El hombre de los círculos azules (16 page)

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Authors: Fred Vargas

Tags: #Policiaco

BOOK: El hombre de los círculos azules
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Tenía la impresión injustificada de que Adamsberg influía para mal en el paso del tiempo. La propia comisaría había acabado impregnándose de la especificidad del comportamiento de su comisario. Las furias sin motivo real iban abandonando poco a poco a Castreau y las estupideces se iban volviendo cada vez más raras en la boca de Margellon, y no era que uno se hubiera vuelto menos agresivo y el otro menos imbécil, sino más bien que ya no merecía la pena romperse la cabeza hablando sin parar. En líneas generales, aunque no era sino una impresión que seguramente sólo procedía de sus propias preocupaciones, las explosiones y los excesos insignificantes de toda clase se habían vuelto menos llamativos, menos útiles, y habían sido sustituidos por un fatalismo despreocupado que le parecía más peligroso. Era como si todos aquellos hombres desplegaran con tranquilidad las velas de su barco, sin importarles su pasajera inactividad cuando el viento cesaba y dejaba las velas inmóviles. Los asuntos cotidianos seguían su curso: tres agresiones en la calle, ayer. Adamsberg entraba y salía, desaparecía y volvía, sin que ello provocara críticas ni la menor alarma.

Jean-Baptiste se acostó pronto. Incluso rechazó, sin herirla, pensó, a la joven vecina de abajo. A pesar de que esa mañana habría deseado verla con urgencia para cambiar la marcha de sus ideas y conseguir soñar con otro cuerpo. Sin embargo, al llegar la noche, en lo único que pensaba era en dormirse lo más pronto posible, sin chica, sin libro, sin pensamiento.

Cuando el teléfono sonó en medio de la noche, supo que había ocurrido, que había llegado el fin del estancamiento, el sobresalto, y supo que alguien había muerto. Era Margellon el que llamaba. Un hombre había sido cruelmente degollado en el Boulevard Raspail, en la zona desierta que conduce a la Place Denfert. Margellon estaba en el lugar con el equipo del sector del distrito 14.

—¿El círculo? ¿Cómo es el círculo? —preguntó Adamsberg.

—El círculo está ahí, comisario. Bien hecho, como si el tipo se hubiera tomado todo el tiempo del mundo. También la inscripción de alrededor está completa. Sigue siendo la misma: «Víctor, mala suerte, ¿qué haces fuera?». De momento no sé nada más. Le espero.

—Allá voy. Despierte a Danglard. Dígale que se presente lo más deprisa posible.

—Quizá no sea necesario molestar a todo el mundo, ¿no cree?

—Quiero que sea así —dijo Adamsberg—. Y usted también —continuó— quédese igualmente.

Había añadido eso para que no se molestara.

Adamsberg se puso cualquier pantalón y cualquier camisa, cosa que advirtió Danglard, que había llegado al lugar unos minutos antes. De la camisa, se había abotonado el botón del sábado con el del domingo, como decía su padre, y enseguida se dio cuenta de ello. Mientras miraba el cadáver, Adamsberg hacía lo posible por ponerse los botones de la camisa en orden, desabrochándoselos todos previamente, y sin importarle en absoluto la incongruencia de acicalarse en el Boulevard Raspail ante los tipos de la comisaría del sector. Ellos le miraron mientras lo hacía sin decir nada; eran las tres y media de la mañana. Como en todas las ocasiones en las que Danglard sentía que el comisario iba a ser blanco de comentarios con fundamento, le entraron ganas de defenderle contra viento y marea. Pero allí no había nada que él pudiera hacer.

Adamsberg acabó tranquilamente de abrocharse la camisa mientras miraba el cuerpo, más mutilado todavía que el de Madeleine Chátelain, por lo que parecía bajo la luz de los proyectores. La garganta había sido tan profundamente rajada que la cabeza del hombre estaba casi vuelta del revés.

Danglard, que estaba tan hecho polvo como ante el cadáver de Madeleine Chátelain, evitó dirigir demasiado la vista hacia allí. La garganta era su punto sensible. La mera idea de llevar una bufanda le angustiaba, como si pudiera asfixiarle. Tampoco le gustaba afeitarse debajo de la barbilla. Entonces miraba hacia otro lado, hacia los pies del muerto, uno orientado hacia la palabra «Victor» y el otro cerca de la palabra «suerte». Los zapatos estaban en buen estado, eran muy clásicos. La mirada de Danglard seguía el cuerpo longitudinalmente, examinando el corte del traje gris, la ceremoniosa presencia de un chaleco. «Un médico anciano», pensó.

Adamsberg estudiaba el cuerpo desde el otro lado, frente a la garganta del anciano. Sus labios se juntaban formando un pliegue de desagrado, desagrado ante la mano que le había cortado el cuello. Pensó en el cretino perrazo baboso, y nada más. Su colega del distrito 14 se acercó a él y le tendió la mano.

—Comisario Louviers. Hasta ahora no había tenido ocasión de conocerle, Adamsberg. Una penosa circunstancia.

—Sí.

—He considerado necesario avisar inmediatamente a su sector —insistió Louviers.

—Se lo agradezco. ¿Quién es el señor? —preguntó Adamsberg.

—Supongo que se trata de un médico jubilado. En cualquier caso, eso hace pensar el maletín de primeros auxilios que llevaba consigo. Tenía setenta y dos años. Se llama Gérard Pontieux, nació en el departamento de Indre, mide un metro setenta y nueve; de momento nada más que decir que el contenido de su carné de identidad.

—No se podía evitar —dijo Adamsberg moviendo la cabeza—. No se podía. Un segundo crimen era previsible pero inevitable. Todos los policías de París no habrían bastado para impedirlo.

—Sé lo que piensa —dijo Louviers—. El caso estaba en sus manos desde el crimen de Chátelain y no se ha cogido al culpable. Ahora reincide, y eso nunca es agradable.

Era verdad, eso era más o menos lo que pensaba Adamsberg. Sabía que ese nuevo crimen ocurriría. Sin embargo, ni por un segundo había confiado en poder hacer algo por evitarlo. Existen fases en la investigación en las que no se puede hacer sino esperar que llegue lo irreparable para intentar extraer de ello algo nuevo. Adamsberg no tenía remordimientos. Sin embargo, se compadecía de aquel pobre anciano, elegante y amable, tirado en el suelo, que había pagado el pato de su impotencia.

Al amanecer, el cuerpo fue trasladado en un furgón. Conti había ido a hacer las fotos a la luz del alba, turnándose con su colega del distrito 14. Adamsberg, Danglard, Louviers y Margellon se reunieron alrededor de una mesa del Café Ruthéne, que acababa de abrir sus puertas.

Adamsberg permanecía silencioso, desconcertando a su tosco colega del distrito 14 que le veía con la mirada ausente, la boca torcida y el pelo enmarañado.

—Esta vez no vale la pena interrogar a los dueños de los cafés —dijo Danglard—. El Café des Arts y el Ruthéne son establecimientos que cierran muy pronto, antes de las diez. El hombre de los círculos es un experto en lugares desiertos. Ya había actuado no lejos de aquí con el gato aplastado, en la Rué Froidevaux, junto al cementerio.

—Eso está en nuestra zona —repuso Louviers—. No nos lo dijeron.

—No hubo crimen, ni siquiera se produjo ningún incidente —respondió Danglard—. Nos desplazamos por simple curiosidad. Además, lo que usted dice no es exacto, porque fue uno de sus hombres el que me dio la información.

—Ah, sí —dijo Louviers, contento a pesar de todo de estar al corriente.

—Igual que el cadáver anterior —intervino Adamsberg desde el extremo de la mesa—, éste no se sale del perímetro del círculo. Es imposible pues aclarar si el hombre de los círculos es el responsable o si le han utilizado. La ambigüedad, siempre. Muy hábil.

—¿Entonces? —preguntó Louviers.

—Entonces nada. El médico forense fija la muerte hacia la una de la madrugada. Un poco tarde, me parece —concluyó tras un nuevo silencio.

—¿Es decir? —preguntó Louviers que no se desanimaba.

—Es decir después del cierre de las rejas del metro.

Louviers se quedó perplejo. Luego Danglard leyó en su cara que renunciaba a la conversación. Adamsberg preguntó la hora.

—Casi las ocho y media —dijo Margellon.

—Vaya a telefonear a Castreau. Le pedí que hiciera unas comprobaciones sumarias hacia las cuatro y media. Seguramente ya habrá hecho algún progreso. Dése prisa antes de que vaya a acostarse. Castreau no bromea con sus horas de sueño.

Cuando Margellon regresó, dijo que las comprobaciones sumarias no habían aportado gran cosa.

—Lo sospechaba —dijo Adamsberg—, pero dígalas de todas formas.

Margellon leyó sus notas.

—El doctor Pontieux no tiene antecedentes penales. Ya se le ha comunicado la muerte a su hermana, que sigue viviendo en la casa familiar del Indre. Según parece es su única familia. Tiene algo así como ochenta años. Hijo de una pareja de agricultores, el doctor Pontieux llevó a cabo un ascenso social que absorbió, al parecer, toda su energía. La frase es de Castreau —precisó Margellon—. En resumen, se quedó soltero. Según la portera del edificio, a la que Castreau también ha preguntado, no hay asuntos de faldas dignos de mención, ni tampoco de ningún otro tipo. Esto es también Castreau quien lo añade. Vivía ahí desde hacía por lo menos treinta años, tenía la consulta en la tercera planta y su apartamento en la segunda, y la portera le conocía de siempre. Dice que era atento y bueno como el pan, y no hace más que llorar. Resultado: ninguna sombra, un hombre sobrio. Tranquilidad, monotonía. Esto...

—Esto es Castreau quien lo añade —interrumpió Danglard.

—¿Sabe la portera por qué salió el doctor ayer por la noche?

—Le llamaron para que fuera a visitar a un niño con fiebre. Ya no ejercía, pero a sus antiguos clientes les gustaba pedirle consejo. La portera supone que seguramente decidió volver a pie. Le gustaba andar, por higiene, naturalmente.

—Naturalmente, no —dijo Adamsberg.

—¿Y aparte de eso? —preguntó Danglard.

—Aparte de eso, nada. —Y Margellon guardó las notas.

—Un inofensivo médico de barrio —concluyó Louviers— tan anodino como su anterior víctima. Incluso parece el mismo escenario.

—Sin embargo hay una gran diferencia —dijo Adamsberg—. Una enorme diferencia.

Los tres hombres le miraron en silencio. Adamsberg estaba pintarrajeando en una esquina del mantel de papel con una cerilla quemada.

—¿Ustedes no la ven? —preguntó Adamsberg mirándoles, sin intención de desafiarles.

—La verdad es que no salta a la vista —dijo Margellon—. ¿Cuál es la enorme diferencia?

—Esta vez han matado a un hombre —dijo Adamsberg.

El médico forense mandó el informe completo a media tarde. Situaba la hora del fallecimiento hacia la una y media. Al doctor Gérard Pontieux lo habían matado, como a Madeleine Chátelain, antes de degollarlo. El asesino se había ensañado con él, le había practicado en la garganta al menos seis cortes y había llegado hasta las vértebras. Adamsberg hizo un gesto de disgusto. Toda la investigación de la jornada apenas había proporcionado más datos que los que poseían por la mañana. Ahora sabían muchas cosas sobre el viejo doctor, pero sólo las normales. Su apartamento, su consulta, sus documentos privados habían revelado una vida sin recovecos. El doctor se estaba preparando para alquilar su vivienda y regresar al Indre, donde acababa de comprar, en condiciones igualmente normales, una casita. Dejaba una pequeña suma a su hermana, nada del otro jueves.

Danglard volvió hacia las cinco. Había rastreado los alrededores del lugar del crimen con tres hombres. Adamsberg vio que parecía satisfecho pero que también tenía ganas de tomar una copa.

—Esto estaba en la reguera —dijo Danglard enseñándole una bolsita de plástico—. No estaba lejos del cuerpo, a veinte metros más o menos. El asesino ni siquiera se tomó la molestia de disimularlo. Actúa como si fuera intocable, seguro de su impunidad. Es la primera vez que veo algo parecido.

Adamsberg abrió la bolsita. Dentro había dos guantes de cocina de goma rosa, con sangre pegada. Era bastante repugnante.

—El asesino se toma la vida con calma, ¿verdad? —dijo Danglard—. Degüella con guantes de cocina y luego se desembaraza de ellos un poco más lejos tirándolos a la reguera, como si fueran una simple bola de papel. Pero no dejan huellas. Eso es lo bueno de los guantes de goma: uno puede deshacerse de ellos quitándoselos sin tocarlos, y además son guantes que se encuentran por todas partes. ¿Qué quiere que hagamos con eso, aparte de llegar a la conclusión de que el asesino está absolutamente seguro de sí mismo? ¿A cuántos va a matarnos así?

—Estamos a viernes. Hay una cosa casi segura, y es que no ocurrirá nada este fin de semana. Tengo la impresión de que el hombre de los círculos no actúa el sábado ni el domingo. Tiene una organización muy regular. Si el asesino es otro hombre y no él, tendrá que esperar nuevos círculos. Por curiosidad, ¿cuál es la coartada de Reyer esa noche?

—La de siempre. Estaba durmiendo. Ningún testigo. Todo el mundo dormía en la casa. Y además no hay portero que pueda captar las posibles idas y venidas. Cada vez hay menos porteros, lo cual es dramático para nosotros.

—Mathilde Forestier me ha llamado hace un rato. Se había enterado del crimen por la radio y parecía muy impresionada.

—Eso habría que verlo —dijo Danglard.

Y durante varios días no ocurrió nada. Adamsberg volvió a meter en su cama a la vecina de abajo, Danglard recuperó su actitud indolente de última hora de una tarde de junio. La única que se agitaba era la prensa. Ahora, al menos diez periodistas se turnaban en la acera.

El miércoles, Danglard fue el primero en perder la paciencia.

—Nos tiene en sus manos —protestó—. No podemos hacer nada, encontrar nada, probar nada. Aquí estamos, languideciendo y esperando que invente algo para nosotros. No podemos hacer otra cosa que esperar un nuevo círculo. Es insoportable. Para mí es insoportable —concretó tras echar una ojeada a Adamsberg.

—Mañana —dijo Adamsberg.

—Mañana, ¿qué?

—Mañana por la mañana aparecerá un nuevo círculo, Danglard.

—No es usted adivino.

—No vamos a volver sobre eso, ya lo hemos hablado. El hombre de los círculos tiene un proyecto. Y como dice Vercors-Laury, necesita exhibir sus pensamientos. No dejará que pase la semana entera sin manifestarse. Sobre todo porque la prensa no habla más que de él. Si traza un círculo esta noche, Danglard, hay que temer un nuevo crimen la noche siguiente, la noche del jueves al viernes. Esta vez habrá que aumentar todos los efectivos y patrullas, al menos en los distritos 5, 6 y 14.

—¿Por qué? El asesino no está obligado a precipitarse. Hasta este momento nunca lo ha hecho.

—Ahora es distinto. Entiéndame, Danglard: si el hombre de los círculos es el criminal, y si vuelve a dibujar círculos, es porque tiene la intención de asesinar de nuevo. Sin embargo, ahora sabe que tiene que actuar con rapidez. Ya le han descrito tres testigos, sin contar a Mathilde Forestier. Pronto se podrá elaborar un retrato-robot. Está al corriente de todo por los periódicos. Sabe perfectamente que no puede continuar así durante mucho tiempo. Sus métodos son demasiado arriesgados. Así que, si quiere acabar lo que ha empezado, ya no puede quedarse atrás.

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