Todo el mundo alzó la mirada. Era Peverale quien bajaba por la rampa procedente de los niveles superiores.
—Gran Espacio, Bigman, ¿está ahí abajo? ¿Y Cook? —Después, casi displicentemente—: ¿Qué sucede?
Nadie fue capaz de pronunciar una sola palabra. Los ojos del anciano astrónomo, se posaron en el cuerpo inanimado de Urteil, y preguntó con suave asombro:
—¿Está muerto?
Para estupefacción de Bigman, Peverale pareció no tener mucho interés en ello. Ni siquiera esperó que respondieran a su pregunta antes de volverse una vez más hacia Bigman. Dijo:
—¿Dónde está Lucky Starr?
Bigman abrió la boca pero no articuló ningún sonido. Finalmente, consiguió decir: — ¿Por qué lo pregunta?
—¿Sigue todavía en las minas?
—Bueno...
—¿O está en el lado solar?
—Bueno...
—Gran Espacio, hombre, ¿está en el lado solar?
Bigman dijo:
—Quiero saber por qué lo pregunta.
—Mindes —repuso Peverale con impaciencia— ha salido en su nave a patrullar la zona cubierta por sus cables. Lo hace a menudo.
—¿Y qué?
—Que no sé si está loco o cuerdo al decir que ha visto allí a Lucky Starr.
—¿Dónde? —preguntó Bigman.
El doctor Peverale frunció los labios con una mueca de desaprobación.
—Así que está allí. Eso parece evidente. Bueno, su amigo Lucky Starr al parecer tenía problemas con un hombre mecánico, un robot.
—¡Un robot!
—Y según Mindes, que no ha aterrizado pero espera el envío de un grupo de socorro, ¡Lucky Starr está muerto!
Durante el momento en que Lucky permaneció doblado en las inexorables garras del robot, esperó una muerte instantánea, y al ver que ésta no se producía enseguida una débil esperanza se abrió paso en su interior. ¿Podía ser que el robot, en cuya mente torturada estaba impresa la imposibilidad de dar muerte a un ser humano, se encontrara incapaz de realizar esta acción ahora que estaba cara a cara con ella?
Y después pensó que eso no era posible, pues le pareció que la presión del robot aumentaba a etapas graduales.
Con toda la fuerza que logró reunir, exclamó: —¡Suéltame! —y alzó el brazo que tenía libre en el suelo, sobre las piedrecillas negras.
Había una última oportunidad, una última y debilísima oportunidad.
Levantó la mano hasta la cabeza del robot. No pudo volver la cabeza, apretada como la tenía sobre el pecho del robot. Deslizó la mano a lo largo de la superficie metálica del cráneo del robot por dos, tres, cuatro veces consecutivas. Apartó la mano.
No podía hacer ninguna otra cosa. Entonces... ¿Eran imaginaciones suyas, o el robot había aflojado realmente la presión?
¿Estaba el gran Sol de Mercurio en su lado por fin?
—¡Robot! —exclamó.
El robot articuló un sonido, como de varios mecanismos oxidados que se rozan.
Estaba aflojando la presión. Ahora era el momento de acelerar los acontecimientos haciendo entrar en juego todo lo que pudiera quedar de las Leyes de la Robótica.
Lucky jadeó:
—No puedes dañar a un ser humano.
El robot dijo:
—No puedo... —y cayó al suelo de repente. La presión que ejercía era constante, como si se debiera á la rigidez de la muerte. Lucky dijo:
—¡Robot! ¡Suéltame!
Bruscamente, el robot aflojó la presión. No del todo, pero dejando libres las piernas de Lucky y permitiendo que moviera la cabeza. Preguntó:
—¿Quién te ordenó destruir las instalaciones?
Ya no temía la violenta reacción del robot a esa pregunta. Sabía que él mismo había contribuido a la completa desintegración de aquella mente positrónica. Pero quizá aún quedara algún resto de la Segunda Ley, en las últimas etapas precedentes a la disolución final. Repitió:
—¿Quién te ordenó destruir las instalaciones?
El robot hizo un ruido indistinto. «Ter... Ter...» Entonces el contacto se interrumpió súbitamente, y la boca del robot se abrió y cerró dos veces como si, en último extremo, tratara de hablar por medio del sonido ordinario.
Después de eso, nada.
El robot estaba muerto.
La propia mente de Lucky, ahora que el inmediato peligro de muerte había pasado, estaba confusa y vacilante. Carecía de fuerza para desenroscar de su cuerpo las extremidades del robot. Los mandos de su radio habían sido destrozados por el brazo del robot.
Sabía que lo primero era recuperar fuerzas. Para ello debía apartarse de la radiación directa del gran Sol de Mercurio y, además, rápidamente. Debía alcanzar la sombra de la loma cercana, la sombra que no había logrado alcanzar durante el duelo con el robot.
Dobló trabajosamente los pies. Adelantó pesadamente el cuerpo hacia la sombra de la loma, arrastrando el peso del robot consigo. Una y otra vez. El proceso parecía durar eternamente y el universo brillaba a su alrededor. Una y otra vez.
Parecía no tener fuerzas ni sensación en las piernas, y era como si el robot pesara una tonelada.
Incluso con la baja gravedad de Mercurio, la tarea parecía estar más allá de sus debilitadas fuerzas, y sólo gracias a un enorme esfuerzo de volumen siguió adelante.
La cabeza fue la primera parte de su cuerpo en entrar en la sombra. La luz se desvaneció. Aguardó, jadeando, y entonces, con un esfuerzo que pareció romper los músculos de sus muslos, se dio impulso hacia adelante una y otra vez.
Estaba en la sombra. Una de las piernas del robot se encontraba aún en el sol, despidiendo reflejos en todas direcciones. Lucky miró por encima del hombro y se dio cuenta de ello. Después, casi alegremente, se sumió en la inconsciencia.
Más tarde, pareció recobrar la percepción de los sentidos a intervalos.
Después, mucho más tarde, permaneció inmóvil, consciente de estar tendido sobre una cama, tratando de recordar esos intervalos. En su memoria había fragmentarias escenas de gente que se aproximaba, de una vaga impresión de movimiento en un vehículo a reacción, de la voz de Bigman, estridente y ansiosa. Después, con algo más de claridad, los socorros de un médico.
Después, un nuevo espacio en blanco, seguido por el claro recuerdo de la voz del doctor Peverale haciéndole amables preguntas.
Lucky recordaba haberle contestado de forma coherente, así que su estado debió empeorar a continuación. Abrió los ojos.
El doctor Gardoma le estaba mirando sombríamente, con una hipodérmica en la mano. —¿Cómo se encuentra? —preguntó.
Lucky sonrió.
—¿Cómo debería encontrarme?
—Yo diría que muerto, después de lo que ha pasado. Pero su constitución es admirable, y por eso está aún con vida.
Bigman, que no había dejado de pasear ansiosamente fuera del campo visual de Lucky, entró de lleno en él.
—No será gracias a Mindes. ¿Por qué no bajó esa cabeza de chorlito y sacó a Lucky de allí una vez divisó la pierna del robot? ¿Qué esperaba? ¿Acaso pretendía dejar morir a Lucky?
El doctor Gardoma dejó la hipodérmica y se lavó las manos. De espaldas a Bigman, dijo:
—Scott Mindes estaba convencido de que Lucky había muerto. Su única preocupación fue mantenerse alejado para que nadie le acusara de ser el asesino. Sabía que había intentado matar a Lucky en una ocasión y que los demás se acordaban de ello.
—¿Cómo iba a pensar tal cosa esta vez? El robot...
—El propio Mindes está muy nervioso estos días. Llamó pidiendo ayuda; era lo mejor que podía hacer.
Lucky dijo:
—Tómatelo con calma, Bigman. Yo no corría peligro. Estaba descansando en la sombra, y ahora ya me encuentro bien. ¿Qué hay del robot, Gardoma? ¿Fue recuperado?
—Lo tenemos en el Centro. Sin embargo, el cerebro está destruido y resulta imposible de estudiar.
—¡Qué lástima! —comentó Lucky. El médico alzó la voz.
—Muy bien, Bigman, vámonos. Tiene que dormir.
—Oiga... —empezó Bigman, indignado. Lucky se apresuró a añadir:
—No se preocupe, Gardoma. En realidad, me gustaría hablar a solas con él.
El doctor Gardoma titubeó, y después se encogió de hombros.
—Necesita dormir, pero le concedo media hora. Luego debe irse.
—Se irá.
En cuanto se hallaron solos, Bigman agarró a Lucky por el hombro y le sacudió violentamente. Con voz extrañamente sofocada, dijo:
—¡Qué tonto has sido! Si el calor no afecta al robot tan a tiempo, como en las películas subetéreas...
Lucky sonrió tristemente.
—No fue una coincidencia, Bigman —dijo—. Si llego a esperar un desenlace subetéreo ahora estaría muerto. Tuve que emplear una artimaña con el robot.
—¿Cuál?
—Su caja craneal estaba muy pulida. Reflejaba una amplia parte de la radiación solar. Eso significaba que la temperatura del cerebro positrónico era bastante alta para arruinar su sentido común, pero no lo bastante para detenerlo completamente. Por suerte, una buena parte del suelo mercuriano que nos rodea está hecho de una sustancia negra muy suelta. Logré ponerle un poco en la cabeza.
—¿Qué conseguiste con eso?
—El color negro absorbe el calor, Bigman; no lo refleja. La temperatura del cerebro del robot aumentó rápidamente y murió casi enseguida. Sin embargo, estuvo muy cerca de... No nos acordemos de eso. ¿Qué ha sucedido aquí mientras yo estaba fuera? ¿Alguna cosa?
—¿Alguna cosa? ¡Caramba! ¡Escucha! —Y mientras Bigman hablaba, Lucky escuchó atentamente, con una expresión que se fue haciendo más grave a medida que el relato avanzaba. Cuando llegó a la conclusión, tenía el ceño fruncido.
—¿Puedes decirme por qué luchaste con Urteil? Fue una tontería.
—Lucky —repuso Bigman, ofendido—, ¡fue cuestión de estrategia! Tú siempre dices que yo sólo ataco de frente y no se puede confiar en mí para una astucia. Esto fue una astucia. Sabía que podía vencerle en baja gravedad...
—Parece que te costó mucho. Tienes el tobillo hinchado.
—Resbalé. Un accidente. Además, le vencí. Habíamos hecho un trato. Él podía hacer mucho daño al Consejo con sus mentiras, pero si yo ganaba él nos dejaría en paz.
—¿Acaso confiabas en que cumpliría su palabra?
—Bueno... —dijo Bigman, agitado. Lucky prosiguió.
—Has dicho que le salvaste la vida. Él debía saberlo y, sin embargo, eso no le hizo abandonar su propósito. ¿Crees que iba a hacerlo a resultas de un combate de boxeo?
—Bueno... —dijo Bigman otra vez.
—Especialmente si perdía, ya que la humillación de una derrota en público le habría enfurecido... te diré lo que creo, Bigman. Lo hiciste porque querías darle una paliza y vengarte de él por sus burlas. Lo que me cuentas que hicisteis un trato no fue más que una excusa para tener la oportunidad de pegarle. ¿No es verdad?
—¡Vamos, Lucky, vamos!
—Bueno, ¿estoy equivocado?
—Quería hacer el trato...
—Pero lo que realmente perseguías era luchar con él, y mira lo que has conseguido.
Bigman bajó los ojos.
—Lo siento.
Lucky se aplacó enseguida.
—Oh, Gran Galaxia, Bigman, no estoy enfadado contigo. En realidad, estoy enfadado conmigo mismo. Juzgué mal a aquel robot y casi me dejo matar por falta de reflexión. Veía que estaba estropeado y no se me ocurrió pensar que era debido al efecto del calor en su cerebro positrónico hasta que casi fue demasiado tarde. Bueno, el pasado encierra una lección para el futuro pero, de todos modos, olvidémoslo. Ahora hay que decidir el camino a seguir en el caso de Urteil.
Bigman recobró inmediatamente su buen humor.
—Sea como fuere —dijo—, esa alimaña ya nos ha dejado en paz.
—Él sí —repuso Lucky—, pero ¿qué hay del Senador Swenson?
—Hum.
—¿Cómo explicaremos lo ocurrido? El Consejo de la Ciencia está sometido a una investigación y el investigador muere como resultado de una pelea instigada por alguien próximo al Consejo, alguien que es casi un miembro de él. Eso tendrá muy mal aspecto.
—Fue un accidente. El campo de seudo gravedad...
—Esto no nos sirve de nada. Tendré que hablar con Peverale y...
Bigman enrojeció y contestó apresuradamente:
—Peverale es sólo un viejo. No presta ninguna atención a todo esto.
Lucky se apoyó sobre un codo.
—¿Qué quieres decir con eso de que no presta ninguna atención?
—Es la verdad —dijo Bigman con vehemencia—. Entró cuando Urteil yacía muerto en el suelo y no se inmutó. Preguntó: «¿Está muerto?», y eso fue todo.
—¿Eso fue todo?
—Eso fue todo. Después quiso saber dónde estabas y dijo que Mindes había llamado diciendo que un robot te había matado.
Lucky siguió mirando fijamente a Bigman. —¿Eso fue todo?
—Eso fue todo —dijo Bigman con desasosiego.
—¿Qué ha ocurrido desde entonces? Vamos, Bigman. Tú no quieres que nadie hable con Peverale; ¿por qué no?
Bigman apartó la mirada.
—Vamos, Bigman.
—Bueno, voy a ser juzgado o algo parecido.
—¡Juzgado!
—Peverale sostiene que ha sido un asesinato y que levantará una gran polvareda en la Tierra. Dice que debemos averiguar de quién ha sido la culpa.
—Muy bien. ¿Cuándo es el juicio?
—Oye, Lucky, no quería decírtelo. El doctor Gardoma ha recomendado que no te excites.
—No te portes como una gallina clueca, Bigman. ¿Cuándo es el juicio?
—Mañana a las dos, hora de la Tierra. Pero no hay de qué preocuparse, Lucky.
Lucky dijo:
—Que entre Gardoma.
—¿Por qué?
—Haz lo que te digo.
Bigman se dirigió a la puerta, y cuando volvió, el doctor Gardoma estaba con él. Lucky dijo:
—No hay razón para que no pueda abandonar la cama mañana a las dos, ¿verdad?
El doctor Gardoma titubeó. —Preferiría que no lo hiciera.
—No me importa lo que usted prefiera. No me moriré por eso, ¿verdad?
—No se moriría aunque decidiera levantarse ahora mismo, señor Starr —contestó el doctor Gardoma, ofendido—, pera no es aconsejable.
—De acuerdo. Haga el favor de decir al doctor Peverale que estaré en el juicio de Bigman. Supongo que ya está enterado, ¿no es así?
—Sí.
—Todo el mundo lo sabía excepto yo, ¿no es verdad?
—Su estado...
—Dígale al doctor Peverale que estaré en el juicio y que no deben empezar sin mí.
—Se lo diré —repuso Gardoma—, y ahora será mejor que duerma. Venga conmigo, Bigman.
Bigman protestó: