El hombre del baobab (32 page)

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BOOK: El hombre del baobab
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Te quiero tanto..., te quiero siempre tanto...

La lectura extenuaba por la emoción y la intensidad con la que los dos, ora uno ora otro, la ejecutaban. Se detuvieron llegados a ese punto. Leyeron esos últimos «te quiero» ya bajo la escasa luz que entraba por las ventanas entreabiertas del crepúsculo. En ese momento Paula despertó después de una siesta demasiado larga y apareció en la habitación con carita de bien dormida. Los dos se quedaron de piedra, sorprendidos in fraganti y sin saber bien cómo comportarse. Se les había ido la olla con la hora. Luego no habrá quien te duerma —lamentó Nadia su despiste contrariada pero bromeando con ella, tendiéndole los brazos—, anda, ven aquí. La pequeña dio un gran salto sobre la cama y se metió entre los dos absolutamente feliz y alborozada. Ellos completamente sonrojados, intentaron no dar más importancia al asunto. La niña encontró de lo más natural que estuvieran allí dentro, casi desnudos, ojeando juntos un libro. Se abrazó a su madre dichosa, momento que Adrián aprovechó para, tropezando de forma muy cómica, enfundarse unos pantalones. Nadia no pudo evitar reírse de él. La niña se abrazó a Adrián en cuanto éste regresó al lecho. Paula cogió el cuaderno que reposaba sobre el edredón y les preguntó qué era lo que estaban leyendo.

—Es un viejo cuento que escribió papá —intentó explicarle Adrián mostrándoselo—, mira, también hay algunos dibujitos hechos por él.

—¡De papá! ¡Qué bonitos son! —exclamó la niña observándolos con gran interés—. ¿Puedo recortar alguno para quedármelo?

—¡No! —intervino tajante Nadia—. Ni se te ocurra, ¡mira que te conozco!...

—Si los recortas —le insinuó Adrián—, también recortarías las letras que hay por detrás y ya nunca podrías leer el cuento completo. Y es muy importante que algún día lo hagas...

—Yo ya leo muy bien..., ¡eh! ¿Puedo?...

—Todavía no..., es demasiado pronto..., cuando seas un poco más mayor....

—¿Cuánto más?

—Cuando tengas unos diez años más por lo menos...

—¡Oh no!..., eso es demasiado tiempo... —se quejó zalamera—, no quiero esperar tanto... Léemelo tú..., ¿de qué va?

—Son historias de África, muy enredadas. Es un cuento muy triste y a veces también da mucho miedo... Ahora no te gustaría demasiado leerlo... pero te gustará llegado el momento. Además —añadió Adrián dando cierto misterio a sus palabras—, éste es un cuaderno mágico, muy secreto, créeme. Muy raro. Él solo irá escribiéndose únicamente para ti...

—¿A ver...?

—No se puede ver... Sólo lo hace cuando sus tapas están cerradas, muy bien cerradas... Así —le aseguró Adrián quitándole con delicadeza el librillo y cerrándolo—, muy despacito, aunque no puedas verlo, dentro, van apareciendo más y más letras, podría ser incluso que aparecieran otros dibujos...

—¡No me lo creo!... Me estás tomando el pelo...

—Escucha dentro, escucha atentamente... —le dijo muy serio y acercándole el cuaderno a la oreja. Paula atendió con mucha atención. Adrián arañó muy levemente en la contracubierta, imitando el sonido de una punta al escribir.

—¡Es verdad!... ¡Se oye algo!... ¡Ah!... pero seguro que eras tú...

—Yo no soy, ¡de verdad!... —respondió él riendo—; me creerás cuando seas más mayor y puedas leerlo...

—Vale...

La niña pasó a otra cosa con la misma soltura con la que había intentado entrar en esas páginas. Ellos suspiraron y la siguieron aliviados. En vez de salir a cenar fuera, Adrián preparó una apetitosa merienda cena. Decidieron que después verían una o dos películas, los tres. A Paula le pareció una idea estupenda, por una vez podría trasnochar, aunque fuera un poquito. Cada una de ellas elegiría una entre las que se amontonaban en la estantería. Paula escogió
El viaje de Chihiro,
una de sus favoritas. Nadia cogió
Memorias de África.
Parece que dan un buen programa esta noche, bromeó Adrián, mientras encendía la chimenea. Mientras, después de acabar su postre, Paula dispuso todo para la sesión doble de cine. Encendió la tele y metió el primer disco en el reproductor DVD, puso a mano los mandos a distancia, colocó y mulló un montón de cojines, trajo de la cocina un cuenco rebosante de palomitas y, acomodándose frente a la pantalla, se sirvió un batido de chocolate. Nadia se acuclilló junto a Adrián mientras él atizaba el flamante fuego. Intentó en voz baja convencerle de que tendrían que llamar a Daniel cuanto antes, hacerle saber.

—Ha llegado el momento de hablar de esto con Dani, ¿no te parece?... Tal vez él sepa qué hacer...

—No me parece mala idea llamarle, pero sabes que no hay mucho que hacer... Han pasado ya ocho años desde que escribió eso...

—Sí... pero alguien te lo ha enviado hace muy poco, Adrián. ¿Quién? ¿Por qué? ¿Por qué llegan ahora esas palabras? Es muy extraño, ¿no te lo parece? ¿Y si las hubiera mandado él mismo?

—Eso ni se me había pasado por la cabeza...

—Es muy improbable..., lo sé, pero, piensa, ¿quién iba a mandarte una cosa así desde Malí? ¿por qué a ti?

¿quién hubiera podido saber o averiguar por allí tu dirección?

—Tienes razón... No lo había pensado de esa forma... Soy un poco tarugo, la verdad. Pero es que me cuesta imaginarle con vida... Imagínate pensar o admitir que podría estar vivo ahora mismo.

—¿Le has dicho algo a tu madre?

—No... no sabe nada. Aunque no sé qué pensaría al recibir el paquete...

—Yo no le diría nada... Todavía no diría nada a nadie. Pero a Dani sí..., hay que hablar con él..., tienes que llamar a tu tío cuanto antes...

—Ya es un poco tarde para hacerlo, son casi las ocho de la tarde... Estará durmiendo seguro... Además, mira a tu hija, no creo que quiera esperar más...

—Tienes razón, mejor le llamas mañana. Pero le llamas..., ¿vale?... Me quedaría mucho más tranquila...

—Lo haré, no temas...

Paula, ya muy impaciente, les apremiaba a comenzar la proyección cantando aquello tan pueril de «que empiece ya, que el público se va...». Los dos se disculparon fingiendo enseñar las entradas a la acomodadora. ¿Son éstos nuestros asientos señorita?, dijeron señalando al sofá. Ella asintió haciendo una reverencia e invitándoles a tomar asiento. Se sentaron. Después de apagar la luz, Paula pulsó la tecla del
play
de forma muy ceremoniosa. ¡Silencio..., dijo con voz grave, que empieza la sesión! Durante los primeros minutos de la maravillosa película que había visto ya cien veces, Adrián no pudo quitarse de la cabeza las preguntas que acababa de hacerle Nadia, la no tan loca idea de que pudiera estar vivo aún, en alguna parte. Se sintió asustado y extraño, aún más cuando la mujer de su padre se abrazó a él una vez más con deseo y ternura. En la pantalla, la pequeña Chihiro entraba en un tenebroso callejón sin salida con sus padres, que ya no tardarían mucho en convertirse en dos enormes cerdos glotones y terroríficos. Paula, fascinada con la intriga, no vio cómo detrás de ella su hermano y su madre se besaban tal vez enamorados, cada vez más confundidos. Paula vio entera y muy atenta la primera película. Después se quedó dormida durante la segunda, mientras los protagonistas, junto al fuego de su campamento, brindaban «por la cándida adolescencia». En ese punto la pararon. Nadia acostó a la niña mientras Adrián preparaba un par de copas. Después regresaron a África, pero a otro lugar, a otros personajes, a otra aventura, mucho más cercana y desconcertante. Adrián puso la banda sonora de la película que acababan de interrumpir y continuaron leyendo juntos. Esta vez, él volvió a poner voz a lo escrito...

Una mañana, después de aprovisionarme, dejé atrás la casa de Ambén y su familia. Cuando le anuncié que me iba, él mismo metió en un hatillo unas libretas de pan, un saquito de arroz, otro de sal, una escudilla para cocinar y un cuenquito para comer, una gran caja de cerillas, además de una cantimplora llena con cinco litros de agua. Toda esa preciosa mercancía era para mí. Me entregó también un enorme
batik
de algodón color índigo, y unas cómodas babuchas de piel poco usadas. Le mostré mi agradecimiento besando tres veces su mano. Ha llegado el momento de partir, le dije en su lengua, gracias por todo. Ambén me abrazó un momento y también me dio tres besos en las mejillas. Luego, acariciándome la cabeza, golpeándola con afecto, como se golpea la de un buen perro, me deseó buena fortuna. Antes de marchar quiso todavía regalarme algo, un recuerdo, me dijo, un amuleto. Entró en la casa y al poco regresó con una especie de lanza de hierro oxidado, corta y labrada a mano. Tenía una ancha punta ovalada y sin filo, con forma de pez, y a modo de empuñadura, un raro fetiche, un hombrecillo barbudo tocado por un gorrete, de labios y ojos saltones, enormes pies y con las manos apoyadas sobre el taparrabos. Es dogón, me dijo, te traerá suerte. Puso el extraño báculo en mis manos, dio media vuelta y regresó a sus asuntos sin más adioses. Fue un gran adiós, una brevísima despedida, casi carente de emoción, al menos por mi parte...

Pero me fui mucho más vivo de lo que llegué, mucho mejor en todos los aspectos. El tiempo y los pesares pesaban menos sobre mis hombros. Me sentía mucho mejor de salud, muy recuperado y brioso. Aunque estuviera muerto y tal vez olvidado. Todo a la vez. El caso es que así partí. Debía emprender otra vez camino, seguir mi rumbo, fuera el que fuere. Dejé que mis pasos me guiaran sin pensar demasiado. Ellos eligieron salir de Mopti hacia el este, por la carretera de Gao. En ocasiones tuve la impresión de estar siguiendo la dirección que señalaba la punta del cayado dogón, que sostenía en mi mano balanceándola como un zahorí. No andaba errada esa brújula. Empecé a caminar muy lentamente, y así, con pausada terquedad, viajé durante muchos días y muchas noches. Apenas me detenía para dormir o descansar un rato muy de tanto en tanto, cuando ya no podía más. Algún trecho lo hice en alguno de los escasos coches que recorrían la molida calzada, con buena gente que ralentizaba la marcha o se detenía en el arcén para invitar a subir al lento caminante encapuchado. Así seguí aquella carretera infinita, atajando a veces, cortando, pero volviendo siempre a retomarla. Kilómetros y kilómetros hasta llegar a las calles de la remota Bandiágara...

—Existe un camino para llegar a él, ¿lo ves? —dijo Nadia muy excitada—; sabemos qué dirección tomó, hasta qué zona llegó..., ¿no?

—Tendremos que seguir leyendo antes de sacar conclusiones, de abrir otros caminos... pero puedes estar segura de que mañana llamaré a Daniel —dijo Adrián con convencimiento—, creo que tal vez...

—Tal vez ¿qué?...

—Que tal vez deberíamos empezar a pensar en la posibilidad de emprender esa búsqueda algún día... por absurda que sea..., seguir todas estas pistas... aunque no será fácil...

—Daniel sabrá qué hacer..., es piloto, sabrá qué hacer... ¡Los dos sois pilotos! ¡Qué narices! —añadió Nadia apretando las manos de Adrián con orgullo—. Vosotros siempre sabéis qué hacer para llegar hasta el último rincón de la tierra... revoloteando como los pájaros... ¿Vienes a la cama?, me caigo de sueño...

—Aún no..., ve tú. Ahora no podría dormir. Si no te importa —se disculpó Adrián besándola—, seguiré un rato..., al menos hasta que me entre la modorra...

—Mañana te alcanzaré, no lo dudes...

—Buenas noches...

—Buenas noches, Adrián... Te quiero...

Hace ya mucho tiempo de todo eso... Y hacía mucho también que no me alejaba de mi cueva, que no bajaba hasta el bullicio al pie de la falla. Muchos meses.

... Hace unos días, ¿cómo explicar lo inexplicable?, después de meses de inmovilidad, de mudez y hastío, casi de expiración, un poderoso e inexplicable impulso vital me empujó a moverme, a marchar. Tal vez fuera esta repentina impaciencia por emplazarte de algún modo, por relatarte mi desventura, mi mala o buena ventura, todo lo acaecido desde aquel día en que desaparecí... Metí en el hatillo unos frutos, llené de savia y agua la calabaza que me sirve de cantimplora y al anochecer, por evitar las ardientes horas del sol, emprendí camino hacia el sur, otra vez hacia Bandiágara. Despacio, casi inconsciente de mis pasos, bajo el firmamento, recorrí durante horas la larga distancia que me separa del filo del acantilado. Alcancé el borde de la meseta al amanecer. Una suave brisa me acarició al asomarme y vi salir el sol desde esa altura, cerca de la aldea de Shanga. Tendí la estera entre unos arbustos, bajo una frondosa acacia de flores amarillas, y me tumbé a su sombra a descansar. Unas horas después, sobre el mediodía, descendí, no sin esfuerzo, por la escarpada pendiente de arenisca de la falla. Por la misma pared que un día escalé buscando dejarme atrás, abajo, al fondo, para siempre...

Allí, en el mercado de Dona, conseguí el lápiz y este cuadernillo en el que escribo, en el que intento contarte. Cuando no pueda más, cuando no quepan más letras o se consuma la mina, buscaré la forma de hacértelo llegar, intentaré que alguien, tal vez el bueno de Oukuro, lo certifique en la oficina de correos de Bandiágara. Espero tener fuerza y vida para hacerlo.

Esa vez, en el mercado, todo me pareció distinto. Los colores, los sonidos, los olores, todo resultaba más intenso. Todo sorprendía de forma desmesurada a mis desacostumbrados sentidos, tan ajenos ya a tanta agitación, a tanto ir y venir, al tumulto de tanta humanidad. Me sentí muy confundido y asustado. Llevaba ya mucho viviendo en una estricta soledad. Aquí raramente recibo la visita de algún nativo o de un animal. En mi parcela de desierto habitan pocas bestias, sólo algunas serpientes, algunos lagartos e innumerables insectos...

Hace unos días me ocurrió algo muy desconcertante. Un chacal blanco, enorme y famélico apareció rondando alrededor del árbol. Temí que la fiera, sin duda hambrienta, hubiera decidido roer la poca carne que le queda a mis huesos. Merodeó mucho tiempo mirándome, mirando sin atrever a arrancarse. Yo esperé armado con mi pequeña lanza. No tenía la más mínima intención de atacarme, resultó ser sólo un manso y curioso visitante. Tras la desconfianza y el desconcierto inicial, el animal se acercó a la entrada de la gruta desde la que le observaba y, alzándose sobre sus patas traseras, olisqueó y lamió mis manos con insistencia. Me atreví a acariciarle y él agradeció el gesto. Después se tumbó a unos metros, esperándome, esperando que saliera de mi madriguera y me acercara hasta él. Eso hice, con cierta aprensión y con la punta afilada en la mano. Entonces me habló. Te juro que lo hizo. Pensarás que he perdido el juicio. No habló como un ser humano, pero escuché su voz áspera en mi mente, con claridad. ¿Sabes qué me dijo? Que mi hijo vendría un día a buscarme. Que tu corazón aún seguía inquieto por mi pérdida. Que volvería a verte... Nada más. Luego, después de darle a comer unos despojos de lagarto, se alejó caminando muy despacio hasta desaparecer de mi vista.

Describirte el decorado de mi entorno es representar una tierra sedienta, seca y agrietada, en la que sólo crecen arbustos llenos de espinas, algunas acacias desperdigadas por aquí y por allá, decenas de enormes baobabs. Así es aquí el mundo de noche y de día, bajo el sol o las estrellas. Aunque ninguno de esos árboles gigantescos es tan colosal como el que me cobija. No lo elegí yo, fue él quien me acogió a mí... Luego, si me acuerdo, te contaré más acerca de esto y del misterioso chacal... Ahora me ha entrado hambre y sueño... He de comer y dormir un rato...

Hoy, como el día, he amanecido desorientado, perdido en mitad de un tifón de arena que parece empeñado en desarraigar mi árbol. No lo conseguirá, nada ni nadie lo ha conseguido en más de mil años. No se puede salir fuera, no se podría respirar ni dar un paso, y apenas se ve en la penumbra amarillenta. No me encuentro demasiado bien. Por fortuna tengo la cazuela llena de té hirviente para apaciguar mi malestar. Quiero seguir escribiéndote. Me subleva este vértigo de palabras de buen o mal agüero, sus formas, sus significados, sus vaticinios. Apoyo la punta sobre el papel. Ella se nutre de mis pobres razonamientos, él se colma en los lentos signos. No estoy seguro ya de a qué habla pertenecen las palabras. De qué extraña y postergada lengua provienen, ni cuándo fueron aprendidas. Valdrán si cumplen su misión. Llegar a ti de alguna manera, estés donde estés. Es un deseo tan puro, tan intenso, que tal vez puedas sentir ahora mismo lo que pienso mientras intento escribirlo. Justo en este preciso instante. ¿Lo sientes? ¿Sientes ahora lo que escribo? En mi mente el áspero
donno
se mezcla con el español, y mi deficiente inglés con el escaso francés que me quedó de Nadia. ¿Qué será de Nadia? Todos los sonidos que alguna vez aprendí, empleé o escuché, se afinan ahora en una sola e imprecisa lengua. Un enigmático idioma que sólo vibra en las cuerdas de mi pensamiento. Palabras cuyo significado se confunde en la garganta, la memoria o el papel. Ni siquiera recuerdo si recuerdo hablar. He abandonado el incauto hábito de expresar sentimientos con la voz. De tanto en tanto me descubro emitiendo sonidos en los que apenas me reconozco. Su eco me irrita, me inquieta como un gruñido en la oscuridad. Si pudieras escucharme ahora, si pudieras verme. Aquí, arrodillado en el suelo, encorvado como un animal, agarrando el lápiz torpemente con mi zarpa, intentando enfocar cada letra que escribo bajo la tenue luz del fuego. Si a duras penas puedo distinguirlas es gracias a unas gafas de gruesos lentes que conseguí en el mercado. Pero ni con ellas veo bien, los cristales están ya muy deteriorados. Pero son muy útiles para encender el fuego a modo de lupas. Las llamas, otro milagro. Pero hoy se ha perdido el sol bajo las dunas que vuelan. Debo avivarlo antes de que se apague. Tengo frío. Afuera el día vuelve a parecer noche. El silbido del viento es ya ensordecedor... La arena penetra con violencia por cada hueco formando remolinos de alfileres. La tempestad es mucho peor de lo que pensé. Debo acurrucarme bajo las esteras, protegerme... Cuando pase, seguiré... Te quiero...

... El día que bajé al mercado de Bandiágara y conseguí estos prodigios de la escritura, también pude mirarme temeroso en un espejo. Qué extraño fue. Ni lo imaginas. Si me vieras ahora no serías capaz de reconocerme, o mi aspecto te intimidaría de forma insoportable como me sucedió al verme reflejado. Tengo la apariencia y el olor de las bestias. Su mirada. Mucha gente me huye. Todos los que no me conocen. Hace años que no me lavo en condiciones, que no me afeito la barba y que no corto mis cabellos. Que sólo limo mis uñas raspándolas contra las piedras o arañando la corteza de mi árbol como lo hacen los gatos. Parezco un raro animal, sí, pero a la vez un pobre náufrago albino, cegato, desdentado y delirante, creo que en algo tierno. Será por el aspecto que me dan las gafas. La parte más humana que reconocí en mi rostro fue esa desdichada montura. Cuando me las puse para intentar verme mejor, la única lente que quedaba, la otra se perdió, dio un aspecto desproporcionado a uno de mis ojos, haciendo aún más grotesca mi mísera imagen. Hasta mis cejas son canas. Todo el pelo hace mucho que debió volverse blanco y crece a su antojo, aunque cada vez menos. Mi cabeza, como mi mente, se ha convertido en una maraña cenicienta, en una enrevesada selva gris llena de parásitos. Mi piel también fue tornándose grisácea, rugosa y ajada, como la corteza de un viejo árbol. En eso, y en otras muchas cosas, me parezco ahora a este baobab. Me fundo con él. Somos casi uno. Él majestuoso, yo insignificante. Los dedos de mis manos son diez sarmientos retorcidos, llenos de nudos, ásperos, casi insensibles. Poco queda de aquellas manos que te acariciaron un día. Ahora apenas pueden manejar con acierto esta varita mágica de madera y carbón. Qué maravilla poder escribir. ¡Qué maravilla! Me deja fascinado esa estrecha línea negra que deja a su paso la punta del lápiz. Debería apretar menos. Tengo que afilarlo cada dos por tres con mi cuchillo, si sigo así se consumirá pronto, incluso antes que mi vida.

En esta prehistoria en la que vivo, la mina negra resulta una sofisticada herramienta; emplearla, un acto tecnológico, casi futurista, un portento de ese pasado que escribiendo intento recordar.

Ya no soy la persona que conociste, la que quizás, aún recuerdes... ¿Me recuerdas? Quiero pensar que sí. Que no has olvidado a tu padre. Porque yo soy tu padre. Siempre quise serlo y lo fui. ¿Pensarás tú igual? Quiero creer que sí. Ahora, si me tuvieras a tu lado, no me reconocerías. Te espantaría no saber distinguir qué soy exactamente. Ni yo mismo sé bien en qué me he convertido, no tengo claro quién soy ni quién fui cuando era aquel que tú llamabas papá...

Pero a pesar de cuanto te cuento, no todo ha sido malo, no todo ha ido tan mal. No quiero darte una mala impresión. Seguro que al leer esto has vuelto a sonreír. Vivir lejos de ti, de vosotros, de todo, fuera del tiempo, te ciega y también te permite ver con mayor nitidez. Te hace alucinar en una irrealidad total y, a un tiempo, te proporciona una noción más real de las cosas, de los otros, de uno mismo. A veces, como ahora, todo gira frenético en el caleidoscopio de mi memoria. Peleándose ansiosas por acaparar mi pensamiento, me vienen a la vez millones de pequeñas imágenes. Un torbellino de rostros polimorfos, de escenas desenfocadas, paradójicas, la mayoría en blanco y negro. Pero ni siquiera estoy seguro de si pertenecen a esta u otra vida. Probablemente son imaginaciones que me encandilan como si formaran parte de alguna certeza, o tal vez sean realidades que en todo parecen invenciones. En ocasiones llego a creer que por fin he comprendido, aunque lo cierto es que sigo sin saber nada... Que poco o nada he aprendido desde que partí un día tan lejano dejando atrás la vida y la muerte... Dejándote atrás a ti... Tengo tanto que decirte, tanto que contarte y me siento tan impotente. ¿Seré capaz? ¿Será ya tarde?

Te quiero tanto hijo...

... Hace unos días, ¿cómo explicar lo inexplicable?, después de meses de inmovilidad, un poderoso e inexplicable impulso vital me empujó a moverme, a marchar, a descender por la escarpada pendiente de la falla, la misma que un día escalé buscando dejarme atrás, abajo, al fondo, para siempre... para siempre...

... Ahora mi hogar es un árbol, un gigantesco baobab nacido hace muchos siglos en este lugar perdido de África, en la tierra de los dogones, en Malí. Imagina si es grande que la base de su tronco tendrá más de diez metros de diámetro y sus ramas más altas tocan el cielo a más de treinta metros de altura. Es difícil hacerse una idea. La primera vez que lo vi creí estar soñando. Tiene las desproporcionadas dimensiones que se ven sólo en sueños. Allí dentro está mi espacio, ésa es mi morada. Te sonará muy extraño, lo sé. Pero para mí es lo único palpable de verdad, mi verdadera condición, mi único cobijo, mi hogar. Dentro de él creo haberme aproximado con cierto éxito a la verdadera felicidad. Al menos sucede en ocasiones. A esa felicidad que desconocemos, la que no depende de nada ni de nadie. La que nos colma sin más colmándose en sí misma. La que siempre buscamos en vano, pues ella jamás frecuenta los lugares que solemos frecuentar, esas situaciones, ese tipo de gente. Una felicidad en la que apenas cabe la desgracia, pues nada, excepto tu propio dolor puede hacerte desgraciado. Eso ya me importa poco, tengo mis propios remedios para aliviar muchas dolencias. Lo que siempre me angustió, lo que siempre temí más que al dolor, era a la desdicha que traen las pérdidas, las ausencias. Pero ya lo perdí todo. Siempre tuve más miedo a la muerte de los otros que a la mía. Sobre todo a la tuya. Ahora que vuelvo a pensar en ti sin restricciones, noto que puede regresar de nuevo ese pavor, tan cargado de infelicidad...

Me parece que te lo he dicho antes, que hace unas líneas te he hablado de él. No puedo pararme a releer, la vista no da para más. Disculpa si a veces me pierdo en las palabras. Vivo dentro de un árbol. Y éste no queda muy lejos de ese poblado que también creo haberte mencionado, Niminiama. Ésa es la humanidad que tengo más a mano, el planeta más próximo en el vacío de mi universo de cielo, árboles y arena. Sólo son cuatro chozas de adobe en las que viven algunos dogones. Dos buenas familias, la de Oukuro y la de Ogolu, dos hombres rudos, piadosos y hospitalarios. Dejaron abajo las tierras cercanas a las aldeas de la falla, y aquí arriba, en la meseta, se dedican a criar a sus innumerables hijos, a pastorear sus pocas cabras y a cultivar cebollas, mijo, mazorcas y tomates, que riegan con agua estancada. ¿Sabes? Lo único que añoro de verdad, además de ti, es el agua. Ver el mar, nadar o navegar en él, mirarlo a tu lado mientras hacemos castillos de arena. Una buena ducha de agua caliente. La recuerdo saliendo por los grifos, desperdiciándose de ese modo tan absurdo, y casi me entran ganas de llorar. La que allí se derrocha o se tira a lo largo de un día, en una sola casa, aquí sería un tesoro incomparable y venerado que duraría meses. No hay mucha por aquí. No. Y eso que yo no me puedo quejar. Tengo a mi alcance un bendito e inagotable sucedáneo, la sangre blanca que corre por mi árbol. Ella calma mi sed cuando se agota la que, de tanto en tanto, me ofrecen mis buenos vecinos dogones. Son muy pobres y muy generosos también, y no dudan en compartir conmigo lo poco que poseen, la poca agua que tienen o los escasos frutos que su ardua labranza les proporciona. El agua aquí es el bien más precioso, mucho más que el oro o los diamantes, créeme. Por fortuna, dentro de mi «casa», bajo la piel del baobab, como te decía, se acumulan litros y litros de ese brebaje prodigioso. Sólo tengo que horadar un poco con la punta del cuchillo para que mane incesante el néctar que nos sustenta a los dos. Es una especie de resina pálida, mucho más líquida que la de los pinos, que sale casi fresca hasta que la herida del árbol seca y cicatriza, taponándose. Tiene la apariencia del semen o el jugo del aloe. Los dogones la atesoran en cuencos, en garrafas, en todo tipo de cacharros y botellas, y la dosifican con cuidado. La recolectan de la misma forma que allí se emplea en los pinares. Aunque esta sangría llene antes los potes, los baobabs más cercanos entre sí están a cientos de metros unos de otros y es una durísima tarea abrir y beneficiarse de esas fuentes. El agua que cae del cielo o que acarrean la acumulan en pocillos horadados en la tierra. En este territorio es tan arcillosa e impermeable que el líquido no se pierde salvo por la evaporación. También la guardan en rudimentarios aljibes. Si hay suerte, se llenan durante la breve estación de las lluvias para aliviar en lo posible la eterna temporada seca. No sé por qué te cuento todo esto, es posible que no te interese lo más mínimo. Pero hace tanto que no hablo. Rara vez lo hago con los dos hombres de la aldea, sólo cuatro palabras de cortesía. Saludos, agradecimientos, algunas sonrisas.

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