El gran espectáculo secreto (18 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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Miró hacia atrás, a la orilla del lago, a tierra firme, pero un abismo se había abierto ya entre él y la seguridad, una losa de cemento se deslizaba hacia abajo, a un metro de distancia de los dedos de sus pies. Un aire helado ascendía del fondo.

Miró a las nadadoras, pero el espejismo iba cediendo. Y en el momento en que desapareció del todo, Buddy captó la misma expresión en los cuatro rostros: los ojos vueltos hacia arriba, de modo que no se veía más que el blanco; las bocas abiertas para poder apurar la muerte. Buddy comprendió entonces que no habían muerto en aguas poco profundas, sino que, al llegar allí, encontraron un abismo que las arrebató, como ahora él era arrebatado: ellas, con agua; él, con espectros.

Empezó a lanzar alaridos, en petición de ayuda, mientras la violencia del terreno iba en aumento y el cemento se trituraba a sí mismo, y se convertía en polvo bajo sus pies. Quizás alguna otra persona que hiciese
jogging,
como él, por la mañana temprano, le oyera y acudiese en su ayuda. Pero rápido; tenía que ser lo más rápido posible. ¿A quién pensaba que estaba tomando el pelo? Y eso que él era un humorista. Nadie vendría en su ayuda. Iba a morir. ¡Maldita sea, iba a morir!

El boquete entre él y la tierra firme se había ensanchado de una manera considerable, y saltarlo era la única esperanza de salvación que le quedaba. Tendría que ser muy rápido, antes de que el cemento que había a sus pies se hundiese hasta el fondo, arrastrándole consigo. O ahora o nunca.

Saltó, y consiguió dar un gran salto. Unos pocos centímetros más y hubiera estado a salvo. Pero unos pocos centímetros eran precisamente lo esencial. Trató de agarrarse al aire, muy cerca de su objetivo, y cayó.

Durante un momento el sol brilló sobre su cabeza. Luego, todo fue oscuridad, y cayó a través de la oscuridad, trozos de cemento le rozaban, cayendo con él. Los oía chocar contra la superficie de la roca al pasar junto a ella. Después cayó en la cuenta de que era
él
el que hacía ese ruido al caer. Sus huesos y su espalda, al romperse, crujían; y siguió cayendo, cayendo…

2

El día empezó para Howie más temprano de lo que él hubiera deseado después de dormir tan poco, pero una vez se hubo levantado y hecho sus ejercicios se alegró de estar despierto. Era un crimen seguir en la cama con la mañana tan bonita que hacía. Sacó un refresco de la máquina tragaperras y se sentó a la ventana, mirando al cielo y pensando en lo que el día le traería.

¡Mentira! No pensaba en absoluto en el día, sino en Jo-Beth, sólo en Jo-Beth. Sus ojos, su sonrisa, su voz, su piel, su aroma, sus secretos… Miró al cielo y sólo la vio a ella, estaba obsesionado.

Eso era nuevo para él. Nunca había sentido una emoción tan fuerte y tan posesiva como en aquel momento. Durante la noche se había despertado dos veces con sudores repentinos. No conseguía recordar qué sueños se los habían causado, pero Jo-Beth estaba en ellos, con toda seguridad. ¿Cómo podía no estarlo? Tenía que ir a buscarla. Cada hora que pasaba sin su compañía era una hora perdida. Cada momento que pasaba sin verla, como si estuviese ciego. Cada momento sin tocarla, un entumecimiento.

Jo-Beth le había dicho la noche anterior, cuando se despidieron, que trabajaba de noche en el restaurante «Butrick», y de día en una librería. Dada la longitud de la Alameda, no sería nada difícil de localizar la tienda. Compró una bolsa de dónuts para rellenar el agujero que la falta de cena le había dejado la noche anterior. El otro agujero, el que había ido a curar estaba muy lejos de sus pensamientos. Fue deambulando entre la sucesión de tiendas, en busca de la librería. La encontró entre una peluquería canina y una agencia inmobiliaria. Como la mayor parte de las tiendas, la librería estaba todavía cerrada; aún faltaban tres cuartos de hora para que abriesen, según indicaba el letrero que colgaba de la puerta. Howie se sentó al sol, a esperar.

En cuanto abrió los ojos, su primer impulso fue mandar a paseo el trabajo e ir a buscar a Howie. Los sucesos de la noche anterior habían ocurrido y vuelto a ocurrir ante ella en sueños, cambiando cada vez de una forma sutil, como si pudiera haber realidades alternativas, como si aquéllas fuesen sólo unas pocas de una infinita selección, nacida del encuentro mismo. Pero de todas esas posibilidades, Jo-Beth no podía concebir ninguna en la que Howie no se encontrara. Howie había estado esperándola desde su primer aliento, sus células se lo aseguraban así. De una manera imponderable, Howie y ella se pertenecían mutuamente.

Jo-Beth sabía muy bien que si alguno de sus otros amigos le hubiese confesado tales sentimientos ella los hubiera desdeñado con toda cortesía como ridículos. Eso no quería decir que nunca hubiese añorado ciertos rostros, ni subido el volumen de la radio cuando sonaba alguna canción de amor especial. Pero incluso oyéndola, Jo-Beth sabía que todo aquello no era más que una forma de evasión de una realidad poco armoniosa. Ella era la perfecta víctima de esa realidad todos los días de su vida. Su madre, prisionera de la casa y de su propio pasado, que hablaba, los días que era capaz de hacerlo, de las esperanzas que había tenido y de los amigos con los que había compartido tales esperanzas. Hasta entonces, un destino triste mantenía a raya las ambiciones románticas de Jo-Beth…, todas sus ambiciones.

Pero lo ocurrido entre Jo-Beth y el muchacho de Chicago no iba a terminar como la gran aventura de su madre: quedando ella abandonada, y el hombre en cuestión tan despreciado que ni siquiera podía decir su nombre. Si las clases de los domingos en la iglesia le habían enseñado algo, era, sin duda, que la revelación llega cuándo y dónde menos se espera. A Joseph Smith, el profeta de los mormones, la revelación le había llegado en una granja, en Palmyra, Nueva York; Noticias del Libro de los Mormones, reveladas a él por un ángel. ¿Por qué no le iba a llegar la revelación a ella en circunstancias igual de prometedoras? Por ejemplo, al entrar en el restaurante «Butrick», o en un estacionamiento, al lado del hombre a quien conocía de algún sitio y, al mismo tiempo, de ninguno.

Tommy-Ray se encontraba en la cocina. Leía con una atención tan intensa como el aroma del café que se preparaba. Tenía todo el aspecto de haberse quedado dormido sin desnudarse.

—¿Qué, noche de juerga? —preguntó Jo-Beth.

—Los dos.

—No, yo no mucho —dijo ella—. Llegué a casa antes de medianoche.

—Pero no dormiste.

—Bien, sí, a ratos.

—Estuviste despierta, te oí.

Imposible. Jo-Beth estaba segura de que eso no podía ser. Sus dormitorios estaban en extremos opuestos de la casa, y Tommy Ray podía ir al cuarto de baño sin acercarse al suyo lo suficiente como para oírla.

—Bueno, ¿y qué? —dijo él.

—¿Y qué, qué?

—Que hables conmigo.

—Tommy, ¿qué te ocurre? —Había una agitación en su comportamiento que la irritaba.

—Te oí, me pasé la noche entera oyéndote. A ti te ha sucedido algo esta noche, ¿a que sí?

Tommy no podía saber nada sobre Howie. Sólo Beverly tenía alguna pista acerca de lo ocurrido en el restaurante; y todavía no le había dado tiempo para esparcir rumores, aun en el que caso de abrigarse tales intenciones, lo que era dudoso porque ya tenía suficientes secretos propios que mantener al margen del conocimiento general. Además, ¿qué podría contar?: ¿que había coqueteado con un cliente?, ¿que le había besado en el estacionamiento? ¿Qué podía importarle eso a Tommy-Ray?

—A ti te ha sucedido algo esta noche —repitió él—. Noté una especie de
cambio.
Pero a mí, a pesar de que los dos estamos esperando algo, no me ha ocurrido nada, de modo que ha de haberte sucedido a ti, Jo-Beth.

—¿Me quieres poner un poco de café?

—Contesta.

—¿Qué quieres que te conteste?

—¿Qué ha ocurrido?

—Nada.

—No es cierto —replicó él, con más desconcierto que acusación en la voz—. ¿Por qué me mientes?

Era una buena pregunta. Jo-Beth no estaba avergonzada de Howie, o de lo que sentía por él. Hasta entonces, Jo-Beth había compartido con Tommy-Ray todas las victorias y derrotas de sus dieciocho años. Tommy-Ray no iría con el cuento de ese secreto a su madre o al pastor John. Pero las miradas que seguía dirigiéndola eran extrañas, y ella no sabía cómo interpretarlas. Además estaba la cuestión de que, evidentemente, la noche anterior la había escuchado. ¿Habría estado con la oreja pegada a la puerta de su cuarto?

—Tengo que ir a la librería, si no, se hará tarde.

—Te acompaño —dijo él.

—¿Por qué?

—Por ir en coche.

—Tommy…

El le sonrió.

—¿Qué tiene de malo que lleves a tu hermano en el coche? —preguntó.

Jo-Beth estaba casi convencida de su sinceridad, pero lo miró para hacer un signo de aquiescencia y vio que la sonrisa desaparecía de los labios de su hermano.

—Tenemos que confiar uno en el otro —dijo Tommy-Ray cuando ya estaban en el coche, circulando por Grove—, como siempre.

—Sí, lo sé.

—Porque, juntos, somos
fuertes,
¿verdad? —Tommy miraba fijamente por la ventanilla del coche, y era la suya una mirada helada—. Y justo ahora necesito sentirme fuerte.

—Lo que necesitas es dormir un poco. ¿Por qué no quieres que te lleve otra vez a casa? No me importa llegar un poco más tarde.

Él movió la cabeza.

—¡Odio esa casa! —exclamó él.

—Qué cosas dices.

—La verdad. Los dos la odiamos. Me produce pesadillas.

—No es la casa, Tommy.

—Sí, sí que lo es. La casa. Y mamá. ¡Y vivir en esta jodida ciudad! ¡Mírala! —De repente se puso furioso, fuera de sí—. ¡Mira esta mierda! ¿No te gustaría hacer pedazos este jodido sitio? —Sus gritos, en el reducido espacio del coche, estaban destrozando los nervios a Jo-Beth—. Claro que te gustaría —añadió, mirándola fijamente, con los ojos muy abiertos y la expresión furiosa—, no mientas, hermanita.

—No soy tu hermanita, Tommy —repuso ella.

—Tengo treinta y cinco segundos más que tú —dijo él entonces.

Ésa había sido siempre una broma entre ellos; pero, de pronto. se convertía en una palanca.

—¡Treinta y cinco segundos más que tú en este agujero de mierda!

—¡Cállate, estúpido! —dijo Jo-Beth, parando el coche de repente—. Venga, no pienso escucharte más, puedes bajarte y seguir a pie.

—¿Quieres que me ponga a gritar en la calle? —preguntó él—. Pues lo haré, no creas que me voy a cohibir. ¡Chillaré hasta que se caigan todas estas jodidas casas!

—Te estás comportando como una verdadera bestia —le acuso ella.

—¡Bien! Ésa es
una palabra
que no oigo muy a menudo en boca de mi hermanita —dijo él, con relamida complacencia—. Te repito que algo nos ocurre a los dos esta mañana.

Tenía razón. Jo-Beth se dio cuenta de que esa furia estaba prendiendo también en ella de una forma que antes no se hubiera permitido. Eran gemelos, y muy parecidos en muchas cosas; pero él había sido siempre el más rebelde de los dos. Ella hacía el papel de hija sumisa, mientras que ocultaba el desprecio que siempre había sentido por las hipocresías de Grove, porque su madre seguía siendo una víctima en busca de perdón. Pero Jo-Beth había envidiado muchas veces el abierto desprecio de Tommy-Ray, y deseado despreciar las apariencias, como él hacía, sabiendo que todas sus faltas le serían perdonadas a cambio de su simple sonrisa.

Para Tommy-Ray todo había sido mucho más fácil durante esos años. Su constante diatriba contra la ciudad era puro narcisismo; Tommy-Ray estaba enamorado de sí mismo en el papel de rebelde. Y estaba echando a perder aquella mañana, de la que ella quería gozar plenamente.

—Esta noche hablamos —dijo Jo-Beth.

—¿Tú crees?

—Ya te digo que hablamos esta noche.

—Tenemos que ayudarnos el uno al otro.

—Lo sé.

—Sobre todo, ahora.

Se calmó de repente, como si aquella rabia hubiera salido de él con la respiración, y, con ella, toda su energía.

—Tengo miedo —dijo Tommy-Ray, muy quedo.

—No hay nada que temer, Tommy. Lo que ocurre es que estamos cansados. Deberías irte a casa a dormir un poco.

—Sí.

Se hallaban en la Alameda. Jo-Beth no se molestó en estacionar el coche.

—Llévalo tú a casa —dijo—. Esta noche me acompaña Lois.

Cuando iba a apearse, Tommy la cogió con fuerza del brazo; la apretó tanto que le hizo daño.


¡Tommy!
—exclamó ella.

—¿Lo dices de veras? ¿De veras que no hay nada que temer? —preguntó él.

—No —respondió ella.

Tommy se inclinó para besarla.

—Confío en ti —dijo, sus labios muy próximos a los de su hermana. Su rostro abarcaba toda la mirada de Jo-Beth; su mano cogió el brazo de ella, como si la poseyera.

—¡Basta, Tommy! —exclamó ésta, retirando el brazo—. Anda, vete a casa.

Se bajó del coche, dando un golpe con más fuerza de la necesaria para cerrar la portezuela, y evitando deliberadamente mirarle.

—Jo-Beth.

Frente a ella, Howie. Sintió un tirón en el estómago al verle. A su espalda oyó una bocina. Se volvió y vio que Tommy-Ray no había cogido el volante del coche, el cual bloqueaba el acceso a los otros vehículos. Él la miraba con fijeza mientras alargaba la mano hacia el picaporte. Se apeó. Los bocinazos se multiplicaron, alguien comenzó a gritarle que apartara el coche del paso, pero él hizo caso omiso de todos. Tenía toda su atención puesta en Jo-Beth. Era demasiado tarde para que ella hiciese señas a Howie de que se marchara. La expresión del rostro de Tommy explicaba con claridad que había entendido toda la historia cuando observó la sonrisa de bienvenida en el rostro de Howie.

Jo-Beth miró a Howie, y sintió una desesperación infinita.

—¡Bien, vamos a ver! —oyó que Tommy decía detrás de ella.

Era algo más que simple desesperación; lo que sentía Jo-Beth era miedo.

—Howie… —comenzó.

—¡Pero qué bestia he sido! —prosiguió Tommy.

Jo-Beth intentó sonreír al volverse hacia él.

—Tommy —dijo—, te presento a Howie.

Nunca había visto una expresión como la de ese momento en el rostro de Tommy. Ni jamás pensó que aquellos rasgos tan idolatrados pudieran ser capaces de expresar tanta maldad.

—¿Howie? —preguntó Tommy—. ¿Qué significa? ¿Howard?

Jo-Beth asintió, y se volvió a mirar a Howie.

—Me gustaría que conocieses a mi hermano —dijo—. Mi hermano gemelo. Howie, éste es Tommy-Ray.

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