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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Drama

El gran Gatsby (19 page)

BOOK: El gran Gatsby
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Pero esa parte de la historia me parece lejana e insustancial. Me vi completamente solo, al lado de Gatsby. Desde el momento en que llamé por teléfono a West Egg para dar la noticia de la catástrofe, todas las conjeturas sobre Gatsby y todas las cuestiones prácticas recayeron sobre mí. Al principio me sentí sorprendido y confuso; luego, mientras él yacía en su casa y ni se movía, ni respiraba ni hablaba, hora tras hora, me fui convenciendo de que debía asumir la responsabilidad, porque no había ningún otro interesado: interesado, digo, con ese intenso interés personal al que cualquiera tiene cierto derecho cuando llega su fin.

Llamé a Daisy media hora después de que lo encontráramos, la llamé instintivamente y sin la menor vacilación. Pero Tom y ella se habían ido a primera hora de esa tarde, llevándose el equipaje.

—¿No han dejado una dirección?

—No.

—¿Han dicho cuándo volverán?

—No.

—¿Tiene idea de dónde pueden estar? ¿Cómo podría ponerme en contacto con ellos?

—No lo sé. No puedo decirle.

Quería encontrar a alguien que lo acompañara. Quería entrar en la habitación donde yacía y tranquilizarlo: «Te encontraré a alguien, Gatsby. No te preocupes. Confía en mí y encontraré a alguien que te haga compañía».

El nombre de Meyer Wolfshiem no aparecía en la guía de teléfonos. El mayordomo me dio la dirección de su despacho en Broadway, y llamé a Información, pero cuando conseguí el número ya eran más de las cinco, y no contestaba el teléfono.

—¿Puede llamar otra vez?

—Ya he llamado tres veces —dijo la telefonista.

—Es muy importante.

—Lo siento. Me temo que no hay nadie.

Volví al salón y pensé por un momento que todos esos funcionarios que de improviso habían llenado la casa eran gente que se presentaba por casualidad. Pero, cuando levantaron la sábana y miraron el cadáver con ojos estupefactos, la protesta de Gatsby volvió a sonar en mi cerebro: «Escucha, compañero, trae a alguien que me acompañe. Haz todo lo posible. No puedo soportar esto solo».

Alguien empezó a hacerme preguntas, pero me escabullí y subí a la segunda planta para buscar en los cajones del escritorio que no estaban cerrados con llave: nunca me había dicho expresamente que sus padres hubieran muerto. Pero no había nada: sólo la foto de Dan Cody, signo de una violencia olvidada, que me miraba fijamente desde la pared.

A la mañana siguiente mandé al mayordomo a Nueva York con una carta para Wolfshiem, pidiéndole información y rogándole que se acercara en el próximo tren. Esto me pareció superfluo cuando lo escribí. Estaba seguro de que se pondría en camino en cuanto leyera los periódicos, como estaba seguro de que, antes de mediodía, llegaría un telegrama de Daisy. Pero no llegaron ni el telegrama ni mister Wolfshiem; nadie llegó, excepto más policías, más fotógrafos y más periodistas. Cuando el mayordomo volvió con la respuesta de Wolfshiem, empecé a tener una sensación de desafío, de desprecio y de solidaridad entre Gatsby y yo contra todos.

Querido mister Carraway:

Éste ha sido uno de los golpes más terribles de mi vida y me cuesta creer que sea cierto. Un acto tan insensato como el de ese hombre debería hacernos pensar. Me es imposible ir en este momento porque me tiene atado un asunto muy importante y ahora no me puedo mezclar en eso. Si hay algo que pueda hacer más adelante, mándeme una carta con Edgar haciéndomelo saber. Casi no sé ni dónde estoy cuando oigo una cosa así, y me siento totalmente hundido, noqueado.

Le saluda atentamente,

Meyer Wolfshiem

Y añadía atropelladamente:

Téngame al corriente del funeral, etc. No conozco a su familia.

Cuando sonó el teléfono esa tarde y la centralita anunció una llamada a larga distancia desde Chicago creí que por fin era Daisy. Pero me llegó, débil y lejana, una voz de hombre.

—Aquí Slagle…

—¿Sí? —no me sonaba ese nombre.

—Mierda de mercancía. ¿Ha recibido mi telegrama?

—No ha llegado ningún telegrama.

—El joven Parker tiene problemas. Lo han cogido cuando trataba de vender los bonos. Recibieron de Nueva York una circular con los números cinco minutos antes. ¿Qué me dice? Nunca sabe uno lo que le espera en estas ciudades atrasadas…

—Oiga —lo interrumpí, asfixiándome—, oiga, no soy mister Gatsby. Mister Gatsby ha muerto.

Hubo un largo silencio al otro lado de la línea, seguido por una exclamación, e inmediatamente un seco graznido cuando se cortó la llamada.

Creo que fue al tercer día cuando llegó de un pueblo de Minnesota un telegrama firmado por Henry C. Gatz. Sólo decía que el remitente salía inmediatamente hacia Nueva York y que se pospusiera el funeral hasta su llegada.

Era el padre de Gatsby, un anciano solemne, desolado y confundido, que se protegía del caluroso día de septiembre con un largo abrigo barato. Los ojos no dejaban de lagrimearle por la emoción, y cuando le cogí la maleta y el sombrero empezó a tirarse con tanta insistencia de la barba gris y rala que me costó trabajo quitarle el abrigo. Estaba a punto de derrumbarse, así que lo llevé a la sala de música y lo obligué a sentarse mientras mandaba que le trajeran algo de comer. Pero no podía comer, y el vaso de leche se le derramó en la mano temblorosa.

—Vi en Chicago el periódico —dijo—. El periódico de Chicago lo recogía todo. Me vine enseguida.

—No sabía cómo localizarlo.

Sus ojos, que miraban sin ver, recorrían incesantemente la habitación.

—Fue un loco —dijo—. Tenía que estar loco.

—¿Le apetece un poco de café? —le insistí.

—No quiero nada. Ya estoy bien, mister…

—Carraway.

—Ya estoy bien. ¿Dónde han puesto a Jimmy?

Lo llevé al salón, donde yacía su hijo, y lo dejé allí. Unos chiquillos habían subido los escalones y se asomaban al vestíbulo; cuando les dije quién acababa de llegar, se fueron de mala gana.

Poco después mister Gatz abrió la puerta y salió, la boca entreabierta, la cara ligeramente roja, los ojos húmedos de alguna lágrima aislada e inoportuna. Había llegado a una edad en la que la muerte ha perdido su calidad de sorpresa terrible y, cuando entonces miró a su alrededor y vio por primera vez la altura y el esplendor del vestíbulo y de las inmensas habitaciones que salían de él y daban a otras habitaciones, su dolor empezó a mezclarse con un orgullo reverente. Lo ayudé a subir a uno de los dormitorios de la segunda planta; mientras se quitaba la chaqueta y el chaleco le dije que cualquier disposición había sido aplazada hasta su llegada.

—No sabía lo que usted pensaba hacer, mister Gatsby…

—Me llamo Gatz.

—… Mister Gatz. Pensé que quizá quisiera llevarse a su hijo al Oeste.

Negó con la cabeza.

—A Jimmy siempre le gustó más el Este. Alcanzó su posición en el Este. ¿Era usted amigo de mi chico, mister…?

—Éramos amigos íntimos.

—Tenía un gran futuro ante él, ¿sabe? Sólo era un muchacho, pero tenía cerebro… Mucha fuerza aquí…

Se tocó la cabeza muy serio, y yo asentí.

—Si hubiera vivido, habría llegado a ser un gran hombre. Un hombre como James J. Hill
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. Habría contribuido a levantar el país.

—Eso es verdad —dije, incómodo.

Trató de quitar la colcha bordada de la cama, se tumbó muy derecho y se durmió instantáneamente.

Esa noche llamó por teléfono una persona que no podía ocultar su pánico, y que quiso saber quién era yo antes de decirme su nombre.

—Habla con mister Carraway —le dije.

—Ah —sonó más tranquilo—. Soy Klipspringer.

Yo también me sentí más tranquilo, porque su llamada parecía prometer otro amigo para el entierro de Gatsby. No quería anunciarlo en los periódicos y atraer a una multitud que acudiera como quien va a un espectáculo, así que hice unas cuantas llamadas telefónicas. No era fácil encontrar a nadie.

—El funeral es mañana —le dije a Klipspringer—. A las tres, en la casa. Avísele a todo el que pueda estar interesado…

—Ah, sí —me cortó—. No creo que vea a nadie, pero lo haré si tengo ocasión.

Su tono me hizo desconfiar.

—Usted vendrá, por supuesto.

—Bueno, lo intentaré, sí. Para lo que llamaba era porque…

—Espere un momento —lo interrumpí—. ¿Vendrá o no?

—Bueno, el hecho es que… La verdad es que estoy con alguna gente en Greenwich, y quieren que mañana pase el día con ellos. Hay un picnic o algo por el estilo. Pero, sí, haré lo posible por escaparme.

No pude contener un «ya, seguro» y debió oírme porque continuó, nervioso:

—Bueno, he llamado porque me dejé ahí un par de zapatos. No sé si sería mucha molestia mandármelos con el mayordomo. Son unas zapatillas de tenis y me siento como desvalido sin ellas. Mi dirección es B. F….

No oí el resto del nombre porque colgué.

Después de aquello sentí cierta vergüenza por Gatsby: un señor al que llamé por teléfono insinuó que había recibido su merecido. La culpa fue mía, porque era uno de los que, envalentonado por el licor de Gatsby, solía hablar de Gatsby con más desdén, y yo tendría que haber sido lo suficientemente listo como para no llamarlo.

La mañana del funeral fui a Nueva York a ver a Meyer Wolfshiem; parecía no haber otro modo de localizarlo. En la puerta que abrí, siguiendo las instrucciones del ascensorista, había un rótulo en el que se leía The Swastika Holding Company, y al principio creí que no había nadie. Pero, después de gritar «Buenos días» en vano varias veces, empezaron a discutir en la habitación contigua y al momento apareció en una puerta interior una judía muy atractiva y me examinó con unos ojos negros y hostiles.

—No hay nadie —dijo—. Mister Wolfshiem ha ido a Chicago.

Lo primero era evidentemente falso, porque dentro alguien había empezado a silbar desafinando
El rosario
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.

—Haga el favor de decirle que mister Carraway quiere verlo.

—¿Voy a buscarlo a Chicago?

En ese momento una voz, inequívocamente la de mister Wolfshiem, gritó «¡Estella!» al otro lado de la puerta.

—Déjeme su nombre en la mesa —dijo ella—. Le daré el recado en cuanto vuelva.

—Pero sé que está aquí.

Dio un paso hacia mí y empezó a pasarse las manos por las caderas, arriba y abajo.

—Ustedes, los jóvenes, se creen que pueden entrar aquí cuando les da la gana —me regañó—. Y nos tienen hartos, hasta la náusea. Cuando digo que está en Chicago, está en Chicago.

Mencioné a Gatsby.

—Ah —volvió a mirarme—. Podría… ¿Me repite su nombre?

Se esfumó. Al instante apareció solemnemente en la puerta Meyer Wolfshiem, tendiéndome las dos manos. Me hizo entrar en su despacho mientras comentaba con voz reverente que era un momento muy triste para todos nosotros, y me ofreció un cigarro.

—La memoria me lleva al día en que lo conocí —dijo—. Un mayor, muy joven, recién licenciado y cubierto de medallas que había ganado en la guerra. No tenía ni un centavo: seguía usando el uniforme porque no tenía dinero para comprarse ropa. Lo vi por primera vez en los billares de Winebrenner, en la calle Cuarenta y tres, donde entró a pedir trabajo. No comía desde hacía dos días. «Véngase a almorzar conmigo», le dije. Devoró más de cuatro dólares de comida en media hora.

—¿Lo introdujo usted en los negocios?

—¡Introducirlo! Yo lo hice un hombre de negocios.

—Ah.

—Lo saqué de la nada, directamente del arroyo. Me di cuenta enseguida de que era un joven con buena apariencia y aires de señor, y cuando me dijo que había estado en
Oggsford
supe que podía serme muy útil. Le aconsejé que se afiliara a la Legión Americana, donde estaba muy bien considerado. Hizo entonces un trabajo para uno de mis clientes, en Albany. Estábamos así de unidos —levantó dos dedos bulbosos—, siempre juntos.

Me pregunté si aquella sociedad habría incluido la operación de las Grandes Ligas de béisbol en 1919.

—Y ahora está muerto —dijo al cabo de unos segundos—. Usted era su amigo más íntimo, así que sé que quiere que vaya al funeral esta tarde. Me gustaría ir.

—Muy bien, entonces venga.

Los pelos de sus orificios nasales vibraron ligeramente y, mientras decía no con la cabeza, los ojos se le llenaron de lágrimas.

—No puedo… No puedo mezclarme en eso —dijo.

—No hay nada en lo que mezclarse. Ya todo ha terminado.

—Cuando matan a un hombre, no me gusta mezclarme. Me mantengo al margen. Cuando era joven, era distinto: si moría un amigo, y no importa cómo, seguía a su lado hasta el final. Quizá le parezca sentimental, pero hablo en serio: hasta el final, por amargo que fuera.

Vi que, por alguna razón particular, había decidido no asistir al funeral, así que me puse de pie.

—¿Ha ido usted a la universidad? —preguntó de improviso.

Por un momento pensé que iba a proponerme una «
coneggsión
», pero se limitó a asentir y estrecharme la mano.

—Tenemos que aprender a demostrarle nuestra amistad a un hombre cuando está vivo y no después de muerto —sugirió—. Después mi regla es no mover las cosas.

Cuando salí del despacho el cielo se había oscurecido y lloviznaba al llegar a West Egg. Me cambié de ropa, me acerqué a la casa vecina y encontré a mister Gatz paseando por el vestíbulo, emocionado. El orgullo por su hijo y las posesiones de su hijo no había dejado de crecer y quería enseñarme algo.

—Jimmy me mandó esta foto —sacó la billetera con dedos temblorosos—. Mire.

Era una fotografía de la casa, rota por las esquinas y sucia de muchas manos. Me señaló cada detalle con fervor. «¡Mire esto!», y buscaba admiración en mis ojos. La había enseñado tantas veces que creo que para él era más real que la casa misma.

—Me la mandó Jimmy. Creo que es una foto muy buena. Sale todo muy bien.

—Sí, muy bien. ¿Había visto a su hijo últimamente?

—Fue a verme hace dos años y me compró la casa donde vivo ahora. Nos dejó destrozados cuando se escapó de casa, pero ahora veo que tenía motivos para hacerlo. Sabía que tenía un gran futuro por delante. Y en cuanto empezó a tener éxito fue muy generoso conmigo.

Parecía resistirse a guardar la foto y me dejó verla unos segundos más. Luego se guardó la billetera y se sacó del bolsillo un ejemplar muy viejo, mugriento y desencuadernado, de un libro llamado
Hopalong Cassidy
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.

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