El hombre del baobab (12 page)

Read El hombre del baobab Online

Tags: #Narrativa, novela

BOOK: El hombre del baobab
9.64Mb size Format: txt, pdf, ePub

Así, nuestra escala en Amsterdam también transcurrió de forma muy agradable. Tuvimos tiempo de sobra para comer, cambiar dinero y hacer unas compras de última hora. Paseamos un rato por una de las mejores terminales de Europa. Los Países Bajos pueden resultar un lugar insólito si procedes de un país tan «profundo» como España. Allí, el orden, la limpieza, la educación y la amabilidad son siempre algo exquisito, auténtico, habitual. Todo es eficacia y fluidez. También estaba entre los aeropuertos favoritos para los pilotos. A pesar de su enorme complejidad, de las numerosas pistas y las condiciones climatológicas casi siempre adversas, todo funciona como un reloj holandés, por grande que sea la nevada o por densa que sea la niebla. Además, deambulando por Schiphol, si hay suerte, puedes contemplar a algunas de las mujeres más sublimes del planeta. Mi padre no se perdió una sola de las piernas ni uno de los traseros que se cruzaron en nuestro camino. ¡Viejo perturbado! Pero estaba mucho más voluntarioso, animado, cariñoso, simpático. Nadie podría decir, viéndole así, que era un pobre anciano casi fenecido, a sólo un paso de la muerte. Dormitó un momento mientras, sentados, esperábamos dar el salto definitivo hacia Kinshasa. Finalmente, a las 16.30 horas, embarcamos a bordo de un 747 ele la KLM.

El par de asientos que nos correspondían estaba justo en el morro del gigante, en primera clase. Nos dispusimos a gozar de un vuelo de más de diez horas. Hacía muchos años que papá no lo hacía. Después de tantas horas de vuelo, de ser su forma de vida durante años, la experiencia de subir al cielo le hechizaba otra vez, le inquietaba casi tanto como la primera vez. El aparato rodó lento y silencioso hasta la cabecera de la pista. Al poco, bramó acelerando por ella hasta alcanzar la velocidad de rotación. La narizota del coloso ascendió con suavidad apuntando al infinito. Despegábamos. Las dieciocho ruedas de sus cinco trenes de aterrizaje abandonaron las tierras bajas de Holanda. Ya no había vuelta atrás, pensé. Mi padre, sentado junto a la ventanilla, miraba abajo a través del viento, del velo sombrío de la bruma. ¿Qué pensaría en ese instante?, me pregunté. En éste no podré pasar a la cabina, ¿verdad?, me preguntó. No papá, en éste no. Desde las alturas aún pudimos ver cómo se ponía el Sol en algún lugar del horizonte. Mientras el avión trepaba con ímpetu hasta su nivel de crucero, sus ojos verdes y oscuros, lacrimosos, me observaron con solemnidad a través de los cristales de «culo de botella» de las gafas. Tomó un instante mi mano apoyada en el reposabrazos, la apretó levemente, sollozó y murmuró algo que no llegué a comprender. Estaba dándome las gracias. De nada, papá.

Después de la cena, atenuaron las luces y nos dispusimos a surcar la oscuridad que quedaba por delante lo mejor posible, lo más cómodos posible. Aunque no se había quejado en ningún momento desde que saliéramos de Madrid, le administré su consuelo de coloridas pastillas. Se levantó a hacer un pis, otro pis. Su dolencia le forzaba a intentarlo una y otra vez aunque luego sólo consiguiera echar unas gotitas. Se eternizaba ante la taza del váter suspirando y sacudiéndosela. Cuando regresamos del baño, le desabroché el pantalón, le quité el cinturón y los zapatos, la corbata, las gafas, cualquier cosa que pudiera molestarle, y le calcé unos patucos de la compañía. Ajusté su asiento reclinándolo por completo y mullí un par de almohadas para que reposara en ellas la cabeza. Una vez acostado le arropé delicadamente con un par de mantas y le mesé el cabello con ternura. En un gesto muy suyo, colocó las manos cruzadas bajo la nuca y cruzó los pies bajo las frazadas. Sonreía satisfecho en la placidez que le proporcionaban la morfina y el instante, allí recostado, regocijado, embozado, volando sereno al lado de su hijo. Alejándose a novecientos kilómetros por hora de su tediosa rutina, de la siniestra oquedad de su vida a ras de suelo. Tal vez imaginando que así conseguiría burlar a la muerte, dejar atrás a esa tenebrosa dama encapuchada que ya recorría las calles, todas las calles del mundo, preguntando por él. El surtido de píldoras era un infalible sedante. Dormitaría varias horas seguidas, al menos eso era lo que yo esperaba. Pero aún tardó en conciliar el sueño. Mientras lo hacía charlamos quedamente sobre la vida y la muerte. «¿Habrá algo después, Luisito?, tiene que haber algo, ¿no crees?» Preguntándome esto se adormeció profundamente. Pobre papá. ¿Qué responderle? Claro que sí papá. Claro que habrá algo, le susurré. Puedes estar tranquilo, y será algo mucho mejor que esto. Yo también necesitaba dormir unas horas. Recosté mi asiento y me acomodé entre sus brazos. Pretendí ver la primera película que proyectaban en el vuelo,
French Kiss,
pero la pantalla y la modorra estaban demasiado cerca. Fui cerrando los ojos mientras Meg Ryan y Kevin Kline paseaban con la torre Eiffel al fondo. Ella Fitzgerald cantaba
I love Paris...
¿Cómo no pensar en ti?, ¿cómo no soñar contigo?

Apenas llevábamos cuatro horas de vuelo cuando desperté sobresaltado, espantado por alguna pesadilla apenas olvidada. Ya estaríamos sobrevolando el desierto de Argelia. Pensé en tomar algo para combatir el desvelo, una pastilla que facilitara el descanso, pero no lo hice. Los pocos pasajeros que nos rodeaban dormían o lo intentaban. Una bendición volar en primera clase en trayectos tan largos como éste, pensé. Atrás, en la «clase económica», se hacinarían cientos de personas sin espacio apenas para estirar las piernas. Entre ellos decenas y decenas de «ñus», así llamaba mi padre a los turistas. Deseosos de aterrizar y emprender su loca carrera organizada por los ficticios escenarios de la jungla o la sabana. Ansiosos por devorar su porción de aventura africana, sin apenas saborearla. Todos ataviados con la misma estúpida indumentaria, todos disfrazados de aventureros de tres al cuarto, con sus cámaras de fotos colgando del cuello, afanados en lo único importante, captar con ellas la instantánea, la constancia de que estuvieron allí, aunque de poco les sirviera llegar tan lejos. Nada de África quedaría en ellos realmente, salvo una serie de fotografías ridículas, típicas, ramplonas, mal encuadradas y mal enfocadas. Qué lejos están los aborrecibles turistas de ser verdaderos viajeros.

Papá, inducido por los narcóticos, había entrado en un profundo sueño. Parecía ya muerto. Encendí la lamparita de lectura orientándola con cuidado de no molestarle. De tanto en tanto emitía unos leves ronquidos que parecían ser los últimos. ¿Tendría aún tiempo de confesarle el millón de sentimientos acallados que guardaba desde hacía tanto? ¿Sabría hacerlo? Saqué de la bolsa de viaje el libro que estaba leyendo, un texto sobre el Zaire que conoció mi padre, el Congo Belga se llamaba entonces. También una petaca llena de whisky de malta y un pequeño álbum con algunas fotografías de aquellos días ya tan lejanos. Di un par de buenos tragos y empecé a ojear las imágenes. Me moría por fumar un cigarrillo pero no estaba permitido en ese vuelo. El otro vicio, la otra tentación, la de volver a pensar en Nadia, era también cada vez más fuerte. Intentaba evitarlo a toda costa. La mantenía inanimada, detenida, terminantemente perdida en mi creciente resentimiento, en el férreo olvido que me había impuesto. Cada vez que ella o Adrián serpenteaban por la mente, precipitaba mis pensamientos hacia otra parte, hacia otras levedades, con todo mi ser. Una angustia indomable se apoderaba de mí al evocarlos, un mal encantamiento al que me enfrentaba demasiado vulnerable, con el estómago encogido y el alma y los ojos apretados. Como al descender las pendientes de las montañas rusas.

U
NA HISTORIA DE FANTASMAS CONGOLEÑOS

Mi padre ya vivía en el Congo cuando yo nací. En una de las fotos, papá está sentado en la terraza amplia y luminosa de la que entonces era su casa. La compartía con dos compañeros de su tripulación, la 206. Hombres valerosos, aventureros, gente apasionada que buscaba en África lo que en ningún otro lugar podían hallar. Por las paredes trepan enormes buganvillas de vivísimos colores, frondosas ramas de jacarandá. Es un
lodge
blanco, de apariencia lujosa y decadente. Una casa baja, de una sola planta. Un cielo plomizo parece aplastar el ancho tejado de pizarra negra que cubre el porche. La foto, imagino, se tomó desde otro chalet contiguo y cercano. ¿Quién se la haría? Se le ve a través de un enorme ventanal cuadriculado, de estilo inglés. La silla en la que está sentado y la mesa sobre la que escribe son de madera oscura, probablemente caoba. Una majestuosa maraña vegetal rodea la casa ocultando cualquier otro paisaje. Detrás, se alzan imponentes los brazos deshojados de un solitario baobab. En el pequeño jardín, el césped cuidado con esmero contrasta con la salvaje frondosidad que lo circunda. Un sol invisible prolonga las formas, parece atardecer.

Mirar esas viejas fotografías, imágenes de hace tanto, tanto tiempo, con mi padre durmiendo a mi lado era un ejercicio insólito. Viajábamos hacia aquellos mismos paisajes, hacia aquellos territorios que seguramente ya no serían para él reconocibles. Rumbo al recuerdo y los recuerdos de ese hombre joven y apuesto que, unas décadas después, era ya sólo un bosquejo de lo que fue, un boceto que se difuminaba sin remedio. Era un tipo guapo mi padre. Un ser verdaderamente magnífico. En esa foto, viste pantalones beige y una camisa azul marino. Aquel día no se puso calcetines, sólo unos zapatos cómodos y elegantes color arena. Todo con el estilo propio del protagonista de una vieja película de los años cincuenta. Un cigarrillo cuelga indolente de sus labios, está muy moreno y el verde de sus ojos destaca profundo, aún más profundo que el espeso verdor de la selva. En el brazo derecho lleva ajustado un brazalete turquesa con dos letras blancas, «UN», United Nations. Sobre la mesa, libros, siempre libros, un cenicero de cobre lleno de colillas y dos vasos, uno con hielo, seguramente un Martini, otro que parece contener té y hojas de hierbabuena. Al lado, unos cuantos sobres y papel de carta, de esas cuartillas suaves y muy ligeras que se utilizaban entonces, con las esquinas surcadas por un avioncito sobre las palabras
Par avion - By Air Mail.
¿A quién escribiría? Seguramente a mi madre, a mí. Lo hizo casi a diario durante años. Cartas llenas de amor, las mejores que uno puede esperar y recibir.

¿Qué hacía allí?, me sigo preguntando. Algo que todos hemos deseado alguna vez, huir. Una
cobardía
que requiere arrojo y mucho valor. El se atrevió a ser
cobarde,
a escapar de todo lo que aquí le oprimía. Era militar y se alistó voluntario en la misión que la ONU mantenía en el Congo Belga. No se detuvo a pensar demasiado. Metió cuatro cosas en una maleta y se largó, sin más. Y no al encuentro de una vida fácil. En aquel tiempo, en aquel país, la guerra era ya tan larga, sucia y sangrienta como todas, por motivos muy similares a los que hoy las desencadenan. Le gustaba
guerrear,
apuntarse a causas que él consideraba justas, nobles. En el Congo, como en otros muchos lugares del mundo, se empezó luchando por la independencia, una insigne aspiración, pero todo acabó convirtiéndose en la repugnante batalla de unos y otros por la riqueza, por los diamantes y el oro, por el poder en definitiva.

En otra de las fotografías, fechada en diciembre, mi padre está sentado a la orilla de un lago que bien podría ser el mar. Atardece. Nada revela en la imagen que pudiera ser invierno. En el reverso, mi padre escribió:

Hoy ha sido un buen día, mucho menos caluroso. Me lo he tomado libre. Nus y yo hemos pasado la tarde tomando el sol en la terraza, disfrutando de esta inesperada, suave y distraída primavera; leyendo, duchándonos con el agua templada de la regadera, charlando. Unos pájaros enormes y alborotadores jugaban a perseguirse frente a nosotros, gritando en su idioma: ¡tú la llevas! Mañana temprano me tocará jugar a mí, volaré hasta Stanleyville. He dormido una reparadora siesta meciéndome en la hamaca. Os quiero tanto, os echo tanto de menos...

Saqué de mi bolsa de mano un viejo libro de notas que guardaba de mi padre. Un compendio manuscrito de viajes, sentimientos y experiencias. El grueso cuaderno, de tapas de cuero oscuro y hojas amarillentas, guardaba también entre sus páginas fotografías y recortes de prensa, flores secas, pequeños dibujos y notas cartográficas. Cuando despierte se lo dejaré ojear, pensé; se lo arrebaté hace años y nunca había vuelto a verlo. Aún dormía hondamente, yo seguía preso de un febril desvelo. Acaricié su frente, parecía frío. Le arropé con otra de las mantitas de avión. Rogué a la azafata que me trajera una taza de té. Recliné aún más mi asiento y, esperanzado en que llegara el sueño, comencé a leer...

En 1959 la situación en el Congo Belga era ya insostenible. Bélgica estaba harta del Congo, y el Congo más que harto de Bélgica. A principios del año siguiente, en una importante conferencia celebrada en Bruselas, las autoridades belgas fijaron precipitadamente una fecha para la libertad, el 30 de junio de 1960, una libertad que después no sería más que un dramático abandono. Durante la ceremonia del día de la independencia, en los jardines del palacio de la Nación, Patrice Lumumba habló con desprecio y resentimiento de los blancos, dejando muy claro a los europeos allí presentes, también al rey de los belgas, que los congoleños ya no serían jamás sus monos, sus macacos. Muchos flamencos llamaban así a los congoleños, sucios macacos, el peor insulto que podían proferir. Para rebajar el ambiente de tensión que ocasionaron sus palabras, el mismo Lumumba rindió también un cínico homenaje a la labor de los colonizadores belgas. Una vez concluido el traspaso de poderes, cuando terminaron los actos oficiales, en las calles de Leopoldvilile comenzó la fiesta, que durante cuatro largos días, precedería el antepenúltimo drama congoleño. La noche del 30 de junio, la mayoría de los bares y restaurantes de la capital permanecieron abiertos toda la madrugada. Los negros celebraron con euforia la independencia por un lado, en sus locales, y los blancos ahogaron en alcohol su «derrota» por otro, en el suntuoso barrio europeo de la colina de Thysville. Ajenos aún a los sangrientos sucesos que ya se habían producido. En Leopoldville nadie imaginaba los acontecimientos que llegarían y que afectarían a África y al mundo entero.

Sólo cinco kilómetros de agua turbia y turbulenta separan Leopoldville de Brazzaville (entonces la capital del Congo Francés), en la otra orilla. La celebración fue tornándose delirio, resentimiento, odio. El ansia de venganza y el pánico se apoderaron de la ciudad. Los europeos miraban a Brazza como la única salida. Hombres, mujeres y niños intentaron refugiarse en el consulado. El embajador de Bélgica y los de otros países europeos ordenaron la urgente evacuación de todos sus ciudadanos ante la gravísima situación desencadenada.

Belgas, franceses, británicos, portugueses, todos se reunieron en Leopoldville y aguardaron angustiados una evacuación que nunca llegaba. Las mujeres y los niños comenzaron a salir hacia Brazzaville en lentísimos y abarrotados ferrys. Los europeos empezaron a ser conscientes de su situación, llegaban noticias de violentos disturbios en el Bajo Congo, en Matadi, en Boma. Se hablaba de mujeres blancas violadas, de hombres detenidos y apaleados, ejecuciones a manos de los soldados negros amotinados. El creciente nerviosismo provocó el caos, un éxodo brusco e inesperado. Todos presagiaban ya la catástrofe e intentaron huir desordenadamente hacia la costa, dejando atrás lo que tenían, sus casas, sus coches, sus animales, todos sus recuerdos y enseres. Leopoldville se hundía. Era un barco a la deriva del que intentaban escapar miles de náufragos blancos. Algunos cadáveres fueron quedan do en las aceras, en las orillas.

El 14 de julio de 1960, ante el caos y el baño de sangre que ya parecía imparable, la ONU decidió enviar fuerzas a la zona para restablecer el orden. El día 20 llegaron las primeras tropas al mando del coronel Driss, un marroquí frío, calculador y muy eficiente. Con ese contingente de cascos azules marroquíes y canadienses, llegaron también numerosos médicos, personal sanitario, técnicos de la OACI (la Organización Internacional de Aviación Civil de Naciones Unidas), radiotelegrafistas, controladles, pilotos...

Other books

Mademoiselle Chanel by C. W. Gortner
Return To The Bear by T.S. Joyce
The Salati Case by Tobias Jones
Soul of Darkness by Vanessa Black
The Lights of Tenth Street by Shaunti Feldhahn
The Creole Princess by Beth White