El gran Gatsby (20 page)

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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Drama

BOOK: El gran Gatsby
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—Mire, este libro era suyo, de cuando era un chiquillo. Ahora verá.

Lo abrió por el final y le dio la vuelta para que yo pudiera verlo. En la hoja de guarda habían escrito con letra de imprenta la palabra
HORARIO
y la fecha, 12 de septiembre de 1906. Y debajo:

Levantarse
6.00
Gimnasia y pesas
6.15-6.30
Estudiar electricidad, etc
7.15-8.15
Trabajo
8.30-16.30
Béisbol y deportes
16.30-17.00
Ejercicios prácticos de elocuencia y saber estar
17.00-18.00
Estudio de inventos útiles
19.00-21.00

PROPÓSITOS GENERALES

No perder el tiempo en Shafters o (nombre ilegible)

Dejar de fumar y de masticar chicle

Baño un día sí y otro no

Leer una revista o un libro provechosos a la semana

Ahorrar
5 dólares
3 dólares a la semana

Portarme mejor con mis padres

—Encontré este libro por casualidad —dijo el anciano—. ¿No es revelador?

—Es revelador.

—Jimmy estaba destinado a triunfar. Siempre se estaba proponiendo cosas por el estilo. ¿Se da cuenta de cómo se preocupaba de cultivar su inteligencia? En eso era ejemplar. Una vez me dijo que yo comía como un cerdo y le pegué.

Se resistía a cerrar el libro, leía cada línea en voz alta y me miraba con ansiedad. Creo que incluso esperaba que copiara la lista para mi propio uso.

Poco antes de las tres el ministro luterano llegó de Flushing, y empecé a mirar involuntariamente por las ventanas para ver si aparecían más coches. El padre de Gatsby hacía lo mismo. Y, conforme pasaba el tiempo, cuando los criados esperaban ya en el vestíbulo, empezó a parpadear nerviosamente y a hablar de la lluvia con preocupación e incertidumbre. El ministro miró un par de veces su reloj, así que lo llevé aparte y le pedí que esperara media hora. Pero fue inútil. No vino nadie.

A eso de las cinco nuestra procesión de tres coches llegó al cementerio y se detuvo a la entrada bajo una llovizna persistente: primero el coche fúnebre, horriblemente negro y mojado, luego mister Gatz, el ministro y yo en la limusina, y muy poco después, en la furgoneta de Gatsby, cuatro o cinco criados y el cartero de West Egg, todos empapados hasta los huesos. Cuando entrábamos en el cementerio oí que un coche se paraba y el sonido de alguien que chapoteaba en el suelo mojado detrás de nosotros. Me volví a mirar. Era el hombre con gafas como ojos de búho a quien descubrí una noche, hacía tres meses, maravillado ante los libros de la biblioteca de Gatsby.

No lo había visto desde entonces. No sé cómo se enteró del entierro, ni siquiera sé su nombre. La lluvia corría por sus gafas, muy gruesas, y él se las quitó y las secó para ver cómo levantaban la lona que protegía la tumba de Gatsby.

Intenté pensar en Gatsby un instante, pero ya estaba demasiado lejos, y lo único que pude recordar, sin resentimiento, fue que Daisy no había mandado ni un mensaje ni una sola flor. Apenas si oí vagamente un murmullo: «Bienaventurados los muertos sobre los que cae la lluvia». Y el hombre de los ojos de búho contestó con fuerza: «Amén».

Volvimos deprisa a los coches, bajo la lluvia. Ojos de Búho habló conmigo en la puerta:

—No he podido ir a la casa.

—No ha podido ir nadie.

—¡No me diga! —estalló—. ¡Dios mío! Iban a cientos.

Se quitó las gafas y volvió a limpiarlas, por dentro y por fuera.

—El pobre hijo de puta —dijo.

Uno de mis recuerdos más vivos es la vuelta al Oeste desde el colegio y, luego, desde la universidad en navidades.

Los que seguían viaje más allá de Chicago se reunían en la vieja Union Station a la seis de una tarde de diciembre con algunos amigos de Chicago que, sumergidos ya en la alegría de las fiestas, acudían a despedirlos. Recuerdo los abrigos de piel de las chicas que volvían del colegio de miss Tal o miss Cual, y las charlas entre el vaho helado de la respiración, y las manos que se levantaban a saludar cuando veíamos a viejos amigos, y cómo comparábamos nuestras listas de invitaciones, «¿Vas a la fiesta de los Ordway, de los Hersey, de los Schultz?»
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. Y los billetes del tren, alargados y verdes, bien apretados en las manos enguantadas. Y, por fin, en la vía, cerca de la entrada, los lóbregos vagones de la línea Chicago, Milwaukee y Saint Paul, que nos parecían alegres como las mismas navidades.

Cuando nos adentrábamos en la noche de invierno y la verdadera nieve, nuestra nieve, empezaba a extenderse por todos lados y a titilar y estrellarse contra las ventanas del tren, y pasaban las luces mortecinas de las pequeñas estaciones de Wisconsin, el aire se endurecía de pronto, afilado y cortante. Lo aspirábamos profundamente cuando volvíamos de cenar a través de las plataformas heladas, inconcebiblemente conscientes durante una hora extraordinaria de nuestra identificación con el país, antes de unirnos y confundirnos de nuevo con él.

Ése era mi Medio Oeste, no el trigo ni las praderas ni los perdidos pueblos de los suecos, sino los emocionantes trenes de mi juventud en los que regresaba, y las farolas de la calle y las campanillas de los trineos en la oscuridad escarchada y las sombras de las coronas de acebo que las ventanas iluminadas proyectaban sobre la nieve. Formo parte de ese mundo, un poco solemne por la sensación de aquellos largos inviernos, un poco orgulloso por haber crecido en la casa de los Carraway, en una ciudad en la que las casas todavía son conocidas durante décadas por el nombre de la familia propietaria. Ahora comprendo que, al fin y al cabo, esta historia ha sido una historia del Oeste: Tom y Gatsby, Daisy y Jordan y yo somos del Oeste, y quizá suframos en común alguna deficiencia que nos hace sutilmente inadaptables a la vida en el Este.

Incluso cuando el Este me impresionaba más, incluso cuando era más consciente de su superioridad sobre las aburridas, desangeladas y abotargadas ciudades de más allá de Ohio, con su inquisitivo e inacabable fisgoneo del que sólo se libran los niños y los muy ancianos, incluso entonces tenía para mí el Este una nota de distorsión. West Egg, especialmente, sigue apareciendo en mis sueños más fantásticos. Lo veo como una escena nocturna pintada por el Greco: un centenar de casas, a la vez convencionales y grotescas, encogidas bajo un cielo hosco y agobiante y una luna sin lustre. En primer plano, cuatro hombres solemnes, vestidos de etiqueta, van por la acera con una camilla en la que yace una mujer borracha y en traje de noche. La mano, que cuelga a un lado, centellea enjoyada y fría. Muy serios, los hombres entran en una casa, una casa equivocada. Pero nadie sabe el nombre de la mujer, ni a nadie le importa.

Después de la muerte de Gatsby el Este me parecía hechizado, distorsionado, sin que mis ojos pudieran corregirlo. Así que, cuando el humo de las hojas secas flotaba ya en el aire y la ropa húmeda empezó a congelarse en los tendederos al soplo del viento, decidí volver a casa.

Había algo que tenía que hacer antes de irme, algo desagradable y embarazoso que probablemente hubiera sido mejor no hacer. Pero quería dejarlo todo en orden y no confiar en que el mar indiferente y diligente se llevara mi basura. Vi a Jordan Baker y hablé de lo que había pasado entre nosotros, y de lo que después me había pasado a mí, y ella me escuchó, muy quieta, en un gran sillón.

Iba vestida de golfista, y me acuerdo de que pensé que parecía una buena foto para una revista ilustrada, con el mentón graciosamente levantado, el pelo color de hoja en otoño y la cara del mismo tono tostado que el guante sin dedos que descansaba en su rodilla. Cuando acabé, me dijo sin más comentarios que se había comprometido con otro. No me lo creí del todo, aunque había varios con los que podría haberse casado con un simple gesto de asentimiento, pero fingí sorpresa. Por un momento me pregunté si no me estaría equivocando, luego volví a pensarlo todo rápidamente y me levanté para despedirme.

—Pero fuiste tú el que me dejó —dijo Jordan de improviso—. Me dejaste por teléfono. Ya no me importas lo más mínimo, pero aquello fue para mí una nueva experiencia, y durante un tiempo me sentí un poco desorientada.

Nos estrechamos la mano.

—Ah, ¿te acuerdas —añadió— de una conversación que tuvimos una vez sobre conducir un coche?

—No, no me acuerdo.

—¿No dijiste que un mal conductor sólo está seguro hasta que se encuentra con otro mal conductor? Bueno, pues yo me encontré con otro mal conductor, ¿no? Quiero decir que, si me equivoqué tanto, fue por mi propio descuido. Creía que eras una persona bastante honesta y sincera. Creía que ése era tu orgullo secreto.

—Tengo treinta años —dije—. He rebasado en cinco años la edad de mentirme a mí mismo y llamarle a eso honor.

No me contestó. Enfadado, medio enamorado de ella y tremendamente dolorido, di media vuelta y me fui.

Una tarde de finales de octubre vi a Tom Buchanan. Iba andando delante de mí por la Quinta Avenida, alerta y agresivo como siempre, las manos ligeramente separadas del cuerpo como para defenderse de cualquier intromisión, y moviendo bruscamente la cabeza al ritmo de sus ojos inquietos. En el momento en que reduje el paso para evitar adelantarlo, se paró a mirar, arrugando la frente, el escaparate de una joyería. Entonces me vio y retrocedió, tendiéndome la mano.

—¿Qué pasa, Nick? ¿Te niegas a darme la mano?

—Sí. Sabes lo que pienso de ti.

—Estás loco, Nick —dijo—. Totalmente loco. No sé qué te pasa.

—Tom —pregunté—, ¿qué le dijiste a Wilson aquel día?

Me miró sin decir una palabra y supe que no me había equivocado a propósito de aquellas horas perdidas. Traté de dar media vuelta, pero me cogió del brazo.

—Le conté la verdad —dijo—. Se presentó en la puerta cuando estábamos a punto de irnos y, cuando mandé que le dijeran que no estábamos, intentó subir por la fuerza. Estaba lo suficientemente loco como para matarme si no le hubiera dicho quién era el dueño del coche. En la casa no soltó ni un momento el revólver que llevaba en el bolsillo —se interrumpió, desafiante—. ¿Y qué si se lo dije? Ese individuo recibió lo que se merecía. Te cegó igual que cegó a Daisy, pero era peligroso. Atropelló a Myrtle como quien atropella a un perro, y ni siquiera se paró.

No había nada que yo pudiera responderle, salvo lo indecible: que no era verdad.

—Y si crees que no he tenido mi parte de sufrimiento… Mira, cuando fui a dejar el apartamento y vi la maldita caja de galletas para perros en el aparador, me senté y lloré como un niño, Dios mío, fue terrible…

No podía perdonarlo ni demostrarle simpatía, pero entendí que, para él, lo que había hecho estaba completamente justificado. Sólo era desconsideración y confusión: Tom y Daisy eran personas desconsideradas. Destrozaban cosas y personas y luego se refugiaban detrás de su dinero o de su inmensa desconsideración, o de lo que los unía, fuera lo que fuera, y dejaban que otros limpiaran la suciedad que ellos dejaban…

Le di la mano; parecía absurdo no hacerlo, porque de repente fue como si estuviera hablando con un niño. Luego entró en la joyería a comprar un collar de perlas —o quizá unos gemelos—, libre para siempre de mis remilgos provincianos.

La casa de Gatsby seguía vacía cuando me fui: su césped había crecido tanto como el mío. Uno de los taxistas del pueblo nunca pasaba ante la entrada sin detenerse un momento para señalarle a sus pasajeros la casa; puede que fuera el que llevó a Daisy y Gatsby a East Egg la noche del accidente, y quizá había inventado su propia historia sobre el caso. Yo no quería oírla y lo evitaba cuando me bajaba del tren.

Pasaba en Nueva York las noches de los sábados porque seguían tan vivas en mí aquellas fiestas deslumbrantes que aún oía la música y las risas, desmayadas y sin fin, que llegaban de los jardines de la casa, y los coches que subían y bajaban por el camino de entrada. Una noche oí un coche de verdad, y vi cómo la luz de los faros iluminaba la escalinata. Pero no investigué. Debía de ser algún invitado rezagado que había estado en el confín de la tierra y no sabía que había terminado la fiesta.

La última noche, después de hacer el equipaje y de venderle el coche al dueño de la tienda de comestibles, me acerqué a ver otra vez aquel extraordinario e incoherente desastre de casa. En los peldaños blancos una palabra obscena, garabateada por algún chico con un trozo de ladrillo, resaltaba con claridad a la luz de la luna, y la borré, frotando la piedra con el zapato. Luego bajé dando un paseo a la playa y me tumbé en la arena.

La mayoría de las casas grandes de la playa estaban ya cerradas y apenas si se veía una luz que no fuera el resplandor móvil y nublado de algún transbordador que cruzaba el estrecho. Y, a medida que la luna cobraba altura, las casas, insustanciales, empezaron a desvanecerse y poco a poco tomé conciencia de la vieja isla que, allí mismo, había florecido ante los ojos de unos cuantos marinos holandeses: un pecho del nuevo mundo, verde y joven. Árboles desaparecidos, los árboles que cederían su sitio a la casa de Gatsby, provocaron una vez con sus susurros el último y más grande de los sueños humanos: durante un instante encantado y efímero el hombre tuvo que contener la respiración en presencia de este continente, obligado a una contemplación estética que no entendía ni deseaba, frente a frente por última vez en la historia con algo proporcional a su capacidad de asombro.

Y, allí, pensando en el viejo mundo desconocido, me acordé del asombro de Gatsby cuando descubrió la luz verde al final del embarcadero de Daisy. Había hecho un largo camino hasta aquel césped azul y su sueño debió de parecerle tan cercano que difícilmente podía escapársele. No sabía que ya lo había dejado atrás, en algún sitio, más allá de la ciudad, en la vasta tiniebla, donde los oscuros campos de la república se extienden en la noche.

Gatsby creía en la luz verde, el futuro orgiástico que año tras año retrocede ante nosotros. Se nos escapa ahora, pero no importa, mañana correremos más, alargaremos más los brazos y llegarán más lejos… Y una buena mañana…

Así seguimos, golpeándonos, barcas contracorriente, devueltos sin cesar al pasado.

FIN

EPÍLOGO: LOS ESPEJOS DE GATSBY

Francis Scott Fitzgerald escribió
El gran Gatsby
en la Riviera francesa en 1924 y la corrigió en Roma y Capri. «He escrito la mejor novela de los Estados Unidos», le dijo entonces a su editor, Maxwell Perkins. El mito de Gatsby es el mito del hombre de las ciudades, uno cualquiera, ese a quien conocemos un día por casualidad y nunca sabremos quién es exactamente ni de dónde ha salido. Gatsby es un emblema del ciudadano: esencialmente será la idea que los demás se hacen de él, asesino o príncipe, héroe o antihéroe, ser extraordinario que brilla en sus fiestas magníficas, misterioso y sospechoso,
Mister Nobody from Nowhere
.

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