El hombre del baobab (37 page)

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BOOK: El hombre del baobab
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Los dos se acercaron con cautela, y con infinita tristeza, a lo que muy probablemente sería el cuerpo sin vida de su padre y de su hermano. Apartaron la enramada que lo escondía e iluminaron de cerca la siniestra silueta. No reaccionó. Reposaba con la cabeza apoyada entre las rodillas, cubierto por una especie de lienzo inmundo. El ser, acurrucado en posición fetal, tenía una apariencia completamente exánime. Estaba sentado sobre una materia viscosa que apestaba. Fue una visión y una sensación indescriptible, pavorosa. Daniel acercó su mano al cuerpo y lo zarandeó muy levemente. Luego, con gran reparo, retiró la maraña de pelo gris y mugriento que colgaba cubriendo el rostro del que imaginaron ya un cadáver. Entonces, para colmar el momento de espanto, el despojo humano alzó y giró levemente la cabeza, entreabrió sus mortecinos párpados, y se les quedó mirando. Subyugado, vencido, dispuesto a entregarse a cualesquiera fueran aquellas bestias que lo acorralaban. Aunque estaba del todo irreconocible, no tuvieron la menor duda, aquel momio era Luis. En sus ojos macilentos, velados por las cataratas, aún se desaguaba un hilillo de vida. Adrián rompió a llorar. Daniel maldijo una y otra vez en un susurro...

Desbordados por la impresión, por los inconcebibles sentimientos que soportaron en ese instante, a punto estuvieron de desfallecer, de salir corriendo de allí como almas que lleva el diablo. El cuerpo inerte siguió mirándoles sin mover un músculo. No hubo otra reacción. Con extremo cuidado, Daniel tomó entre sus brazos lo que quedaba de su hermano sin que éste opusiera ninguna resistencia. Como un gorrioncillo lánguido y desplumado, o un superviviente de un campo de exterminio nazi. Ya no pesaría más de cuarenta kilos. Parecía un niño grande, contraído y famélico.

—Soy Daniel, tu hermano, ¿me recuerdas? ¿Puedes oírme? ¿Puedes hablar?

Kananga entró en la caverna con la mochila de los primeros auxilios, una cantimplora, mantas y una lámpara de gas que iluminó mejor la aterradora estancia, la terrible escena, la horrible visión de ese pobre hombre marchito. Recostaron a Luis sobre un cobertor y lo cubrieron con el otro. Adrián consiguió entreabrir los labios sellados y resecos de su padre y darle a beber unos sorbos de agua de su boca. Parecía muy deshidratado.

—Es tu hijo... Adrián... —insistió en hablarle Daniel—, ¿le recuerdas?

Las pupilas del «muerto» se movieron muy pesadamente, a pequeños respingos, buscando los ojos de Adrián. Este, sollozando de forma incontenible, abrazó con cuidado a su padre arrodillándose a su lado. Luego lo tomó en brazos y lo arrulló como a un crío. Daniel se abrazó a los dos. Kananga salió fuera de nuevo, discretamente.

—Papá..., ¡pobre papá! —lloró Adrián con infinito desconsuelo...

Adrián cogió una de las manos de su padre y le pareció notar que éste apretaba la suya levísimamente. Dani sacó del botiquín un termómetro y le tomó la temperatura. Confirmó lo que el tacto de su piel advertía, padecía una severa hipotermia. Ungieron y frotaron con aceite toda su piel intentando hacerle entrar en calor, activar la circulación de la escasa sangre que debía correr por sus venas. Luego lo abrigaron de nuevo. Había que sacarlo cuanto antes de allí, de aquel humedal insalubre, proporcionarle el calor del sol. Kananga y el supersticioso Thiemoko ya habían acercado la angarilla para portarlo hasta el avión. Lo tumbaron en ella con delicadeza. Debía llevar mucho en la oscuridad, antes de acarrearlo afuera, cubrieron sus ojos con uno de esos antifaces que dan en los aviones y un paño oscuro. Así evitarían que la luz del día derritiera el estambre de su mirada, cegándolo tal vez para siempre. Si es que no lo estaba ya.

Consiguieron sacarlo del árbol sin mucha dificultad. La camilla dogón resultó ser un utensilio muy eficaz. Para poder meterla dentro del fuselaje, desmontaron los cuatro asientos traseros y los echaron en la cuba de la camioneta. Por si botaban más de lo previsto, aseguraron la hamaca y el cuerpo de Luis improvisando unas trabas con los cinturones de seguridad. Daniel y Kananga se sentaron a los mandos del avión y Adrián se sentó atrás, en el suelo, al lado ele su padre. Thiemoko y los dogones regresarían por donde habían venido en el coche. Aunque sabía que sería muy improbable que le hicieran caso, Daniel pidió a los guías que antes de partir inspeccionaran el interior del árbol, que buscaran dentro cualquier objeto que hubiera podido pertenecer a su hermano. El motor del avión se puso en marcha sin problemas. Kananga pisó a tope los frenos y aceleró a la máxima potencia. Cuando parecía que el aparato se iba a desmoronar, los pilotos soltaron las riendas y corrió desbocado zarandeándose por la accidentada pista. Temieron reventar una de las ruedas, o las tres a la vez. Unos cientos de metros después rotaron y se elevaron veloces, dejando atrás el recóndito y misterioso territorio de los colosales árboles...

Para siempre...

Parecía mentira que aquel mundo de apariencia infinita, extraterrestre, poblado ele baobabs, estuviera a poco más de media hora de vuelo, a unos ciento cincuenta kilómetros en línea recta del aeropuerto de Mopti. Aterrizaron para repostar y luego continuaron viaje volando durante otra hora y media hasta llegar a Bamako. Allí ya estaban sobre aviso de la emergencia y esperaba una ambulancia. En ella fueron aullando hasta el Hospital Gabriel Touré. Kananga se ocuparía del avión, de los papeleos, explicaría a sus jefes la situación. Ya pasarían al día siguiente, o al otro, por el aeródromo para ajustar cuentas. No en vano, tenían sus pasaportes retenidos, eso además del dinero de la fianza, que superaba con creces la deuda contraída. Sin duda pasarían a pagar la factura...

Luis perdió el conocimiento al poco de despegar, y así ingresó en el servicio de terapia intensiva, algo parecido a una UCI. Los médicos no daban crédito, no se explicaban cómo aquel hombre blanco de aspecto desahuciado pudiera seguir vivo. Durante el vuelo, una fiebre altísima e incontrolable había reemplazado a la hipotermia. Adrián fue aliviándola con paracetamol y trapos húmedos. En el hospital, los enfermeros raparon su cabeza, afeitaron y lavaron todo su cuerpo, y desinfectaron cada una de sus heridas. Nada más llegar le suministraron oxígeno, colocaron vías clavadas en sus venas y en ellas inyectaron un montón de medicamentos. Por uno de los agujeros de su nariz entró un tubo que llegó hasta su mermado estómago. Analgésicos, antipiréticos, antibióticos, calmantes. Inyectaron también un suave puré que llenó sus famélicas entrañas. Los médicos constataron su importante pérdida de peso, los graves síntomas de des— hidratación, el lamentable estado que el extraño paciente presentaba en todos los aspectos. Era un caso sin duda singular. En su deteriorado organismo apenas quedaba un hilo de vida, advirtieron, pero todo parecía funcionar medianamente bien. Su robusto corazón aún latía, eso era lo más importante, aunque fuera de forma casi imperceptible. Harían todo lo posible por salvarlo, les prometieron. Después de sedarlo y someterlo a mil pruebas y análisis, quedó intubado y monitorizado, en observación. Muchas horas después, uno de los doctores les comunicó en un pasillo que lo peor había pasado, que el enfermo parecía estable y dormía sereno. Posiblemente se salvaría. Aunque en ese caso, tardaría meses, tal vez años, en recuperarse por completo. Habría que esperar, tener mucha paciencia. Estaba en buenas manos. Les recomendó que fueran al hotel y regresaran al menos veinticuatro horas después. Tampoco a ellos les vendría mal asearse y descansar, insinuó el médico.

Antes de ir a reposar, regresaron al aeródromo y ajustaron cuentas en las oficinas de African Airways. Recuperaron sus documentos y la fianza. Desde allí reservaron habitaciones en el mejor hotel de la ciudad, en el lujoso L'Amitié. Una vez allí, aseados y bien comidos, se plantearon cómo decírselo a Nadia. Según los doctores, aún tendría que pasar un mes antes de poder regresar a España. La llamaron desde la habitación y le contaron la aventura vivida para rescatar a Luis, al hombre del baobab.

Mientras él se recuperaba en el hospital, ellos se ocuparon en solucionar con las autoridades del país todos los trámites para, llegado el momento, poder repatriarlo. Oficialmente estaba muerto y enterrado, no existía, no tenía papeles, pasaporte, nada que probara su identidad. Nada que sirviera para identificarlo, salvo los testimonios de su hijo y su hermano, y los documentos que poco a poco fue consiguiendo la Embajada de España en Bamako. Enviaron a Europa fluidos para realizar pruebas de ADN. Recibieron un nuevo DNI y su pasaporte en regla. La colaboración de la embajadora fue imprescindible. Era una mujer inteligente y eficaz, que se implicó al máximo en un asunto que la tenía fascinada. Daniel y Adrián pasaban cada día por el hospital a ver a Luis. Le compraron pijamas y ropa interior, la ropa limpia parecía incomodarle, también el aseo diario que aceptaba con desgana. Pasó las dos primeras semanas en una especie de coma inducido hasta que una mañana despertó. Pero siguió sin hablar, sin dar muestras de reconocerlos, de acordarse de quién era o de dónde venía. Era pronto aún, aseguraban los doctores. Empezó a ganar algo de peso y a pronunciar algunos sonidos, extraños monosílabos que terminaron por aprender a interpretar. Ya comía purés de verduras, papillas de frutas, leche y galletas, alguna tortilla que tragaba con dificultad. No le quedaba un solo diente en la boca, pero las encías, a fuerza de emplearlas, le servían para masticar. Al parecer, su paladar no funcionaba bien, había perdido el sentido del gusto. También la vista y el oído estaban muy mermados. Su pulso era lento como el de un maratoniano, y aunque ausente, se mostraba dócil con las personas que le atendían. A veces tenía accesos de irritabilidad, de desorientación, e intentaba escapar de la cama y de la habitación. Pero era fácil controlarlo, calmarlo.

Adrián y Daniel pasaron muchas horas sentados al lado de su cama, hablándole, intentando hacerle recordar, contándole... Pero él en ningún momento reaccionó con interés o emoción a las palabras de su hijo y de su hermano. Simplemente los miraba.

En veinte días su recuperación física ya era notable. Sin embargo, mentalmente permanecía bloqueado, sumido en una cada vez más anómala percepción de la realidad. Padecía algo similar a la demencia senil o el Alzheimer, les dijeron los especialistas, algún tipo de enfermedad degenerativa cerebral, seguro, aunque aún era pronto para emitir un diagnóstico fiable. Tampoco ellos podían hacer nada. Una vez en Madrid deberían hacerle pruebas imposibles de realizar allí que confirmaran o no ese diagnóstico. Su cuerpo seguía muy mermado, pero había recobrado el color y la apariencia de un ser humano. Una tarde los médicos les aseguraron que ya podría viajar a España para que continuara allí su convalecencia en otra clínica. Fue una alegría inmensa para los dos. Habían dejado demasiados asuntos aparcados por estar allí y se sentían muy impacientes por regresar.

Dos días después fueron al aeropuerto a sacar tres billetes en primera clase para regresar a Madrid. No iban a dejar de pasar a despedirse del bueno de Kananga. Éste se emocionó mucho al verlos, al saber que preguntaban por él y percibir en los blancos su sincero afecto. Se abrazaron y charlaron sobre lo vivido. Kananga, para su sorpresa, les dijo que Thiemoko le había enviado algo para ellos desde Mopti. Una caja pequeña con lo que los dogones habían encontrado en el interior del árbol. Superando su aprensión habían buscado dentro del baobab. La abrieron muy intrigados. Dentro encontraron una rudimentaria lanceta sin mango, mohosa y mal afilada, un báculo dogón, un pequeño lápiz roído y despuntado, una goma de borrar ovalada, unas babuchas de cuero carcomidas, casi deshechas, la montura de unas gafas con una sola patilla y una única y gruesa lente, un par de cuencos de cobre verdosos, una bolsita de arpillera llena de huesecillos, colmillos de animales y algunos de sus dientes, un pañuelo infecto, un gorrillo negro de lana... Poco más. Sólo con aquellos objetos había vivido Luis durante casi diez años dentro de su floresta. En el interior de una de las desgastadas sandalias, envuelto en un trocito de tela, encontraron algo oculto. Al ver lo que era, Adrián se conmocionó profundamente y no pudo evitar una vez más las lágrimas. Era una pequeña foto de carnet de cuando él tenía siete u ocho años, una de esas que te sacan en el colegio cada curso. Estaba muy deteriorada, ajada y descolorida. Adrián sonreía repeinado, mirando a la cámara con gesto satisfecho y vestido con una camisa de rayitas rojas y blancas bajo un jersey granate.

Al mediodía del día siguiente pagaron la factura del hospital, se despidieron muy agradecidos de los doctores africanos y, ya con el alta médica en la mano, se llevaron a Luis en una silla de ruedas. Aún no podía caminar o no quería o había olvidado hacerlo. Kananga les llevó hasta el aeropuerto. Durante el trayecto pasaron por la legación española para despedirse de Marta, la embajadora, y agradecerle una vez más todos sus desvelos. Ésta se ofreció a acompañarles personalmente hasta el avión, por si aún pudiera presentarse algún problema. Les advirtió de que la historia ya había saltado a los medios de comunicación españoles. Cuando los periodistas se enteraran de su regreso, muy posiblemente, tendrían que esquivar a la prensa durante un tiempo. Poco después de las nueve de la noche embarcaron en un Airbus 330 de Air France que les llevaría a París. Desde allí, por fin, volarían hasta Madrid.

Les ayudaron a subir la silla a bordo y a acomodarle junto a una ventanilla. No opuso en ningún momento resistencia, no se quejó, apenas se movió, salvo un leve mirar a uno u otro lado, observándolo todo con expresión de pasivo asombro. En el hospital también les habían proporcionado unas gafas, tal vez no eran exactamente de su graduación, pero era seguro que él veía mucho mejor, porque todo lo que alcanzaba a ver llamaba poderosamente su atención. Adrián se sentó a su lado y le cogió la mano. Despegaron puntuales. Al poco de elevarse, Luis giró la cabeza y miró afuera. Adrián vio su gesto de extrañeza reflejado y repetido en la doble ventanilla.

—Ya estamos en camino, papá, volvemos, estamos volando —le dijo Adrián apretándole la mano con mucho amor—, pronto estarás en casa... ¿Te apetece regresar a España?

Adrián preguntó a su padre como si realmente éste pudiera contestarle, como si estuviera ya lúcido y recuperado. Luis pareció no inmutarse, pero un rato después, un par de minutos más tarde, sin apartar la vista del cielo, dijo en un susurro inaudible:

No lo sé...

Adrián no llegó a oírle.

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