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El hombre del baobab (26 page)

BOOK: El hombre del baobab
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D
E VUELTA A CASA, DE REGRESO A NINGUNA PARTE

Tras dejar atrás la casa de Ranim, aunque teníamos habitación reservada en Brazza, decidí volver directamente a Kinshasa. Tuvimos mucha suerte, tardamos poco más de dos horas. Sassou condujo a toda velocidad, toda la que permitían el tráfico y su vetusto automóvil. Echado encima del volante, absolutamente concentrado en su temeraria conducción, metido de lleno en un improvisado papel de conductor de ambulancias, esquivando coches, bicicletas, burros y personas, saltándose semáforos, adelantando sin miramientos, al borde de la tragedia. Sassou consiguió que dos gendarmes nos abrieran paso en el habitual embotellamiento de la frontera, y subir al ferry sin más demora. Esa fue la única parte serena del recorrido, el tiempo que tardamos en cruzar el río. Luego más imprudencias, más sacudidas, frenazos y acelerones, el traqueteo. A pesar de ello, papá pasó todo el trayecto dormitando sobre mis piernas. Me vomitó dos o tres veces encima. El regreso era ya más que urgente. Los dos estábamos exhaustos, mi padre completamente acabado. Temí que pudiera fallecer allí mismo, en el coche, en una cuneta, o más tarde en la habitación del hotel, en la sucia sala de la terminal, tal vez durante el vuelo. Eso si alguna vez conseguíamos despegar. Sassou me aseguró que en la recepción arreglarían lo de nuestros billetes. Y así fue. Consiguieron cerrar dos pasajes para el vuelo de la tarde a París, con Air France. Qué alegría. Me sorprendió tan inesperada eficacia. Tuvimos tiempo de asearnos y cambiarnos de ropa, descansar unas horas en el albergue antes de salir hacia el aeropuerto. Me pesaba como una losa el cuerpo magullado, amoratado. Hasta ese momento no recordaba haber sentido dolor. Después del baño y de acostar a papá, cuando conseguí relajarme un poco, me derrumbé en la cama como un fardo, completamente molido, en un sueño demasiado profundo. Casi en coma. Por fortuna había pedido a los empleados del hotel que nos despertaran a la hora prevista, a toda costa, echando abajo la puerta si era necesario. Alivié los síntomas de la somanta de Mokalu colocándome uno de los parches de morfina de mi padre. Su agradable efecto fue haciéndome sentir mucho más calmado y optimista, más capaz. El descanso en algo nos reparó a los dos. Bajaron nuestros equipajes hasta el coche del servicial Sassou, al que luego pensé pagar más que generosamente. Y después bajamos a mi padre sobre un colchón, tendido en uno de esos enormes carros que se usan para portar maletas. Llegamos puntuales al aeropuerto, pero la momentánea buena fortuna pareció dejar de fluir tras despedirnos de Sassou y facturar las maletas. Algún problema en el avión nos mantuvo retenidos varias horas más en el Kinshasa, expectantes, impacientes, encabronados. Papá dormitaba en la vetusta silla de ruedas que nos proporcionó el personal de la compañía. Al fin, poco antes de la medianoche, un funcionario apareció para intentar aliviarla incertidumbre.

Por fin alguien se dignaba a darnos una explicación. El hombre uniformado, un tipo blanco, sudoroso y achaparrado, de gesto amable, parecía desbordado por las circunstancias. Gran parte de los 197 irritados pasajeros atendimos su perorata sin demasiada esperanza. Megáfono en mano y subido en una silla, el empleado nos confesó sentirse apesadumbrado e impotente ante tan imprevista situación. El aparato que debía llevarnos de vuelta a Europa estaba averiado, completamente inhabilitado para el vuelo, aseguró. Aquello pintaba mal, era más que evidente. En el mejor de los casos, habría que esperar veinticuatro horas a que llegaran desde Europa las piezas que precisaban para resolver el problema. Que todos los pasajeros regresáramos a los hoteles era un asunto excesivamente complicado, nos confesó con cierta ironía. ¡Esto es África, señores!, añadió socarrón y nervioso. Pero estaban en ello, nos aseguró. Había otra posibilidad, embarcar en otro avión, en un vuelo «especial» de Air Afrique. Hubo un murmullo general ante la proposición. La compañía francesa estaba negociando con la africana. Si esto salía adelante, sería cuestión de esperar una hora más, como mucho, aseguró. El único inconveniente era que ese vuelo no sería directo, haría una escala técnica en Senegal. Allí nos detendríamos el tiempo justo para repostar y que subiera a bordo un grupo de pasajeros. Una hora, hora y media, prometió, ni siquiera tendríamos que desembarcar. Sentí una terrible impotencia, pero ante el panorama de tener que regresar al hotel, o pasar la noche y gran parte del día siguiente allí esperando, aquélla me pareció la mejor alternativa. A esas alturas la gente estaba ya agotada, nerviosa, ansiosa por regresar. Nada tenía ya demasiada importancia. Sería la mejor solución, siempre que fuera cierta. A pesar de nuestro escepticismo, a todos nos alivió la posibilidad de poder salir pronto de allí. El aire acondicionado de la terminal funcionaba de un modo desmesurado, África parecía Alaska, volví a arropar a mi padre y le administré más drogas. Intenté que tomara un café con leche y unas galletas, hacerle lo más agradable la inevitable espera. Aún no había pasado una hora cuando, como nos habían prometido, la megafonía anunció el embarque del vuelo RK-0629. Ya no funcionaban las
jardineras,
incluso tuvimos que caminar hasta el aparato que esperaba chiflando bajo la luz anaranjada de los focos, estacionado en la enorme plataforma de cemento. Empujé la silla de ruedas de papá con gran esfuerzo, como si pesara una tonelada, pero sintiéndome a cada metro que avanzaba más feliz. Pasamos lentamente bajo una de las gigantescas alas del DC-10 de Air Afrique hasta llegar al pie de la escalerilla. Un fornido auxiliar subió por ella cargando con mi padre, como si llevara en sus brazos un grotesco bebé. La satisfacción que experimenté cuando por fin nos acomodamos en nuestros asientos fue indescriptible, hay sensaciones tan íntimas e intensas que no se pueden traducir a palabras. La tripulación puso en marcha los tres motores, uno tras otro. Luego un operario, tras retirar los calzos delanteros, hizo un gesto mirando a la altísima cabina con el pulgar apuntando al cielo. Por fin nos marchábamos, todo iba bien. Rodamos muy despacio hasta llegar a la cabecera de pista. El avión se situó en el centro dando un frenazo y, unos segundos después, bramó, aceleró y correteó por la pista bacheada hasta rotar y elevarse sin esfuerzo, trepando al cielo como una centella. Pasaban once minutos de la una de la madrugada cuando despegamos rumbo a Dakar. Desde allí, como estaba previsto, continuaríamos vuelo hasta París. Pasaríamos toda la noche a bordo, pero el interior de ese fuselaje me pareció el lugar más confortable y seguro del mundo; nuestras dos cómodas butacas de primera, el mejor sitio incluso para morir. Todo iba bien. Nada más despegar viramos al noroeste. Ascendimos sobrevolando el Congo y Gabón. Cuando el avión alcanzó su nivel de crucero cruzábamos el golfo de Guinea. Mi padre no tenía fuerzas para hablar o abrir los ojos. Le pregunté si estaba bien, si estaba cómodo y sólo acertó a hacer un leve gesto afirmativo con la cabeza. En seguida cayó en un profundo sueño. Volábamos a treinta y tres mil pies, informó el capitán, unos once mil metros de altura. Hacía ya un buen rato que habíamos cenado y que prácticamente todos los fatigados pasajeros dormían o se disponían a hacerlo, hipnotizados en el monótono arrullo de las turbinas. La cabina quedó en completo silencio. Tuve la sensación de ser el único que aún seguía despierto. Tomé un sedante. Buscando adormecerme intenté leer en uno de los libros que me había dado Véronique, uno de Stefan Zweig, dos o tres líneas bastaron.

Desperté muy turbado casi cuatro horas después, agitado tras soñar inquietantes sueños. Me desveló un mal presentimiento, una pesimista premonición que no andaría errada. El sobresalto que nos esperaba iba a ser enorme. Primero se empezó a oír una especie de silbido anormal, casi imperceptible, que perturbaba el suave roncar de los motores al que ya nos habíamos habituado. El sonido fue haciéndose más y más estridente, despertando poco a poco a casi todo el pasaje. La iluminación de la cabina seguía atenuada. El chirrido metálico fue in crescendo hasta hacerse muy preocupante, intolerable. Noté cómo los pilotos reducían drásticamente la potencia de los motores. En ese instante, se escuchó una explosión sorda, en apariencia lejana, que despertó a los pocos que todavía dormían y el avión comenzó un precipitado descenso. Todas las luces se encendieron a la vez parpadeando azuladas y todas las tapas que guardaban las mascarillas de oxígeno se abrieron a un tiempo, haciendo un ruido seco y alarmante. Las caretas de plástico amarillo cayeron como marionetas absurdas y quedaron colgando delante de nuestras narices. Tiré con fuerza de una de ellas y se la coloqué a mi padre. Abroché con urgencia nuestros cinturones. Temí que saliéramos volando por el hueco de alguna puerta desprendida, por algún agujero abierto en el fuselaje, pero no, no era una descompresión rápida. Nada a bordo, excepto las máscaras balanceándose, parecía indicarlo. Todos a mi alrededor, todos menos yo, se la habían colocado ya sobre la nariz y la boca, aterrorizados. Noté que aún podía respirar con naturalidad, que de momento no faltaba el oxígeno y que la temperatura no había descendido bruscamente hasta hacerse insoportable. Eso era lo que cabía esperar, teniendo en cuenta la altitud a la que volábamos y los 50° bajo cero que hacía afuera. Pero el pánico se apoderó rápido del pasaje. El DC-10 seguía descendiendo casi en picado, seguramente buscando un nivel de vuelo más seguro, en el que el aire fuera más cálido y respirable. El sobrecargo pasó corriendo hacia el
cockpit
donde los pilotos luchaban por solucionar el problema. Un fallo múltiple, eso parecía. Los demás tripulantes intentaban calmar a los atemorizados pasajeros y ayudaban a los más torpes a ponerse bien la máscara o abrocharse el cinturón. Iban y venían a toda prisa por los pasillos inclinados, usando botellas de oxígeno o tomando bocanadas de las mascarillas sobrantes para seguir conscientes. También yo me coloqué la mía. Era evidente que la presión de la cabina disminuía de forma preocupante, que el aire salía más rápido de lo que entraba y empezaba a escasear. Empecé a sentir un frío intenso. Por la megafonía, el capitán intentó en vano calmar los ánimos. Buscaba expresarse con firmeza y serenidad, pero su voz sonó precipitada, titubeante, no del todo convincente, en medio de un caos de alarmas y pitidos. Su inglés sonaba además pueril, poco riguroso. Dudo que un piloto europeo o americano decidiera en semejante momento dirigirse al pasaje, pero el aviador africano lo hizo. Tal vez porque ya vislumbraba que aquello podía terminar mal, muy mal. Quizá para calmar también a su tripulación.

Your attention please...

«Señoras y señores, nos hemos visto obligados a iniciar un descenso de emergencia. Es imprescindible que hagan uso de las máscaras de oxígeno y que permanezcan en sus asientos con los cinturones de seguridad abrochados. Les rogamos que no se alarmen, la situación está bajo control. No es nada grave. Se trata de un problema técnico que esperamos poder solucionar muy pronto. Repito, hagan uso de las máscaras de oxígeno hasta que estabilicemos el avión en un nivel de vuelo seguro, por debajo de los diez mil pies. Es cuestión de pocos minutos. Tenemos previsto realizar un aterrizaje de emergencia en el aeropuerto más cercano. Volaremos hasta Bamako, en Malí, y esperamos tomar tierra allí en poco más de media hora. Hasta entonces, sigan todas las instrucciones de la tripulación. Ellos les dirán llegado el momento cómo actuar. Gracias...»

El mensaje del capitán pareció, en alguna medida, apaciguar el miedo. En apenas diez minutos estábamos a unos tres mil metros de altura y ya pudimos quitarnos las máscaras y respirar con naturalidad. Tras el precipitado descenso, los motores empezaron a rugir de nuevo. Daban la impresión de tener aún potencia suficiente como para llevarnos a buen puerto. Pero algo iba muy mal, eso era indiscutible. Pasaron otros eternos veinte minutos antes de que los
flaps
se desplegaran por completo y el tren de aterrizaje pareciera bajar sin problema. Afuera llovía violentamente, algo que no sucedía desde hacía varias décadas. Las turbulencias hacían brincar el avión, baqueteándolo como si fuera de papel. Una fuerte tormenta eléctrica azotaba la zona del aeropuerto de Senou, en Bamako. El enorme avión descendía dando bandazos a un lado y a otro, avanzaba a duras penas contra el viento y el incesante aguacero manteniendo una fuerte deriva. La tripulación ya no podía disimular su inquietud. Con los rostros desencajados, a voces, comenzaron a darnos atropelladas instrucciones antes del inminente aterrizaje. Échense todos hacia delante, coloquen la cabeza entre las rodillas y las manos en la nuca, ¡rápido! Sólo unos minutos antes de tocar tierra, se escuchó de nuevo por los altavoces la voz del capitán. Esta vez gritó con urgencia:
«Attention crexu on station!».
Las azafatas corrieron a sentarse y se abrocharon los cinturones. Miré por la ventanilla con aprensión. Apenas había visibilidad. El aparato parecía ya casi rozar el suelo planeando cuando los motores, a la máxima potencia, tronaron intentando elevarlo de nuevo al cielo. Por alguna razón los pilotos decidieron frustrar el aterrizaje, pero la desesperada maniobra resultó inútil. Los reactores se vieron impotentes y ya apenas pudieron alzar el avión un centenar de metros. Un extraño vacío en el estómago me indicó que caíamos de forma irremisible. En ese instante me preparé para lo peor. El ruido era ensordecedor, todo vibraba, todo crujía desmoronándose, todo comenzó a desprenderse, todo parecía rendido al desastre. El avión escorándose a un lado, se desplomaba impotente, vencido, herido de muerte. De las portezuelas de los portaequipajes abiertos seguían cayendo bolsas, maletas, todo tipo de objetos. Lo último que escuché antes del impacto fue a una de las azafatas aullar:
«¡Brace, brace, brace!»
Luego, el aullido de una fuerte bocina saliendo de la cabina y una voz artificial, metálica, desalmada, que mientras aún nos precipitábamos insistía:
«Evacuate!..., evacuate!..., evacuate!...»
Después, un golpe colosal, un estruendo inimaginable, como si el mundo entero se hubiera partido en mil pedazos a nuestro alrededor. Sentí cómo el avión se magullaba contra el terreno, aplastándose, cómo se arrugaban los plásticos y los metales, cómo arrastraba su inmensa panza por el suelo haciendo saltar chispas, destellos que pronto se convirtieron en llamas. El monstruo moribundo avanzó sin freno echándose a la izquierda, volteando, desmoronándose. El ala de ese lado se partió y salió despedida hacia atrás envuelta en llamas, seccionando la cabina de pasaje y arrancando de cuajo el motor trasero y el timón de cola. El fuselaje quedó destrozado, dividido en tres enormes trozos que rodaron por una suave pendiente entrechocando y lanzando al aire restos, equipajes, pasajeros aún vivos o ya muertos. La fuerza del golpe fue tan brutal que la mayor parte de los asientos se soltaron de sus guías, y en sólo unos segundos quedaron prensados unos contra otros, aplastándose como naipes en una baraja y aplastando entre ellos los cuerpos de los que aún seguían atados a las butacas. Yo, antes de que el avión llegara a pegar contra el suelo, ya había desabrochado mi cinturón, y por increíble que parezca, eso me salvó. Aunque nada pude hacer por mi padre, salí despedido. Volé literalmente saliendo por la embocadura del fuselaje seccionado justo delante de nuestros asientos. Fui a caer de bruces en un barrizal que amortiguó el golpazo, a unos cien metros del desastre, agua sucia y albero que olían a carburante. Roto en apariencia, medio desnudo, pero vivo. La última vez que miré a papá ya debía estar muerto, se zarandeaba inerte en el asiento adelante y atrás, a un lado y a otro, con los brazos y la cabeza colgando, con los ojos en blanco. Una última imagen espeluznante que intentaría no conservar en mi memoria. Creo que no llegó a enterarse de nada. Eso quise pensar. Como él, la mayor parte de los pasajeros debieron fallecer con el primer impacto. Muchos machacados, despedazados por las aristas o los filos de los hierros retorcidos. Otros quedaron malheridos o inconscientes, lo que significaba una muerte segura entre el humo y las llamas. Los cuerpos sufrieron terribles mutilaciones. Piernas, brazos, manos y cabezas volaron indolentes hasta golpear contra los mamparos, ensangrentándolo todo. Los que quedaron con vida, muy pocos, se abrasaron o murieron antes asfixiados en el infierno que se desató a los pocos segundos de chocar. Se oyeron dos o tres explosiones sordas, luego, el combustible que lo empapaba todo, que quedó esparcido por todas partes, se incendió. La tragedia era total. Ya no había escapatoria. Algunos, muy pocos, debieron correr mi misma suerte. En la absoluta confusión que siguió al accidente me pareció ver a varias personas deambular como espectros en torno al desastre. Sus siluetas se recortaban contra las llamas como siniestros títeres, completamente desorientados. Caminaban de acá para allá bajo un intenso aguacero que, sin embargo, no era capaz de extinguir la hoguera. La escena resultaba muy extraña, infernal, apocalíptica, como en las peores pesadillas. La más absoluta penumbra quedó rota por un fulgor anaranjado, por el impresionante resplandor del incendio. Del cielo llovía barro que intentaba teñir todo de amarillo. Del avión ya sólo se distinguía parte de la formidable cola. El ojo pintado en el logotipo de la compañía aérea, como el de un Dios impotente, pareció mirarme a través de la humareda dorada ordenándome que me largara de allí. Caímos en una hondonada a sólo unos kilómetros del aeropuerto de Bamako, no muy lejos de una de las orillas del río Niger. Los equipos de rescate tardaron demasiado en llegar y encontraron demasiados problemas para acercarse al lugar del siniestro. Cuando lo consiguieron, todo estaba perdido. De los 197 pasajeros y los 14 miembros de la tripulación, de las 211 personas que viajaban a bordo del DC-10, sólo diez personas salieron con vida, lo que ya era algo milagroso. En realidad once, si hubieran llegado a contarme entre los vivos. Pero yo pasé a figurar entre los desaparecidos a los que, poco después, definitivamente, dieron por muertos. Los teletipos con la noticia del accidente en África no tardaron en salir de Malí y extenderse por todo el planeta, ocupando las portadas de todos los informativos y las primeras páginas de todos los periódicos. Tampoco pasó mucho tiempo antes de que las televisiones de todo el mundo, también la española, empezaran a emitir las primeras y macabras imágenes. En ellas se podía contemplar la verdadera magnitud de la tragedia. Oficialmente el siniestro costó la vida a 201 personas, entre ellas, dos ciudadanos españoles, padre e hijo que regresaban de pasar unas vacaciones en Kinshasa. Ya nunca más tendría que preocuparme por la salud o la muerte de papá, o pensar en mi propia muerte. Para todos, Alfonso y Luis Vaissé habían dejado de existir. De ellos no quedaban ni los restos...

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