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Y ahora —prosiguió el dragón al tiempo que se erguía—, ¡que aparezcan las provisiones! —Sus ojos relucieron con un fuego interno que sembró el aire de inflamadas chispas; las centelleantes partículas se arremolinaron en el espacio vacío situado a la proa de
El Señor de las
Nubes.
Al desvanecerse, dejaron tras de sí una amplia mesa de roble que crujía bajo el peso de viandas y bebidas.
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Comed, amigos míos. Bebed, y luego narraremos relatos de grandes hazañas —entonó el dragón.
Los gnomos se abalanzaron sobre la mesa con gritos de satisfacción. Kitiara divisó unas vasijas rebosantes de espumosa cerveza; se acercó con paso tranquilo. A pesar de que los brotes rosa de las plantas tenían el sabor del plato más apetecido, la mujer había echado de menos los verdaderos alimentos. Sólo Sturm permaneció inmóvil
y
erguido, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿No comes, maese Brightblade? —le preguntó Cupelix.
—Los frutos de la magia no son un sustento digno.
Las aletas de la nariz del reptil se agitaron estremecidas.
—Para alguien que se autotitula caballero, careces de buenos modales.
El hombre escogió cuidadosamente las palabras de su réplica.
—Existen unas reglas más trascendentales que las de la mera cortesía. La Medida establece, por ejemplo, que la magia es recusable en cualquiera de sus facetas.
Las broncíneas mandíbulas se distendieron y dejaron a la vista unos dientes como sables y una bífida lengua negra con vetas doradas. Por un momento, el corazón de Sturm se contrajo con dolor por la certeza de su indefensión ante un posible ataque de la bestia. De pronto, comprendió que el gesto de Cupelix era una sonrisa burlona.
—¡Oh, qué aburridos han sido todos estos siglos sin tener con quien discutir! ¡Bendita sea tu altanería, Sturm Brightblade! ¡Me causa un gran placer! —Las mandíbulas se cerraron con un seco chasquido metálico—. Pero, acércate. Con toda seguridad habrás oído hablar de Huma, el Portador de la Lanza...
—Por supuesto.
—Pues congeniaba bastante bien con ciertos especímenes de dragones.
—Así lo cuenta la historia. Sólo puedo hacer la salvedad de que, aun siendo Huma un valeroso guerrero y un gran héroe, no representó un modelo de caballero.
Cupelix estalló en carcajadas; sus risas resonaron como el vigoroso toque de un gong.
—¡Bien, haz como gustes! ¡No quisiera cargar con la responsabilidad de haber socavado tan formidable integridad!
Cupelix se impulsó sobre el saliente de piedra, batió con fuerza las alas y voló hacia el recóndito pináculo del obelisco.
Sturm se acercó a la suntuosa mesa. Los gnomos se atiborraban de manzanas asadas, pichones rellenos de tocino y nueces, arroz condimentado con azafrán, cebollas dulces glaseadas con miel, filetes de venado, empanadas de carne, huevos en salmuera, pan, ponche, vino y cerveza.
Kitiara había sacado su brazo herido del cabestrillo y lo había apoyado sobre la mesa. La capa que le colgaba de un solo hombro y el rubor que la cerveza fresca había pintado en sus mejillas le daban un aspecto retozón y algo lascivo. Cuando sus ojos se encontraron con los de Sturm, resopló con desdén y se metió de golpe un huevo entero en la boca.
—Te estás perdiendo un festín. Ni los antiguos emperadores de Ergoth comían tan bien —comentó después de tragar.
—Me gustaría saber de qué está hecho todo esto —dijo él, al tiempo que cogía un panecillo caliente y lo dejaba caer en la cestilla—. ¿De arena? ¿De setas venenosas?
—A veces eres insoportable hasta la saciedad. —Kitiara apuró en tres tragos su jarra de cerveza—. Si el dragón hubiese querido matarnos, lo habría hecho sin tener que recurrir al subterfugio del veneno —añadió.
—De hecho —intervino Carcoma recostado sobre la mesa mientras escupía miguitas de pan a cada sílaba—, según la tradición, los dragones broncíneos no son aliados de las fuerzas del Mal.
—¿Creéis que no tenemos nada que temer de esta criatura? —Sturm dirigió la pregunta a todos los reunidos alrededor de la mesa. El caballero levantó los ojos a la oscuridad que encubría al dragón y al hablar lo hizo en voz baja—. Nuestros antepasados lucharon larga y esforzadamente para eliminar a los dragones de la faz de Krynn. ¿Acaso estaban todos equivocados?
—La situación actual es diferente —dijo Tartajo—. Lunitari es el hogar de este ser. Ha mostrado buena disposición ante nuestros requerimientos, y no deberíamos rehusar su ayuda a causa de unos viejos prejuicios que han perdido validez en los tiempos actuales.
—¿Qué quiere de nosotros?
—Todavía no nos lo ha dicho —admitió el jefe de los gnomos—. Pero, eh..., no nos deja marchar.
—¿Qué quieres decir? —La voz de Sturm sonó tensa.
—Trinos, Chispa y yo quisimos ir en vuestra búsqueda. Arreglamos el control del motor lo suficiente para realizar unos cortos ascensos; saltos, a decir verdad, pero Cupelix nos impidió salir del obelisco. Alegó que era peligroso y que él ya había tomado medidas para traeros hasta aquí.
—Bueno, pues ya hemos llegado —dijo Kitiara, mientras cogía otro pichón relleno—. Y muy pronto emprenderemos el regreso.
—¿Estás segura? —preguntó Sturm, mientras alzaba de nuevo la vista hacia las sombrías alturas del obelisco—. Ahora que nos tiene a todos, ¿crees que nos dejará marchar?
La Nueva Era
Una vez saciado el apetito, Kitiara y los gnomos, excepto Tartajo, se escabulleron en el interior de
El Señor de las Nubes
con el propósito de echar un sueñecito. El jefe de los gnomos se quedó para reanudar la conversación que mantenía con Sturm a su llegada y que Cupelix había interrumpido. Los dos deambularon por el amplio recinto del obelisco en tanto el caballero relataba al gnomo el episodio de la muerte de Crisol.
—Fue simple azar que muriese él, en lugar de Bramante o Kit.
Se detuvieron un momento mientras Tartajo sacaba un pañuelo del bolsillo de su chaleco y se sonaba. El caballero prosiguió con su relato y describió la muerte de Rapaldo y el emplazamiento de la tumba de Crisol en el centro del jardín de champiñones.
—Asistimos juntos a la escuela de técnicos en engranajes, ¿sabes? Lo voy a echar mucho de menos —dijo en un susurro Tartajo. En aquel momento pasaban bajo la proa de la nave; Sturm observó entonces el uniforme orificio circular, de unos dos metros y medio de diámetro, que se abría en el compacto suelo de mármol, y preguntó al gnomo la finalidad de aquel agujero.
—Los Micones viven en las grutas de ahí abajo. Estos son los accesos que utilizan para entrar y salir —explicó, al tiempo que señalaba otros dos orificios cercanos. Sturm se acercó al borde de uno de ellos y se asomó. En el interior, alumbrado por un tenue resplandor azulado, se columbraban las agudas formas de unas estalagmitas.
Un tufillo ligeramente ácido ascendía fluctuante de las profundidades de la caverna.
—¿Es este lugar obra de los Micones? —preguntó Sturm.
—Por lo que sé, no —respondió el gnomo, que reanudó el paseo—. Al parecer, las hormigas son huéspedes recientes de este lugar. Cupelix dio a entender que las creó él, pero no creo que su poder llegue a tanto. Y, te diré algo más: el obelisco ya existía antes del dragón.
—¿Cómo lo sabes?
—Basta con observar a Cupelix. Aun siendo un ejemplar adulto de la especie broncínea, fuerte y sano, algunos rasgos de su complexión están en gran parte determinados por el hecho de haber crecido dentro del obelisco. Fíjate, por ejemplo, en que sus alas son cortas y sin embargo las patas están desarrolladas de un modo extraordinario. Eso se debe a que pasa todo el tiempo colgado de los salientes de las paredes, en lugar de volar. Es capaz de salvar grandes distancias de un salto, incluso hacia arriba. —Tartajo enmudeció al notar la atención con que lo miraba Sturm—. ¿Ocurre algo? —preguntó.
—¡Cuánto has cambiado! —exclamó admirado el caballero—. No me refiero a que hayas dejado de tartamudear, sino a tu actitud reposada y segura.
Un tenue rubor tiñó las mejillas de Tartajo bajo la barba pulcramente recortada.
—Sí, imagino que nosotros, los gnomos, damos la imagen de ser terriblemente desorganizados y poco prácticos.
—No, claro que no. —Sturm sonrió.
El gnomo le devolvió la sonrisa.
—Es cierto que la estancia en Lunitari me ha cambiado; nos ha cambiado a todos. Verás, la travesía realizada por
El Señor de las Nubes,
aunque errática y con todos los fallos ocurridos, es el primer éxito que he alcanzado en mi vida. He pasado años y años en los talleres del Monte Noimporta dedicado a la tarea de construir naves voladoras. Todas fracasaron y, sólo cuando conocí los experimentos de Crisol con el gas etéreo,
El Señor de las Nubes
se convirtió en algo más que un proyecto. —La mención del malogrado químico propició un silencio conmovido.
—Que en paz descanse —deseó por último Tartajo—. Al menos, su muerte ha sido vengada.
Al pasar bajo la popa de la nave, se escuchó un coro de ronquidos procedentes de las portillas abiertas.
—Son un buen equipo y estupendos compañeros —proclamó el gnomo—. Merecen regresar a casa y que se les reciba con las aclamaciones de todos los habitantes de Sancrist.
—¿Crees de verdad que alguna vez volveremos a Krynn?
—Depende de Cupelix y del fin que persigue. Tengo una teoría...
Una suave brisa que se agitó sobre sus cabezas y el acostumbrado tintineo metálico que precedía al dragón, interrumpieron al gnomo. Cupelix se posó en el travesaño inferior, a unos cuatro metros del suelo. Tartajo se apartó de él con un movimiento furtivo.
—Imagino que tu apetito estará saciado —le dijo el dragón.
—La comida era excelente, como siempre —respondió el gnomo, y bostezó—. Ahora me noto el estómago algo pesado. Me reuniré con mis colegas en su siesta. —Después, con una amable inclinación de cabeza, Tartajo se dirigió a la nave. Cupelix se volvió hacia Sturm.
—Nos hemos quedado solos, maese Brightblade. ¿De qué podríamos hablar? Sostengamos un debate filosófico, de caballero a dragón. ¿Qué os parece?
—¿Sin magia?
—Palabra de dragón. —Y Cupelix se llevó una bruñida garra a su pecho.
—¿Cómo es —comenzó Sturm— que hablas nuestra lengua de forma tan fluida?
—Por los libros. En mi cubil, allá arriba, tengo un extenso surtido de ejemplares de autores tanto mortales como inmortales. Ahora es mi turno de preguntas: ¿qué esperas de la vida?
—Vivirla con honor y en consonancia con lo que se espera de un caballero comprometido con el Código. Mi turno. ¿Siempre has vivido dentro de esta torre?
—Cuando todavía no era más que un dragoncillo del tamaño de un gnomo, me convertí en El Guardián. No conozco otro mundo fuera de estas paredes, excepto lo que diviso desde las ventanas y la puerta. —Los ojos del dragón se achicaron—. ¿Jamás has puesto en tela de juicio los dogmas del Código y la Medida de los Caballeros? Después de todo, la Orden Solámnica no resurgió tras el Cataclismo.
—Si estás bien informado, sabrás entonces que el Cataclismo no fue consecuencia de ninguna acción de los caballeros; sin embargo, aceptaron que las gentes los culpasen, como cualquier defensor del orden hace cuando ese orden se viene abajo. ¿De dónde proceden los Micones? —Sturm cruzó los brazos sobre el pecho.
—Fueron creados para servirme. Los hombres-árbol, los lunitarinos, no son dignos de confianza. —La bífida lengua de Cupelix culebreó en el aire—. ¿Estás enamorado de la mujer, Kitiara?
La pregunta, íntima y directa, cogió desprevenido a Sturm.
—Siento cierto afecto por ella, pero no la amo. No sé si comprenderás la diferencia. —El dragón asintió con un cabeceo; un gesto curiosamente humano—. Entonces, los hombres-árbol, un experimento fallido, y los Micones, fueron concebidos para servirte. ¿Quién los creó? —siguió Sturm.
—Fuerzas poderosas —respondió Cupelix de un modo evasivo—. ¡Esto es maravilloso! ¡Ojalá hubiesen llegado personas a Lunitari hace siglos! Pero, atento ahora: Si no estás enamorado de la mujer, ¿por qué ocupa entonces un lugar tan preeminente en tus pensamientos? Tras muchas de las ideas que expresas está presente su imagen.
Unas gotitas de sudor surcaron el rostro de Sturm.
—Estoy muy preocupado por ella. La fuerza mágica que impregna esta luna la ha investido con una fuerza física enorme. Su carácter también se ha endurecido. Me temo que ese poder la está dominando.
—Sí, la magia causa problemas. He observado los cambios sufridos por Tartajo, Trinos y Chispa. Resultó muy interesante. ¿Así que la mujer ha adquirido una gran fuerza? Eso hará más confusos tus sentimientos. No conozco a ningún varón al que le guste que la fémina sea más fuerte que él.
—¡Eso es ridículo! A mí no me importa si... —Sturm contuvo con brusquedad su airada protesta. ¡Maldito dragón taimado! Todas sus tentativas se encaminaban a encontrarle un punto débil—. Es mi turno de preguntar —dijo el caballero—. ¿Por qué un dragón, poderoso y con habilidades mágicas como tú, necesita sirvientes? ¿Qué pueden hacer que no puedas hacer tú?
—Me es imposible salir del obelisco. ¿Acaso no es obvio? Tanto la puerta como las ventanas son demasiado pequeñas para permitirme el paso.
—Ah, pero imagino que, para alguien tan diestro en el arte de la magia, superar un simple problema de tamaño no ha de ser difícil.
La cola del dragón se agitó y propinó un golpe seco en la pared de mármol.
—No se me permite salir. No debo cruzar la puerta ni las ventanas, y he sido incapaz de romper, cortar, taladrar o derrumbar estos muros; ni siquiera con la magia. Soy El Guardián de las Nuevas Vidas, ¡y ése es mi sino hasta que la oscura muerte me reclame!
—¿Qué nuevas vidas son ésas?
—Todo a su debido tiempo, mi buen caballero. Un asunto más acuciante reclama ahora mi atención: mi libertad.
—Y precisas nuestra ayuda para sacarte de aquí.
Un hilillo de vapor escapó del hocico del dragón.
—Sí, os necesito. Sólo unas mentes despiertas sabrían cómo liberarme de esta inexorable prisión. Los hombres-árbol no sabrían hacerlo y los Micones no querrían; pero los gnomos lo conseguirán. Tendréis vuestra nave voladora una vez que yo sea libre.
La densidad de los efluvios de vapor que emergían de las aletas de la nariz de Cupelix se incrementó de forma paulatina hasta que envolvió al caballero. Sturm notó que las fuerzas lo iban abandonando y que los párpados se le cerraban... ¡Una niebla adormecedora! Las piernas se le doblaron y sólo pudo articular un susurro.