familiar, el que precede a los gritos con papá—. Te juro que no quería discutir, es lo último que deseo. ¿Cómo lo haces?, ¿por qué siempre me obligas a hacerlo?... O seré yo... ¿dime?

—Dos no discuten si uno no quiere. —Se volvió hacia mí soltando esa obviedad y enfurruñado como un niño—. Bueno, ¿qué coño quieres? Y perdón por lo de «coño» —añadió con ironía. Tomé un respiro para recargar mis acumuladores de paciencia, que con él quedaban casi siempre bajo mínimos.

—Quiero que te vistas de una vez. Quiero que salgas conmigo a la calle. Iremos a comprar algo de ropa para (i. Un traje elegante, beige como de indiana, eso te quedará bien. Una bonita camisa, unos buenos zapatos cómodos para caminar...

—Pero bueno, Luisito —odiaba que me llamara así, y él jamás evitaba hacerlo, o no podía evitarlo—, ¿tú te has vuelto loco? Pero si no tengo un céntimo, tengo que pedirle dinero a tu madre hasta para el periódico, que por cierto ya no me deja comprar dos, ahora sólo uno, y que me jodan... ¿Cómo voy a comprar ropa?

—¿Puedes callarte un momento? —le interrumpí de nuevo luchando por contener la voz—. Ahora yo tendría que volver a gritar, volver a discutir, pero no lo voy a hacer, no lo vamos a hacer. No alcemos más la voz ni digamos nada malsonante, ¿te parece?, ¿probamos? Ya sé que no tienes dinero, que tu pensión a medias no te alcanza. Mamá tampoco tiene demasiado, deberías agradecer que te pague el periódico y el peluquero, y los cafés, en fin. No te va a costar nada, yo voy a pagarlo todo. Ahora me dirás que yo tampoco nado en la abundancia, pero eso da igual, me importa un bledo, ¿entiendes? Venga papá, vístete de una vez y vámonos a la calle. No sé cómo lo haces para que se me olvide que te estás muriendo, ¡joder! Vas a hacer que lo desee. —Hice una broma macabra.

—Yo no me estoy muriendo —replicó abrochándose la camisa con toda la dignidad de la que era capaz—. Me encuentro perfectamente. Como bien, voy bien de vientre, no me canso... bueno, la pierna me sigue molestando un poco, de vez en cuando, pero...

—Papá, tienes un cáncer. Odio esa palabra siniestra. Podían haber elegido otra, suena a monstruo, a cangrejo negro y feroz. Pero eso es lo que tienes desde hace más de un año: un cáncer de próstata irreparable. Aún no hay metástasis, pero llegará. Que tú no lo aceptes no te va a curar, ni va a hacer que vivas más. Con suerte te quedan seis meses, un año, no sé. Es duro pero así es. Siempre has sido un hombre valeroso... debes afrontarlo. No te queda otra.

—He leído en una revista que hay personas que han conseguido superarlo. Que los tumores pueden llegar a desaparecer adoptando una actitud positiva, ignorándolos, diciéndose a uno mismo «no pasa nada, esto no es nada, me curaré». —Decía todo aquello con nula convicción y con esa risilla nerviosa tan característica en él cuando no encontraba salida.

—Tú lo has dicho, actitud positiva. De eso te hablo. ¿Realmente crees que tú mantienes una actitud positiva?, pero si hasta hoy no has querido ni hablar del asunto, me lo ha dicho mamá. Mira papá, los que han conseguido esa proeza seguramente no estaban en una fase tan avanzada de la enfermedad y seguro que no tenían casi ochenta años. Ahora, para ti, pensar en positivo es aceptar serenamente, ser realista. Al fin y al cabo has disfrutado de toda una vida. En cualquier caso te iba a tocar pronto. Y no temas, haremos todo lo posible para que el momento llegue suavemente, sin dolor...

—¿Cómo se puede aceptar que sólo te quedan unos meses?, ¡joder Luisito!

—Eso es lo que hay. No te queda mucho tiempo, y el que queda lo vamos a pasar juntos. Nos vamos a divertir. Siempre quise hacer contigo un largo viaje, ahora es el momento. —Dicho esto su cara se desencajó.

—¿Tú estás loco, ya estás con lo del viaje?, ¿adónde vas a ir con un viejo como yo?

—Quiero que vuelvas a África, que veas aquello otra vez. Mañana salimos para Ámsterdam y desde allí volaremos hasta Kinshasa. Leopoldville se llama ahora así, ¿sabes?, le cambiaron el nombre. Y el Congo se llama Zaire, o República Democrática, qué ironía...

—¡Claro que lo sé!, ¿crees que soy gilipollas? —replicó.

—Pasaremos allí unas semanas, dos o tres. No temas, que estaremos a cuerpo de rey, en un hotel de cinco estrellas, como dos señores. Iremos juntos a África, ¡por fin! Pasearemos por Goma, veremos qué queda de todo aquello, de aquellos lugares de los que tanto me hablaste, de Stanleyville, de Brazzaville. Recorreremos los lugares de tu pasado, de tu querida África. No puedo creer que no te apetezca regresar, llevas toda la vida añorando los años que pasaste allí. Bien, pues ahora te doy la oportunidad de volver, de verlo por última vez. Estaremos un mes como mucho. Si te apetece volver antes, antes volveremos. Dependerá de cómo te encuentres. Hasta que nos quedemos sin un céntimo. —Me escuchaba en silencio, sin mirarme, sabía que hablaba en serio—. Viajaremos, papá, sólo eso. Juntos, despacito, sin prisa, hasta donde lleguemos.

—Pero ¿tú sabes lo que puede costar eso?

—¿Quieres olvidarte del dinero?, no importa. Los billetes y el hotel ya están pagados. Tengo en el bolsillo más de un millón para gastar en lo que nos dé la gana. No es mucho pero será suficiente. Si se acaba tiraré de la Visa. Dejaré los números de la cuenta al rojo vivo si hace falta. ¡A la mierda el dinero, papá! Cuando mueras, los seguros pagarán la cuenta...

—¿Y Nadia?, ¿y el niño?, ¿y tu trabajo?, ¿lo vas a dejar todo por irte por ahí con un viejo moribundo? —empezaba a atacar por otro lado. Tomé aliento...

—Nadia y yo nos vamos a separar. De hecho ya estamos medio separados. Ella está con su familia, en Francia. Se va a vivir allí. Creo además que hay otra persona. En fin, no sé, me acabo de enterar. Aún estoy muy aturdido. Pero eso es ya inevitable. Mejor alejarme por un tiempo, no quiero verla ahora. —Mi padre adoraba a Nadia. Se quedó estupefacto ante la inesperada noticia, intentó decir algo, pero no lo hizo. Continué—: Respecto a Adrián, ya sabes, está con su madre que sigue en plan
hijadeputa,
nació así, qué le vamos a hacer. Apenas puedo verle. Tampoco él pone mucho de su parte, se ha hecho tan mayor, de pronto. Ahora sólo quiere estar con sus amigos, con las chicas, ya sabes. De eso no quiero hablar. No quiero hablar de ello. Y sobre el trabajo, lo he dejado. Nadia vino a Mauricio a pasar conmigo una semana, luego salió pitando, de improviso. Poco después me vine yo. No he hablado con mi jefe, aún debe de estar intentando localizarme, pensando que sigo allí, en la isla. He dejado tirado un reportaje de los caros. En fin, que como ves, todo va de culo. Ahora mismo lo único que me apetece es huir, escapar de toda esta mierda, ;qué mejor que hacerlo contigo, no? —Se me llenaron los ojos de lágrimas, pero mi padre no se dio cuenta.

—Estoy viejo y enfermo, no puedo irme por ahí a la aventura. Necesito tener cerca un hospital, por si acaso... Además, tu madre se quedaría sola.

—No me jodas, ¿vale? No me vengas ahora con mamá, con que te importa que se quede sola. Ella estará encantada sin ti, descansando de ti. Y lo del hospital no me vale, el mundo está lleno de hospitales. Las cosas en África han cambiado desde que tú estuviste allí. Está mucho más civilizada de lo que imaginas o recuerdas. En Kinshasa hay un buen hospital. No busques más excusas. ¿Qué quieres?, quedarte aquí dándote radioterapia, asustado y aburrido, atiborrándote de pastillas, dejando que te abrasen las entrañas para nada. No se puede evitar lo inevitable. Mejor que la muerte no te encuentre rendido, tumbado o sentado en el sofá como un idiota, mirando las idioteces que dan en televisión. Olvídate —sentencié—, vas a venir conmigo aunque tenga que llevarte a rastras hasta el avión.

—¡Déjame en paz!, ¿me oyes?, ¡déjame morir en paz!, ¡déjame morir como yo quiera! —respondió lloriqueando e histérico. Buena señal tratándose de él. Reaccionaba. Aunque me partía el corazón verle así, tan humillado.

—Es lo único que quiero, que mueras en paz. ¡Maldita sea!, en paz contigo mismo, conmigo, con la vida. No sirve de nada fingir que esperarás plácidamente. No será así, no te engañes. Pasarás los días, uno tras otro, cada vez más aterrorizado, más acojonado, cada vez más inquieto. Las noches serán un infierno. No podrás dormir, ni querrás estar despierto. No dejarás de pensar en ello un solo instante. Para tu desgracia has llegado a tu edad con cierta lucidez. Si te quedas aquí, te hundirás en tu mísera existencia, en tu jodido pavor. No vas a morir en paz, ¿me oyes?, ¡no será así! —dije estas palabras con cierto tono de burla—. Hace mucho que no tienes serenidad, ¿qué crees?, ¿que vas a conseguirla ahora? Y ya estamos de nuevo gritando como energúmenos...

—Eres tú el que grita, y el que dice tacos. —Casi sollozó. Me enterneció su forma de contestar, como si tuviera doce años y respondiera a la bronca de su padre.

—Tú acabarías con la paciencia de cualquiera. ¿Cómo puedes haberte vuelto tan cobarde? —Era justo lo que tenía que decir para colmar su rabia.

—¿Yo cobarde? ¿Yo?, que luché en Brúñete y en Teruel, que tengo el cuerpo lleno de metralla. ¿Yo?, que me he pasado la vida jugándome la vida...

—Ya, ya lo sé, sé que no eres un cobarde. —Ahora sí que me recordaba al capitán Haddock, antes de partir hacia el Tibet—. Sé que te pegaron dos tiros y que te estrellaste con tu avión. Todo eso lo sé. Lo has contado diez millones de veces, como un auténtico abuelo cebolleta. Has tenido muchos cojones, sí, pero el valor del que te hablo nada tiene que ver con tus pelotas. El que necesitas ahora es mucho más sutil, mucho más humilde, mucho más difícil de ejercer. El valor de reconocerte sumido en la apatía, en la más profunda miseria espiritual. Has entregado tu vida al miedo, a la rutina, al hastío. Te hace falta valor para salir de ello, para aceptar. Tienes que intentarlo, tienes que venir conmigo, dócilmente. Tienes que hacerlo por ti y por mí. ¿Cuánto hace que no te pido absolutamente nada? Necesito a mi padre, necesito lo poco que queda de él. Es imprescindible —sollocé—. Eres un hombre fuerte, siempre lo has sido. A pesar de todo sigues siéndolo. Estás ya un poco cochambroso, pero bueno, qué le vamos a hacer. —Sonreí diciendo esto y tomándole por los hombros. Los dos sonreímos, toda una conquista—. Te vendrá bien, ¡verás!, tendrás fuerzas para hacer este viaje, el último viaje... y si te fallan, yo estaré a tu lado; no temas, no temas nada...

—Te recuerdo que tu padre todavía no es un viejo
gagá.
La cabeza y «otras cosas» aún funcionan casi como el primer día...

—Eres un viejo verde, cabrón y sinvergüenza. Seguro que sigues empalmándote como a los veinte. —Le dije mientras le anudaba los cordones de los zapatos—. Bueno, ¿qué?, ¿nos vamos? —De nuevo le afectó esa risilla nerviosa que llegaba cuando no tenía argumentos, cuando se sentía arrinconado por la razón, por una idea.

Cuando era incapaz de disimular un soplo de ternura—. Tenemos que hacerlo, papá. En serio, en broma, ¿yo qué sé? Pero hay que hacerlo ya, sin pensar. No hay tiempo. Olvida la palabra «pero», destiérrala de una vez por todas. Ahora sólo valen otras dos: «adelante, ¡claro!». Alguien me dijo una vez, y tenía mucha razón, que en esta vida hay que pararse a veces, respirar hondo y decir para sí: ¡¿pero qué cojones?! Y hacer entonces lo que te venga en gana, todo lo contrario a lo que todo el mundo espera...

—¿Quién te dijo eso? —respondió sin mirarme, mirándose al espejo, en cierto modo rejuvenecido, algo más erguido.

—Lo sabes bien. Fuiste tú. Aunque tan pocas veces supieras poner en práctica lo que predicabas a tus hijos...

Le ayudé a terminar de vestirse. Después desayunamos con mi madre. Al final conseguí llevármelo a la calle, salir a comprar algunas cosas. Charlamos y paseamos despacio, deteniéndonos frente a los escaparates. Lo primero que le regalé fue un bastón en el que apoyar su ancianidad y su leve cojera. La empuñadura era una de esas esferas de cristal que al girarla o agitarla deja caer una copiosa nevada. Dentro de la bola, en medio de la tempestad, volaba un viejo aeroplano, un DC-3. Una auténtica horterada, pero aquello le encantó y pasó el día jugueteando con la esfera de su báculo como un niño. También le compré un traje muy elegante y unas camisas, una gabardina, un par de cómodos zapatos y unos pares de calcetines y camisetas y calzoncillos de su talla. Después de las compras, de comer y tomar un café, pasamos por la embajada. No podían tramitar los visados antes de dos o tres días, pero nos aseguraron que podíamos solicitarlos al llegar, no habría problema. Los pagamos por adelantado y extendieron la factura. Luego nos acercamos a la consulta de su médico, en la calle Goya. Me pareció oportuno que le echara un vistazo antes de partir, además necesitaríamos recetas para comprar varias cajas de sus pastillas y dosis de morfina para al menos un mes. Más tarde, después de recoger en la agencia los billetes y toda la documentación necesaria para el viaje, pasamos por el hospital Carlos III para que nos pusieran algunas vacunas. A las ocho dejé a papá en casa, agotado. Le rogué a mi madre que lo acostara pronto y que le hiciera una maleta sencilla. Pasaría a recogerlo muy temprano. Pero ¿estás seguro, hijo? ¿Os vais a ir? Le mostré los billetes imitando el vuelo de un avión con la mano. No lo dudes, le aseguré. Mi madre me miró incrédula, convencida una vez más de que su hijo estaba completamente loco.

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